12

Ralph fue el primero en oírlo; un golpe repentino y fuerte en la puerta de entrada, que rompió el silencio de primera hora de la mañana; los incesantes golpes de alguien o algo que intentaba entrar. Se levantó de un salto del rincón de la cocina del centro comunitario en el que había estado intentando dormir sin lograrlo, y atravesó corriendo toda la extensión del edificio para alejarse del ruido, poniendo tanta distancia como le fuera posible entre él y lo que hubiera fuera. En la triste penumbra grisácea tropezó con las piernas de Jack Baynham y cayó, trastabillando por el suelo abarrotado de cosas y aterrizando encima de alguien que chilló de dolor y sorpresa.

—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó Baynham—. Jodido idiota, podrías haber…

Se calló cuando oyó el golpeteo en la puerta. Otros muchos lo habían oído ya, y a los que no lo habían hecho los había despertado los gritos. Carl, Michael y Emma salieron lentamente del almacén en el que habían pasado la noche.

—Escuchad… —dijo Carl y empezó a avanzar, siguiendo a Baynham, que estaba avanzando despacio hacia la puerta.

Emma se quedó atrás, miró y volvió la cabeza para mirar sobre el hombro a Michael, que se hallaba en el quicio de la puerta con la cara medio escondida en las sombras.

—¿Qué es eso?

—¿Cómo se supone que lo voy a saber?

—¿Crees que es uno de ellos?

—Emma, no lo sé…

—Pero podría ser, ¿verdad? ¿Qué ocurrirá si nos han encontrado? ¿Qué pasará si saben que estamos aquí?

Él la miró, negó con la cabeza y se llevó un dedo a los labios. Repentinamente avergonzada, Emma se dio cuenta que las personas a su alrededor también la habían oído y empezaban a reaccionar. Ya asustados por las fuertes voces y el ruido al otro extremo del edificio, Emma sabía que no hacía falta mucho más para que estallara el pánico a gran escala. La gente estaba al límite, ella lo había podido comprobar personalmente la pasada noche. Michael la apartó con delicadeza y pasó a su lado.

—Sólo hay una forma de descubrirlo… —le susurró al oído al pasar.

Cuando llegó a la puerta, Carl y Baynham ya estaban allí. Kate James se encontraba a corta distancia detrás de ellos y contemplaba a Baynham que iba a un lado de la entrada y con precaución pegaba la cara contra la estrecha ventana en el lateral de la puerta.

—¿Ves algo?

—Sólo hay uno de ellos.

—¿Estás seguro?

—Eso creo. Parece una chica. Creo que…

Saltó hacia atrás sorprendido cuando la persona en el exterior lo vio y reaccionó. Antes de que Baynham pudiera apartarse, la chica fue hasta la ventana y empezó a golpear el cristal. Carl se acercó al alejarse Baynham y entonces cesó el ruido. La figura en el exterior se quedó quieta y se apoyó contra la ventana, cubriéndose los ojos e intentando ver dentro. Entonces habló.

—Ayudadme.

Las palabras quedaron amortiguadas por la puerta, pero tenían el volumen necesario para oírlas. Carl y Kate se miraron incrédulos. Carl no entendía qué estaba ocurriendo.

—¿Pueden hablar?

Kate lo apartó y dio la vuelta a la llave de la puerta.

—¡Con cuidado! —siseó Paul Garner, que espiaba desde el otro extremo del pasillo de entrada.

—Malditos idiotas —exclamó Kate mientras se peleaba con la cerradura—. No es como ellos, es como nosotros. ¡Está viva!

Abrió la puerta de golpe y se apartó hacia atrás cuando la adolescente entró a trompicones en el centro comunitario. Kate la cogió y la sentó cuando le fallaron las piernas. Estaba helada y tenía las sucias ropas húmedas de la lluvia. Estaba pálida como un fantasma, y sus grandes ojos pasaban de una a otra entre las muchas caras que de repente la estaban mirando. Carl cerró la puerta de golpe, pero se detuvo a mirar cuando apareció otra figura en la entrada del aparcamiento. Andaba de forma lenta e insegura, y se perdió de vista en cuestión de segundos, sin darse cuenta de que estaba siendo observada.

—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó Kate, agachándose delante de la chica.

—Ronnie… Ver… Verónica…

Alguien le pasó una sábana a Kate, con la que le cubrió los hombros a la muchacha.

—¿Cuánto tiempo has estado ahí fuera?

—No demasiado —contestó; temblaba aún de frío, pero empezaba a recobrar la calma. Tomó la bebida que le pasó Emma e intentó sorberla, pero le temblaban las manos. Kate le ayudó a mantenerla firme.

—¿Estás sola?

Verónica asintió.

