17

Michael estaba dormido a las ocho. Acurrucado en un sofá en la sala de estar, cayó en un sueño inesperadamente profundo y refrescante. La casa estaba en silencio salvo por sus suaves ronquidos y los sonidos ahogados de la conversación de Emma y Carl. Aunque seguramente estaban tan cansados como Michael, ninguno de los dos estaba lo suficientemente relajado como para ser capaz de cerrar los ojos y desconectar. Por muy cómodo y tranquilo que de repente fuera su entorno, seguían sabiendo que el mundo exterior no había dejado de ser tan inhóspito y horrible como lo había sido desde los primeros minutos de la tragedia de la semana anterior.

—Podría haber conseguido que funcionase esta noche —comentó Carl, que seguía hablando del generador del cobertizo—. Pero me da pereza. Tenemos tiempo. Trabajaré en él por la mañana.

Se había ganado la vida arreglando máquinas y tenía ganas de empezar ese trabajo por la mañana. En secreto tenía la esperanza de que, al menos durante un rato, la grasa y el esfuerzo le permitirían imaginar que había vuelto al trabajo. Durante un rato podría fingir que los últimos días no habían existido.

Emma y Carl estaban sentados uno a cada lado de la chimenea, envueltos en los abrigos, porque en la habitación hacía frío. Michael había preparado un fuego, pero no se habían decidido a encenderlo por miedo a que el humo llamara la atención sobre su localización. Su miedo era irracional, pero no podían evitarlo. Lo más probable era que fueran las únicas personas vivas en kilómetros a la redonda, pero no querían correr ningún riesgo, por mínimo que fuera. Pasar desapercibidos era parte de su seguridad.

La gran habitación estaba confortablemente oscura. La danzarina luz naranja procedía de las tres velas, que proyectaban extrañas sombras, enormes y parpadeantes, contra las paredes. Después de un largo silencio, habló Emma.

—¿Crees que aquí estaremos bien? —preguntó.

—Al menos durante un tiempo —contestó Carl, con voz tranquila y baja.

—Me gusta.

—Está bien. Escucha, Emma, ¿no crees…?

Se quedó callado antes de terminar la pregunta, inseguro.

—¿No creo qué?

Carl se aclaró la garganta y se removió incómodo en su asiento. Con cierta reticencia empezó de nuevo.

—No crees que vuelva el granjero, ¿verdad?

En cuanto lo hubo dicho se arrepintió de haberlo hecho. Al decirlo en voz alta sonaba tan ridículo, pero, aun así, el cuerpo del granjero le había estado rondando por la cabeza durante toda la noche. En esos días, la muerte no tenía el mismo significado que antes, y Carl se preguntaba si el anciano podría encontrar de alguna manera el camino de regreso a su hogar para intentar reclamar lo que era suyo. Sabía que podrían deshacerse de él si era necesario y que en su torpe estado reanimado no sería una gran amenaza, pero la idea del cuerpo regresando lo ponía de los nervios. Sabía que su miedo era irracional, pero el vello de la nuca se le erizaba sin previo aviso a causa de los nervios.

Emma negó con la cabeza.

—Lo siento. He dicho algo estúpido.

—No te preocupes. No pasa nada.

Emma contempló la fantasmal voluta de humo gris que se escapaba de la vela más cercana y se disolvía en el aire. Notaba que Carl la estaba mirando y, durante un instante, eso la hizo sentirse incómoda. Se preguntó si él podría darse cuenta de lo que ella estaba pensando. Se preguntó si él sabría que ella compartía sus miedos, profundos, oscuros y sin fundamento, sobre el cadáver del granjero. La lógica le decía que allí estarían bien, y que el granjero seguiría muerto; después de todo, los cuerpos parecían haberse levantado todos a la vez la semana anterior y, o se habían puesto en pie ese día o se habían quedado donde habían muerto. E incluso si el señor Jones se levantase y empezara a caminar de nuevo, sus movimientos serían tan erráticos, torpes y descoordinados como los del resto de los cadáveres ambulantes. La suerte era lo único que podría traerlo de vuelta a la casa. Emma sabía que no iba a ocurrir nada y que estaban perdiendo el tiempo pensando en un hombre muerto, pero no podía evitarlo.

—¿Estás bien? —preguntó Carl.

Emma asintió, sonrió y volvió a centrar su atención en el movimiento de la llama de la vela. Pensó en lo que había pasado un par de horas antes, cuando entre los tres habían trasladado los cuerpos del granjero y de un jornalero, al que habían encontrado tirado bocabajo en la orilla del arroyo. Les había costado más mover al señor Jones. Había sido un hombre fornido y recio que, supuso Emma, habría trabajado todas las horas posibles de todos los días para que su granja funcionara bien y fuera rentable. Cuando Carl y Michael intentaron mover su mole sin vida, tenía los miembros rígidos y crispados. Emma contempló asqueada mientras uno de los hombres lo había agarrado por los hombros y el otro, por las piernas, y con una total falta de respeto lo habían arrastrado sin ceremonia por lo que había sido su hogar. Recordaba con toda claridad la expresión de irritación en el rostro de Michael al verse incapaces de sacar la incómoda mole del granjero por la puerta principal. Había pateado y empujado el cadáver con rabia, como si fuera un saco de patatas.

