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En la rue Moscat, en el 12, se encontró con el taller de un sastre. Le dijeron que Madame Blanche no vivía allí desde hacía años. Consiguió averiguar que se había mudado a París, donde se había convertido en mantenida de un hombre muy importante, un político, quizá.

Hervé Joncour se fue a París.

Tardó seis días en descubrir dónde vivía. Le envió una nota, rogándole que le recibiera. Ella le respondió que le esperaba a las cuatro del día siguiente. Con puntualidad, él subió al segundo piso de un elegante edificio en el Boulevard des Capucines. Le abrió la puerta una camarera. Lo condujo al salón y le rogó que se acomodara. Madame Blanche apareció vestida con un traje muy elegante y muy francés. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, como exigía la moda parisina. No llevaba anillos de flores azules en los dedos. Se sentó enfrente de Hervé Joncour sin decir una palabra. Y se quedó esperando.

Él la miró a los ojos. Pero como habría podido hacerlo un niño.

—Aquella carta la escribisteis vos, ¿verdad?

Dijo.

—Hélène os pidió que la escribierais y vos lo hicisteis.

Madame Blanche permaneció inmóvil, sin bajar la vista, sin revelar el más mínimo estupor.

Después, lo que dijo fue

—No fui yo quien la escribió.

Silencio.

—Aquella carta la escribió Hélène.

Silencio.

—La traía ya escrita cuando vino a verme. Me pidió que la copiara en japonés. Y yo lo hice. Ésa es la verdad.

Hervé Joncour comprendió en aquel instante que continuaría oyendo aquellas palabras durante el resto de su vida. Se levantó, pero permaneció quieto, en pie, como si hubiera olvidado, de repente, adónde iba. Le llegó, como de lejos, la voz de Madame Blanche.

—Quiso incluso leérmela, aquella carta. Tenía una voz muy hermosa. Y leía aquellas palabras con una emoción que no he conseguido olvidar. Era como si fueran de verdad suyas.

Hervé Joncour estaba cruzando la habitación, con pasos lentísimos.

—¿Sabéis, monsieur?, yo creo que ella hubiera deseado, más que cualquier otra cosa, ser aquella mujer. Vos no podéis comprenderlo. Pero yo la oí leer aquella carta. Yo sé que es así.

Hervé Joncour había llegado a la puerta. Apoyó la mano en el picaporte. Sin darse la vuelta, dijo suavemente

—Adiós, madame.

No volvieron a verse nunca más.