Menos de una hora después, Michael, Carl y Emma estaban listos para salir de la granja. Envueltos en tantas capas de ropa como habían podido encontrar, los tres estaban junto a la furgoneta y se estremecían bajo las ráfagas del frío viento del otoño que barría el patio. La conversación se limitaba a un ocasional gruñido o un monosílabo murmurado. Michael subió a la furgoneta, giró la llave y encendió el motor. El ruido resonó a través del paisaje desolado.
—¿Alguna idea de adónde vamos? —preguntó Emma detrás de él. Se acomodó en su asiento y se metió la llave de la casa en el bolsillo de sus ajustados tejanos. Habían cerrado la puerta con llave, aunque no quedaba nadie que pudiera entrar en ella.
—No —contestó Michael con una honestidad admirable—. ¿La tienes tú?
—No.
—De puta madre —maldijo Carl mientras Michael ponía en marcha la furgoneta.
Avanzaron lentamente por el sendero largo y desigual que conducía a la carretera.
—Estoy seguro que de joven solía venir por aquí de vacaciones con mis padres —comentó Michael.
—Entonces, ¿te puedes orientar por la zona? —preguntó Emma esperanzada.
Él negó con la cabeza.
—No. Sin embargo, lo que sí recuerdo es que había un montón de pueblecitos y aldeas, todos ellos unidos por carreteras como ésta. Si vamos en cualquier dirección, seguro que encontraremos algo en alguna parte.
Carl no estaba impresionado, pero se calló su opinión, mientras Michael empezaba a acelerar, forzando la furgoneta por las curvas del sendero a una velocidad cada vez más peligrosa.
—Espero que seamos capaces de recordar el camino de regreso después de esto —comentó Emma, que no parecía nada segura.
—Por supuesto que sí —contestó Michael con confianza—. Hoy sólo vamos a ir en una dirección. Llegaremos a un pueblo, cogeremos lo que necesitemos, daremos la vuelta y regresaremos a casa.
Casa. Carl pensó que había utilizado una palabra bien curiosa, porque él no se sentía en absoluto como en casa. Su casa se encontraba a unos centenares de kilómetros. Su casa era una modesta casita pareada de tres habitaciones en un barrio de viviendas de protección oficial en Northwich. Su casa estaba donde había dejado a Sarah y a Gemma. En definitiva, su casa no era una granja vacía en medio de ninguna parte. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en el cristal e intentó concentrarse en el sonido del motor de la furgoneta. Concentrarse en el ruido le permitió dejar de pensar en cualquier otra cosa.
* * *
Michael tenía razón. A los quince minutos de abandonar la granja, se encontraron con el pueblecito de Pennmyre. Al aproximarse vieron que no era ni siquiera una aldea, sino más bien una corta fila de modestas tiendas con unos cuantos espacios para aparcar coches. La silenciosa aldea era tan pequeña que la señal que decía «Bienvenidos a Pennmyre - Por favor conduzca con precaución» se hallaba a menos de cuatrocientos metros de la que decía «Gracias por visitar Pennmyre - Buen viaje». Pero ese tamaño resultaba tranquilizador. Lo podían ver todo desde la carretera principal. No había rincones oscuros o callejones ocultos por los que tuvieran que preocuparse.
Michael detuvo la furgoneta a medio camino de la calle principal, se bajó y dejó el motor en marcha como precaución. A primera vista, el panorama que les dio la bienvenida era tristemente familiar. Era justo lo que se habían esperado encontrar: unos pocos cuerpos dispersos por el pavimento, un par de coches accidentados y algún que otro cadáver andante, tropezando y vagando sin rumbo.
—Mirad sus caras —dijo Carl al bajar del vehículo y salir al frío aire de la mañana. Era la primera vez que pronunciaba más de dos palabras seguidas desde que habían salido de la granja. Estaba de pie sobre la línea discontinua de la carretera con los brazos en jarras y miraba con incredulidad a las lastimosas criaturas que pasaban a su lado sin percibirlo—. Dios santo, tienen un aspecto horrible…
Emma pasó por delante del morro de la furgoneta y se puso a su lado.
—¿Cuáles? ¿Los que están en el suelo o los que están andando?
