Capítulo 27

—Reunión a las doce —nos recuerda Victoria cuando sale contoneándose del despacho de Patrick.

Examino mi lista de clientes y tomo nota de cómo van las cosas con cada uno de ellos. Nuestras reuniones quincenales son relajadas y sirven para poner a Patrick al corriente de nuestros proyectos y para avisar a Sally del papeleo que queda por terminar. También son una hora para engullir pastelitos de crema y beber té sin parar. Esta noche tendré que salir a correr.

—¿Sally? —la llamo desde mi despacho. Levanta la vista de la pantalla del ordenador y se quita las gafas para verme mejor—. ¿Podrías pasarme la lista de pagos de mis clientes, por favor?

—Por supuesto, Ava.

—¡Y a mí también! —grita Victoria.

Sally mira a Tom, que asiente con la cabeza. No es frecuente tener que perseguir a un moroso, pero cuando toca hacerlo es bastante incómodo. Patrick es muy estricto con las fechas de cobro.

Me sumerjo en el trabajo durante unas horas, persigo pedidos y respondo correos electrónicos.

A las doce, Sally deja una caja sobre mi mesa.

—Ha llegado esto para ti.

Anda. No he oído la puerta.

—Gracias, Sally.

Miro la caja blanca. Sé de quién es. La abro, íntimamente emocionada, y miro a mi alrededor para asegurarme de que nadie me está prestando atención. Dentro hay un pastelito de chocolate y nata. Me río a carcajadas y Tom levanta la cabeza de inmediato de su mesa de trabajo. Le hago un gesto con la mano para decirle que no es nada. Pone los ojos en blanco y vuelve a sus bocetos.

Cojo la nota y la abro.

LA VENGANZA ES DULCE.

BSS, J

Sonrío, cojo el pastelito y le hinco el diente. A continuación, agarro la carpeta y me dirijo al despacho de Patrick. Sally me sigue con una bandeja llena de té y pastelitos.

—¡Espéranos! —gimotea Tom, que contempla cómo me meto el último trozo de pastel en la boca. Me mira con envidia cuando me limpio una gota de nata de la comisura de los labios—. Yo quiero uno de ésos, Sal —dice mientras estudia con atención la bandeja que Sally ha dejado sobre la mesa de Patrick.

—Hay milhojas de vainilla.

—¡No puedo ni olerlos! —ladra Victoria al tiempo que se sienta en uno de los sillones semicirculares que hay colocados alrededor de la enorme mesa de caoba de Patrick.

—No me digas que estás otra vez a dieta —protesta Patrick.

—Sí, pero ésta funciona —repone feliz.

En serio, la chica está tan flaca que no se la ve de perfil, pero cada semana está con una dieta distinta.

Me siento a su lado y Tom se une a nosotras. Sally nos pasa una hoja de cálculo con el estado de los pagos de los clientes antes de servirnos el té y sentarse. Miro la lista de facturas, todas están marcadas como «Pagada» o «Pendiente», pero al pasar el dedo por la página veo una subrayada en la sección de «Impagos». Sólo hay un cliente en esa columna. Uno sólo.

«¿Cómo?»

Me estremezco por dentro. Toda esperanza de evitar cualquier tipo de referencia a La Mansión y al señor Ward se ha desvanecido. El muy idiota aún no ha pagado la factura de la primera visita. ¿En qué piensa? Levanto la mirada y veo a Patrick repasando la misma lista que yo, igual que Victoria y Tom, que me miran a la vez con idéntica expresión en la cara. Es esa mirada de «Ay, pobre». Me hundo en el sillón, preparándome para la que se avecina.

—Ava, tienes que contactar con el señor Ward y darle un tirón de orejas. ¿Cómo van las cosas? —me pregunta Patrick.

Ay, Dios. No he rellenado los formularios de cliente, salvo el informe inicial; no he enviado presupuestos; no he definido mi papel en el proyecto, si voy a limitarme a diseñar o si voy a diseñarlo y a dirigirlo. No he hecho nada. Bueno, en realidad sí, pero no está relacionado con el trabajo. Ni siquiera he pedido que se le envíe la factura para la segunda reunión —por llamarla de alguna manera—, esa de la que salí corriendo sin sujetador. Y, por cierto, ¿dónde está ese sujetador?

Sí, he dedicado un par de horas a hacer bocetos, he pasado el domingo en la nueva ala, pero no puedo cobrar por eso. No trabajo los domingos, y Patrick no tiene más que echar un vistazo a mi agenda para ver que no he tenido más reuniones con el señor Ward. Lo único que he hecho con respecto a él no encaja en mi categoría profesional.

A la mierda. Me aclaro la garganta.

—Estoy preparando el detalle de las visitas y el presupuesto.

Me mira con el ceño fruncido y cara de pocos amigos.

—La primera reunión fue hace dos semanas y ya has hecho una segunda visita. ¿Cómo es que estás tardando tanto, Ava?

Me entran sudores fríos. El desglose de las tarifas de mis servicios es una tarea muy sencilla: se soluciona mediante contratos individuales y normalmente antes de la segunda visita. No tengo excusa. Tom y Victoria no me quitan los ojos de encima.

—Ha estado fuera —farfullo—. Me pidió que esperara un poco antes de enviarle correspondencia.

—Cuando hablé con él el lunes pasado estaba muy dispuesto a ponerse manos a la obra —contraataca Patrick mientras consulta su agenda. ¡Qué manía tiene de apuntárselo todo!

Me encojo de hombros.

—Creo que fue por un asunto de negocios de última hora. Lo llamaré.

—Llámalo, y no quiero que le dediques más tiempo hasta que afloje la mosca. ¿Cómo vamos con el señor Van Der Haus?

Suspiro de alivio y me lanzo con entusiasmo a relatar los progresos en la Torre Vida, feliz de haber terminado con el asunto del señor de La Mansión. ¡Voy a matarlo!

Salgo del despacho de Patrick y Tom me da un apretón en el hombro y suelta una risita cuando pasa a mi lado.

—¡Ni se te ocurra! —lo aviso.

—Podría haber sido peor, Ava —comenta Victoria.

