Casi las cuatro y media. La larga, lenta y laboriosa tarde se estaba acercando a su fin. Carl sabía que sólo tenían unas pocas horas antes de que desapareciera la luz. Cuando le había pasado a Carl la responsabilidad de conducir, Michael, que en ese momento se encontraba acurrucado en el asiento vacío en la parte posterior de la furgoneta, durmiendo de manera irregular, había estimado que llegarían a la costa occidental en poco más o menos una hora. Pero ya habían pasado dos horas y media desde que intercambiaron los puestos, y ante ellos seguía sin haber nada más que una carretera sin fin y un viaje sin destino.
La tarde era fría y clara. Un sol brillante suavizaba las bajas temperaturas, pero poco a poco iba bajando en un cielo en su mayor parte azul, pero que se iba punteando de nubes bulbosas de color gris y blanco. La calzada relucía con la humedad de una cortina de lluvia que habían atravesado unos minutos antes.
Emma seguía muy despierta, intensamente concentrada en el mundo muerto, con la esperanza de encontrar algún lugar seguro en el que refugiarse.
—¿Estás bien? —preguntó Carl de repente, sobresaltándola.
—¿Qué?
—He preguntado si estás bien —repitió.
—Perfectamente.
—¿Está dormido? —inquirió Carl, e hizo un gesto por encima del hombro hacia Michael.
Emma miró hacia atrás y se encogió de hombros.
—No lo sé.
Al oír su nombre, Michael se estiró.
—¿Qué ocurre? —gruñó, adormilado y confundido.
Nadie contestó.
Había una señal pintada a mano a un lado de la carretera. Estaba estropeada y desgastada por el tiempo, y sólo era visible en parte, pero al pasar a su lado, Carl consiguió distinguir las palabras «café», «desvío» y «2 millas». No había tenido demasiado apetito a lo largo del día, durante toda la semana a decir verdad, pero pensar en comida le dio hambre. Llevaban algunos alimentos en la furgoneta, pero con las prisas de abandonar la ciudad habían quedado enterrados bajo varias bolsas y cajas.
—¿Alguno de vosotros quiere algo de comer? —preguntó.
Emma sólo gruñó, pero Michael se sentó inmediatamente.
—Yo sí —contestó, restregándose los ojos.
—He visto la señal de un café que está más adelante. Podríamos parar a tomar un bocado.
Había prados vacíos a ambos lados de la interminable carretera. No se veían coches, ni edificios, ni cuerpos andando por ninguna parte. Considerándolo todo, Carl pensó que valía la pena correr el riesgo. Le iría bien descansar de conducir, y todos necesitaban parar durante un rato para decidir qué era lo que realmente intentaban conseguir.
Con repentino interés, Michael se estiró y miró alrededor. Él también se dio cuenta de la falta de cualquier señal de vida humana. Pudo ver un rebaño de ovejas pastando más adelante. Hasta ese momento no se había parado a pensar en lo que significaba ver animales. En la ciudad habían visto algún perro de vez en cuando y siempre había habido pájaros volando en el cielo, pero nunca había caído en la importancia de su supervivencia, porque siempre había tenido un millón de pensamientos confusos corriéndole por la cabeza. Ver a las ovejas en su ignorante soledad le obligó a pensar en ello. Al parecer, sólo los humanos se habían visto afectados. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido, no había afectado a las demás especies. La llegada al café interrumpió el curso de sus pensamientos.
El edificio alto y blanco apareció de la nada. Una casa remodelada, grande y solitaria, que parecía totalmente fuera de lugar en el entorno exuberantemente verde, oculta desde la carretera por una fila de densos pinos. Carl redujo la velocidad, entró en un gran aparcamiento de grava y se detuvo cerca de una puerta lateral. Apagó el motor, cerró los cansados ojos y se relajó. Después de horas conduciendo, el silencio fue un alivio muy bien recibido.
