—Buenos días —saludo a Tom con voz cantarina cuando paso danzando ante su mesa el jueves.
Él me mira por encima de las gafas de montura gruesa —una descarada declaración de principios en cuanto a la moda y un esfuerzo por su parte para que se le tome más en serio—. Debería decirle que se deshiciese de esa camisa amarillo canario y de esos pantalones grises que parecen mallas. Quizá así lo consiguiera.
—Parece que alguien ha echado un polvo —dice con una sonrisa malévola—. Bienvenida al club. ¡Estoy exhausto!
—¡Venga ya! Tom, eres un putón —contesto, y finjo una expresión de desagrado mientras tiro el bolso debajo de mi mesa—. ¿Alguna novedad? —pregunto para desviar la conversación de las correrías sexuales de Tom.
—No. Voy a salir a visitar a la señora Baines para darle un abracito. Anoche me llamó a las once para preguntarme si sería posible que los electricistas llegasen esta mañana. Me interrumpió en pleno acto de…
—¡Vale, vale! —digo con las manos levantadas—. No sigas.
Me siento y giro la silla para ponerme de cara a él.
—Perdona, cielo. ¡Es que fue una pasada! —insiste, y me guiña un ojo—. Pero bueno, está estresada porque tiene programado celebrar un baile de verano en julio y lo quiere todo terminado para entonces. ¡Lo lleva claro, bonita! Si no para de cambiar de idea jamás terminaremos. —De repente, se levanta de su silla, me lanza un beso en el aire a tres metros de distancia y dice—: ¡Au revoir, cielo!
—Adiós. Oye, ¿y Victoria? —le grito mientras se aleja.
—¡Ha ido a visitar a unos clientes! —grita, y cierra la puerta al salir.
Me vuelvo hacia mi escritorio y Sally me deja un café delante. Lo cojo al instante y le doy un sorbo mientras ella ronda mi mesa con nerviosismo.
—Patrick ha llamado para recordarte que hoy no vendrá —dice.
—Gracias, Sally. ¿Qué tal el fin de semana?
Ella sonríe y asiente con entusiasmo mientras se sube las gafas.
—Muy bien, gracias por preguntar. Terminé el punto de cruz y limpié todas las ventanas, por dentro y por fuera. Fue estupendo —contesta, y sonríe vagamente mientras se marcha corriendo a archivar unas facturas.
¿Limpiar ventanas? ¿Estupendo? Es una chica encantadora, pero, por Dios, es más sosa que el pan sin sal.
Paso unas horas respondiendo correos electrónicos y limpiando la bandeja de entrada. Compruebo que ya se ha realizado la última limpieza en el Lusso y cojo el móvil cuando éste empieza a danzar sobre mi mesa. Al ver el nombre que aparece en la pantalla pongo los ojos en blanco. Nunca se da por vencido. Ayer me acribilló a llamadas sin parar (y yo se las rechacé todas), pero sigue insistiendo. Tendré que hablar con él antes o después. Tiene algo que necesito: mi coche.
A la una en punto salgo de la oficina para ir a comer con Kate.
—¿Queda algún hombre decente en este mundo? —pregunta pensativa mientras se limpia la boca con una servilleta—. Estoy perdiendo las ganas de vivir.
—No puede haberte ido tan mal.
Su cita de anoche fue un fracaso. En cuanto llegó a casa a las nueve y media, supe que la cosa no había ido bien.
Deja la servilleta sobre el plato vacío y lo aparta.
—Ava, cuando un hombre saca la calculadora al final de la cena para decirte cuánto le debes, es mala señal.
Me echo a reír. Sí, es mala señal. Es la igualdad llevada al extremo. El hombre moderno aún tiene que captar que las mujeres queremos que nos traten como iguales, pero sólo cuando nos conviene. La ávida necesidad de independencia de la mujer moderna no implica que queramos pagar a medias las comidas, ni que no nos guste que un hombre nos abra la puerta. Seguimos deseando que nos mimen, pero con nuestras propias condiciones.
—Entonces ¿no vas a volver a quedar con él?
Ella resopla indignada.
—No. La escenita de la cuenta ya me había decepcionado bastante, pero que cogiera las veinte libras que le ofrecí para pagar el taxi cuando me dejó en casa ya me desencantó del todo.
—Le saliste bien barata —digo entre risitas.