—Estaba con mi hermana, pero ella murió cuando lo hizo todo el mundo. La dejé fuera del piso y ahora se ha ido…

—¿Cómo has sabido que estábamos aquí? —preguntó Baynham con un tono de voz bastante menos tolerante que el de Kate.

—Os he estado observando.

—¿Observándonos? ¿Cómo?

—Desde el otro lado de la calle. Vivo en uno de los pisos encima de una de las tiendas del otro lado de la calle. Oí la música y os vi llegar, y luego vi lo que pasó ayer, cuando empezaron a levantarse…

—¿Por qué no has venido antes? —preguntó Kate—. ¿Por qué has estado esperando sola?

—Estaba demasiado asustada. No quería salir a la calle.

—Entonces, ¿por qué estás ahora aquí? —exigió saber Baynham—. ¿Qué ha cambiado?

Durante unos segundos Verónica no contestó; se quedó mirando el suelo entre sus pies. Luego, levantó lentamente la cabeza y lo miró directamente a la cara.

—Están viniendo.

—¿Qué?

—Montones de ellos… cientos… vienen hacia aquí…

La reacción de Baynham se perdió en la súbita oleada de histeria que barrió el edificio. La inesperada llegada de Verónica había despertado prácticamente a todos los del grupo, y la mayoría de ellos se había reunido cerca de la entrada para enterarse de lo que estaba pasando. Casi todo el mundo había oído lo que acababa de decir.

—¿Quién está viniendo? —preguntó Carl con ansiedad, tratando de hacerse oír.

—Esa gente. La gente enferma. Los que se han levantado…

—¿Por dónde?

—Por la calle. No puedes salir allí… los hay a cientos.

—Oh, Dios —gimió Ralph—. Eso es, ahora estamos acabados. En cuanto descubran que estamos aquí, nos rodearán.

—No digas estupideces —replicó Michael enfurecido.

—Probablemente ya lo saben —gritó Jeffries—. ¡Esa estúpida arpía los ha traído directamente hasta nosotros!

—No deberías haber venido —chilló Paul Garner.

Verónica se quedó mirando fijamente la pared que tenía enfrente. Furioso, Michael contemplaba cómo la situación se deterioraba con increíble rapidez. Incluso Kate se había alejado de la chica.

—Ella no ha hecho nada —intervino Emma—. Esto no es justo. Estaba sola, ¿qué otra cosa se supone que debía hacer?

Michael movió la cabeza.

—No pierdas el tiempo. No te van a escuchar.

—Pero no es justo…

—Déjalo.

—¡Afuera con ella! —bufó una voz desde las sombras.

Verónica miró a Kate aterrorizada.

—No… —empezó a decir.

—No va a ir a ningún sitio —replicó Emma, aunque su voz quedó completamente ahogada por el ruido.

Carl fue hacia la puerta. Demasiado ocupados en sus discusiones inútiles y en acusarse los unos a los otros, nadie se fijó en él cuando miró por la ventana, giró la llave en la cerradura y abrió la puerta de golpe. El aparcamiento estaba vacío. El ruido se silenció de repente.

—¿Lo veis? No hay nadie. Nadie está siguiendo a nadie. Sois un hatajo de idiotas, que tenéis miedo de vuestra propia sombra.

—No están ahí… —dijo Verónica en voz baja—. Están más allá en la calle.

—Cierra la puerta —gritó Ralph—. Cierra la maldita puerta antes de que alguien nos vea…

Sin hacerle caso, Carl se volvió y miró a Michael y a Baynham, que estaban cerca de él.

—¿Qué opináis?

Michael se encogió de hombros y tragó saliva, con la boca repentinamente seca.

—Deberíamos ir a ver de qué está hablando. Podemos correr más que ellos. Si hay algún problema, sólo tenemos que dar la vuelta y volver corriendo hasta aquí.

—¿Crees que está diciendo la verdad? —preguntó Baynham.

—No tiene ninguna razón para mentir, ¿no te parece? Dios santo, en estos momentos cualquier cosa es posible.

—Pero ayer ni siquiera nos podían ver… ni siquiera sabían que estábamos aquí…

—Y el día antes de eso estaban muertos en el suelo —añadió Baynham inútilmente.

—Vuelve a explicarnos qué has visto exactamente ahí fuera —le dijo Michael a Verónica.

Verónica sollozó temblorosa mientras se intentaba explicar. Lágrimas de miedo le rodaron por las mejillas. Una multitud asustada seguía cerniéndose a su alrededor; algunos intentaban alejarse, otros querían oír más. Emma empujó hacia atrás al más cercano, para dar espacio a Verónica para respirar.

—Me di cuenta la pasada noche —empezó, temblando y sorbiéndose la nariz al hablar, y sin apartar los ojos de la puerta abierta—. Había muchos de ellos en la calle, pero no me llamaron la atención. Me desperté y me acerqué a la ventana hace cosa de una hora, y había montones de ellos… cientos…

—¿Qué hacían?

