A la mañana siguiente, Emma fue la primera en despertarse. Era sábado, aunque eso ya no tuviera importancia, y a juzgar por la luz mortecina que se filtraba a través de las rendijas de las cortinas, supuso que era muy temprano, probablemente no más de las cinco.
Después de unos segundos de desorientación, recordó dónde se encontraba y cómo había llegado allí. Miró hacia el techo y se quedó contemplando los numerosos desconchados, grietas y burbujas. Deslizó la mirada por la pared, donde, en la semioscuridad, empezó a contar los diferentes dibujos del empapelado. Cinco flores diferentes de color rosa pastel (aunque parecían grises bajo la tenue luz). Se repetían en una estricta secuencia rotatoria sobre un fondo blanco cremoso. Emma había contado veintitrés rotaciones antes de preguntarse qué estaba haciendo. Se dio cuenta que, inconscientemente, había empezado a llenarse la mente con tonterías. Era más fácil pensar en los diseños de la pared, en las grietas del techo y en otras estupideces semejantes que recordar lo que le había ocurrido al mundo más allá de Penn Farm.
De repente oyó una especie de gruñido junto a la cama, y se quedó helada de miedo. Tendida en completo silencio, escuchó con atención. Había algo con ella en el dormitorio, moviéndose por el suelo cerca de la cama. El corazón le latía desbocado de angustia. Contuvo la respiración, aterrorizada de que lo que estuviera con ella en la habitación pudiera sentir su presencia.
Cuando no ocurrió nada, consiguió reunir el valor suficiente para mirar por el borde de la cama hacia el suelo. El alivio la recorrió de arriba abajo cuando vio que sólo se trataba de Michael, dormido en el suelo hecho un ovillo en un saco de dormir. Emma se volvió a tender en la cama y se relajó.
Estaba segura de que Michael se había ido a dormir a algún otro lugar. Se habían quedado hablando delante de la habitación durante unos minutos después de que Carl se hubiera marchado en busca de una cama. La casa tenía cuatro dormitorios, tres en el primer piso y uno en la buhardilla y recordaba con total claridad que Michael había entrado en una de las habitaciones adyacentes a la suya. Entonces, ¿por qué estaba durmiendo en el suelo al lado de su cama? ¿Sería porque creía que ella podría necesitar su protección, o porque había sido él quien había necesitado compañía y apoyo durante las largas horas de oscuridad de la noche? Fuera cual fuese la razón, no tenía importancia. Se alegraba de que Michael estuviera allí.
Estaba completamente despierta y tenía pocas esperanzas de volver a dormirse. Enojada y aún cansada, rodó hacia el otro lado de la cama y sacó los pies por el borde. Los fue bajando hasta tocar las tablas desnudas pero los alzó con rapidez en cuanto notó el frío del suelo. La temperatura en la habitación era baja, y Emma tenía frío a pesar de haber dormido prácticamente vestida. De puntillas para no despertar a Michael, fue hacia la ventana de la habitación y abrió las cortinas. Michael se estiró y murmuró algo ininteligible, luego rodó hacia el otro lado y empezó a roncar con suavidad.
Emma se acercó al frío vidrio y miró hacia el exterior, a un mundo vacío y muerto. Una neblina matutina se aferraba al suelo, y se arremolinaba en las grietas y los rincones. Los pájaros cantaban y revoloteaban entre las copas de los árboles, recortados en negro contra un cielo gris pálido. Durante unos instantes, Emma fue capaz de convencerse de que ese día no pasaba nada malo en el resto del mundo. No le había ocurrido muy a menudo estar despierta y levantada a las cuatro veinticinco (porque ésa era la hora exacta según el despertador que se encontraba al lado de la cama), pero supuso que todos los días empezaban más o menos así.
Divisó un ser solitario que se movía con lentitud por un campo recientemente arado al norte de la granja, casi incapaz de coordinar los pesados pies sobre el terreno desnivelado. Había visto a miles de esas lastimosas criaturas durante los últimos días, pero al instante decidió que ese cabrón tambaleante en particular era al que más odiaba de todos ellos. El corazón se le encogió como una esponja mientras le contemplaba tropezar lánguidamente en medio de la niebla. Si no lo hubiera visto, quizá le habría sido posible prolongar la ilusión de normalidad durante unos minutos más. Pero eso era todo lo que le quedaba: una ilusión de normalidad que había desaparecido hacía tiempo y que no regresaría nunca. Y allí estaba ella, atrapada en la misma pesadilla desesperante e incomprensible que la pasada noche y la noche anterior y la noche anterior a ésa… Empezó a llorar y se secó los ojos con rabia. Se sentía hueca y vacía, tan fría y muerta como el cuerpo en la distancia.
—¿Va todo bien? —le preguntó de repente una voz a su espalda desde la oscuridad.
Sobresaltada, Emma ahogó un grito y se volvió con rapidez. Michael estaba de pie ante ella, con los ojos, habitualmente brillantes, aún cargados de sueño, y el cabello aplastado y revuelto.
—Estoy bien —respondió Emma con el corazón saltándole en el pecho.
—¿Te he asustado? Lo siento, he intentado hacer tanto ruido como he podido al levantarme, pero tenía la cabeza en otra parte…
Emma asintió. No importaba. Le podría haber gritado, y ella no se habría enterado. Emma se volvió de nuevo hacia la ventana y siguió vigilando la niebla en el horizonte, esperando desesperadamente ser capaz de captar más movimientos. Dios, esperaba que viesen algo más esa mañana. Pero no otro de esos repugnantes cuerpos; quería ver a alguien moviéndose con alguna razón, propósito y dirección, como ella. Quería encontrar a alguien más que estuviera realmente vivo.
—¿Hay algo ahí fuera? —preguntó Michael.
—Nada. No queda nadie más que nosotros.