Pasaron horas antes de que Michael, Carl y Emma parasen y se sentasen juntos en la misma habitación. En la cocina, Carl y Emma se hallaban sentados en silencio alrededor de una mesa redonda de pino mientras Michael trataba de preparar algo para desayunar. Lo único que tenían eran los magros restos que habían traído consigo y unos pocos comestibles que habían encontrado en la casa.
La atmósfera era densa y deprimente. Michael se sentía apagado, quizá incluso más apagado de lo que había estado durante los últimos días, y estaba intentando comprender por qué se sentía así. Había esperado sentirse más positivo esa mañana. Al fin y al cabo, los tres habían dado con un lugar en el que se podían refugiar con seguridad durante un tiempo; un sitio que ofrecía aislamiento y protección, y que además era bastante cómodo y espacioso. Miró hacia afuera a través de la amplia ventana de la cocina, y decidió que debía de ser la ligera euforia que habían sentido la noche anterior lo que hacía que la fría realidad de esa mañana fuera tan dura de aceptar.
Las alubias cocidas que había estado calentando habían empezado a pegarse a la sartén.
—¿Se está quemando algo? —preguntó Carl.
Michael gruñó, removió las alubias y empezó a despegarlas con una cuchara de madera. No le gustaba cocinar. Estaba preparando la comida esa mañana por la misma razón que había sido el primero en cocinar en el centro comunitario de Northwich. No tenía espíritu comunitario ni un verdadero deseo de complacer a los demás; cocinar era una distracción. Rescatar las alubias que se estaban quemando le permitía, de alguna manera, dejar de pensar en el mundo exterior y en todo lo que había perdido durante unos preciosos segundos.
Abatido y distante, sirvió la comida. Emma y Carl contemplaron con disgusto y desinterés el desayuno que les plantó delante, ya que ninguno de los dos se sentía especialmente hambriento. Cada plato contenía una gran ración de alubias, una cucharada de indigestos huevos revueltos preparados a partir de una mezcla deshidratada que utilizaban habitualmente los montañeros y una salchicha cocida en agua con sal. Emma consiguió mostrar una media sonrisa de agradecimiento. Carl olisqueó la comida y se la quedó mirando, sintiéndose cansado y con ligeras náuseas.
Todos ellos parecían estar intentando no hacer nada que pudiera llevarlos a tener que hablar o mirarse. Aunque ansiaban la seguridad y el alivio de la conversación, sabían que hablar los llevaría inevitablemente a pensar en cosas que estaban intentando olvidar y sacarse de la cabeza. A medida que pasaban los minutos, Emma fue perdiendo la paciencia. Finalmente, no aguantó más.
—Mirad —suspiró—, ¿nos vamos a quedar aquí sentados o vamos a pensar en hacer algo constructivo?
Finalmente, Carl empezó a comer. Llenarse la boca con alubias quemadas, salchicha medio cruda y huevos en polvo le dio la excusa para no tener que hablar.
—¿Y bien? —presionó Emma, enojada por la falta de respuesta.
—Vamos a hacer algo —asintió Michael—. No sé qué, pero vamos a hacer algo…
—Para empezar necesitamos comida decente —recalcó Emma mientras apartaba el desayuno, que no había tocado.
—Hay un montón de otras cosas que también necesitamos.
—¿Como qué?
—Ropa, herramientas, gasolina… todo lo básico.
—Probablemente ya tengamos aquí algunas de esas cosas.
Carl contemplaba a Emma y a Michael mientras hablaban, siguiendo la conversación, mirando de una cara a la otra.
—Tienes razón. Lo primero que deberíamos hacer es revisar la casa de arriba abajo y averiguar exactamente qué tenemos aquí. —Michael se detuvo para tomar aliento—. Carl, ¿sabes lo que necesitas para el generador?
Sorprendido por la repentina mención de su nombre, Carl dejó caer el tenedor.
—¿Qué?
Michael frunció el ceño.
—¿Sabes lo que vas a necesitar para arreglar el generador? —repitió, molesto porque no le hubiera estado escuchando.
Carl negó con la cabeza y recogió el tenedor.
—No, aún no. Después le echaré un vistazo y lo sabré.