Tiene razón. Podría haber sido un desastre.

Salgo de la oficina y camino por la calle hacia donde Jesse me ha dejado esta mañana. Me acerco a Berkeley Square y un imbécil me da un susto de muerte cuando está a punto de atropellarme con su motocicleta ruidosa. Mi corazón recupera la normalidad, me detengo y me apoyo contra la pared. Saco el móvil del bolso para ver los mensajes. Hay dos de Kate.

Necesito ayuda. ¿Puedes venir a casa y desatarme, porfa?

Me quedo mirando el teléfono con la boca abierta y rápidamente busco la hora a la que ha enviado el mensaje: las once. ¿Seguirá atada? Abro el siguiente.

¡No te asustes! Sam está haciendo el tonto. Me encantaría poder verte la cara. Bss.

Sí, claro, Sam el comediante. Pero una pequeña parte de mí se pregunta si su broma tendrá una parte seria. Jesse no se sorprendió cuando se lo comenté. Kate dijo que era «divertido». Hummm. Me lo imagino.

Miro la hora. Es la una y cinco. Vale, llega tarde y eso me molesta. ¿Cuánto debo esperarlo? Me estoy preguntando hasta qué punto debo de estar desesperada para quedarme aquí plantada esperándolo cuando levanto la cabeza y veo ese rostro hermoso que tanto amo. Está montado en la ruidosa motocicleta que me habría gustado romper en mil pedazos. Curvo los labios en una media sonrisa, me aparto de la pared y camino hacia él. Está mucho más que sexy sobre esa trampa mortal.

—Eres un peligro —lo regaño, y me detengo delante de él.

—¿Te he asustado? —Cuelga el casco del manillar de la motocicleta.

—Sí. Esa cosa necesita una revisión del nivel de ruido —me quejo.

—Esa cosa es una Ducati 1098. Cuidado con esa boca.

Me rodea la cintura con los brazos y me sienta en su regazo.

—Bésame —susurra.

Me reclama la boca y convierte la toma de posesión de mis labios en una exhibición teatral para que todo el mundo la vea. Oigo las burlas y los chistes de la gente que pasa, pero me da igual. Enlazo los brazos alrededor de su cuello y me entrego a él. Sólo han pasado unas horas, pero lo he echado de menos.

De repente, se me ocurre que estamos a unos cientos de metros de la oficina y que Patrick podría pasar a nuestro lado en cualquier momento. Si me ve retozando con el señor Ward se hará una idea equivocada: que le estoy dando un trato de favor a costa de perder dinero. Después de la reunión, me muevo en aguas turbulentas.

Me retuerzo para soltarme, pero me abraza con más fuerza y aprieta aún más los labios contra los míos. Mi intento de fuga gana en intensidad y desesperación y él me sujeta más fuerte. Apoyo las manos en su pecho y empujo para apartarlo. Al final me deja la boca libre, pero no el resto del cuerpo. Me mira fijamente.

—¿Qué crees que estás haciendo?

—Suéltame. —Me revuelvo contra él.

—Oye, dejemos una cosa clara, señorita. Tú no decides cuándo y dónde te beso o durante cuánto tiempo. —Lo dice muy en serio.

«¡Maníaco del control engreído!»

Hago uso de todas mis fuerzas para liberarme y fracaso miserablemente. Estoy sin aliento.

—Jesse, si Patrick me ve contigo, estaré de mierda hasta el cuello. ¡Suéltame!

Para mi sorpresa, me suelta, así que vuelvo a la acera como puedo para recomponerme. Cuando lo miro, me encuentro con la mirada más furibunda y penetrante que me hayan lanzado jamás. Me cabrea de verdad. Y ¿a qué viene todo eso de los besos cuando, donde y como él quiera? Eso es llevar sus tendencias controladoras a una nueva categoría.

—¿De qué coño estás hablando? —me grita—. ¡Y vigila esa boca!

—Tú —le digo en tono acusador— no has pagado la factura, de manera que ahora se supone que tengo que mandarte un recordatorio amistoso. He tenido que mentir diciendo que estabas de viaje.

¿Un morreo en toda regla cuenta como recordatorio amistoso? Seguro que Jesse cree que sí.

—Pues ya me lo has recordado. Ahora sube el culo a la moto.

¡Si las miradas matasen!

—¡No! —digo con incredulidad. No le gusta nada que le plante cara. No voy a arriesgar mi puesto de trabajo sólo para que don Controlador no coja una pataleta.

Me mira sin poder creérselo y se baja de la moto en plan espectacular, con los vaqueros ceñidos a esos muslos tan magníficos. Vacilo. Este hombre me afecta demasiado.

Me mira con fijeza.

—Tres.

Abro la boca de forma exagerada. No será capaz. No en plena Berkeley Square. ¡Va a parecer que me está secuestrando, violando y asesinando, todo a la vez! Yo sé que no es así, pero es lo que va a parecerle a todo el mundo, y odio pensar en lo que Jesse es capaz de hacer si alguien intenta obligarlo a que me suelte.

Forma una desagradable línea recta con sus labios mientras me taladra con una mirada durísima.

—Dos —masculla con los dientes apretados.

«Piensa, piensa, piensa».

Resoplo.

—No voy a pelearme contigo en mitad de Berkeley Square. ¡Te comportas como un crío!

Doy media vuelta y me marcho. No sé por qué lo estoy haciendo, es como una bomba de relojería. Pero tengo que mantenerme firme. Está siendo estúpido y nada razonable, así que voy a pararle los pies. Siento que se me acerca por detrás cuando llego a Bond Street, pero sigo adelante. Hay una tienda bonita cerca. Me esconderé en ella.

—¡Uno! —grita.

Sigo andando.

—¡Que te jodan! ¡Estás siendo injusto y poco razonable!

Sé que estoy tentando mi suerte al soltar tacos y desobedecerlo, ¡pero es que estoy muy cabreada!

—¡Esa boca! ¿Qué tiene de poco razonable que quiera besarte?

Es alucinante. ¿Es que sólo piensa en sí mismo?

—Lo sabes perfectamente, y es injusto porque estás intentando hacer que me sienta mal.

