11

Todos los miembros del fragmentado grupo habían alcanzado nuevas cotas de agotamiento emocional y mental, pero aun así casi nadie podía dormir. El creciente cansancio provocaba que las personas, asustadas y desesperadas, se sintieran aún más asustadas y desesperadas a cada momento. La sala sólo estaba iluminada por unas pálidas lámparas de gas y una extraña linterna, y la falta de luz parecía acrecentar la desorientación y el miedo. Hacia medianoche, la tensión y la frustración habían hecho mella hasta en los miembros más plácidos del grupo y el ambiente era explosivo.

Jenny Hall, que había visto morir a su bebé de tres meses en sus brazos el martes por la mañana, había dicho algo que había encendido a Stuart Jeffries, por lo general tranquilo y reservado.

—Jodida bruja estúpida —le había gritado con la cara pegada a la de ella—, ¿qué te da derecho a criticar? Tú no eres la única que lo está pasando mal. Dios santo, todos estamos aquí en el mismo puto barco…

Con manos temblorosas, Jenny se secó las lágrimas que le corrían por la cara. Temblaba de miedo.

—Yo no quería… —tartamudeó—. Sólo intentaba…

—¡Cierra la boca! —gritó Stuart; la agarró por los brazos y la empujó contra la pared—. ¡Sólo cierra la puta boca!

Durante un segundo, Michael se quedó parado mirando, aturdido e incapaz de comprender lo que estaba viendo. Un aullido de miedo y dolor por parte de Jenny le sacó de su estupor.

Agarró a Stuart y lo apartó de Jenny, que se deslizó por la pared hasta derrumbarse en el suelo sollozando.

—¿Qué demonios está pasando?

Stuart no contestó. Estaba mirando al suelo, con el rostro enrojecido. Tenía los puños fuertemente apretados, y temblaba de rabia.

—¿Qué problema hay? —volvió a preguntar Michael.

Stuart seguía sin moverse.

—No somos lo suficientemente buenos para ella —respondió al fin.

—¿Qué?

—Esa puta… cree que es alguien especial, ¿verdad? Cree que está por encima del resto de nosotros. —Levantó la mirada y apuntó a Jenny—. Se cree que es la única que lo ha perdido todo.

—Lo que dices no tiene sentido —replicó Michael—. ¿De qué estás hablando?

Stuart no pudo, o no quiso, contestar. Lágrimas de frustración le brotaban de los cansados ojos. Para que Michael no viera que le podían sus emociones, se levantó y salió corriendo de la sala dando un portazo.

—¿De qué iba todo esto? —preguntó Emma al pasar junto a Michael de camino adonde se encontraba Jenny, tendida en el suelo hecha un ovillo. Se agachó a su lado y le pasó el brazo por los hombros—. Ánimo —le susurró, besándola suavemente en la coronilla—, todo irá bien.

—¿Que todo irá bien? —sollozó—. ¿Cómo puedes decir que todo irá bien? Después de lo que ha pasado, ¿cómo puede ir todo bien?

Kate James se sentó a su lado. Acunando a Jenny en sus brazos, Emma se giró hacia ella.

—¿Has visto lo que ha ocurrido? —le preguntó.

—En realidad, no —contestó Kate—. Estaban hablando. Sólo me di cuenta de que algo iba mal cuando Stuart empezó a gritar. Estaba bien, hablando con calma y normalidad, y de repente explotó.

—¿Por qué?

Kate se encogió de hombros.

—Me parece que ella le dijo que no le gustaba la sopa.

—¿Qué? —preguntó Emma incrédula.

—Que no le gustaba la sopa que él había preparado —repitió Kate—. Estoy segura de que eso fue todo.

—Maldita sea —suspiró Emma, moviendo la cabeza con resignación.

Carl entró en la sala con Jack Baynham. No había dado más de dos o tres pasos cuando se detuvo; había captado que algo iba mal.

—¿Qué ocurre? —preguntó demasiado asustado para querer oír la respuesta. Debía de haber ocurrido algo terrible.

Michael movió la cabeza.

—No es nada —contestó—. Ya está solucionado.