Carl pensó durante unos segundos y se encogió de hombros.
—Ambos —contestó—. No parece que haya ninguna diferencia entre ellos, ¿no crees?
Emma negó con la cabeza y miró hacia el cuerpo que se encontraba a sus pies en la cuneta. El rostro sin vida de la pobre cosa mostraba una fría expresión de ahogado dolor y miedo. Tenía la piel muy estirada; las mejillas y los ojos, hundidos y vacíos, y Emma se fijó en que su fría carne tenía un peculiar tinte verdoso. Las primeras señales visibles de la descomposición. Los otros cuerpos, los que seguían moviéndose a su alrededor, también tenían el mismo tono antinatural en la piel.
De repente se oyó un golpe sordo detrás de Carl, que se dio la vuelta inquieto y vio que uno de los cuerpos andantes había chocado contra la furgoneta. Con dolorosa lentitud, el cuerpo fue dando la vuelta sobre unas piernas rígidas, y entonces, por casualidad, empezó a andar hacia Carl. Durante unos largos segundos, Carl no reaccionó. Se quedó allí, mirando directamente a los ojos vacíos, sintiendo cómo un helado escalofrío le recorría todo el cuerpo.
—Maldita sea. Mirad sus ojos. Sólo mirad sus ojos…
Emma reculó ante la visión de la lastimosa criatura. Se trataba de un hombre que debía de haber tenido unos cincuenta años al morir, aunque el color y el brillo de la piel hacían difícil estimarlo con alguna seguridad. El cuerpo siguió adelante con movimientos torpes, descoordinados y faltos de voluntad.
Carl estaba paralizado, hipnotizado por una combinación mortal de curiosidad morbosa y temor. Al aproximarse el cadáver, pudo ver que las pupilas se le habían dilatado hasta tal punto que el iris opaco de los ojos parecía haber desaparecido casi por completo, dejando sólo dos grandes círculos negros. Los ojos se movían continuamente, sin centrarse en ningún objeto, y sin embargo, parecía que cualquier información que enviasen al cerebro muerto de la criatura no se registraba en absoluto. El cuerpo se acercó aún más a Carl, mirando a través de él, sin saber que estaba allí.
—Por el amor de Dios —gritó Michael—, ten cuidado.
—Está todo controlado. Esta maldita cosa ni siquiera me puede ver.
Levantó los brazos y puso una mano en cada hombro del hombre muerto. El cuerpo se paró al instante. En vez de resistirse o de reaccionar, sólo se dejó ir hacia adelante. Carl pudo notar el peso de todo su cuerpo, inesperadamente ligero y escuálido, apoyado en sus manos.
—Están vacíos, ¿verdad? —comentó Emma, conteniendo el aliento.
Dio unos cautelosos pasos hacia el cadáver y lo miró a la cara. De tan cerca pudo ver que una capa blanca como la leche le cubría los ojos. Tenía llagas abiertas en la piel, sobre todo alrededor de la boca y la nariz, y el cabello grasiento le caía lacio y pegado al cráneo. La camisa estaba abierta y Emma le miró el delgado torso, buscando en vano en la caja torácica cualquier señal de respiración.
Michael la estaba contemplando tan fijamente y casi con tanta fascinación como con la que ella miraba el cuerpo.
—¿Qué quieres decir con vacío? —le preguntó.
—Sólo lo que he dicho —contestó Emma, que seguía mirando al hombre muerto—. No hay nada en ellos. Se mueven, pero no saben por qué. Es como si hubieran muerto, pero nadie les hubiera dicho que paren y se queden tendidos.
Carl dejó caer los brazos y soltó al cadáver. En el mismo instante que relajó las manos, éste empezó a avanzar tambaleante.
—Entonces, si no piensan, ¿por qué cambian de dirección? —preguntó.
—Sencillo —contestó Emma—, no lo hacen conscientemente. Si los observas, sólo cambian de dirección cuando no pueden seguir en línea recta.
Carl se quedó mirando cómo otro cuerpo vacilante se estrellaba cómicamente contra el aparador de una tienda, se daba la vuelta y se alejaba en otra dirección.