Entro en la tienda y lo dejo andando arriba y abajo por la acera, escudriñando a través del escaparate de vez en cuando. Sabía que no sería capaz de entrar. Soy consciente de que está hecho una furia y de que tendré que salir de la tienda en algún momento, pero necesito un minuto de paz para pensar. Empiezo a dar vueltas por el local.

Una chica demasiado arreglada y maquillada se me acerca.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Sólo estoy mirando, gracias.

—En esta sección está todo el avance de temporada. —Señala con el brazo hacia un colgador lleno de vestidos.

—Gracias.

Empiezo a pasar un vestido tras otro; hay verdaderas maravillas. Los precios son de locos, pero las prendas son preciosas. Cojo un vestido de seda de color crema entallado y sin mangas. Es más corto que los que suelo ponerme, pero adorable.

—¡Con eso no sales a la calle!

Levanto la mirada sorprendida y veo a Jesse en la puerta, observando el vestido como si fuera a morderme. ¡Qué vergüenza, por Dios! La dependienta mira primero a Jesse con los ojos como platos y luego se vuelve hacia mí. Le dedico una media sonrisa. Estoy horrorizada. ¿Quién coño se cree que es? Lo miro con todo el odio que soy capaz de sentir y dejo que lea en mis labios: «Jódete». Le sale humo de las orejas, como era de esperar.

Vuelvo a centrarme en la dependienta.

«Piensa, piensa, piensa».

—¿No tiene nada más corto? —pregunto con dulzura.

—¡Ava! —ladra Jesse—. No te pases.

Lo ignoro y sigo mirando a la dependienta, expectante. Parece que a la pobre chica va a darle un ataque de pánico; mueve la cabeza a un lado y a otro, muy nerviosa, hacia Jesse, hacia mí y vuelta a empezar.

—No lo creo —dice en voz baja.

Vale, ahora me da pena. No debería involucrarla en esta discusión patética por un vestido.

—Bien, me lo llevo. —Sonrío y le doy el vestido.

Me mira y luego mira al hombre de la puerta.

—¿Es la talla correcta?

—¿Es una cuarenta? —pregunto.

La tienda tiembla ante la ira de Jesse, literalmente.

—Sí, pero le recomiendo que se lo pruebe. No aceptamos devoluciones.

Bueno, iba a arriesgarme a que no me quedara bien pero, a ese precio, quizá sea mejor que no lo haga. Me lleva a un probador y cuelga el vestido de una elegante percha.

—Avíseme si necesita cualquier cosa. —Sonríe y corre la cortina de terciopelo para dejarme a solas con el vestido.

Soy tan patética como Jesse por hacer esto, estoy provocándolo a propósito. Estamos hablando del hombre que me obligó a dormir con un jersey de invierno en primavera porque había otro hombre en el apartamento. ¿Es necesario esto? Decido que sí. No puede seguir comportándose así.

Me peleo con el vestido y con la cremallera cuando se cruza con la costura a la altura del pecho. No voy a rendirme. Una vez subida me quedará bien. Estiro la parte delantera. Es muy agradable al tacto.

Descorro la cortina y me coloco frente al espejo de cuerpo entero para poder verme bien. ¡Vaya! Me queda genial. Es muy favorecedor, resalta mi piel de color aceituna y mi pelo oscuro.

—¡Jesús, María y José!

Me vuelvo y veo a Jesse con las manos hundidas en el pelo, dando vueltas de un lado a otro. Es como si le hubieran dado una descarga con una pistola eléctrica. Se para, me mira, abre la boca, la cierra de golpe y empieza a dar vueltas otra vez. La verdad es que me hace bastante gracia.

Se detiene y me mira con los ojos como platos, traumatizado.

—No vas a… No puedes… Ava… nena… ¡No puedo mirarte!

Se marcha recolocándose la entrepierna, murmurando no sé qué mierda sobre una mujer intolerable e infartos. Me quedo de nuevo a solas con el vestido.

La dependienta se me acerca con cautela.

—Está usted increíble —dice no muy alto, y después mira hacia atrás por si Jesse está cerca.

—Gracias. Me lo llevo.

Es más fácil salir del vestido que meterse en él. Se lo doy a la dependienta y me visto.

Cuando salgo del probador, Jesse está inspeccionando unos tacones de vértigo. El desconcierto que refleja su rostro hace que me derrita un poquito, pero en cuanto me ve los deja otra vez en su sitio y me mira con odio. Entonces me acuerdo de que estoy furiosa con él. Saco el monedero del bolso y la tarjeta de crédito. ¿Quinientas libras por un vestido? Es demasiado caro, pero estoy desafiándolo. ¿Y lo llamo crío a él? Esto es ridículo. ¿Cómo se le ocurre pensar que tiene derecho a decirme qué puedo y qué no puedo ponerme?

La dependienta empieza a envolver el vestido en toda clase de papeles de seda. Me gustaría decirle que lo meta en una bolsa y punto —antes de que Jesse decida hacerlo trizas—, pero me da miedo que la pobre chica pierda su trabajo por hacer algo tan normal. Así que me resigno a cerrar el pico y a esperar pacientemente a que haga lo que tiene que hacer.

Después de un milenio envolviendo, doblando, guardando y tecleando el código de mi tarjeta, la dependienta me da la bolsa.

—Que disfrute del vestido, señora. De verdad que le queda muy bien. —Mira a Jesse con recelo.

—Gracias. —Sonrío.

Y ahora, ¿cómo salgo yo de la tienda? Me vuelvo y veo a Jesse en el umbral, pensativo y con cara de pocos amigos. Voy hacia allá con decisión, aunque no la sienta, y me detengo delante de él. Estoy muerta de miedo, pero no voy a dejar que lo note.

—¿Me permites?

Me mira y luego mira la bolsa.

—Acabas de malgastar cientos de libras. No vas a ponerte ese vestido —dice sin titubeos.

—Permíteme, por favor. —Hago énfasis en el «por favor».

Aprieta los labios y cambia el peso del cuerpo hacia el otro lado, de modo que me deja un hueco para pasar.