A pesar de que hacía unos minutos había estado prácticamente dormido, Michael ya se encontraba totalmente despierto y alerta. Incluso antes de que Carl hubiera sacado las llaves del contacto, ya estaba fuera de la furgoneta y corría hacia la puerta del café.
—Cuidado —le advirtió instintivamente Emma.
Michael miró hacia atrás y le envió una sonrisa tranquilizadora mientras cogía el pomo y tiraba de la puerta. No estaba cerrada con llave, pero no se quería abrir. Empujó con el hombro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Carl.
—Algo la ha bloqueado —contestó mientras seguía empujando y tirando—. Hay algo delante.
—Ten cuidado —repitió Emma. Por el temblor de su voz estaba claro que no se sentía tan cómoda con la situación como parecían estarlo los hombres.
Michael empujó de nuevo la puerta, y esta vez consiguió abrirla hacia adentro otro par de centímetros. Dio unos pasos hacia atrás y corrió contra la puerta, cargando con el hombro. Por fin se abrió lo suficiente para que él pudiera colarse adentro. Miró hacia atrás a los otros durante un instante antes de desaparecer.
—Realmente no me gusta nada esto —murmuró Emma para sí misma, mirando inquieta alrededor. El viento helado le agitaba el cabello por delante de la cara y le hacía llorar los ojos. Se quedó mirando fijamente la puerta del café, esperando la reaparición de Michael.
Dentro del edificio, Michael descubrió que lo que bloqueaba la puerta era el cuerpo rígido e inmóvil de una chica adolescente, que había caído de espaldas al morir. Las brutales acometidas de Michael la habían puesto de costado, lo que dejó a Michael unos centímetros por los que poder entrar. Con cuidado, la agarró por el brazo izquierdo y la arrastró fuera de la trayectoria de la puerta.
—Todo en orden —le gritó a Carl y Emma—, sólo era un cuerpo. Estaba…
Se calló de repente. Oía ruido de movimiento dentro del edificio a su espalda.
—¿Qué ocurre? —preguntó Emma, nerviosa cuando Michael salió al exterior entre corriendo y tropezando.
—Dentro —jadeó él—. Hay algo dentro…
Los tres supervivientes se quedaron en silencio cuando un cuerpo alto apareció en las sombras de la puerta. El cuerpo sin vida en el suelo que Michael había movido, ya no bloqueaba su avance; se volvió de forma rara y salió tambaleándose al aparcamiento.
—¿Está…? —empezó Carl.
—¿Muerto? —lo interrumpió Michael, terminando la frase.
—Podría ser un superviviente —murmuró Emma esperanzada, aunque en realidad no confiaba en que ése fuera el caso.
Por sus movimientos rígidos y descoordinados, Michael supo inmediatamente que el cuerpo que avanzaba con lentitud hacia la luz sólo era otro cadáver. Al acercarse, Michael vio que había sido una mujer, quizás a finales de la cincuentena o principios de la sesentena, que llevaba puesto un uniforme de camarera, chillón y holgado, de color verde y amarillo. Una gruesa capa de maquillaje se le había corrido por todo su ajado rostro, pero aún visible a pesar del descoloramiento de la piel.
—¿Me puede oír? —le preguntó Emma. Sabía que no tenía sentido, pero creía que debía intentar conseguir una respuesta del cadáver andante—. ¿Hay algo que podamos hacer para…?
Dejó que las palabras se perdieran al acercarse el cuerpo. Reinaba el silencio, excepto por el viento penetrante y el sonido implacable y rasposo de los descoordinados pies de la criatura sobre la grava por la que, paso tras trabajoso paso, se acercaba a los supervivientes. Tropezó con una piedra del bordillo y se inclinó hacia Carl, que instintivamente saltó hacia atrás, apartándose de su camino. El cuerpo caminó con lentitud entre los tres, totalmente ajeno a su presencia. La carretera a su espalda se curvaba con suavidad hacia la derecha, pero el cadáver siguió avanzando en una línea relativamente recta hasta que hubo cruzado el asfalto y se quedó enredado al otro lado en una zona de espesa maleza.
