Michael Collins fue el último en llegar al centro, pero fue uno de los primeros en recuperar la cabeza, o quizá fuera cosa de su estómago. Poco antes de mediodía, después de una mañana larga, lenta y dolorosa, decidió que había llegado el momento de comer. En el almacén principal encontró mesas, sillas y una colección de equipos de acampada marcados como pertenecientes al 4º Grupo de Scouts de Whitchurch. En una larga caja de metal encontró dos hornillos de gas y cerca cuatro bombonas de gas medio llenas. En unos minutos había colocado los hornillos sobre una mesa y estaba calentando dos latas grandes que había encontrado; una de sopa vegetal y otra de alubias guisadas. Sin duda se trataba de los restos de las acampadas del verano que acababa de pasar. La comida fue un descubrimiento inesperado y muy bienvenido. Más que eso, preparar la comida era una distracción, algo con lo que apartar la mente de la pesadilla al otro lado de los endebles muros del Centro Comunitario Whitchurch.
El resto de los supervivientes estaban sentados en silencio en la sala principal. Algunos estaban acurrucados sobre el frío suelo de linóleo marrón, mientras otros se hallaban sentados en sillas con la cabeza entre las manos. Nadie hablaba. Excepto Michael, nadie se movía. Nadie se atrevía ni siquiera a establecer contacto visual con ninguno de los demás. Veintiséis personas que podrían haberse encontrado perfectamente en veintiséis habitaciones diferentes. Veintiséis personas que no podían creer lo que le había pasado al mundo y que no podían soportar pensar en lo que podría ocurrir a continuación. Durante el último día, cada uno de ellos había experimentado toda una vida de dolor, confusión, miedo y pérdida, y lo que hacía que esa amarga mezcla de emociones fuera aún más insoportable era la completa falta de explicación o de razón. Cada persona solitaria y asustada sabía tan poco como la persona solitaria y asustada a su lado.
Michael notó que lo estaban observando. Por el rabillo del ojo se dio cuenta de que una chica sentada cerca lo estaba mirando. Se estaba meciendo en una silla de plástico azul y lo observaba con intensidad. Eso hizo que se sintiera incómodo. A pesar de que el silencio en la sala era ensordecedor y le hacía sentirse aún más desesperado y aislado, Michael no quería hablar. Tenía un millón de preguntas que formular, pero no sabía por dónde empezar. Parecía que la opción más sensata era seguir en silencio.
La chica se levantó de la silla y se fue acercando a él. Se quedó parada durante un momento, a un metro y medio de distancia, antes de dar el paso final y aclararse la garganta.
—Me llamo Emma —dijo en voz baja—. Emma Mitchell.
Él levantó la vista, la miró a lo lejos y volvió a apartar la mirada sin responder.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó ella.
Michael negó con la cabeza y se quedó mirando la sopa que estaba removiendo. Contempló los trozos de verdura que giraban en el líquido aguado y deseó que la chica se fuera. No quería hablar. No quería iniciar una conversación, porque una conversación significaría inevitablemente hablar de lo que le había pasado al resto del mundo, y en ese preciso momento, eso era lo último en lo que quería pensar. El problema era que eso era en lo único que podía pensar.
—¿Busco tazones? —murmuró Emma.
Ella no estaba dispuesta a dejar que él no le prestara atención. Él era la única persona en la sala que había hecho algo durante toda la mañana, y la lógica y la razón le indicaban que era la persona con la que más valía la pena iniciar una conversación.
Emma encontraba sofocante el silencio y la falta de comunicación, tanto que hacía un rato casi había decidido levantarse e irse. Lo habría hecho si no hubiera estado tan asustada.
Michael notó que ella no se iba a ir y volvió a levantar la mirada.
—He encontrado algunos tazones en los almacenes —murmuró—. Gracias de todas formas.
—No hay problema.
Tras otra pausa, larga e incómoda, Michael volvió a hablar.
