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Michael Collins se encontraba de pie frente a una clase de treinta y cinco chicos y chicas de entre quince y dieciséis años, con un nudo en la garganta y aterrorizado. Por lo bajo, maldijo a Steve Wilkins, el idiota de su jefe, que le había obligado a hacer eso. Odiaba hablar en público y odiaba a los niños, en especial a los adolescentes. Recordaba que había tenido que soportar cosas como ésa cuando estaba en la escuela. Los solían llamar los días de «la industria en las escuelas». Días en los cuales, en lugar de oír el zumbido del profesor durante horas, obligaban a los chicos a escuchar a voluntarios forzosos como él, que les explicaban lo maravilloso que era el empleo que en realidad despreciaban. Michael odiaba comprometerse de esa manera, pero no tenía elección. Wilkins le había dejado perfectamente claro que su actuación de ese día estaba directamente relacionada con el bono trimestral que debía recibir al final de ese mes. Wilkins le había salido con alguna mierda sobre que los mandos intermedios eran «figuras principales de la empresa». Michael sabía que, en realidad, los mandos intermedios estaban ahí sólo para que él pudiera esconderse detrás de ellos.

—¿Vas a decir algo? —bufó un chico escuálido con una gorra de béisbol.

Michael intentó conservar la calma y no reaccionar, pero la forma en que temblaba el borde de sus notas mostraba su nerviosismo a toda la clase. Los sádicos adolescentes enseguida se cebaron en su evidente debilidad.

—El trabajo que realizamos en Carradine Computers es extremadamente variado e interesante —empezó, mintiendo descaradamente y con voz poco firme—. Somos responsables de…

—Señor… —dijo un chico desde el centro del aula, moviendo enérgicamente una mano en el aire y sonriendo.

—¿Qué?

—Creo que debería dejarlo ya. ¡Nadie está escuchando!

El resto de la clase, los que no estaban leyendo una revista, dibujando en los cuadernos o escuchando reproductores de mp3, empezaron a abuchear. Algunos ocultaron sus risas detrás de la mano, otros se echaron hacia atrás en las sillas y rieron en voz alta. Michael miró a la profesora en el fondo de la clase en busca de apoyo, pero en cuanto establecieron contacto visual, ella apartó la mirada.

—Como estaba diciendo —prosiguió, sin saber qué otra cosa hacer—, tenemos una amplia gama de clientes; desde pequeñas empresas unipersonales hasta corporaciones multinacionales. Les aconsejamos sobre las aplicaciones que deben utilizar, los sistemas que deben comprar y…

Otra interrupción, esta vez más física. Había estallado una pelea en uno de los rincones del aula. Un chico tenía agarrada la cabeza de otro en una llave.

—¡James Clyde, basta ya! —gritó la profesora—. Cualquiera podría pensar que no quieres escuchar al señor Collins.

Como si el comportamiento y la apatía de los estudiantes no fueran ya lo suficientemente malos, incluso la profesora se estaba poniendo sarcástica. De repente, la risa contenida estalló, y todo el aula se descontroló. Michael tiró sus notas sobre el escritorio y estaba a punto de irse cuando se dio cuenta de que una chica en el rincón más alejado del aula estaba tosiendo. Era un sonido doloroso que traspasó el caótico ruido del resto. Era mucho más que una tos ordinaria; sonaba como el grito penetrante de una tos horrible y rasposa, y parecía estarle desgarrando el interior de la garganta con cada dolorosa convulsión. Michael dio unos pasos hacia la chica y se quedó parado. Excepto por la tos asfixiada, el aula se había quedado en silencio. Contempló cómo la chica tiraba la cabeza hacia delante y regaba el pupitre y sus propias manos con hilos pegajosos y esputos de saliva sanguinolenta. Ella se lo quedó mirando con ojos aterrorizados y completamente abiertos. Se estaba asfixiando. Michael miró de nuevo a la profesora. Esta vez, ella le devolvió la mirada; en su rostro se reflejaba el temor y confusión. La mujer empezó a masajearse el cuello.

Un chico al otro lado del aula empezó a toser y a resollar. Consiguió incorporarse a medias, pero volvió a caer sobre la silla. Una chica justo detrás de él y a la derecha de Michael comenzó a llorar y después a toser. La profesora intentó levantarse, pero cayó de la silla y se golpeó contra el suelo… A los treinta segundos de haber empezado la primera chica, todos en el aula se estaban agarrando la garganta, luchando por respirar. Todos excepto Michael.

Aturdido por la sorpresa y sin saber qué hacer o adonde ir a buscar ayuda, Michael fue tambaleándose de espalda hacia la puerta del aula. Tropezó con la bolsa de un alumno y se agarró al pupitre más cercano para no caer. La mano de una chica cayó sobre la suya, y él la miró a la cara, mortalmente blanca excepto por los oscuros hilos de sangre carmesí que le bajaban por la barbilla y goteaban sobre el pupitre. Michael apartó la mano y abrió la puerta del aula. El ruido dentro del aula había sido terrible, pero fuera era incluso peor. Los gritos de agonía recorrían toda la escuela. Desde cada aula y desde lugares tan remotos como las salas de reuniones, los gimnasios, los talleres, las cocinas y las oficinas, el aire de la mañana se llenaba del horrible sonido de cientos de niños y adultos ahogándose y atragantándose hasta morir.

Para cuando Michael hubo recorrido todo el pasillo y hubo llegado a la mitad de la escalera que bajaba al vestíbulo principal, la escuela ya estaba en silencio. Un chico se hallaba derrumbado en el suelo al pie de la escalera. Michael se agachó a su lado y, con cuidado, fue a cogerle la mano, pero apartó la suya en cuanto le tocó la piel. La había notado húmeda y antinatural, casi como si fuera cuero mojado. Se obligó a superar el miedo, y volvió al chico sobre la espalda. Como los demás, tenía el rostro fantasmalmente blanco, y los labios y la barbilla manchados de sangre y babas. Michael se inclinó hacia él tanto como se atrevió y acercó la oreja a la boca, rezando por poder oír aunque fuera el más mínimo murmullo de respiración, deseando que el mundo, repentinamente en silencio, se volviera aún más silencioso. No sirvió de nada. Estaba muerto.

Michael salió al frío sol de septiembre y atravesó el patio vacío. Sólo una mirada al mundo devastado de más allá de las puertas de la escuela le bastó para darse cuenta de que fuera lo que fuese lo que había ocurrido dentro del edificio, también había sucedido fuera. Cuerpos caídos al azar cubrían las calles hasta donde le alcanzaba la vista.

No sabía qué hacer. Consideró sus opciones mientras andaba. ¿Volver al trabajo y ver qué había pasado con la gente allí? ¿Intentarlo en los hospitales y en las comisarías? Decidió dirigirse a casa, cambiarse de ropa y llenar una bolsa, después se adentraría en el centro de la ciudad. Él no podía ser el único que había quedado con vida.