—Ya te digo. —Kate coge el teléfono y pulsa la pantalla. Después me la enseña—. Un sándwich de beicon y dos aguas, me debes doce libras.
Las dos nos reímos un poco del fracaso de su cita. Me encanta que se lo tome con tanta filosofía. Siempre dice que las cosas pasarán cuando tengan que pasar, y estoy de acuerdo.
—¿Cuándo tendrás listo el coche? —pregunta.
¡Mierda! Me lo había pedido prestado para ir a Yorkshire a visitar a su abuela el sábado, y ya es jueves. Tengo que solucionar este asunto.
—Luego llamaré al taller —le prometo.
—Puedo ir con la furgoneta.
—No, tranquila. Con Margo no creo que llegues. —Es una autocaravana Volkswagen rosa de veinte años que traquetea a duras penas por todo Londres repartiendo tartas. Su impacto en el medio ambiente debe de ser tremendo.
Mi teléfono empieza a sonar a todo volumen y Kate se inclina para ver quién me llama. Lo cojo en seguida, pero es demasiado tarde. La miro nerviosa, le doy una vez más al botón de rechazar y lo dejo de nuevo sobre la mesa como si no ocurriera nada. Pero mi reacción no le ha pasado desapercibida, como de costumbre.
—Jesse —dice con una ceja enarcada—. ¿Qué querrá?
No le he contado nada sobre los terribles acontecimientos del martes. Me da demasiada vergüenza.
Me encojo de hombros.
—Yo qué sé.
—¿Te ha mandado más mensajes sugerentes?
Ha habido más que mensajes. Ha habido incesantes llamadas telefónicas, y me enredó para que volviese a La Mansión con el pretexto de que iba a diseñar unas habitaciones cuando lo que quería en realidad era atraparme en una de las suites de su hotel y seducirme. Kate se alegraría de mi desgracia, y ésa es justo la razón por la que no se lo he contado. Si no se lo explico a nadie, casi puedo fingir que no ha pasado. Casi. Soy una idiota. Apenas he logrado pensar en otra cosa desde entonces, y con todas esas llamadas él no colabora mucho a mi intento de eliminarlo de mi mente. No necesito una relación, y menos con alguien que está con otra persona. Además, para él yo sólo soy un trofeo más. Es un vividor y no es la clase de hombre con quien debo estar. Es evidente que tiene problemas para comprometerse. Sarah no es santo de mi devoción, pero siento lástima por ella.
—No —respondo con un suspiro.
Ella me mira con recelo y hace que me sienta interrogada. Y lo estoy siendo. De repente me sorprendo jugueteando con mi pelo. Suelto el mechón y resoplo.
—Tienes que divertirte —dice con aire pensativo. ¿Divertirme? A mí no me parece que enrollarse con un hombre que está con otra sea divertirse. ¡Me parece una insensatez!—. Después de lo de Matt, está claro que necesitas divertirte un poco.
Preferiría no hablar de Matt. Kate no sabe que aún me llama de vez en cuando. Y yo no sé por qué lo hace.
—Tengo que volver al trabajo —digo, y me inclino para darle un beso en la mejilla—. Te quiero.
—Sí, yo también. Esta noche llegaré tarde a casa. Hay una exposición de tartas en el Hilton.
Cuando me dispongo a darle dinero para la comida, ella me hace un gesto de rechazo con la mano.
—Me toca a mí.
Vuelvo a guardarme el dinero en el bolsillo.
—Está bien, pero la próxima vez pago yo.
Nos despedimos en la puerta del bar. Kate se marcha a su taller de tartas y yo de vuelta a la oficina.
Al llegar a casa me dejo caer sobre el sillón. Mañana será un día largo en el Lusso y tengo que estar en plena forma. El móvil suena. Pongo los ojos en blanco y miro la pantalla, pero no es quien esperaba que fuera. Es Matt. Lloriqueo para mis adentros. ¿Cuándo sonará el teléfono y será alguien con quien me apetezca hablar?
—Hola —contesto medio refunfuñando.
—¿Qué tal? —saluda con su tono seguro de siempre.
—Bien, ¿y tú? —Sé que está bien.
Tengo entendido que sale casi todas las noches para recuperar el tiempo perdido. Como si cuando estaba conmigo no hiciese lo que le daba la gana de todos modos.
—Muy bien. Llamaba para desearte suerte mañana. Es mañana, ¿no?