Salgo a la calle y me dirijo hacia la oficina. Sólo he estado fuera cuarenta minutos, pero no voy a pasar el resto de mi hora de la comida discutiendo sobre las muestras de afecto en público y mi ropa. El día había empezado tan bien… Claro, porque le decía a todo que sí.

Noto su aliento tibio en la nuca.

—¡Cero!

Doy un grito cuando me empuja hacia un callejón y me lanza contra la pared. Me aplasta los labios con los suyos, mueve las caderas con furia contra mi abdomen; su rabiosa erección es evidente bajo la bragueta de botones de sus vaqueros. ¿Le excita cabrearse por un vestido? Supongo que es preferible a que me torture. Intento resistirme a la invasión de su lengua… un poco. Esto no está bien. Al instante me consume y necesito tenerlo dentro de mí. Le rodeo el cuello con los brazos y lo acepto con todo mi ser, absorbo su intrusión y salgo al encuentro de su lengua, caricia a caricia.

—No voy a permitir que te pongas ese vestido —gime en mi boca.

—No puedes decirme qué puedo y qué no puedo ponerme.

—Impídemelo —me reta.

—Sólo es un vestido.

—Cuando tú te lo pones, Ava, no es sólo un vestido. No vas ponértelo.

Aprieta la entrepierna contra la parte baja de mi vientre, una clara demostración de lo que le provoca el vestido. Sé que está pensando que causará la misma reacción a otros hombres.

Qué loco está.

Respiro hondo. Comprar el vestido es una cosa, ponérselo y lucirlo en un pub constituye un acto de desobediencia muy distinto. Tengo veintiséis años y él mismo me ha dicho que tengo unas piernas estupendas. Decido que no voy a llegar a ninguna parte con esto. Al menos no ahora. Lo que sí quiero discutir con todo detalle es eso de que se crea con derecho a controlar mi vestuario. De hecho, tenemos que hablar de todas sus exigencias poco razonables, y punto. Pero ahora no. Sólo me quedan veinte minutos de la hora de comer y espero que esa conversación dure mucho más.

—Gracias por el pastel —le digo mientras besa cada centímetro de mi cara.

—De nada. ¿Te lo has comido?

—Sí. Estaba delicioso. —Le beso la comisura de los labios y restriego la mejilla contra la sombra de su barba. Se le escapa un gruñido grave cuando gimo en su oído y le acaricio el cuello con la nariz para inhalar su adorable fragancia a agua fresca. Sólo quiero acurrucarme entre sus brazos—. Se supone que no debo dedicarte más tiempo hasta que hayas pagado la factura. —Sigo abrazada a él y lo agarro con más fuerza cuando me mordisquea el lóbulo de la oreja.

—Pasaré por encima de quien intente detenerme. —Me lame el borde de la oreja y me provoca un escalofrío.

No me cabe duda de que lo hará. Este hombre está como una cabra. ¿Por qué es así?

—¿Por qué eres tan poco razonable?

Me aparta y me mira. Se le ve en la cara, impresionante y sin afeitar, que lo he pillado por sorpresa. La arruga de la frente ocupa su lugar.

—No lo sé. ¿Puedo preguntarte lo mismo?

La mandíbula me llega al suelo. ¿Yo? Este hombre alucina. Su lista de locuras es más larga que un día sin pan. Hago un gesto de negación con la cabeza y frunzo el ceño.

—Será mejor que vuelva a la oficina.

Suspira.

—Te acompaño.

—La mitad del camino. No pueden verme charlando con los clientes durante la comida sin que Patrick lo sepa, y menos con los que tienen facturas sin pagar —farfullo—. ¡Paga lo que debes!

Pone los ojos en blanco.

—Dios no quiera que Patrick se entere de que un cliente moroso se te está follando hasta hacerte perder la cabeza. —Una pequeña sonrisa aparece en las comisuras de sus labios cuando jadeo sorprendida por el brutal resumen de nuestra relación—. ¿Vamos?

Mueve el brazo en dirección a la entrada del callejón, sonriente.

¿Follar? Pues sí, supongo que eso hemos hecho, pero oírlo de su boca me toca la fibra sensible.

Caminamos en dirección a mi oficina y el silencio es incómodo, al menos para mí. Sus palabras me han herido. ¿Así es como me ve? ¿Como un juguetito al que follarse y controlar? Languidezco por dentro, una vez más, y contemplo la agonía que me espera. Este hombre me lanza tantas señales contradictorias que mi pobre ego no puede seguirle el ritmo.

Intenta cogerme la mano y automáticamente me separo de él. Me estoy hundiendo en la miseria. Con un pequeño gruñido, vuelve a intentarlo. No digo nada, pero aparto la mano de nuevo. Estoy cabreada y quiero que lo sepa. Captará el mensaje. O no. Me agarra la mano y la aprieta sin piedad hasta el punto de hacerme daño. Era de esperar. Empiezo a ser capaz de leer a este hombre como si fuese un libro abierto. Doblo los dedos y levanto la vista. Su ceño fruncido se transforma en una expresión de satisfacción cuando dejo de resistirme y le permito llevarme de la mano. ¿Le permito? Como si tuviera otra opción.

Justo en ese momento, algún capullo del más allá debe de pensar que sería divertidísimo enviar a James, el amigo de Matt, a que doble la esquina y baje por la calle hacia nosotros. Pongo todo mi empeño en que Jesse me suelte la mano, pero lo único que hace es apretarla con más fuerza.

—¡Mierda! Es un amigo de Matt.

El ceño fruncido reaparece en cuanto se vuelve para mirarme.

—Esa boca. ¿De tu ex?

—Sí. Suéltame.

Intento librarme de sus dedos a la fuerza, pero es inútil. Después de que Matt me pidiera que volviera con él y del discurso que vino a continuación para que lo perdonara y explicarme la situación de mierda en general, no sería justo por mi parte que se lo restregara por las narices.

—Te lo he dicho, Ava, pasaré por encima de quien haga falta —me advierte mirando directamente a James con el rostro impasible pero lleno de determinación. No deja de apretarme la mano sin piedad.