—Me llamo Michael —dijo—. Mira, lo siento, pero…
Se calló porque no sabía qué estaba intentando decir. Emma lo comprendió; asintió abatida y estaba a punto de darse la vuelta y alejarse cuando él se dio cuenta de que, de repente, quería que se quedase. La idea de que la raquítica conversación finalizase antes de que hubiera llegado a comenzar le obligó a realizar un esfuerzo. Intentó decir algo que la hiciera quedarse en la mesa junto a él.
—Lo siento —repitió—, es sólo que con todo lo que… Quiero decir que no sé por qué…
—Odio la sopa —gruñó Emma, interrumpiéndole deliberadamente y conduciendo la conversación hacia aguas más seguras y neutrales—. En especial la de verdura. ¡Dios, no soporto la maldita sopa de verduras!
—Yo tampoco —confesó Michael—. Espero que a alguien le guste. Ahí dentro hay cuatro latas más de lo mismo.
Con la misma rapidez con que había empezado, terminó el breve diálogo y regresó el silencio. Porque no había nada seguro que decir. La charla intrascendente parecía innecesaria e inapropiada. Ninguno de los dos quería hablar de lo que había pasado, pero ambos sabían que no podrían evitarlo. Emma respiró hondo y lo intentó de nuevo.
—¿Estabas lejos de aquí cuando…?
Michael negó con la cabeza.
—A un par de kilómetros. Pasé la mayor parte de ayer vagando por ahí. Vivo a sólo unos veinte minutos, pero me he paseado por toda la ciudad. —Removió de nuevo la sopa y entonces se sintió obligado a preguntarle lo mismo.
—Mi casa está al otro lado del parque —contestó ella—. Pasé el día de ayer en la cama.
—¿En la cama?
Ella asintió y se apoyó en la pared.
—No parecía que hubiera mucho más que hacer. Metí la cabeza bajo las sábanas y pretendí que no había pasado nada. Hasta que oí la música.
—Un golpe de genio poner esa música.
Michael sirvió un generoso cucharón de sopa en un tazón y se lo pasó a Emma. Ella cogió una cuchara de plástico de la mesa y durante un segundo removió la comida caliente antes de probar un poco. No tenía ganas de comer, pero sabía que debía hacerlo. Ni siquiera había pensado en la comida desde su frustrada salida para comprar el día anterior por la mañana.
Un par de los restantes supervivientes les estaba mirando. Michael no sabía si lo que atraía su atención era la comida o que él y Emma estuvieran hablando. Fuera cual fuese la razón, que ellos dos se comunicasen había actuado, al parecer, como una lenta válvula de escape de algún tipo. Mientras Michael miraba, cada vez más supervivientes empezaban a mostrar señales de vida.
* * *
Media hora después ya habían acabado con la comida. En ese momento tenían lugar dos o tres conversaciones por la sala. Algunos supervivientes se habían reunido en pequeños grupos, mientras que otros permanecían solos. Algunos hablaban, y el alivio se les notaba en el rostro; mientras que otros lloraban. El sonido constante de los sollozos se oía claramente por encima de las conversaciones a media voz.
Emma y Michael seguían juntos, hablando esporádicamente. Michael se enteró de que Emma era estudiante de medicina. Emma se enteró de que Michael trabajaba con ordenadores. Michael, descubrió ella, vivía solo. Sus padres se habían mudado recientemente a Edimburgo con sus dos hermanos pequeños. Ella le explicó que había decidido estudiar en Northwich y que su familia vivía en un pueblecito de la costa este. Ninguno de los dos quiso hablar con demasiado detalle de sus familias. No sabían si alguna de las personas que amaban seguía con vida.
—¿Qué ha provocado esto? —preguntó Michael. Había intentado preguntarlo un par de veces antes, pero no había conseguido que le salieran las palabras. Sabía que Emma no tenía la respuesta, pero le ayudaba haberla formulado.
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé, quizás algún tipo de virus.
—Pero ¿cómo ha podido matar a tanta gente? ¿Y tan rápido?
—Ni idea.
—Dios, he visto a treinta chicos morir delante de mí. ¿Cómo puede algo…?