Me sorprende que se acuerde. Mi trabajo jamás le ha interesado lo más mínimo.
—Sí, gracias. Estaba pensando en acostarme pronto.
—Ah, vale, entonces no te entretengo. —Parece decepcionado—. He empaquetado el resto de tus cosas.
—Ah, genial.
—No hay prisa —añade—. Si alguna vez te apetece, estaría bien quedar y ponernos al día.
¿Estaría bien? ¿Ponernos al día sobre qué? ¿Sobre con cuántas mujeres se ha acostado desde que me largué? Me alegro de que mantengamos el contacto, estuvimos cuatro años juntos, pero está llevando demasiado lejos lo de «ser amigos». Me trata como si fuese uno más de sus colegas y me informa de sus últimas conquistas. Y no me importa, pero tampoco me apetece saberlo.
—Claro, te daré un toque —sugiero.
—Hazlo. Te echo de menos.
¡VENGA! ¿A qué ha venido eso? ¿Está borracho?
—¿Ah, sí? —le pregunto, y en mi voz se refleja claramente mi sorpresa.
Él se echa a reír.
—Sí. Buena suerte mañana.
Cuelgo y me quedo ahí sentada preguntándome si habrá llegado el momento de recoger mis cosas y cortar toda relación con él. No creo que lo de «ser amigos» vaya a funcionar con nosotros. ¿Le funciona a alguien? Mi teléfono vuelve a sonar, pero es un número que no conozco.
—Ava O’Shea —digo, pero no hay respuesta—. ¿Diga?
—¿Estás sola?
La voz me golpea en el estómago como si fuera un martillo. Mierda. Mierda. Me pongo de pie y me vuelvo a sentar. La imagen de su cuerpo semidesnudo delante de mí, suplicándome con la mirada, empieza a apoderarse de mi mente. Ésta es precisamente la razón por la que he rechazado todas sus llamadas. El influjo que ejerce sobre mí es perturbador y de lo más desagradable.
¿Por qué no ha aparecido su nombre en la pantalla?
—No —miento, y mi frente empieza a empaparse de sudor.
Lo oigo suspirar. Es un suspiro profundo.
—¿Por qué me mientes?
Vuelvo a levantarme del sillón de un salto. ¿Cómo lo sabe? Corro al otro lado del salón, a punto de derramar mi copa de vino, y miro por la ventana hacia la calle, pero no veo su coche. ¿Cómo sabe que estoy sola? Nerviosa y con un nudo en la garganta, decido colgar. El teléfono vuelve a sonar inmediatamente. Lo hundo entre los cojines del sillón y lo dejo sonar. Pero vuelve a insistir.
—¡Para ya!
Paseo de un lado a otro del salón mordiéndome las uñas y dando sorbos de vino. Las imágenes de lo sucedido el martes se proyectan en mi mente, pero no las malas. Mierda. Es todo lo bueno: cómo me hacía sentir, el calor de sus manos… Todo lo acontecido hasta que oí la voz fría y estridente de su novia. Bloqueo esos pensamientos de inmediato. No soy más que otro títere del que aprovecharse sexualmente, y lo más probable es que se sienta despechado porque me he negado a entrar en su juego. El teléfono me avisa de que tengo un mensaje. Me acerco con cautela al sillón, como si el aparato fuese a atacarme.
Dios mío, qué patética soy. Cojo el móvil y leo el mensaje.
¡Coge el teléfono!
Vuelve a sonar en mi mano y me hace dar un brinco, aunque lo cierto es que me lo esperaba. No se cansa nunca. Vuelvo a dejar que suene y, como si fuera una cría, le contesto:
No.
Sigo paseándome de un lado a otro, sorbiendo vino y aferrándome al teléfono. Su respuesta no tarda en llegarme:
Vale, entonces voy a entrar.
—¿Qué? ¡No, no! —le grito al móvil.
Una cosa es no cogerle el teléfono, pero intentar rechazarlo cuando lo tengo delante en carne y hueso requiere un nivel de resistencia totalmente diferente.
«¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!» Accedo toda nerviosa al registro de llamadas para llamarlo. Da un tono.
—Demasiado tarde, Ava —contesta.
Me quedo mirando el teléfono descolocada y entonces comienzan los golpes en la puerta.
Corro hacia el descansillo y me inclino sobre la barandilla mientras llama.
