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Hervé Joncour pasó los años que siguieron escogiendo para sí la vida límpida de un hombre ya sin necesidades. Sus días transcurrían bajo la tutela de una mesurada emoción. En Lavilledieu la gente volvió a admirarle, porque en él les parecía advertir un modo exacto de estar en el mundo. Decían que era así también de joven, antes del Japón.

Con su mujer, Hélène, tomó la costumbre de realizar, cada año, un pequeño viaje. Vieron Nápoles, Roma, Madrid, Munich, Londres. Un año llegaron hasta Praga, donde todo parecía teatro. Viajaban sin fechas y sin programas. Todo les sorprendía; en secreto, incluso su propia felicidad. Cuando sentían nostalgia del silencio, volvían a Lavilledieu.

Si se lo hubieran preguntado, Hervé Joncour habría respondido que vivirían así para siempre. Tenía consigo la indestructible calma de los hombres que se sienten en su lugar. De vez en cuando, en los días de viento, bajaba a través del parque hasta el lago, y permanecía allí durante horas, en la orilla, mirando cómo la superficie del agua se agitaba, formando figuras imprevisibles que brillaban sin orden en todas direcciones. El viento era uno solo, pero sobre aquel espejo de agua parecían miles los que soplaban. De todas partes. Un espectáculo. Leve e inexplicable.

De vez en cuando, en los días de viento, Hervé Joncour bajaba hasta el lago y pasaba horas mirándolo, puesto que, dibujado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.