—Pero ¿por qué? ¿Cómo es posible que ése supiera que debía dar la vuelta? ¿Por qué no se ha quedado parado?
Emma se encogió de hombros.
—Sólo se trata de una respuesta básica, ¿verdad? —sugirió Michael.
—Eso supongo. Sólo se trata de la respuesta más básica. Por Dios, incluso las amebas y los gusanos de tierra son capaces de reaccionar de esa forma. Cuando tropiezan con un obstáculo, cambian de dirección.
—Entonces, ¿estás diciendo que piensan o que no piensan?
—Realmente no estoy segura… —admitió Emma.
—Porque esto suena como si estuvieras diciendo que podrían conservar alguna capacidad de tomar decisiones…
—Supongo que sí.
—Pero, por el otro lado, parece que van con el piloto automático, moviéndose sólo porque son capaces de hacerlo.
Emma volvió a encogerse de hombros, enojada por esta batería de preguntas sin respuesta.
—¡Dios santo, no lo sé! Sólo te estoy diciendo lo que pienso.
—Entonces, ¿qué crees? ¿Qué crees que les ha pasado realmente?
—Están casi muertos.
—¿Casi muertos?
—Creo que cerca del noventa y nueve por ciento de su cuerpo está muerto. No respiran, no piensan y no comen, pero hay algo que sigue funcionando dentro de ellos al nivel más básico.
—¿Como qué? —preguntó Michael.
—No lo sé.
—¿Quieres lanzar alguna sugerencia?
Emma parecía reticente. No estaba segura de lo que estaba diciendo. Sólo improvisaba sobre la marcha.
—Realmente no estoy segura —suspiró—. Supongo que es el instinto. Ya no tienen ninguna comprensión de identidad o propósito, no tienen necesidades o deseos. Sólo existen. Se mueven porque pueden hacerlo. No existe ninguna otra razón.
Consciente de que se había convertido en el centro de atención, Emma se alejó de la furgoneta hacia la fila de tiendas a su derecha. Se sentía mal. Para sus compañeros, su limitada experiencia y conocimientos médicos la convertían en una experta en un campo del que realmente nadie sabía nada.
En el suelo delante de una panadería, el cuerpo muerto de un hombre bastante frágil y anciano luchaba por levantarse. Sus débiles brazos se movían inútiles a los lados.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Carl, que miraba cautelosamente por encima del hombro de Emma.
Michael, que les había seguido, le dio un golpecito con el codo a Emma y señaló hacia una silla de ruedas volcada a unos metros. Ella miró la silla y el cuerpo y luego se agachó. Tratando de mantener el control de su estómago, porque la piel en descomposición del anciano exhalaba un hedor extraño y nocivo, subió una de las perneras del pantalón de la criatura y vio que la pierna derecha era artificial. En su estado de debilidad, el cuerpo ni siquiera podía levantarse del suelo.
—Mira —dijo mientras se alzaba—. Esta maldita cosa ni siquiera sabe que sólo tiene una pierna. El pobre cabrón probablemente se ha pasado años en la silla de ruedas.
Como no tenía ningún interés en el cuerpo tullido y se sentía mareado, Carl se alejó. Anduvo solo frente a la fila de tiendas silenciosas y contempló con tristeza los escaparates polvorientos de cada uno de los edificios ante los que pasaba. Había un banco con las puertas abiertas de par en par, y junto a él una óptica en la que dos cadáveres estaban sentados sin moverse y esperaban una consulta que nunca iba a tener lugar. Al lado de la óptica se encontraba una tienda de ultramarinos. La tienda estaba fría y húmeda, pero entró. El olor penetrante de los alimentos podridos agrió el húmedo aire matinal. El hedor actuó como si fueran sales y le recordó a Carl por qué estaba allí. Sintiéndose repentinamente expuesto, vulnerable e inseguro, empezó a llenar cajas de cartón con todos los alimentos no perecederos que pudo encontrar en la estrecha tiendecita.
Emma y Michael llegaron unos segundos después. En menos de quince minutos, los tres habían trasladado la mayor parte de las mercancías a la parte trasera de la furgoneta, y en menos de una hora estaban de regreso en Penn Farm.