—Lo deberíamos hacer inmediatamente después del desayuno —sugirió Emma—. Creo que deberíamos revisar la casa de arriba abajo y después salir, conseguir lo que necesitemos y regresar lo más rápido que podamos.
—Cuanto antes empecemos —añadió Michael—, antes estaremos de vuelta.
Emma ya se había levantado de su asiento. Al verla ponerse en acción, Michael también se levantó y salió de la cocina. Carl no tenía prisa por ir a ninguna parte. Se quedó sentado, jugueteando con la comida tibia de su plato.
* * *
Ya habían tomado la decisión de quedarse en Penn Farm, pero hasta que no registraron la casa, Emma y Michael no se percataron del potencial del lugar. Carl también lo reconoció, pero estaba menos seguro. Tampoco estaba convencido de que pudieran estar a salvo en ninguna parte.
Emma empezó por arriba y fue bajando. Comenzó por el dormitorio de la buhardilla, que tenía una forma extraña y que Carl había reclamado para sí la noche anterior. La habitación sólo estaba iluminada por la luz que penetraba por una ventana pequeña que daba a la fachada principal de la casa. Excepto por una cama, un armario y un par de muebles, poco más se podía encontrar allí.
Michael revisó las habitaciones de la primera planta, tres dormitorios de un tamaño más razonable y un baño anticuado pero práctico. Descubrió pocas cosas que no se esperara: prendas de ropa demasiado viejas, grandes y desgastadas como para que cualquiera de ellos se decidiera a usarlas, objetos personales, baratijas y trastos. Al sentarse al borde de la gran cama de matrimonio en la que había dormido Emma la noche anterior y revisar un joyero antiguo, se sintió fascinado por el valor de los objetos que contenía. Menos de un mes antes, los anillos, pendientes, collares, brazaletes y broches que suponía que habrían pertenecido a la señora Jones, (¿qué habría pasado con ella?) debían de haber valido una pequeña fortuna. En ese momento no tenían ningún valor. Por el contrario, a sus ojos, la comodidad de la cama de sólida madera en la que estaba sentado hacía que valiera millones. Sus ensoñaciones fueron interrumpidas por los gritos de Carl desde las escaleras.
—¿Alguno de vosotros ha visto esto?
Michael encontró a Carl en la pequeña oficina de la planta baja. Había movido pilas de papeles del escritorio. Emma apareció unos instantes después.
—¿Qué es?
Carl la miró y frunció el ceño. ¿Cómo era posible que no supiera lo que era? Michael trató de disimular que él tampoco estaba seguro. ¿Se trataba de un amplificador? ¿De una alarma?
—Es una radio.
—¿Y sabes cómo utilizarla?
—Aún no —respondió mientras quitaba el polvo que había sobre el equipo—, pero lo averiguaré. Primero conseguiremos electricidad y después le echaré un vistazo. Las instrucciones tienen que estar por aquí en alguna parte.
Michael se lo quedó mirando mientras Carl contemplaba la radio, intentando encontrar algún sentido a los numerosos botones y diales de su frontal de metal negro. Quizá lo consiguiera. Serviría para darle algo en lo que centrarse, algo a lo que se pudiera dedicar. Pero en el fondo sabía que era un ejercicio inútil. Aunque consiguieran tener electricidad, y Carl descubriera cómo utilizar la radio, ¿de qué les iba a servir? ¿Realmente esperaba oír algo? Con tan pocas personas vivas, ¿de verdad iba a estar alguien sentado junto a una radio como ésa, esperando que otro alguien se pusiera en contacto?
El plan de Michael para el resto del día era sencillo. Ir a alguna parte, llenar la furgoneta de provisiones, volver, ponerse a salvo y después conseguir que funcionara el generador. Por mucho que le despertase dolorosos recuerdos de todo lo que había perdido, su objetivo final era tener un televisor o un estéreo en funcionamiento para cuando cayese la noche. Quería llevar cerveza a la casa para poder beber y olvidar. Sabía que eso sería una triste imitación de la normalidad, pero no importaba. Los tres estaban mental y físicamente exhaustos. Si no paraban pronto, sólo sería cuestión de tiempo antes que uno de ellos perdiera la cabeza. Él había sobrevivido hasta el momento y estaba condenadamente seguro de que no iba a hundirse.