8

Michael estaba exhausto, pero no podía dormir. Cuando finalmente consiguió perder la conciencia, sólo tardó unos pocos minutos en despertarse y sentirse peor que nunca. Había estado tendido en el suelo en medio de una corriente de aire y le dolían todos los huesos del cuerpo. Habría preferido no molestarse en intentar dormir.

El centro comunitario estaba helado. Él se hallaba completamente vestido y se había envuelto en una gruesa chaqueta de invierno, pero seguía notando el aire gélido. En ese momento lo odiaba todo, pero enseguida decidió que lo que más odiaba era esa hora del día. Aún era oscuro, y en las sombras creyó ver miles de formas sinuosas donde, en realidad, no había ninguna. La cabeza le daba vueltas. Sólo podía pensar en lo que había pasado fuera. Todo había quedado afectado. No soportaba pensar en su familia, porque no sabía si seguían vivos. No podía pensar en su trabajo y en su carrera, porque ya no existían. No podía pensar en salir con sus amigos durante el fin de semana, porque, con toda seguridad, esos amigos también estaban muertos, yaciendo boca abajo en una esquina de cualquier calle, y los lugares a los que solían ir estarían silenciosos y vacíos. No podía pensar en sus programas de televisión favoritos, porque no había ningún canal que siguiera emitiendo ni electricidad para que funcionasen los televisores. Ni siquiera se sentía capaz de silbar la melodía de sus canciones preferidas. Dolía demasiado recordar y sentir las emociones que, aunque sólo habían desaparecido hacía un par de días, parecía haberlas perdido desde siempre. Desesperado, se quedó contemplando la oscuridad y concentrándose con todas sus fuerzas en escuchar el silencio. Pensó que si conseguía vaciar la cabeza de todo, el dolor desaparecería. No funcionó. No importaba en qué dirección mirase, lo único que veía eran otros rostros tan desesperados como el suyo, devolviéndole la mirada a través de la oscuridad. Todos estaban sufriendo el mismo insomnio doloroso e incurable.

Los primeros rayos de sol comenzaban a filtrarse en la sala. La luz penetraba con lentitud a través de una serie de pequeñas ventanas rectangulares, colocadas a intervalos regulares a lo largo de la parte superior de la pared más larga de la sala principal. Todas las ventanas estaban protegidas por fuera con una rejilla muy tupida, y todas también estaban cubiertas por capas de pinturas en spray, obra de incontables vándalos a lo largo de los años. A Michael le resultó extraño y desconcertante pensar que, en ese momento, todos esos vándalos estaban, casi con toda seguridad, muertos.

No quería moverse, aunque sabía que tenía que hacerlo. Necesita desesperadamente usar el servicio, pero tenía que reunir el valor y la energía para levantarse e ir hasta allí. La temperatura era gélida, y no quería despertar a ninguno de los pocos afortunados que habían conseguido dormirse. En la sala reinaba tal silencio que no importaba lo cuidadoso que intentase ser, porque todos oirían cada paso que diese. El estado de los servicios tampoco ayudaba. Ya no tiraban de la cisterna, porque el suministro de agua se había agotado, y se habían visto forzados a utilizar un pequeño lavabo químico que alguien había encontrado entre el equipo de los scouts. Aunque llevaba menos de un día en uso, ya apestaba. Emanaba una combinación nociva de fuertes detergentes químicos y desechos humanos estancados.

No podía seguir aguantando, tenía que ir. Intentó sin éxito hacer que el corto viaje le pareciera un poco más fácil convenciéndose de que cuanto antes se levantara, antes lo habría hecho y estaría de vuelta. Resultaba extraño que ante la enormidad del desastre, incluso la más sencilla de las tareas cotidianas pareciera de repente una montaña imposible de escalar.

Se apoyó con la mano derecha en el cercano banco de madera y se levantó con pies inseguros. Durante unos pocos segundos no hizo nada más que quedarse quieto e intentar mantener el equilibrio. Temblaba de frío. Luego dio unos tambaleantes pasos de prueba en medio de la penumbra hacia los servicios. En tres semanas cumpliría los veintinueve. Esa mañana se sentía como si tuviera al menos cincuenta.

Se detuvo ante el servicio y respiró hondo antes de abrir la puerta. Miró a la derecha, y a través de una pequeña ventana junto a la puerta principal, le pareció ver algo fuera. Se quedó helado. Decididamente había visto movimiento.

Sin hacer caso del punzante dolor en su vejiga, Michael apretó la cara contra los sucios cristales y miró hacia fuera a través de las capas de pintura y la rejilla. Bizqueó a causa de la luz.

Ahí estaba de nuevo.

Al instante se olvidó de la temperatura, del dolor de huesos y de su vejiga llena; desbloqueó la puerta y la abrió de par en par. Se precipitó hacia la fría mañana, corrió hacia el otro extremo del aparcamiento y se paró al borde de la calle. Allí, al otro lado de la calle, vio a un hombre que se alejaba lentamente del centro comunitario.