Intento frenarlo para que me dé tiempo a soltarme y así evitar el desastre inminente: que James me vea de la mano de otro hombre. No me gusta hacer sufrir a nadie porque sí, y esto es totalmente porque sí. Matt ya se siente bastante mal, no necesita que le confirmen lo que Kate le dijo para cabrearlo.

Sigo luchando por librarme de Jesse, que continúa comportándose como un capullo integral. Me está arrastrando, literalmente, hacia James, que dentro de pocos segundos levantará la vista del móvil y me verá. A lo mejor no lo hace. A lo mejor pasamos junto a él sin que me vea y ya está. Eso espero, porque me va a ser imposible deshacerme de Jesse, y es aún más imposible que se comporte como un ser racional y me suelte.

Nos acercamos y decido dejar de resistirme y de llamar la atención. James está absorto en su móvil y cada paso que damos hacia él parece menos probable que vaya a levantar la vista. Mentalmente, le dedico a Jesse una retahíla de insultos bastante explícitos y tiro de la mano para enfatizar mi enfado, pero él se limita a mirar hacia adelante y a seguir caminando con decisión.

—Pasaré por encima —gruñe.

En cuanto pasamos al lado de James por la acera me relajo. Ya casi lo hemos dejado atrás. Pero entonces Jesse abre la boca:

—¿Tienes hora?

«¡¿Qué?!»

¡Este cabrón es imbécil! Me toca quedarme ahí de pie, inmóvil delante de James, de la mano de Jesse y muriéndome por dentro. Quiero recordarle que lleva un Rolex estupendo y nada discreto en la muñeca, o levantarle el brazo y decirle que mire la hora él solito. Es un cerdo egocéntrico, irracional y sin principios.

—Sí, son las… ¿Ava? —James me mira con el ceño fruncido a más no poder.

Mi cerebro ha sufrido un cortocircuito intentando encontrar las palabras adecuadas que enviar a mi boca.

—James. —Es lo único que se me ocurre.

El amigo de Matt parece estar en un partido de tenis: su mirada va de Jesse a mí, de mí a Jesse y así sucesivamente.

—Eeeeh… ¿Estás bien?

—Sí —digo con un gritito agudo.

Me mira mal, cosa que tiene narices, teniendo en cuenta que él era la mano derecha de Matt en todas sus aventuras. No sé por qué le doy tanta importancia. Después de todo lo que ha hecho, ¿qué me importa si le confirman que estoy saliendo con otro? Ahora sólo estoy cabreada con Jesse por decidir por su cuenta cómo tienen que ser las cosas.

—¿La hora? —le recuerda Jesse.

Espero ser la única que nota la hostilidad que desprende.

James lo mira de arriba abajo y ve el Rolex. Le suplico mentalmente que le diga qué hora es y que no pinche a la serpiente de cascabel. Su amigo puede ser tan chulito como Matt, y hacer enfadar a Jesse sería un gran error.

—Sí. —Baja la vista al móvil—. Son las dos menos diez, amigo.

Jesse no le da las gracias, sino que me suelta la mano, me rodea los hombros con el brazo, me atrae hacia sí y me planta los labios cariñosamente en la sien. Lo miro y sacudo la cabeza, atónita. Está pasando por encima de quien haga falta. Tiene el pecho hinchado y erguido y le falta poco para golpeárselo con los puños. Ya puestos, que me mee en el tobillo, también.

James nos mira con los ojos como platos y Jesse decide que nos vamos. Me ha dejado sin habla. Acaba de decirme que lo nuestro es follar y poco más y ahora le da por marcar el territorio. Todo esto me tiene muy confusa. Si tuviera valor, se lo preguntaría directamente. Pero me da miedo lo que podría contestar. Estas aguas superficiales son más difíciles de navegar cuanto más tiempo paso con él.

Nos acercamos a mi oficina, se detiene y me empuja con cuidado contra la pared con el cuerpo. Baja la cabeza hacia la mía y su aliento cálido y mentolado me calienta las mejillas.

—¿Por qué no quieres que tu ex sepa que estás follando con otro?

Ahí está otra vez. ¡Follando!

—Por nada. Sólo que no es necesario —digo con calma.

Me coge de la muñeca para apartarme la mano del pelo.

—Ahora dime la verdad —exige con dulzura. ¿Cómo se ha dado cuenta de mi mala costumbre tan rápido? Mi madre, mi padre y mi hermano me conocen de toda la vida, y Kate desde secundaria. Se han ganado su derecho a conocer mi secreto—. Contéstame, Ava.

—Me pidió que volviera con él. —Bajo la mirada, no puedo mirarlo a los ojos. No debería importarme. Al fin y al cabo, con él sólo estoy follando.

—¿Cuándo? —Las palabras chocan contra sus dientes apretados.

—Hace semanas.

La mano que me sujeta la muñeca aprieta con más fuerza cuando flexiono los músculos para llevarme los dedos al pelo. Mentir se me da de pena.

Me levanta la barbilla con la mano que tiene libre y me obliga a mirarlo. No me siento cómoda con la oscuridad que arde en sus ojos.

—¿Cuándo?

—El martes pasado —susurro.

Entrecierra los ojos y empieza a morderse con rabia el labio inferior. ¿En qué estará pensando?

—Él era el asunto importante, ¿verdad?

«Huy». Va a entrar en erupción. Veo que su pecho sube y baja, despacio y bajo control. No estoy asustada, sé que no va a hacerme daño. Ya he visto esta reacción y los subsiguientes métodos preventivos para minimizar los cardenales en mi trasero, pero tiene una forma muy intensa de ver las cosas y de reaccionar.

—Sí —reconozco con tranquilidad. Noto el aire gélido que emana de él al oír mi respuesta—. Tengo que volver al trabajo —añado. Tengo que salir de aquí.

Me clava la mirada.

—No volverás a verlo. —Es otra orden.

Esta hora de la comida me ha abierto los ojos pero bien. Quiere tener un control total sobre mí y mi opinión no cuenta. Para nada. ¿Es esto lo que quiero? Mi cabeza es un remolino de dudas y sentimientos. ¿Por qué he tenido que enamorarme del hombre más controlador, irracional, exigente y difícil del universo?

