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Muerto, frío y vacío por dentro.

Carl estaba sentado solo en un rincón oscuro de uno de los almacenes, con la cabeza en las manos, llorando por su esposa y su hija. Ellas habían sido la razón de su existencia. La razón por la que había ido a trabajar. La razón por la que había regresado a casa. Se había dedicado a ellas de una forma que nunca creyó posible. Y de repente, sin ninguna razón, advertencia o explicación, se habían ido. Se las habían arrebatado en un parpadeo y no había nada que él pudiera haber hecho para evitarlo. Ni siquiera había sido capaz de estar con ellas cuando murieron. Cuando más lo necesitaron, él se encontraba a kilómetros de distancia.

Desde la sala principal le llegaban los lastimosos llantos y gemidos de las otras personas que también lo habían perdido todo. Podía sentir su rabia, su frustración y su total desconcierto; casi era capaz de olerlos en el aire como el hedor de carne en descomposición. Oía peleas, discusiones y gritos. Oía cómo el dolor más cruel destrozaba a las veintipico personas desesperadas.

Cuando ya no pudo aguantar el ruido, se puso en pie con la intención de irse, pero al pensar en los miles de cuerpos sin vida tendidos en las calles, se detuvo. El día casi había acabado, y pronto oscurecería. La idea de estar a cielo abierto ya era suficientemente horrible, pero estar fuera en la oscuridad, solo, y vagar sin destino con la única compañía de los muertos, era demasiado para ni siquiera tomarlo en consideración.

Retazos de la luz del sol, brillante y anaranjada, se filtraban en el edificio por encima de su cabeza, manchando la pared a su espalda con colores inesperados y casi fluorescentes. Curioso por descubrir el origen de la luz, miró hacia arriba y vio una estrecha claraboya en el techo inclinado. Se subió a una mesa de madera, estiró los brazos y abrió la claraboya, luego pasó a través del agujero y salió arrastrándose a una sección de tejado plana y asfaltada.

Un viento cortante lo sacudió con fuerza cuando se puso de pie en esa zona del tejado, de unos diez metros cuadrados. Desde el extremo más alejado pudo ver a lo largo de la calle principal y hacia la ciudad muerta que se extendía más allá. Con la mirada fue siguiendo la ruta de la calle al girar hacia la izquierda y alejarse en dirección hacia Hadley, el pequeño suburbio en el que había vivido y en el que los cuerpos de su mujer y de su hija yacían juntos en la cama. Aún podía verlas, inmóviles y sin vida, con los rostros manchados de sangre oscura medio seca y, de repente, el viento helado pareció soplar aún más helado. Durante un momento consideró la posibilidad de regresar a casa. Lo menos que se merecían era un funeral en condiciones y un poco de dignidad. El dolor que sentía en su interior era inaguantable. Se dejó caer de rodillas y apoyó la cabeza en las manos.

En la distancia vio algunas partes de la ciudad en llamas. Nubes grandes y espesas de un humo negro y sucio se alzaban hacia el cielo anaranjado del atardecer desde incendios descontrolados. Mientras contemplaba cómo el humo subía sin pausa, su mente divagaba y proponía innumerables explicaciones de cómo podrían haberse iniciado esos fuegos: ¿quizá la rotura en una tubería de gas? ¿Un remolque de gasolina accidentado? ¿Un cuerpo muerto que ha caído demasiado cerca de una estufa? Sabía que era un ejercicio inútil, pero no tenía nada más que hacer, y pensar en esas insignificancias le ayudaba a olvidar durante un rato a Gemma y a Sarah.

Estaba a punto de regresar adentro cuando uno de los cuerpos en la calle le llamó la atención. No supo la razón, porque no resultaba nada especial en medio de la confusión y la carnicería. El cadáver era de un adolescente que había caído y se había golpeado la cabeza contra el bordillo. Se había roto el cuello, que se le había quedado en un ángulo antinatural, y sus ojos miraban fijamente hacia el cielo. Parecía estar buscando una explicación. Carl casi se sintió como si le estuviera preguntando qué había ocurrido y por qué había muerto. El pobre chico parecía tan asustado y tan solo… Carl no pudo mirarle a la cara durante más de un par de segundos.

Volvió a entrar, y de repente el frío e incómodo centro comunitario le pareció el lugar más seguro y cálido del mundo.