Ella lo estaba mirando fijamente. Él dejó de hablar.
—Lo siento —murmuró él.
—No pasa nada.
Siguió otra pausa incómoda y elocuente.
—¿No tienes frío? —preguntó finalmente Michael.
Emma negó con la cabeza.
—Estoy bien.
—Yo estoy helado. Te digo que hay agujeros en las paredes de este sitio. Esta mañana he ido a un rincón, y al empujar un poco, se ha venido abajo la maldita pared. No costaría mucho derrumbar todo este sitio.
—Eso es muy tranquilizador, gracias.
Michael cerró rápidamente la boca, arrepintiéndose de sus torpes palabras. Lo último que cualquiera quería oír era lo vulnerable que eran en el centro. Podía estar viejo, destartalado y lleno de corrientes de aire, pero era todo lo que tenían. Cerca había un número incontable de edificios mucho más fuertes y seguros, pero nadie quería dar un solo paso fuera de la puerta por temor a lo que pudieran encontrarse.
Michael se quedó mirando mientras Stuart Jeffries y otro hombre, cuyo nombre creía que era Carl, mantenían una seria conversación, en el rincón más alejado de la sala, con una tercera persona a la que no podía ver. Los contempló fijamente, sintiendo que las frustraciones estaban empezando a llegar a la superficie. El lenguaje corporal había cambiado, y el volumen de las voces estaba aumentando. Menos de cinco minutos antes habían estado murmurando entre ellos en voz muy baja. Ahora todos los supervivientes podían oír cada palabra de lo que se decía.
—Ni hablar, aún no voy a salir ahí afuera —decía Jeffries, con la voz tensa y cansada—. ¿Para qué? ¿Qué hay en el exterior?
El hombre oculto en las sombras contestó.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Cuánto tiempo podemos quedarnos aquí? Hace frío y es incómodo. No hay alimentos ni suministros, y tendremos que salir afuera si queremos sobrevivir. Además, necesitamos saber lo que está ocurriendo. Por lo que sabemos, podríamos estar aquí encerrados con la ayuda a la vuelta de la esquina…
—No vamos a recibir ninguna ayuda —argumentó Jeffries.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Carl. Su voz era calmada, pero en el tono se le notaba la irritación y la frustración—. ¿Cómo demonios puedes estar seguro de que nadie nos va a ayudar? No sabremos nada hasta que salgamos y miremos.
—Yo no voy a salir.
—Sí, eso ya ha quedado claro —suspiró el hombre oculto—. Te vas a quedar aquí hasta que te mueras de hambre…
—No te pases de listo. No te pases de listo conmigo.
Michael notó que la tensión en el rincón se podría convertir en violencia. No sabía si implicarse o quedarse al margen.
—Entiendo lo que estás diciendo, Stuart —intervino Carl, intentando calmarle—, pero tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos aquí sentados y esperar indefinidamente.
Jeffries buscó una respuesta. Incapaz de encontrar las palabras para expresar cómo se sentía, empezó a llorar, y ser incapaz de contener sus emociones pareció enfadarlo aún más. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, esperando que los otros no se hubieran dado cuenta, aunque sabía muy bien que todos lo habían visto.
—Lo que no quiero es salir ahí fuera —exclamó Jeffries, soltando las palabras entre jadeos ahogados y sollozos—. No quiero volver a verlo todo otra vez. Quiero quedarme aquí.
Se levantó, tirando la silla de espaldas al suelo, y abandonó la sala. La silla repicó contra el radiador, y el inesperado ruido hizo que todos levantasen la mirada.
—El mundo entero se está yendo al diablo —comentó Michael en voz baja mientras seguía mirando.
—¿Qué quieres decir con que se está yendo al diablo? —preguntó Emma en un susurro—. Ya ha ocurrido. No ha quedado nada. Ya se ha ido al diablo.
Michael miró este lugar miserable y claustrofóbico, y a las cáscaras vacías y destrozadas de las personas que se encontraban con él, y supo que Emma tenía razón.