Espero pacientemente a que me suelte. No sé qué decir. ¿Espera que le confirme que voy a obedecerlo? ¿Debería ceder? No es probable que vuelva a ver a Matt, no después de la escena que me montó, pero ¿debería darle mi palabra a un hombre al que, por lo visto, sólo me estoy follando?

Me observa atentamente durante un buen rato antes de que su frente toque la mía y sus labios se deslicen hacia arriba, contra mi ceño.

—Ve a trabajar, Ava. —Retrocede.

Me voy. Lo dejo en la acera y entro en la oficina todo lo rápido que me permiten mis piernas temblorosas.

Cruzo el umbral y me encuentro con las miradas inquisitivas de Tom y de Victoria. Seguro que mi aspecto refleja lo mal que me siento por dentro. Espero que no me pregunten sobre el señor Ward. Ya puestos, mejor que no me pregunten nada. Creo que me echaría a llorar. Los saludo con la cabeza y sigo hacia mi escritorio.

Sally sale de la cocina con una bandeja llena de tazas de café.

—Ava, no sabía que habías vuelto. ¿Te apetece un té o un café?

Quiero preguntarle si tiene algo de vino escondido en la cocina, pero me contengo.

—No, gracias, Sal —mascullo, con lo que me gano una mirada de «¿Qué coño está pasando?» por parte de Tom y de Victoria.

Centro toda la atención en la pantalla del ordenador e intento ignorar el dolor que aumenta en mi interior. Jesse tiene serios problemas con el control, o con el poder, como él lo llama. No puedo hacerlo, no puedo exponerme a que me rompan el corazón. Así es como va a terminar esto.

Suena el móvil y doy las gracias: una distracción de mi torbellino interior. Es el señor Van Der Haus. ¿Ya ha vuelto?

—¿Diga?

Su leve acento danés se desliza por el teléfono.

—Hola, Ava. ¿Qué te ha parecido la Torre Vida? Ingrid me ha comentado que la reunión fue muy bien.

¿Y me llama desde Dinamarca para preguntarme eso? ¿No podía esperar a su vuelta?

—Sí, muy bien. —No sé qué más decir.

—Espero que esa linda cabecita tuya esté llena de ideas. Tengo muchas ganas de reunirme contigo cuando vuelva al Reino Unido.

Me llama desde Dinamarca. Acaba de decir que mi cabeza es linda. Dios, no me bendigas con otro cliente inapropiado. Ya me está costando bastante lidiar con el que tengo ahora.

—Sí, también he recibido su correo. Le preparé algunos bocetos. —Casi he terminado con los bocetos y los tableros de inspiración. Se me ocurrió todo de repente, en un instante en que mi cerebro no estaba monopolizado por cierto cliente.

—¡Excelente! Estaré de vuelta en Londres el viernes que viene. ¿Podremos reunirnos?

—Por supuesto. ¿Qué día te va mejor?

—Ingrid contactará contigo. Ella lleva mi agenda.

Hago un mohín. Qué suerte tener una persona dedicada a organizarte la vida. Ahora mismo, me encantaría contar con alguien así.

—Muy bien, señor Van Der Haus.

Chasquea la lengua.

—Por favor, Ava, llámame Mikael. Adiós.

—Adiós, Mikael.

Cuelgo y me siento a mi mesa mientras me doy golpecitos en un diente con la uña. No sé si es supercordial o más que cordial. Se lo tomó muy bien cuando rechacé su invitación a cenar, ¿me estoy imaginando las cosas? ¿Es culpa de Jesse o es que llevo «chica fácil» escrito en la frente? Instintivamente levanto el brazo y me rasco la cabeza. Jo, estoy hecha un lío.

Saco los dibujos para la Torre Vida y los esparzo encima de la mesa. Lápiz en mano, empiezo a hacer anotaciones. Oigo que se abre la puerta de la oficina pero no levanto la vista. Estoy en uno de esos momentos en los que las ideas fluyen. Es una distracción que agradezco y que me hacía falta.

—¡Ava! —me llama Tom—. ¡Es para tiiiiiiiii!

Levanto la cabeza y casi me caigo de la silla cuando veo a Jesse, tan pancho, en la entrada de la oficina. Ay, Dios. ¿Qué hace aquí?

Viene con toda la confianza del mundo hacia mi mesa, divino con sus vaqueros gastados, la camiseta blanca y el pelo alborotado. Me doy cuenta de que Tom y Victoria se ponen a dar golpecitos con sus bolígrafos en las mesas y lo siguen con la mirada. Incluso Sal se ha quedado parada, con un fax a medio enviar, y parece un poco confusa. Jesse se detiene al llegar a mi mesa. Le recorro el cuerpo con los ojos hasta encontrar su mirada verde, su expresión de cretino y una sonrisa de satisfacción que juguetea en la comisura de sus labios.

No sé a qué viene esto. No hace ni media hora que me ha dejado con las piernas temblorosas y la cabeza convertida en un torbellino, hecha un lío. Los temblores han vuelto, pero ahora me recorren todo el cuerpo; mi cabeza es una mezcla de caos e incertidumbre. ¿Qué está intentando demostrar?

—Señorita O’Shea —dice con calma.

—Señor Ward —lo saludo titubeante.

Lo miro inquisitivamente, pero no suelta prenda. Echo un vistazo a la oficina y veo tres pares de ojos que se vuelven hacia mí a intervalos regulares.

—¿No va a ofrecerme asiento?

Mi mirada vuelve de repente a Jesse. Señalo uno de los sillones negros semicirculares que hay al otro lado de mi mesa. Acerca uno y se sienta con parsimonia.

—¿Qué estás haciendo? —siseo tras inclinarme sobre la mesa.

Me suelta esa sonrisa llena de confianza en sí mismo y que derrite a cualquiera.

—He venido a pagar un recibo, señorita O’Shea.

—Ah.

Me reclino en mi asiento.

—¿Sally? —grito—. ¿Puedes atender al señor Ward, por favor? Le gustaría pagar el recibo que tiene pendiente.