—Abre la puerta, Ava —dice, y vuelve a golpearla.
¿De qué va? ¿Tan desesperado está?
«¡Toc, toc, toc!»
—Ava, no me iré sin hablar contigo.
«¡Toc, toc, toc!»
—Tengo tus llaves. Voy a entrar.
Mierda. Es verdad. Bien, dejaré que entre, oiré lo que tenga que decir y después se irá. Al fin y al cabo necesito el coche. Me mantendré lo más alejada posible de él, con los ojos cerrados y sin respirar para evitar olerlo. No debo permitir que traspase mis defensas. Dejo la copa sobre la consola del descansillo y me miro en el espejo. Tengo el pelo recogido en un moño, pero al menos no me he quitado el maquillaje todavía. Podría ser peor. Un momento… ¿por qué me preocupo por eso? Cuanto peor aspecto tenga, mejor, ¿no? Tengo que decirle que no me interesa.
«¡Toc, toc, toc!»
Bajo la escalera con paso firme y decidido y abro la puerta resoplando. Estoy perdida. Sigo subestimando (u olvidando) el efecto que este hombre tiene sobre mí. Ya estoy temblando.
Con las manos apoyadas en el marco de la puerta, me mira a través de unos párpados caídos, jadeante y con aspecto de estar bastante cabreado. Su cabello rubio está desgreñado, ha vuelto a dejarse barba de unos días y lleva una camisa rosa claro con el cuello desabrochado y metida por dentro de unos pantalones grises. Está fantástico.
Me atraviesa con su mirada de ojos verdes.
—¿Por qué no quisiste seguir?
Le cuesta respirar.
—¿Perdona? —pregunto con impaciencia. ¿Ha venido a preguntarme eso? ¿Acaso no es obvio?
Aprieta los dientes.
—¿Por qué te fuiste?
—Porque era un error —respondo también apretando los dientes.
Mi irritación ante su osadía consigue superar el otro efecto, más indeseado, que tiene sobre mí.
—No era un error, y lo sabes —masculla—. El único error fue dejar que te marchases.
¿Qué? No puedo con esto. Hago ademán de cerrar la puerta, pero él me lo impide deteniéndola con las manos desde el otro lado.
—De eso nada. —La empuja contra mí sin ningún miramiento, entra en el recibidor y cierra con un portazo a su espalda—. No dejaré que vuelvas a huir. Ya lo has hecho dos veces y no habrá una tercera. Vas a tener que dar la cara.
Descalza, me saca casi treinta centímetros. Me siento pequeña y débil frente a él, que todavía respira con dificultad. Retrocedo, pero él me sigue y deja una distancia mínima entre nuestros cuerpos. Mi plan de mantener cierto espacio entre nosotros está fracasando y pronto percibo su magnífico perfume a agua fresca. Huele a gloria bendita.
—Tienes que irte. Kate llegará en seguida.
Se detiene y frunce el ceño.
—Deja de mentirme —dice, y me aparta de un manotazo la mano del pelo—. Basta de tonterías, Ava.
No sé qué decir. La defensa no está funcionando. Quizá si pruebo con el desinterés… Parece que todo lo que le digo le resbala, y está acostumbrado a conseguir siempre lo que quiere.
Me doy la vuelta para regresar al piso de arriba.
—¿Para qué has venido? —pregunto.
Pero antes de que haya logrado alejarme demasiado lo tengo detrás agarrándome de la muñeca. Me da la vuelta para colocarme de cara a él y el contacto me pone al instante en alerta roja. Sé que estoy pisando terreno peligroso. Permanecer cerca de este hombre me transforma en una idiota irracional e imprudente. Estoy en territorio kamikaze. ¿Por qué lo he dejado entrar?
—Ya lo sabes —me espeta.
—¿Ah, sí? —pregunto incrédula.
Lo cierto es que sí. Bueno, creo que lo sé. Quiere seguir donde lo habíamos dejado. Quiere completar la misión.
—Sí, lo sabes —responde sin más.
Libero mi muñeca de un tirón y retrocedo hasta que toco la pared que tengo detrás con el trasero.
—¿Porque quieres oír cuánto grito?
—¡No!
—Eres, sin lugar a dudas, el capullo más arrogante que he conocido en la vida. No estoy interesada en convertirme en una de tus conquistas sexuales.