—¿Qué ocurre? —preguntó una voz de repente, sobresaltando a Michael. Era Stuart Jeffries. Él y otros tres supervivientes le habían oído abrir la puerta y, preocupados, lo habían seguido al exterior.

—Allí —contestó Michael, apuntando hacia el hombre, que se encontraba a poca distancia y daba unos lentos pasos hacia delante—. ¡Eh! —gritó, con la esperanza de llamar su atención antes de que desapareciese—. ¡Eh, tú!

No hubo respuesta.

Michael echó una rápida mirada a los otros cuatro supervivientes antes de darse la vuelta y correr hacia el hombre. En unos segundos había llegado al lado del individuo de paso letárgico.

—Eh, compañero —gritó—, ¿no me has oído?

El hombre siguió andando. Michael fue tras él.

—Eh —repitió, esta vez un poco más alto—, ¿te encuentras bien? Te he visto pasar y…

Al hablar alargó la mano y le agarró del brazo. En cuanto apretó un poco, el hombre dejó de moverse. Se quedó parado y en silencio, inclinándose hacia delante y meciéndose inestable, como si ni siquiera supiera que Michael estaba allí. ¿Quizá se encontraba en estado de shock? ¿Quizá lo que le había ocurrido al resto del mundo había sido demasiado para este pobre tipo?

—Déjalo —gritó uno de los otros supervivientes—. Vuelve adentro.

Michael no le estaba escuchando. Lentamente hizo volverse al hombre para poder mirarle a la cara.

—Mierda… —fue todo lo que se le ocurrió decir cuando se encontró ante los ojos fríos, vidriosos y desenfocados de un cadáver.

Desafiaba a cualquier lógica, pero no cabía la más mínima duda de que el hombre que se hallaba ante él estaba muerto. Tenía la piel tensa, translúcida y amarillenta y, como todos los demás cadáveres que había visto tendidos en las calles, restos de sangre oscura y seca le manchaban la boca, la barbilla y el cuello.

Asqueado y en shock, Michael soltó el brazo sin vida del hombre y se tambaleó hacia atrás. Tropezó y cayó sobre otro cuerpo; desde el bordillo contempló cómo el hombre volvía a emprender la marcha, moviéndose con desesperante lentitud, como si llevara plomo en las botas.

—Michael —gritó Jeffries desde la entrada del aparcamiento—. ¡Vuelve adentro inmediatamente, vamos a cerrar la puerta!

Michael se puso en pie con dificultad y corrió de vuelta con los otros. A su alrededor podía ver a más cuerpos moviéndose. Resultaba evidente por su modo de andar, lento, forzado e inseguro, que, como el primer hombre que había visto, esa gente tampoco eran supervivientes.

Cuando llegó al aparcamiento, los otros ya habían entrado en el centro comunitario. Era levemente consciente de que le estaban gritando que regresara al interior, pero en su pánico e incredulidad no conseguía registrar sus gritos y llamadas. Se detuvo y se quedó mirando la calle principal, paralizado por la visión imposible que se mostraba ante él.

Aproximadamente un tercio de los cuerpos se estaba moviendo. Más o menos uno de cada tres entre los cadáveres que habían cubierto las calles alrededor del centro comunitario había recuperado la movilidad. ¿Sería que no habían estado nunca muertos? ¿Habrían estado sólo en coma o algo parecido? Un millar de preguntas incontestables empezaron a inundarle el cerebro.

—¡Por el amor de Dios, vuelve adentro! —gritó desde el salón una voz ronca de miedo.

Como para recalcar la situación, el cadáver más cercano a Michael empezó a moverse en el suelo. Comenzando por la punta de los dedos de su extendida mano derecha, el cuerpo empezó a estirarse y a temblar. Mientras Michael lo contemplaba con silenciosa incredulidad, los dedos del cadáver empezaron a clavarse en el suelo, y unos segundos después, toda la mano se estaba moviendo. El movimiento se extendió de forma constante a lo largo del brazo, y finalmente, con un potente temblor, el cuerpo comenzó a levantarse, cayendo hacia atrás en varias ocasiones, incapaz de soportar su propio peso. Cuando por fin se alzó del todo sobre sus inseguros pies tropezó y dio traspiés como un animal recién nacido. Una vez se estabilizó se fue alejando, pasando a menos de un metro de donde se encontraba Michael. La maldita cosa ni siquiera pareció darse cuenta de que él estaba allí. Aterrorizado, Michael se dio la vuelta y regresó corriendo al interior del centro.

La noticia se extendió con rapidez entre los supervivientes. Carl, negándose a creer lo que había oído, subió a la zona plana del tejado en la que había estado la noche anterior.

Era verdad. Por increíble que pudiera parecer, algunos de los cuerpos se estaban moviendo.

Se quedó parado y contempló la misma escena dantesca que había estado observando menos de doce horas antes; vio que muchos de los cadáveres que había visto antes habían desaparecido. Miró hacia el lugar en el suelo donde había muerto el muchacho con el cuello roto.

No había nada. El chico había desaparecido.