Observo a Jesse revolverse ligeramente en el sillón y lanzarme una mirada de desaprobación. No es por llevarle la contraria, es que no soy yo la que se encarga del tema de los recibos; no sabría ni por dónde empezar.

—Por supuesto —contesta ella.

Entonces se da cuenta. ¡Sí! Es el mismo hombre que te chilló por teléfono, entró en la oficina como una apisonadora y te envió flores. ¡Por lo visto lo vuelvo loco! Le lanzo una mirada de «No preguntes» que hace que se vaya al archivador.

—Sally se ocupará de usted, señor Ward. —Sonrío educadamente.

Las cejas de Jesse le tocan el nacimiento del pelo y la arruga de la frente aparece en su sitio de siempre.

—Sólo tú —dice en voz baja, sólo para mis oídos.

No tiene intención alguna de marcharse. Se queda ahí sentado, tan a gusto y relajado, mirándome con detenimiento mientras Sally hace el idiota con el archivador.

«¡Date prisa!»

Estoy a punto de partir el lápiz en dos cuando oigo el familiar sonido de los pasos de Patrick detrás de mí. El día se está poniendo cada vez mejor.

—¿Ava?

Levanto la vista, nerviosa, y veo a Patrick de pie junto a mi mesa, mirándome con expectación. Muevo el lápiz para señalar a Jesse.

—Patrick, te presento al señor Ward, el dueño de La Mansión. Señor Ward, le presento a Patrick Peterson, mi jefe. —Lanzo a Jesse una mirada suplicante.

—Ah, señor Ward, su cara me suena. —Patrick le tiende la mano.

—Nos vimos un instante en el Lusso —dice Jesse, que se levanta y estrecha la mano a Patrick.

¿Ah, sí?

El símbolo de la libra esterlina aparece en las pupilas azules de Patrick; está encantado.

—¡Sí, usted compró el ático! —exclama con alegría.

Jesse asiente y noto que mi jefe ya no está tan preocupado por la factura pendiente. Sally se acerca con una copia del recibo pendiente y da un salto cuando Patrick se lo arranca de las manos pálidas y delicadas.

—¿No le has ofrecido nada al señor Ward? —le pregunta a la estupefacta Sally.

—No hace falta. Sólo he venido a saldar mi deuda. —Los tonos roncos de Jesse resuenan en mí cuando me siento, como si me hubieran pegado con velcro a la silla, para observar el intercambio cortés que tiene lugar ante mis ojos.

¿Cómo puede estar tan tranquilo? Aquí estoy yo, sentada, tensa de los pies a la cabeza, jugueteando nerviosa con el lápiz y con la boca cerrada a cal y canto. Es obvio que me siento incómoda, pero Patrick no parece darse cuenta.

Hace un gesto a Sally para que se marche.

—No debería haber venido sólo para esto. —Agita el recibo sin pagar en el aire.

Resoplo y luego toso para disimular mi reacción al tono informal de Patrick respecto al recibo sobre el que hace tan sólo unas horas rabiaba. Ahora todo es distinto.

—He estado fuera. Mis empleados lo pasaron por alto —explica Jesse.

Suelto un agradecido suspiro de alivio.

—Sabía que tenía que haber una explicación razonable. ¿Negocios o placer?

El interés de Patrick parece sincero, pero yo sé que no lo es. Está calculando mentalmente cuánto dinero ganará con Jesse. Es un hombre encantador, pero los beneficios lo vuelven loco.

Jesse me mira.

—Placer, sin duda —responde categóricamente.

Me encojo aún más en mi silla giratoria y noto que la cara se me pone de mil tonos de rojo. Ni siquiera puedo mirarlo a los ojos. ¿Qué se propone hacerme?

—Ya que estoy aquí, quisiera fijar algunas citas con la señorita O’Shea. Necesitamos darle una vuelta rápida a esto —añade con seguridad.

¡Ja! Me dan ganas de recordarle que, en teoría, no tiene que pedir citas para follarme. Pero si lo hiciera, sospecho que primero me despedirían y luego me esperaría un polvo para entrar en razón que superaría a todos los demás. Así que cierro el pico. ¿Citas? Este hombre es imposible.

—Por supuesto —responde Patrick—. ¿Está buscando un diseño, o una consulta de diseño y/o gestión del proyecto?

Pongo los ojos en blanco. Sé cuál es la respuesta a su pregunta. Después de ejecutar de forma perfecta y exasperada mi expresión de hartazgo, miro a Jesse y veo que él también me está mirando y que le cuesta no echarse a reír.

—El paquete completo —contesta.

¿Qué diablos significa eso?

—¡Genial! —aplaude Patrick—. Lo dejo con Ava. Ella lo cuidará bien.

Patrick le ofrece otra vez la mano, y Jesse la acepta con la mirada fija en mí.

No he estado nunca en una posición tan difícil en mi vida. No dejo de sudar, no puedo parar de mover la pierna y tengo la espalda tan pegada al respaldo de mi silla que es probable que me esté fusionando con el cuero.

—Sé que lo hará. —Sonríe y sus estanques verdes miran a Patrick—. Si me da los datos bancarios de su empresa, le haré una transferencia inmediata. También haré un pago por adelantado para la siguiente fase. Eso evitará futuros retrasos.

—Haré que Sally se los pase por escrito. —Patrick nos deja, pero no me relajo.

Jesse vuelve a sentarse delante de mí. Su rostro es demasiado atractivo y está más que contento gracias a mi estado de nervios. ¿«El paquete completo»? ¿«Placer, sin duda»? ¡Debería darle una y otra vez con el pisapapeles en la cabeza!

Me obligo a salir de mi momento de estupefacción, ordeno los dibujos que cubren mi mesa y saco la agenda.

—¿Cuándo te va bien? —pregunto.

Sé que sueno borde y muy poco profesional, pero me da igual. Está llevando demasiado lejos el asunto del poder.

—¿Cuándo te va bien a ti?

Lo miro y ahí está esa mirada verde y satisfecha. Compruebo la agenda.

—No te hablo —le espeto con bastante inmadurez.

—¿Y si gritas para mí?

Abro los ojos, perpleja.

—Tampoco.

