Hacia las once de una mañana fría, soleada y, en cualquier otro sentido, ordinaria de un martes del mes de septiembre, más del noventa y nueve por ciento de la población estaba muerta.
Stuart Jeffries regresaba a casa después de una conferencia de trabajo cuando todo empezó. Había salido del hotel en la frontera escocesa al amanecer con la intención de estar en casa a media tarde. Se había tomado los siguientes tres días de vacaciones y tenía pensado tirarse en el sofá y hacer lo mínimo posible durante todo el tiempo que pudiera.
Conducir a lo largo de casi toda la extensión del país significaba repostar el coche más de una vez. Había pasado ante numerosas gasolineras en la autopista, pero había decidido que esperaría hasta llegar al siguiente pueblo para conseguir combustible. Como hombre inteligente, Jeffries sabía que cuanto más barata consiguiera la gasolina, mayor beneficio obtendría cuando pasase la nota de los gastos. Northwich era el pueblo más cercano y fue allí donde, en unos segundos, una mañana relativamente normal se convirtió en extraordinaria. A su alrededor, un tráfico intenso pero bastante ordenado se fue convirtiendo en un completo caos a medida que la infección avanzaba por el aire. Cuando los primeros coches alrededor perdieron el control, se asustó y, tratando desesperadamente de evitar que chocasen con él, tomó la primera calle que lo alejaba de la vía principal, seguido por un inmediato giro a la derecha, que lo había llevado a un aparcamiento prácticamente vacío. Detuvo el coche, y bajó y subió corriendo un terraplén enfangado. A través de una verja de metal contempló impotente cómo a su alrededor el mundo se hacía pedazos en un período de tiempo imposiblemente corto. Contempló cómo un número incontable de personas se desplomaban sobre el suelo sin previo aviso, sufriendo después la más espantosa muerte por asfixia imaginable.
Jeffries pasó las siguientes horas aterrorizado dentro de su coche, con las ventanillas subidas y las puertas bloqueadas con el seguro. El coche no le era familiar, porque se lo habían entregado en el hotel a última hora de la tarde anterior, pero, con la súbita locura y desorientación en la que se había visto inmerso, en ese momento le parecía el lugar más seguro del mundo.
La radio estaba muerta y nadie contestaba al teléfono. El depósito de gasolina estaba casi vacío, y él se encontraba a más de cuatrocientos kilómetros de su casa. Completamente solo, náufrago en un pueblo desconocido, rodeado de cadáveres y paralizado por el miedo y la incertidumbre, en esas primeras horas había estado demasiado asustado incluso para moverse. Lo que había presenciado no tenía precedentes; era terrorífico e inexplicable.
La vejiga de Jeffries le forzó a la acción. Después de estar sentado en el coche durante lo que le pareció una eternidad, finalmente no pudo seguir aguantando. Salió del coche tropezando e inmediatamente le golpeó el frío glacial de un día de finales de septiembre. ¿Realmente había ocurrido todo aquello? Con los ojos alerta, se detuvo y orinó frente a un árbol; después regresó andando lentamente hacia la calle principal, sin parar de inspeccionar la devastación que le rodeaba. Nada se había movido. Los coches seguían inmóviles, llenando la calzada; algunos habían colisionado, otros simplemente se habían parado. El pavimento, húmedo y sucio, seguía cubierto de cuerpos sin vida. El único sonido procedía del penetrante viento otoñal, que soplaba entre los árboles a ambos lados de la calle y lo dejaba helado hasta los huesos. Aparte de los cadáveres que estaban atrapados en la maraña de hierros de los coches colisionados, no parecía existir ninguna razón para las otras muertes. El cuerpo más cercano a Jeffries era el de una anciana. Parecía que simplemente se había caído al suelo: en un instante viva, al siguiente muerta. Seguía teniendo el asa del carrito de la compra fuertemente agarrado con una de sus manos enguantadas.
Stuart pensó en gritar pidiendo ayuda. Se llevó las manos a la boca para hacer bocina, pero se detuvo. El mundo estaba tan inquietantemente silencioso, y él se sentía tan expuesto y tan fuera de lugar que no se atrevió a hacer ningún ruido. En el fondo de su mente tenía un auténtico miedo de que, si gritaba, su voz llamaría la atención sobre su posición. Aunque no parecía que hubiera quedado nadie para oírle, en su estado vulnerable y cada vez más nervioso, empezó a convencerse a sí mismo de que hacer cualquier ruido atraería a lo que fuera que había destruido al resto de la población de regreso para destruirlo a él. Quizás fuera pura paranoia, pero lo que había ocurrido ese día era tan ilógico e inesperado que no iba a correr ningún riesgo. Frustrado y asustado, volvió al coche.