Verónica se quedó callada, sorprendida por la pregunta de Michael y sin saber exactamente qué contestar.

—Nada… sólo estaban allí… esperando… Creo que saben que estamos por aquí…

El ruido procedente del atemorizado grupo volvió a aumentar de volumen, al pasarse las palabras de la chica de persona a persona en nerviosos susurros.

—Voy a echar un vistazo —anunció Michael. Se acercó a la puerta. Verónica se levantó y retrocedió con otros muchos, que se escabullían buscando un escondite.

—No seas estúpido —gritó Stuart Jeffries desde la sala principal—. No salgas.

—Vi a uno de ellos cuando abrí la puerta —dijo Carl, en voz lo suficientemente baja para que sólo lo oyeran Michael y Baynham—, tenía el mismo aspecto que ayer. Si están ahí fuera para venir a por nosotros, habría reaccionado, ¿no os parece?

—Sería lo lógico —replicó Michael.

—Sal ahí fuera y cerraré con llave la maldita puerta —amenazó Jeffries, abriéndose camino a lo largo del pasillo—. No volverás a entrar aquí una vez esté cerrada.

—Madura y contrólate, Stuart —exclamó Carl.

Michael dio unos pasos en el exterior y se detuvo. Jeffries empujó fuera a Carl detrás de él, cerró de un portazo y giró la llave en la cerradura.

—¡Stuart! —protestó Emma—. No puedes…

—Lo que les ocurra es su puto problema. Nadie les ha pedido que salgan. Si quieren arriesgar su cuello, es su problema. Yo no voy a correr ningún riesgo.

* * *

—Maldita sea… —exclamó Carl mientras abandonaban el aparcamiento y se acercaban al cruce con Stanhope Road—. A eso es a lo que querías echarle un vistazo…

Michael se quedó paralizado en medio de la calle, con el corazón latiéndole con furia. Por delante de ellos, como mucho a doscientos metros, se encontraba una enorme multitud de cuerpos, tal como había dicho la chica. La penumbra de primera hora de la mañana hacía difícil estimar cuántos individuos había allí. Estaban de pie, muy juntos; un número incalculable de bultos, que bajo la escasa luz, parecía haberse convertido en una masa oscura y sólida.

—¡Dios santo! —exclamó Carl—. Hay centenares.

—Sí, pero ¿por qué? ¿Qué es lo que quieren?

—No me importa —contestó Carl, retirándose con lentitud—, me vuelvo.

Empezó a andar de espaldas, sin atreverse a quitar los ojos de la masa oscura de en medio de la calle. Se chocó con algo y rápidamente se volvió. Era otro cuerpo. La fuerza del impacto lo había derribado, pero ya se estaba levantando. Carl se quedó mirando el rostro vacío y sin emociones del cadáver, ya que se tambaleaba de nuevo hacia él, y descubrió que era incapaz de apartar la mirada de la piel descolorida, la sangre seca pegada alrededor de la boca, los ojos opacos y desenfocados… Cargó contra él, golpeándolo directamente en el pecho con el hombro y enviándolo de regreso al asfalto.

—Estas putas cosas vienen a por nosotros —dijo sin aliento, preparándose para defenderse.

—No, no lo están haciendo.

Carl se dio la vuelta. Otro cadáver se dirigía hacia Michael, que avanzó para encontrarse con él y lo agarró del brazo con fuerza. El cuerpo intentó moverse, pero prácticamente carecía de fuerza, y Michael lo mantuvo quieto. En cuanto lo soltó, el muerto empezó a andar de nuevo, aparentemente sin darse cuenta del cambio de dirección que le habían obligado a realizar.

—No están interesados en nosotros, Carl. Dios, ni siquiera nos pueden ver.

—Entonces, ¿qué pasa con todos esos? —preguntó, señalando hacia la gran muchedumbre—. ¿De qué va todo esto? ¿Por qué están aquí si no nos pueden ver?

Michael no tenía la respuesta. A pesar de que acababa de manipular a voluntad a uno de los cadáveres, la presencia de tantos otros tan cerca le seguía preocupando. El resto del mundo parecía estar muerto. ¿Qué otra cosa los podía estar atrayendo hacia allí que no fueran los supervivientes refugiados en la cercanía?

—Tiene que haber alguna explicación —afirmó Michael.

Con creciente inquietud, fue hacia la multitud.