—Eso va a complicar un poco los negocios —comenta con un mohín; las comisuras de sus labios bailan.

—¿Serán negocios, señor Ward, o placer?

—Siempre placer —contesta, enigmático.

—Eres consciente de que me estás pagando para que me acueste contigo —siseo—. ¡Lo cual me convierte en una puta!

Una expresión de enfado le cruza la cara y se inclina hacia mí desde su sillón.

—Cállate, Ava —me advierte—. Y, para que lo sepas, después gritarás. —Vuelve a reclinarse en el sillón—. Cuando hagamos las paces.

Suelto un profundo suspiro. Lo mejor para todos sería que mandara a la porra este proyecto ahora mismo. Patrick se moriría del susto, pero da igual: haga una cosa o la otra, voy a acabar mal. Si continúo así, van a pillarme. Y entonces sí que va a poder follarme cuando le dé la gana. Estoy perdiendo el control. ¿Perdiendo el control? Me río para mis adentros. ¿He tenido el control en algún momento desde que este hombre guapísimo entró en mi vida como un elefante en una cacharrería?

—¿Qué te hace tanta gracia? —me pregunta muy serio.

Me tomo mi tiempo para pasar las páginas de la agenda con brusquedad.

—Mi vida —murmuro—. ¿En qué día te pongo?

—No quiero que me anotes a lápiz. El lápiz puede borrarse. —Lo dice con suavidad y confianza. Levanto la mirada de la agenda y veo un rotulador negro permanente ante mis narices—. Todos los días —añade tan tranquilo.

—¿Cómo que todos los días? ¡No seas idiota! —le suelto con una voz un pelín demasiado alta.

Me dedica una sonrisa arrebatadora y quita la capucha al rotulador. Se acerca, me roza la mano con los dedos y me arrebata la agenda. Me estremezco y me mira con cara de saber por qué. Busca la página de mañana y, con calma, traza una línea en el medio y escribe «Señor Ward» en grandes letras negras. Pasa las del fin de semana.

—Los fines de semana ya eres mía —dice para sí.

¿Cómo? ¿Que soy qué? ¿Y eso quién lo dice?

Llega a la página del lunes y ve mi cita de las diez en punto con la señora Kent. Localiza una goma de borrar en mi bote de lápices y borra el apunte con cuidado. Me mira cuando se agacha para soplar los restos de la goma de la página. Está disfrutando, y yo continúo empotrada contra el respaldo de la silla mientras veo cómo me destroza la agenda de trabajo y al mismo tiempo intento evaluar hasta qué punto lo hace en serio. Me temo que lo hace muy en serio.

A continuación, traza una línea negra también en el lunes. ¿Qué está haciendo? Miro hacia la oficina y veo que mis compañeros se han cansado del espectáculo de Jesse y Ava y se han concentrado en el trabajo.

—¿Qué haces? —le pregunto con calma.

Hace una pausa y me mira.

—Estoy anotando mis citas.

—¿No te basta con controlar mi vida social? —Me sorprende lo serena que suena mi voz. Me siento como si me hubiera atropellado un camión. Este hombre tiene una cara dura y una confianza en sí mismo sin igual—. Creía que no pedías citas para follarme.

—Vigila esa boca —me advierte—. Ya te lo he dicho antes, Ava: haré lo que haga falta.

—¿Para qué? —Mi voz es apenas un susurro.

—Para mantenerte a mi lado.

¿Quiere mantenerme a su lado? ¿Qué? ¿Por el sexo o por algo más? No se lo pregunto.

—¿Y si no quiero que me mantengas a tu lado? —le pregunto.

—Pero es lo que quieres que haga, Ava. Por eso me cuesta tanto entender que sigas resistiéndote a mí.

Vuelve a centrarse en mi agenda y en trazar una línea en todos los días del resto del año.

Cuando termina, la cierra y se pone de pie. Su autoconfianza no conoce fronteras. ¿Y cómo sabe que quiero que me mantenga a su lado? Tal vez no sea así. Jesús, estoy intentando engañarme a mí misma. Voy a tener que comprarme una agenda nueva. Me aplaudo mentalmente por guardar una copia de seguridad de mis citas en mi calendario online. Aunque es una medida cautelar por si pierdo la agenda, no por si me las borra un maníaco controlador e irracional.

—¿A qué hora sales de trabajar? —pregunta.

—A eso de las seis. —No puedo creerme que le haya contestado sin dudar ni un segundo.

—A eso de las seis —repite, y acerca la mano a mi mesa. ¿Quiere que le dé un apretón de manos? Estiro la mía, dejándole muy claro que no quiero que tiemble, y la coloco cuidadosamente en la suya. Un cosquilleo familiar recorre mi ser a toda velocidad cuando nuestras manos se tocan y sus dedos me rozan la muñeca mientras me acaricia el centro de la palma.

Levanto la cabeza para mirarlo.

—¿Lo ves? —susurra antes de apartarse, salir de mi despacho y recoger el sobre de la mesa de Sally antes de marcharse.

«¡Es increíble!» El corazón me convulsiona en el pecho y un sudor incómodo me empapa cuando me siento delante de la mesa y me abanico la cara como una posesa con el posavasos de la taza de café. ¿Cómo me hace las cosas que me hace? Tom me mira con los ojos muy abiertos y una expresión de «Guaaaaau» en la cara. Suelto una larga bocanada de aire desde el fondo de los pulmones para intentar regular mi corazón desbocado. ¿Quiere conservarme? ¿Qué? ¿Conservarme y controlarme, conservarme para quererme o conservarme para follarme? Ya me ha follado hasta hacerme perder la cabeza. Debe de haberlo conseguido, porque siempre vuelvo a por más. No, yo no vuelvo a por más. Él me hace volver a por más. ¿Me está forzando a volver a por más o soy yo la que vuelve por voluntad propia? Buf, ya no lo sé. Dios, ¡soy un puto desastre!

Guardo los dibujos de la Torre Vida antes de mirar mi agenda en el correo electrónico para poder volver a anotar mis citas en la de papel.

Estoy en un buen lío. Pero tiene toda la razón… Quiero que me conserve. Soy completamente adicta.

Lo necesito.