Carl miró a Emma, que seguía en el suelo abrazando a Jenny. Era evidente que había pasado algo, pero, fuera lo que fuese, había quedado confinado al interior de la sala y ya parecía resuelto, así que decidió no seguir preguntando. No se quería ver implicado. Podía ser egoísta e insensible por su parte, pero no quería saberlo. Ya tenía suficiente con sus propios problemas como para verse envuelto en los de los demás. Michael pensaba lo mismo, pero él no podía desconectar con la misma facilidad que Carl. Cuando oyó más sollozos en otro rincón de la sala, instintivamente fue a investigar. Descubrió que las lágrimas procedían de Annie Nelson y Jessica Short, dos de las supervivientes de más edad. Las dos señoras estaban envueltas en la misma sábana, abrazadas con fuerza y haciendo lo posible para contener los sollozos y dejar de llamar la atención. Michael se sentó a su lado.

—¿Estáis bien? —preguntó. Una cuestión sin sentido, pero no se le ocurrió nada más que decir.

Annie sonrió durante un brevísimo instante, asintió con la cabeza e intentó poner una expresión de firmeza. Se limpió una lágrima solitaria que le bajaba con rapidez por la ajada mejilla.

—Estamos bien, gracias —contestó, con una voz fina y frágil.

—¿Os puedo traer algo?

Annie negó con la cabeza.

—No, estamos bien —respondió—. Creo que vamos a intentar dormir un poco.

Michael sonrió y puso la mano sobre las de ellas. Trató de que no se le notase la preocupación, pero las manos de las mujeres tenían un tacto desconcertantemente frío y frágil. Sintió pena por ambas. No se habían separado desde que llegaron a la sala. Jessica, según se había podido enterar, era una viuda acomodada que había vivido en una gran casa en uno de los barrios más exclusivos de Northwich. Annie, por el otro lado, le había explicado que había vivido toda su vida en la misma casita adosada de dos habitaciones. Había nacido allí y, como no había tardado en contarle, tenía la intención de pasar allí el resto de sus días. Cuando las cosas volvieran a la normalidad, le había explicado con toda inocencia, regresaría directamente a casa. Incluso había invitado a Jessica a tomar el té una tarde. Sería agradable seguir en contacto una vez que se hubiera arreglado todo.

Michael dio otras palmaditas a la anciana en la mano, se levantó y se alejó. Miró hacia atrás y vio cómo las dos ancianas se arrimaban aún más la una a la otra y hablaban entre sí con susurros asustados y en voz bajísima. Era evidente que procedían de mundos muy diferentes, y seguramente se habían sentido atraídas sólo por el hecho de tener edades similares y seguir vivas. El dinero, la posición, las posesiones, los amigos y las conexiones ya no tenían ninguna importancia.

* * *

Dos horas después, Emma seguía sentada en el suelo. Cerca de las dos y media de la madrugada se maldijo por ser tan condenadamente desinteresada. Allí estaba ella, helada e incómoda, acunando aún a Jenny Hall. Lo peor era que la propia Jenny llevaba dormida casi una hora. El edificio estaba en silencio excepto por los murmullos de una conversación que estaba teniendo lugar en una de las oscuras habitaciones que daban a la sala principal. Con mucho cuidado, Emma soltó a Jenny, la dejó tendida en el suelo y la cubrió con una sábana. En el silencio, cualquier ruido, por bajo que fuera, sonaba atronador. Escuchó con atención e intentó localizar la fuente precisa de la conversación, deseosa de un poco de compañía adulta, tranquila y racional.

Parecía que las voces procedían de una pequeña habitación en la que no había entrado antes. Abrió la puerta con cautela y miró hacia el interior. La oscuridad era absoluta, y las voces callaron al instante.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz.

—Emma —susurró—. Emma Mitchell.

A medida que los ojos se le acostumbraban a la oscuridad de la habitación, Emma fue viendo que había dos hombres sentados con la espalda apoyada contra la pared más alejada. Eran Michael y Carl. Estaban bebiendo agua de una botella de plástico que se iban pasando.

—¿Estás bien? —preguntó Michael.

—Sí, estoy bien —contestó Emma—. ¿Os importa si entro?

—En absoluto —respondió Carl—. ¿Está todo en calma ahí fuera?

Emma entró en la habitación, pasó por encima de las piernas estiradas de los hombres y buscó la pared. Se sentó con cuidado.

