Emma Mitchell se sentía deprimentemente enferma, helada y cansada. Esa mañana todo le representaba un esfuerzo. El resfriado que llevaba unos días amenazándola, la había pillado finalmente. Decidió saltarse las clases y quedarse en la cama. Había intentado estudiar durante un rato, pero se había dado por vencida al darse cuenta de que había empezado a leer cinco veces el mismo párrafo sin conseguir pasar de la tercera línea. Quiso prepararse algo para comer, pero no pudo encontrar nada comestible. Su maldita compañera de piso había vuelto a cogerle sus cosas. Decidió que tendría que volver a hablar con ella en cuanto regresara esa noche. Lo último que Emma le apetecía hacer era salir, pero no tenía otra alternativa. Se puso encima todas las capas de ropa que pudo y se arrastró hasta la tienda al final de Maple Street.
En la tienda del señor Rashid sólo había dos clientes más. Emma iba a lo suyo, regateando consigo misma e intentando justificarse el gasto de unos peniques más en su marca favorita de salsa para los espaguetis, cuando un anciano se le tiró encima. Emma lo apartó, pero él se volvió a acercar, y entonces ella se dio cuenta de que el hombre estaba tratando de respirar. Pensó que quizá estuviera sufriendo un ataque de asma o algo parecido, pero con sólo unos trimestres de una carrera de medicina de cinco años, no podía estar segura. El hombre tenía el rostro de un color gris blancuzco y se agarraba a ella con tal fuerza que Emma dejó caer su cesta de la compra e intentó apartarle los huesudos dedos de su brazo.
Otro ruido a su espalda hizo que Emma mirase hacia atrás. El otro cliente se había desplomado de cara sobre un expositor, lanzando barras de pan, fruta fresca y latas de conserva ruidosamente contra el suelo. Yacía de espalda en medio del pasillo, tosiendo, agarrándose la garganta y retorciéndose de dolor.
Emma sintió cómo se aflojaba la presa de su brazo y se volvió para mirar al anciano. Lágrimas de un dolor y un miedo inexplicables le corrían por las curtidas mejillas mientras trataba de respirar. A medida que desaparecía la conmoción y la sorpresa, su formación empezó a tomar el control; se inclinó sobre el anciano e intentó aflojarle el cuello de la camisa y tenderlo en el suelo. Se detuvo cuando le vio la sangre dentro de la boca, grande y sin dientes. Él se inclinó hacia delante y la escupió en el suelo, salpicando a Emma en los pies. Al hombre le fallaron las piernas y se derrumbó sobre el suelo, temblando y convulsionándose.
Emma corrió hacia la parte trasera de la tienda para buscar al señor Rashid y llamar pidiendo ayuda. Lo encontró tendido en el umbral de la puerta del almacén, casi sin vida. Su esposa se había desplomado en la cocina. El grifo seguía abierto, y la fregadera estaba rebosando; el agua manchada de sangre estaba formando un charco alrededor de la pálida cara de la esposa. Cuando Emma regresó a la tienda, los dos hombres que había dejado allí estaban muertos.
En la calle había cuerpos por todas partes. Emma salió tambaleándose y se protegió los ojos del sol cegador. Cientos de personas habían caído a su alrededor. Todas se habían asfixiado. Todos los rostros que veía eran de color ceniza; los labios de cada uno de ellos estaban ensangrentados y rojos.
Más adelante, en el cruce entre la calle principal y Maple Street, la calzada estaba cubierta de un enorme amasijo de coches empotrados los unos contra los otros. Nada se movía. Todo estaba en silencio, excepto los semáforos, que seguían funcionando con su rutina de rojo, ámbar y verde, y vuelta a empezar.
Emma comenzó a andar hacia su casa, al principio despacio pero cada vez con mayor velocidad, pasando por encima de los cadáveres como si no fueran más que basura caída en el suelo. No se permitió pensar sobre lo que había ocurrido, sabiendo que, quizá, no iba a ser capaz de encontrar ninguna respuesta o ni siquiera a nadie vivo para preguntarle. Llegó al piso y cerró la puerta a su espalda. Entró en su habitación, corrió las cortinas a la pesadilla del exterior, se volvió a meter en la cama y se tapó la cabeza con las sábanas.