Michael contempló durante un rato a la patética criatura. No podía dejar de pensar en lo que le pasaría. En su imaginación, la vio atravesando la noche oscura, bajo el viento y la lluvia, y sintió una tristeza repentina y sorprendente. Alguna vez había sido una mujer mayor, quizá madre, esposa y abuela, que había ido a trabajar el anterior martes como cualquier otro día. A partir de aquel momento destinada a vagar durante toda la eternidad sin dirección ni refugio. En la ciudad Michael había desarrollado una resistencia contra esos pensamientos y sentimientos, quizá porque allí había tantos cuerpos que, combinados, formaban una única masa indiferenciada. Lejos de la ciudad todo parecía diferente.
Carl había desaparecido. Emma lo vio moverse por el interior del café y le hizo un gesto a Michael para que la siguiera adentro.
Un corto pasillo les condujo a una habitación grande, oscura y húmeda. Había varios cuerpos diseminados alrededor de numerosas mesas, extrañamente derrumbados en cómodas sillas. Michael sonrió de forma morbosa para sí mismo mientras pasaba junto a los cadáveres de una pareja de ancianos. Habían estado sentados frente a frente cuando murieron. Alice Jenkins, porque ese era el nombre en la tarjeta de crédito que había sobre la mesa a su lado, estaba echada hacia atrás en la silla con la cabeza pesadamente inclinada sobre el hombro, los secos ojos abiertos y fijos en el techo. Su compañero estaba encorvado hacia delante con la cara hundida en los restos secos y mohosos de un desayuno inglés cocinado hacía una semana.
Se oyó un ruido desde la zona de la cocina, y Carl apareció con una gran bandeja de plástico.
—He encontrado algo de comer —comentó mientras intentaba abrirse camino hacia los otros por encima de la confusión de cadáveres—. La mayor parte de los alimentos se ha estropeado. Sin embargo, he conseguido encontrar unas cuantas patatas fritas, galletas y algo de beber.
Sin responder, Emma pasó junto a los dos hombres y se encaminó hacia una gran puerta de cristal al final de la sala. Empujó la puerta para abrirla y volvió a salir.
—¿Adónde diablos va? —musitó Carl.
Emma lo oyó.
—No voy a comer ahí adentro —gritó hacia el interior del edificio en respuesta—. Vosotros dos hacedlo si queréis.
Michael miró el horripilante entorno y la siguió al exterior, hacia una zona con hierba más allá del aparcamiento. Carl también fue con ellos, un poco más lento que Michael, porque llevaba la comida y estaba teniendo dificultades para verse los pies y evitar tropezar con los miembros extendidos de los muertos. Dos cuerpos sentados en un reservado junto a la ventana le llamaron la atención. Una mujer y un hombre, ambos más o menos de su edad, estaban sentados al mismo lado de la mesa. Extendido ante ella se encontraba un mapa turístico manchado por gotas e hilos de sangre oscura y seca. En el suelo, acurrucado entre los pies de sus padres, se hallaba un niño pequeño. Su rostro mostraba una expresión de absoluto terror. Carl recordó la terrible agonía marcada en los rostros de su esposa y su hija, y de repente todo lo que había perdido le pareció demasiado para poder soportarlo. Con las lágrimas resbalándole por las mejillas, se acercó cargado a los otros, y confió en que el fuerte viento les ocultara que había llorado.
Michael y Emma se habían sentado uno junto al otro en una gran mesa de picnic. Carl se sentó delante.
—¿Estás bien? —preguntó Michael.
—¿Alguien quiere una lata de Coca-Cola? —preguntó Carl, ignorando deliberadamente su frase—. Hay otras latas dentro si lo preferís. Creo que también he visto algunas botellas de agua…
—¿Te encuentras bien? —insistió Michael.