—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó Carl mientras empezaba a regresar al centro comunitario—. Vamos, tío, quizás esto haya sido un error…

Ninguno de los cuerpos estaba reaccionando ante la presencia de Michael. Se había dado cuenta de que algunos le daban la espalda. Más adelante, otros estaban de cara. ¿Se sentían atraídos por algo en particular? Imperturbable, se fue acercando y se subió al techo de un coche, cuyo conductor muerto colgaba inerte de la puerta abierta, con los brazos extendidos hacia la calle. Como la muchedumbre seguía sin reaccionar, estampó la bota contra el techo, y el sordo golpe metálico pareció extenderse a lo largo de todo Stanhope Road. En seguida ninguno pareció reaccionar.

—¡Aquí arriba! —gritó—. Eh, ¿me puede oír alguien?

Ninguna reacción.

—Michael, vámonos…

Sin hacer caso de Carl, Michael se agachó en el techo del coche para ver mejor la multitud. Había un hueco en el centro, algo largo e indefinido que les impedía avanzar a lo largo de la calle.

«Eso es —pensó para sí mismo—, ¡esas malditas cosas están atascadas!».

Sin dar explicaciones, saltó del coche y corrió hacia la multitud, pero se detuvo cuando estuvo lo suficientemente cerca para tocarlos. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, hizo una mueca, respiró hondo y se sumergió en la masa. Desde cierta distancia, Carl lo contemplaba sin poder hacer nada. Perdió de vista a Michael en la penumbra y esperó ansiosamente a que reapareciera. Estaba planteándose regresar al centro en busca de ayuda cuando lo volvió a ver, encaramado sobre algo.

—¿Sigues ahí, Carl?

—Aquí estoy —contestó éste, avanzando de nuevo y esquivando a otro cadáver—. ¿Qué demonios estás haciendo?

—Es un camión.

—¿Qué?

—Estoy sobre un camión. Está volcado y hay otro coche encajado delante de él. Entre los dos prácticamente bloquean toda la anchura de la calle.

—¿Y?

—Pues que estos tontos cabrones no pueden pasar. Están atascados. Y cuanto más tiempo pasa, más se van quedando atrapados. Han llegado desde ambas direcciones, y ninguno de ellos puede pasar.

Carl se sintió aliviado. Aún no acababa de comprenderlo, pero que Michael hubiera encontrado una explicación, era suficiente. Todo lo que necesitaba saber era que los muertos seguían siendo tan tontos y torpes como lo eran cuando empezaron a levantarse del suelo la mañana del día anterior.

—Entonces, ¿ya podemos volver adentro?

—Voy a intentar mover el coche… a ver si consigo que se dispersen.

—¿Estás seguro? No hagas nada que…

No tenía sentido acabar la frase, porque Michael había vuelto a desaparecer.

Saltó desde el camión volcado y se abrió paso hacia el coche entre la hedionda multitud. Apartó a muchos cuerpos de su camino y, antes de que los que se encontraban detrás de ellos los pudieran empujar de nuevo hacia él, abrió la puerta del acompañante y se metió dentro. El conductor muerto se hallaba inmóvil a su lado, desplomado sobre el volante. Le soltó el cinturón de seguridad, se inclinó por encima de él y abrió la puerta todo lo que pudo; luego se sentó de medio lado, apoyó los pies en el pecho del conductor y lo empujó y pateó hasta que consiguió sacarlo del coche. Pasó al asiento vacío y arrancó el coche. Al principio fue marcha atrás con lentitud, empujando suavemente a los cadáveres fuera de su camino, pero cuando se libró de la muchedumbre aceleró. Le hizo un gesto a Carl para que subiera al coche, y contemplaron cómo la masa de muertos proseguía lentamente su torpe avance. Muchos de los que se habían encontrado más cerca del coche se fueron cayendo empujados por la presión de la masa, que los hacía avanzar demasiado rápido para sus torpes pies hacia el repentino espacio vacío que se había formado ante ellos. Y más tontos cadáveres fueron cayendo al tropezar con los cuerpos de los que ya estaban en el suelo. Durante un momento pareció que tantos habían perdido pie que la calle se bloquearía de nuevo, pero entonces, con dolorosa lentitud, unos cuantos cadáveres tambaleantes consiguieron pasar. Poco a poco, las criaturas se fueron cruzando y desaparecieron por la calle en diferentes direcciones. Michael pensó que parecían una multitud de hinchas de fútbol alejándose del campo después de que su equipo hubiera perdido.

—En serio, necesitamos largarnos de aquí —comentó Carl mientras conducían la corta distancia de regreso al centro comunitario.

—Me lo dices o me lo cuentas. ¿Sabes qué es lo que más me preocupa?

—¿Qué?

—No es lo que está pasando aquí fuera, sino cómo han reaccionado Ralph y toda esa pandilla. Se han dejado llevar por el pánico antes de saber si había un verdadero motivo. ¿Qué va a ocurrir si la cosa se pone realmente fea? No sé tú, colega, pero yo creo que no quiero estar por aquí para descubrirlo.