En el extremo más alejado del aparcamiento, oculto a primera vista por los enormes árboles, se encontraba el Centro Comunitario Whitchurch. Bautizado así en honor de un dignatario local largamente olvidado, se trataba de un edificio gris y destartalado que había sido construido (y, al parecer, arreglado por última vez) a finales de la década de los cincuenta. Jeffries caminó con precaución hasta la entrada del centro y miró a través de la puerta medio abierta. Nervioso, la abrió del todo y dio unos cautelosos pasos hacia el interior. Esa vez gritó, al principio sin levantar mucho la voz, pero no hubo respuesta.
Sólo le llevó uno o dos minutos explorar el frío edificio lleno de corrientes de aire, porque estaba formado por unas pocas salas, a la mayoría de las cuales se accedía desde el vestíbulo principal. Había una cocina muy sencilla, dos almacenes llenos de mesas y sillas, y servicios de hombres y mujeres. En el extremo más alejado de la sala principal había otra mucho más pequeña, que conducía hacia el segundo almacén. Era evidente que esta habitación se había añadido más tarde como una extensión del edificio original. La pintura y la decoración, aunque descoloridas y desconchadas, estaban ligeramente menos descoloridas y desconchadas que las del resto del centro.
Excepto por los dos cuerpos en la sala principal, el edificio estaba vacío. Jeffries se obligó a arrastrar los cadáveres al exterior. En la mano de un hombre de cabellos grises, que parecía estar a principios de la sesentena, encontró un manojo de llaves que se ajustaban a las cerraduras del edificio. Decidió que el hombre debía de haber sido el conserje. Y la señora de cabellos igualmente grises que había muerto a su lado debía de ser una visita que pretendía alquilar una sala para la reunión de un Instituto Femenino o algo por el estilo. Sacó los cuerpos, rígidos y pesados, a través de la puerta y los depositó con cuidado al lado del edificio.
Mientras se encontraba en el exterior decidió que se refugiaría en la sala hasta la mañana siguiente. No fue una decisión difícil. Parecía un lugar tan seguro para esconderse como cualquier otro. Se encontraba aislado, y aunque no estaba en el mejor estado de conservación, parecía lo suficientemente sólido y se estaba mucho más caliente que en el coche. Jeffries decidió que no tenía sentido intentar ir a ningún otro sitio. El único lugar en el que querría estar en ese preciso instante era en su casa, pero ésta se encontraba a muchas horas de coche. Rápidamente se convenció a sí mismo de que sería mucho más seguro quedarse allí por el momento e intentar conseguir gasolina por la mañana. La sacaría de uno de los coches de la calle, si era necesario.
La noche estaba empezando a caer. Apretó el interruptor de la pared y se sorprendió cuando se encendieron las luces. No se atrevía a pensar cuánto tiempo durarían. Si todo el mundo estaba muerto entonces las centrales eléctricas dejarían de producir electricidad en algún momento. Podría tardar semanas, pero también sabía que podría haberse agotado por la mañana.
Jeffries corrió hasta el final del aparcamiento y contempló el resto de la ciudad. Las farolas de las calles y el resto de iluminación automática, como las señales de tráfico, los escaparates de las tiendas y otras cosas por el estilo, se habían encendido como siempre, pero todo seguía estando inquietantemente oscuro. No había luces en las ventanas de las tiendas ni de las casas, ni faros de los coches en las calles. Volvió a entrar y cerró la puerta con llave. Le hacía sentirse un poco más seguro y mucho menos expuesto. Con una puerta cerrada entre él y todo lo demás, podía, al menos, pretender durante un rato que nada había ocurrido.
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Justo antes de las nueve llegó a su fin el confinamiento en solitario de Jeffries. Estaba sentado en una incómoda silla de plástico en la cocina del centro, absorto en el zumbido de la luz eléctrica del techo e intentando bloquear el silencio del mundo muerto a su alrededor. Pero resultaba imposible pensar en nada que no fuera lo que había ocurrido ese día y en lo que podría ocurrir al día siguiente.
Había alguien en el exterior. Saltó de la silla y atravesó sigilosamente la sala, con el corazón saltándole en su pecho y las piernas temblándole de nervios. Silencio. ¿Quizá lo había imaginado? ¿Quizá sólo había querido oír algo? Dio otro paso hacia la puerta y pegó un bote hacia atrás cuando el pomo se movió de arriba abajo, de arriba abajo, mientras alguien intentaba hacer que se abriera. Con la boca demasiado seca para hablar, Jeffries se revolvió los bolsillos en busca de las llaves y después le costó meter la correcta en la cerradura. Finalmente abrió la puerta y se quedó en silencio, mirando a la persona que tenía delante. Jeffries tendió la mano, agarró a Jack Baynham, un albañil de treinta y seis años, lo atrajo hacia sí y lo abrazó como si fuera un amigo al que no había visto en mucho tiempo. Ninguno de los dos dijo nada.