—Todo está tranquilo —contestó—. Pero tenía que salir de ahí, ¿sabéis lo que quiero decir?

—¿Por qué te crees que estamos aquí sentados? —preguntó Michael retóricamente.

Tras un breve silencio, Emma volvió a hablar.

—Lo siento —pidió disculpas porque tenía la sensación de que se había inmiscuido en algo—, ¿he interrumpido algo? ¿Si queréis que me vaya me lo…?

—Te puedes quedar todo el rato que quieras —contestó Michael.

—Creo que ahí fuera está todo el mundo dormido. Al menos, si no están dormidos, están tranquilos. Supongo que todos estarán pensando en lo que ha ocurrido hoy. Yo me he sentado y he estado escuchando a Jenny hablar sobre… —Emma se dio cuenta de que estaba hablando por hablar y dejando que las palabras se perdieran en la nada. Tanto Michael como Carl la estaban mirando—. ¿Qué pasa? —preguntó, repentinamente incómoda—. ¿Qué anda mal?

Michael movió la cabeza.

—Maldita sea, ¿has estado ahí fuera con Jenny todo este tiempo?

Ella asintió.

—Sí, ¿por qué?

Él se encogió de hombros.

—Nada, sólo que no sé por qué te preocupas, eso es todo.

—Alguien tiene que hacerlo, ¿no te parece? —contestó Emma con desdén mientras le cogía a Carl la botella de agua.

—Pero ¿por qué tienes que ser tú? Dios santo, ¿quién se va a sentar contigo durante horas cuando estés…?

—Como he dicho —le cortó ella—, alguien tiene que hacerlo. Si todos nos encerramos en habitaciones como ésta cuando las cosas no van bien, entonces no tenemos demasiado futuro aquí, ¿no?

—Entonces, ¿crees que tenemos futuro? —preguntó Carl.

Emma estaba empezando a sentirse realmente incómoda. No había entrado para que la interrogasen.

—Por supuesto que tenemos futuro.

—También tenemos millones de personas muertas en las calles de los alrededores, y gente intentando matarse porque a uno no le gusta la sopa. No es muy buen presagio, ¿no te parece? —musitó Michael.

—¿Y qué piensas tú? —preguntó Emma—. Parece que tienes respuestas para todo. ¿Reconoces que tenemos una oportunidad, o crees que lo que tenemos que hacer es acurrucarnos en un rincón y rendirnos?

—Creo que tenemos una oportunidad condenadamente buena, pero no aquí.

—Entonces, ¿dónde?

—¿Qué tenemos aquí exactamente?

Emma empezó a responder antes de que la interrumpiese Michael.

—Te lo diré: tenemos refugio, tenemos provisiones limitadas y tenemos acceso a lo que queda de la ciudad. También tenemos un suministro ilimitado de cuerpos muertos, algunos de ellos que andan, todos en descomposición. ¿Estás de acuerdo?

Emma pensó durante un momento y después asintió.

—Y supongo —continuó Michael— que también está la otra cara de la moneda. Aunque puede que sea un refugio adecuado, se está convirtiendo con rapidez en una prisión. No tenemos ni idea de lo que tenemos alrededor. Ni siquiera sabemos lo que hay en los edificios al otro lado de la calle. Y ahora también nos hemos quedado sin electricidad y eso sólo empeorará las cosas.

—Pero ¿no será lo mismo vayamos donde vayamos…?

—Es posible. Carl y yo estábamos hablando antes de dirigirnos al campo, y cuanto más lo pienso más sentido tiene.

—¿Por qué?

Carl se lo explicó, recordando la conversación que había mantenido con Michael.

—La población estaba concentrada en las ciudades, ¿de acuerdo? Habrá menos cuerpos en el campo. Y menos cuerpos significa menos problemas…

—Al menos eso esperamos —añadió Michael curándose en salud.

—Entonces, ¿qué os detiene? —preguntó Emma.

—Nada.

—¿Así que os vais?

—Eso parece.

—¿Y qué ocurrirá si nadie más se quiere ir?

—Entonces me iré solo.

—¿Cuándo?

—En cuanto pueda.

Emma tenía que reconocer que, por muy arrogante e irritantemente superior que sonase, los argumentos de Michael tenían sentido. Cuanto más reflexionaba sobre su propuesta, más se daba cuenta de que tenía razón.