Esta vez Carl no contestó. Sólo asintió, se mordió el labio y se limpió los ojos con la manga. Empezó a entretenerse abriendo la comida que había sacado del café.
—Pareces cansado —dijo amablemente Emma, y le hizo una rápida y tranquilizadora caricia en la mano—. Quizá podríamos quedarnos aquí esta noche. Sé que no es lo ideal, pero…
Ese gesto inesperado provocó un cambio en Carl. De repente, y sin aviso previo, sus defensas se derrumbaron.
—¿Alguno de vosotros tenía hijos? —preguntó con voz temblorosa. Emma y Michael se miraron durante un instante y negaron con la cabeza—. Yo sí. Tenía una hija. La niña más bonita que hayáis visto nunca. Ella tiene… quiero decir, tenía…
—Duele, ¿verdad? —intervino Emma, sintiendo el dolor de Carl—. Mi hermana tenía dos hijos. Buenos chicos, los vi hace un par de semanas y ahora…
—Dios santo —prosiguió Carl sin escuchar—, los hijos te hacen algo. Cuando descubrimos que estábamos esperando a Gemma, nos quedamos hechos polvo, y quiero decir totalmente destrozados. Sarah no me habló durante días y… y…
—¿Y qué? —le presionó Michael con suavidad.
—Entonces nació el bebé y todo cambió. De verdad, no se puede comprender lo que es hasta que lo has vivido personalmente. Quizá lo descubráis algún día. Presencié cómo nacía ese bebé y ahí estaba. No sabes lo que es la vida hasta que has pasado por ahí. Y ahora se ha ido, yo… yo no puedo creerlo. Me siento tan vacío y lo único que quiero es volver a casa a verla. Sé que se ha ido, pero quiero volver a verla y sólo…
—Shhhh… —susurró Emma. Trató de encontrar algo que decir, pero sólo siguió en silencio. Sabía que nunca podría comprender el dolor de Carl en toda su profundidad, y sabía que nada de lo que pudiera decir o hacer haría que desapareciera ese dolor.
—Me estoy muriendo de hambre —gimió Carl, para que la conversación cambiara de dirección. Cogió un paquete de galletas y lo abrió. Una ráfaga de viento se llevó el envoltorio de celofán y lo depositó en la lejanía.
Michael, Carl y Emma siguieron comiendo durante una media hora en completo silencio. Desde donde estaban sentados podían ver en línea recta toda la pared lateral del café hasta su cargada furgoneta.
La idea de volver a ponerse al volante y seguir adelante sin tener la más remota idea de su posible destino era deprimente, pero sabían que tenían pocas opciones. Al menos, el aire fresco y el espacio abierto eran mejores que el confinamiento incómodo y sofocante del centro comunitario. Como solía suceder, Emma fue la primera en hablar.
—¿Cómo os sentís? —preguntó.
Ninguno de los dos hombres respondió. Michael estaba profundamente sumido en sus pensamientos, jugando con la anilla rota de una lata, y Carl estaba ocupado doblando una bolsa vacía de patatas fritas tantas veces como podía. Ambos esperaban que el otro contestase.
—¿Seguís pensando que hemos hecho lo correcto?
Michael la miró, preocupado.
—Por supuesto que sí. ¿Por qué? ¿Tienes dudas?
—En absoluto —respondió Emma con rapidez—. Sólo es que estamos aquí sentados y no parece que estemos progresando mucho. Pronto oscurecerá y…
—Mira, en último extremo podemos dormir en la furgoneta —suspiró Michael—. No será un problema. Sé que no estaremos cómodos, pero…
—No estoy preocupada —cortó Emma, interrumpiéndolo para justificar su comentario—. Sólo creo que deberíamos ponernos en marcha. Cuanto antes encontremos algún sitio donde parar, antes podremos organizarnos y tomar decisiones.