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La llegada de otro superviviente trajo consigo una esperanza y una energía repentinas e inesperadas. Ninguno de los dos hombres tenía respuestas para lo que había ocurrido, pero por primera vez se atrevieron a pensar qué debían hacer a continuación. Si había dos supervivientes, entonces se podía concluir que debía de haber cientos, quizá muchos más. Tenían que hacer que los otros supieran dónde estaban.
Con la basura de tres contenedores situados junto a la sala, ramas de un árbol muerto y los restos de una mesa de madera destrozada, formaron una hoguera en el centro del aparcamiento, bien lejos de la sala y del coche de Stuart. Utilizaron como combustible la gasolina de los restos de un coche deportivo accidentado. Baynham encendió el fuego lanzando la colilla encendida de un cigarrillo a través del frío aire nocturno y, al cabo de unos segundos, el aparcamiento se llenó de luz y de calor de bienvenida. Jeffries encontró un CD en otro coche y lo puso en el reproductor de su propio automóvil. Giró la llave en el contacto, y el CD empezó a sonar, lanzando al aire música clásica. Unas cuerdas dramáticas y volátiles rompieron el silencio opresivo y sobrecogedor que había imperado durante todo el día.
El fuego había estado ardiendo y la música sonando durante menos de una hora cuando el tercer y el cuarto supervivientes llegaron juntos al centro. Hacia las cuatro de la mañana siguiente más de veinte individuos en estado de shock y aterrorizados se habían reunido en el Centro Comunitario Whitchurch.
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Emma Mitchell había pasado casi todo el día acurrucada en un rincón de la cama con las sábanas sobre la cabeza. Había oído la música por primera vez poco después de medianoche, pero durante un rato se había convencido a sí misma de que eran imaginaciones suyas. Hasta que finalmente reunió el valor para salir de la cama y abrir la ventana del dormitorio, no se convenció de que realmente estaba sonando música. Desesperada por ver a alguien y hablar, metió algunas cosas en una mochila, cerró la puerta con llave y abandonó su hogar. Corrió a través de las silenciosas calles, sin permitirse bajar el ritmo, aterrorizada ante la idea de que la música pudiera parar antes de que pudiera descubrir de dónde venía.
Treinta y cinco minutos después de dejar el piso llegó al Centro Comunitario.
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Carl Henshawe fue el vigésimo cuarto superviviente en llegar. Había pasado la mayor parte del día escondido en la parte trasera de la furgoneta de un constructor, demasiado asustado para mirar al exterior. Después de muchas horas sin que cambiara nada, había decidido buscar ayuda. Había conducido la furgoneta sin rumbo fijo hasta que ésta se había quedado sin combustible, había resoplado y se había parado. Antes de intentar repostar, decidió que era más fácil coger otro vehículo. Mientras estaba cambiando de coche oyó la música.
Después de deshacerse del conductor muerto, Carl llegó al centro justo antes de amanecer en un coche de lujo.
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Michael Collins casi se había rendido. Demasiado asustado para volver a su casa o a cualquier otro sitio que conociera, se sentó en un gélido parque. Decidió que era más fácil estar solo y negar lo que había pasado que arriesgarse a volver a los lugares habituales y correr el riesgo de ver los cadáveres de las personas que había conocido. Se tendió de espaldas sobre la hierba mojada y se quedó escuchando el suave rumor de un arroyo cercano. Tenía frío, estaba mojado y se sentía incómodo y asustado, pero el ruido del agua ocultaba el silencio mortal del resto del mundo y, durante un rato, hizo que fuera un poco más fácil olvidarlo.
El viento soplaba por el campo en el que estaba tendido, susurrando entre las hierbas y los arbustos, y provocando que las copas de los árboles rozaran entre sí casi constantemente. Calado hasta los huesos y temblando, Michael acabó por levantarse y, sin ningún plan o dirección, se fue alejando lentamente del arroyo en dirección a la salida del parque. A medida que el sonido del agua se iba perdiendo en la distancia, los inesperados acordes de la música procedente del aparcamiento se acercaban a él. Vagamente interesado, pero demasiado helado, aturdido y asustado para preocuparse de verdad, empezó a caminar hacia el sonido.
Michael fue el último superviviente en llegar al centro.