—¿Conquistas? —resopla. Se aparta y empieza a pasearse sin rumbo—. ¿En qué puñetero planeta vives, tía?
Me quedo totalmente pasmada. ¿Cómo se atreve a venir aquí y a hablarme así? Mis nervios se desvanecen y mi enfado anterior se transforma en una ferviente ira. La necesidad de defenderme, de ponerle los puntos sobre las íes, me obliga a apretar la mandíbula hasta hacerme daño. Tiene una muy baja opinión de mí si cree que voy a meterme en la cama de cualquier tío que acabe de conocer. Pero no tengo por qué darle explicaciones. Ahora mismo, el hecho de que tenga novia es irrelevante. Se cree que puede conseguir todo lo que quiere o montar una escena si alguien se le resiste.
—¡Lárgate!
Deja de pasearse y me mira.
—¡No! —grita, y reinicia la marcha.
Empiezo a pensar en cómo obligarlo a salir de casa. Jamás conseguiría hacerle daño físico, y tocarlo sería un tremendo error.
—¡No me interesas una puta mierda! Vete de aquí.
Mi voz temblorosa traiciona mi fachada de frialdad, pero me mantengo firme.
—¡Esa puta boca!
¿Será posible?
—¡Largo!
—Está bien —dice simplemente. Deja de pasearse y me fulmina con la mirada—. Si me miras a los ojos y me dices que no quieres volver a verme, me iré y no volveré a cruzarme en tu camino.
Bien, debería resultarme bastante fácil, pero, para mi total sorpresa, la idea de no volver a verlo me produce unas punzadas terribles en el estómago, lo cual, por supuesto, es totalmente absurdo. Es prácticamente un extraño, pero ejerce una enorme influencia sobre mí. Me hace sentir… no sabría cómo describirlo. Pero incluso ahora que estoy furiosa por su insolencia, he de esforzarme para controlar las reacciones involuntarias que me provoca.
Ante mi silencio, empieza a avanzar hacia mí y, con apenas unos cuantos pasos largos y firmes, se planta justo delante de mí. Tan sólo nos separa un centímetro de aire.
—Dilo —me exhorta.
No logro articular palabra. Me cuesta respirar. El corazón se me sale del pecho y siento una leve palpitación entre las piernas. Me pongo en guardia al percibir las mismas reacciones en él. El corazón le martillea bajo su camisa rosa claro. Siento su aliento fresco y pesado sobre mi rostro. No estoy segura con respecto a la palpitación, pero me imagino que también la siente. La tensión sexual entre nuestros cuerpos es casi tangible.
—No puedes, ¿verdad? —susurra.
¡No puedo! Lo intento. Lo intento con todas mis fuerzas, pero las palabras se niegan a brotar. La proximidad de nuestros cuerpos y su respiración sobre mi rostro está reactivando todas esas sensaciones maravillosas. Mi mente se traslada al instante a nuestro encuentro anterior, sólo que esta vez no corremos el riesgo de que nos interrumpan novias desagradables. Nada me detiene, excepto mi conciencia, que se encuentra embriagada de deseo, de manera que no es de mucha ayuda.
Me toca el hombro con la punta del dedo y una oleada de fuego me recorre todo el cuerpo. Suave y lentamente, me acaricia el cuello hasta alcanzar un punto erógeno debajo de la oreja.
El corazón se me desboca.
—Pum, pum, pum, pum —dice—. Lo noto, Ava.
Me pongo rígida y me pego todavía más a la pared.
—Vete, por favor —digo con un hilo de voz.
—Ponme las manos en el corazón —susurra, y me agarra una de ellas y se la coloca sobre el pecho.
No hacía falta que lo hiciera. Veo cómo le late a toda velocidad por debajo de la camisa. No necesitaba notarlo.
—¿Qué quieres demostrar? —le pregunto en voz baja.
Sé perfectamente qué quiere demostrar. Que causo el mismo efecto en él que él en mí.
—Eres una mujer muy cabezota. Deja que te haga la misma pregunta.
—¿Qué quieres decir? —le pregunto con voz suave, todavía sin mirarlo.
—¿Por qué intentas evitar lo inevitable? ¿Qué pretendes, Ava?
Me rodea el cuello con los dedos y me levanta la cara para que lo mire. Me pierdo inmediatamente en sus ojos. Su aliento fresco, expelido a través de unos labios húmedos y ligeramente separados, me invade la nariz. Me observa con la mirada ardiente. Sus largas pestañas me acarician la mejilla cuando se inclina para rozarme la oreja con los labios. Dejo escapar un gemido ahogado.