—Lo sé, lo sé —murmuró Michael, mientras se levantaba del asiento y se estiraba—. Nos pondremos en marcha dentro de un momento.
Y empezó a andar a lo largo de la pared lateral del café hacia la furgoneta. Emma se lo quedó mirando. Encontraba que era un hombre muy extraño; estimulante e irritante en la misma medida.
La mayor parte del tiempo parecía frío, controlado y sensato, pero había ocasiones como ésa en las que parecía que nada le importaba, y su apatía era irritante. No era la primera vez en la última semana que estaba en juego su seguridad, pero Michael no parecía preocupado en lo más mínimo. Emma supuso que era porque aún no habían encontrado ningún lugar en el que detenerse. Se había dado cuenta de que si las cosas no iban como él quería, Michael prefería no saberlo.
Michael se detuvo cuando llegó al borde de la carretera delante del café. Contempló el paisaje de un valle de un color verde intenso, y tomó muchas bocanadas, largas y lentas, de aire frío y refrescante. Oteó el horizonte de izquierda a derecha; luego se detuvo y se volvió con una amplia sonrisa dibujada sobre su cansado rostro. Indicó a los otros que se acercaran adonde él se encontraba. Intrigados y preocupados, Carl y Emma se levantaron de un salto.
—¿Qué ocurre? —preguntó Carl, con el corazón golpeándole dentro del pecho.
—Allá lejos —contestó mientras señalaba hacia la distancia—. Mirad eso. ¡Es condenadamente perfecto!
Emma se esforzaba por ver lo que Michael había encontrado.
—¿Qué es perfecto?
—¿No lo ves? —balbuceó Michael excitado.
—¿Ver qué? —intervino Carl.
Michael fue a colocarse entre los dos. Levantó el brazo y apuntó en línea recta al otro lado del valle.
—¿Veis aquel claro allá lejos?
Al cabo de un par de segundos, Emma lo vislumbró.
—Lo veo —confirmó.
—Ahora mira un poco hacia la derecha.
Emma hizo lo que le pedía.
—Lo único que veo es una casa —contestó con desdén.
—Exactamente. Es perfecta.
—Así que has encontrado una casa en el bosque —suspiró Carl—. ¿Eso es todo? Maldita sea, hoy hemos pasado por delante de un millar de casas. ¿Qué tiene ésta de especial?
—Bueno, a los dos os ha costado verla, ¿no es verdad?
—¿Y?
—¿Eso qué os dice? ¿Qué os dice la ubicación de una casa como ésa?
Emma y Carl se miraron y se encogieron de hombros, seguros de que se les escapaba algo (si había algo que pudiera escaparse).
—Ni idea —gruñó Emma.
—Está aislada, ¿no? No es fácil de encontrar. Está alejada de los caminos transitados.
—¿Y? No estamos intentando escondernos, ¿no? No queda nadie de quien esconderse…
Emma seguía sin comprender cuál era el gran descubrimiento. Carl, por su parte, estaba empezando a captar la idea.
—No se trata de escondernos, ¿verdad Mike? —comentó, sonriendo de repente—. Se trata del aislamiento. La gente que vivía en una casa como ésa debía de ser bastante autosuficiente.
—Exactamente. Imaginad este lugar en invierno. Dios santo, un par de centímetros de nieve, y quedas aislado del mundo. Y esa gente eran granjeros, no podían permitirse quedarse sin calor ni luz, ¿verdad? Mi suposición es que quien viviera en esa casa debía de estar acostumbrado a quedar aislado y debía de estar preparado prácticamente para todo. Os apuesto algo a que tiene su propia fuente de electricidad y todo lo demás.
Emma contempló a los dos hombres, que estaban mucho más animados de lo que lo habían estado en toda la semana.
—A nosotros ya nos va a resultar bastante difícil llegar allí —prosiguió Carl— y todos hemos visto el estado de los pobres cabrones que se pasean por ahí. Nunca nos encontrarán.
—Es perfecta —sonrió Michael.