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Tres años después, en el invierno de 1874, Hélène enfermó de unas fiebres cerebrales que ningún médico consiguió explicar ni curar. Murió a principios de marzo, un día en que llovía.

A acompañarla, en silencio, por la alameda del cementerio, acudió toda Lavilledieu: porque era una mujer apacible, que no había sembrado dolor.

Hervé Joncour hizo esculpir sobre su tumba una sola palabra.

Hélas.

Dio las gracias a todos, dijo mil veces que no necesitaba nada y volvió a su casa. Jamás ésta le había parecido tan grande; y jamás tan ilógico su destino.

Puesto que la desesperación era un exceso que no le pertenecía, se volvió hacia lo que había quedado de su vida y empezó de nuevo a ocuparse de ello, con la inquebrantable tenacidad de un jardinero en su trabajo la mañana siguiente a una tempestad.