Habían llevado los cuerpos a lo más profundo del bosque de pinos que rodeaba la granja y los habían dejado uno al lado del otro. Michael y Carl habían compartido el peso de los muertos, en dos viajes, y ella había llevado tres palas desde la casa. Recordaba lo que había ocurrido a continuación con fría claridad. Michael ya había empezado a andar de regreso a la casa cuando ella y Carl cogieron instintivamente una pala cada uno y empezaron a cavar.

—¿Qué demonios estáis haciendo? —preguntó Michael.

—Cavar —contestó Carl. Aunque era la realidad actual, no contestaba a lo que Michael le había preguntado en realidad.

—¿Cavando el qué?

Por un momento, Carl supuso que le había formulado una pregunta con trampa, y se lo pensó antes de contestar.

—Tumbas, por supuesto —respondió—, ¿por qué? —añadió receloso.

—Eso era lo que te iba a preguntar.

—¿Qué quieres decir?

Emma estaba de pie entre los dos hombres, contemplando el desarrollo de la conversación.

—¿Por qué molestarse? ¿De qué sirve?

—¿Qué?

—¿Para qué molestarse en cavar tumbas?

—Para meter en ellas a esos malditos cadáveres —replicó Carl bruscamente—. ¿Hay algún problema?

Michael le contestó con otra pregunta.

—Entonces, ¿cuándo vas a empezar con el resto? Si vas a enterrar a estos dos, también podrías acabar el trabajo y enterrar a los otros miles de cadáveres que yacen por todo el país. ¡Por el amor de Dios, mira a tu alrededor! Hay millones de cuerpos sin enterrar. Y lo que es más, no necesitan que los entierren.

—Escucha, a este hombre le hemos arrebatado su casa. ¿No crees que lo mínimo que podemos…?

—No —le interrumpió Michael en un tono irritantemente tranquilo—. No le debemos nada. Está muerto. Ya no importa.

Les dio la espalda y fue hacia la granja. Estaba oscureciendo, y Michael casi había desaparecido de vista cuando le gritó a los otros dos.

—Vuelvo adentro. Tengo frío, estoy cansado y no voy a perder más tiempo aquí fuera. Hay todo tipo de cosas vagando por ahí, y yo…

—Lo único que estamos haciendo es… —respondió Carl.

Michael se detuvo y se volvió hacia ellos.

—Lo único que estáis haciendo es perder el tiempo. Estáis ahí fuera, arriesgando el cuello para hacer algo que no es necesario hacer. Me vuelvo adentro. Os veo más tarde.

Michael había desaparecido, y Carl y Emma se habían quedado solos con los dos cadáveres a los pies. A Emma le molestaba la actitud y la forma de comportarse de Michael, pero sobre todo le fastidiaba que tuviera razón. Era frío, cruel e insensible, pero tenía razón. Enterrar los cuerpos sólo habría servido para que los dos se sintieran un poco mejor y menos culpables por lo que estaban haciendo. Pero lo único que estaban intentando era sobrevivir; la granja y todo lo que había en ella ya no era de ninguna utilidad para el señor Jones…

—¿Qué estás pensando? —preguntó Carl.

Su voz hizo que Emma regresara de golpe a la fría realidad de la sala de estar.

—Nada.

Carl se estiró en la silla y bostezó.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora?

Emma se encogió de hombros.

—No lo sé. Si te refieres a esta noche, creo que deberíamos intentar dormir un poco. Si estás hablando de mañana por la mañana, no estoy segura. Lo primero es decidir si nos vamos a quedar aquí.

—¿Tú qué crees? Debemos quedarnos aquí o…

—Creo que seríamos estúpidos si nos fuéramos ahora —intervino Michael, sorprendiendo a los otros dos. Sólo unos instantes antes parecía profundamente dormido, y su súbita interrupción sobresaltó a Carl y a Emma.

—¿Cuánto rato llevas despierto? —preguntó Carl.

—No mucho. En cualquier caso, en respuesta a tu pregunta, creo que deberíamos quedarnos aquí durante un tiempo y ver qué pasa.

—No va a pasar nada —gruñó Emma.

—Espero que tengas razón —contestó Michael, bostezando—. Mañana deberíamos intentar descubrir con qué contamos exactamente aquí. Si estamos seguros, protegidos y a salvo, entonces creo que tendríamos que quedarnos.

—Estoy de acuerdo —dijo Carl. No estaba especialmente interesado en quedarse en la granja, pero tampoco quería ir a ningún otro sitio. En el viaje hasta allí desde la ciudad había visto más muertos, horrores y destrucción de los que nunca hubiera creído posibles. Los muros de esa casa, fuerte y antigua, lo protegían del mundo en ruinas.

—Me voy a la cama —informó Michael, mientras se levantaba y estiraba—. Podría dormir durante una semana.