—Eso es —murmura, y empieza a darme besitos muy suaves a un lado de la garganta—. Tú también lo sientes.
Lo siento. Soy incapaz de detenerlo. Mi capacidad para pensar racionalmente me ha abandonado. Estoy paralizada por completo. Mi cerebro se ha desconectado y mi cuerpo ha tomado el control. A medida que su boca se aproxima a mi mandíbula, acepto el hecho de que he perdido, me he perdido en él. Pero entonces empieza a sonar un móvil. No es el mío, pero la interrupción consigue sacarme del trance en el que él me ha sumido. Joder, lo más seguro es que sea Sarah.
Levanto las manos hasta su firme pecho y lo empujo.
—¡Para, por favor!
Él se aparta y se saca el teléfono del bolsillo.
—¡Mierda! —Rechaza la llamada y me mira—. Todavía no lo has dicho.
Estoy pasmada ante mi incapacidad de articular unas palabras tan simples.
—No me interesas —susurro. Sueno desesperada, soy consciente de ello—. Tienes que parar de hacer esto. Sea lo que sea lo que crees que sentiste o lo que crees que sentí yo, te equivocas.
Evito mencionar a Sarah porque eso sería admitir que hay algo, que ella es la única razón por la que me niego a continuar. No lo es, claro. También está la evidente diferencia de edad, el hecho de que tiene la palabra «rompecorazones» escrita en la frente y, sobre todo… que es infiel.
Él se ríe con ganas.
—¿Lo que creo? Ava, no te atrevas a insinuar que todo esto me lo estoy imaginando. ¿Me he imaginado lo que acaba de pasar? ¿Y lo del otro día? ¿También me lo imaginé? ¿Por quién me tomas?
—¡¿Por quién coño me tomas tú?!
—¡Esa boca! —grita.
—Te he dicho que te vayas —ordeno con voz tranquila.
—Y yo te he dicho que me mires a los ojos y me asegures que no me deseas.
Me mira con confianza, como si supiera que soy incapaz de hacerlo.
—No te deseo —farfullo mirándolo directamente a esos dos lagos verdes.
Decirlo me causa dolor físico. Estoy desconcertada.
Él inspira profundamente. Parece herido.
—No te creo —repone con suavidad, y desvía la mirada hacia mis dedos, que juguetean nerviosos con mi pelo.
Los retiro al instante.
—Pues deberías —digo subrayando las palabras y recurriendo claramente a todas mis fuerzas.
Nos quedamos mirándonos durante lo que me parece una eternidad, pero soy la primera en apartar la vista. No se me ocurre nada más que decir, así que le imploro en silencio que se vaya antes de que acabe recorriendo esa senda peligrosa por la que él está dispuesto a arrastrarme. Se pasa las manos por el pelo, frustrado, maldice y se marcha airado. Cuando cierra la puerta tras de sí lo hace con brusquedad; permito que el aire inunde mis pulmones y me dejo caer al suelo.
Esto ha sido, sin duda, lo más difícil que he tenido que hacer en mi vida, y es curioso porque, teniendo en cuenta las circunstancias, debería haber sido lo más sencillo. Ni siquiera entiendo las razones de esta situación. Su expresión de dolor cuando he accedido a su exigencia de negar que lo deseaba me ha destrozado. Quería gritar que yo también siento lo mismo, pero ¿adónde nos habría llevado eso? Sé perfectamente adónde: contra la pared, con Jesse dentro de mí. Y aunque la sola idea me hace vibrar de placer, habría sido un terrible error. Ya me siento bastante culpable por mi deplorable comportamiento. Este tío es un gilipollas infiel. Guapo a morir, pero un gilipollas infiel, a fin de cuentas. Sé que estar a su lado sólo me acarrearía problemas. Pero todavía tiene mis puñeteras llaves.
Me estremezco y me dirijo a la ducha, satisfecha por haber hecho lo correcto. He puesto a Jesse Ward en su sitio y me he ahorrado tener que sentirme tremendamente culpable otra vez. Debo ignorar este terrible dolor de estómago, porque reconocerlo sería como admitir a gritos ante mí misma y ante Jesse que… sí, yo también lo siento.