Cuando despertó, vio que en torno a él la aldea estaba a punto de ponerse en marcha. Las tiendas ya no estaban. El palanquín permanecía todavía allí, abierto. La gente subía a los carros, silenciosa. Se levantó y miró a su alrededor largo rato, pero los únicos ojos que se cruzaban con los suyos eran de sesgo oriental, y se inclinaban enseguida. Vio hombres armados y niños que no lloraban. Vio los rostros mudos que tiene la gente cuando es gente que huye. Y vio un árbol al borde del camino. Y colgado de una rama, ahorcado, al chico que le había conducido hasta allí.
Hervé Joncour se acercó y durante unos instantes permaneció mirándole, como hipnotizado. Después desató la cuerda atada al árbol, recogió el cuerpo del chico, lo depositó en el suelo y se arrodilló a su lado. No conseguía apartar los ojos de aquel rostro. De este modo, no vio que la aldea se ponía en marcha, sino que alcanzó a oír solamente, como lejano, el bullicio de aquella procesión que desfilaba rozándole por el camino. Ni siquiera levantó la vista cuando oyó la voz de Hara Kei, a un paso de él, que decía
—El Japón es un país antiguo, ¿sabéis? Sus leyes son antiguas: dicen que hay doce crímenes por los que es lícito condenar a muerte a un hombre. Y uno de ellos es llevar un mensaje de amor de la propia ama.
Hervé Joncour no apartó los ojos del chico asesinado.
—No llevaba mensajes de amor consigo.
—Él era un mensaje de amor.
Hervé Joncour notó cómo algo le presionaba la cabeza y le obligaba a inclinarla hacia el suelo.
—Es un fusil, francés. No levantéis la vista, os lo ruego.
Hervé Joncour tardó en comprender. Después oyó, en el murmullo de aquella procesión que huía, el sonido dorado de miles de minúsculas campanillas que se acercaba, poco a poco, avanzaba por el camino hacia él, paso a paso, y aunque en sus ojos no hubiera más que aquella tierra oscura, podía imaginar el palanquín, balanceándose como un péndulo, y casi verlo recorrer el camino metro tras metro, acercándose, lenta pero implacablemente, llevado por aquel sonido, que se hacía cada vez más fuerte, intolerablemente fuerte, siempre más cerca, tan cerca que podía rozarlo, un dorado estruendo, justo delante de él, ahora sí, exactamente delante de él —en aquel momento— aquella mujer —delante de él.
Hervé Joncour levantó la cabeza.
Telas maravillosas, seda, todas alrededor del palanquín, miles de colores, naranja, blanco, ocre, plateado, ni una ranura en aquel nido maravilloso, sólo el susurro de aquellos colores ondulando en el aire, impenetrables, más ligeros que la nada.
Hervé Joncour no sintió que ninguna explosión deshiciera su vida. Sintió cómo aquel sonido se alejaba, que el cañón del fusil se separaba de él y la voz de Hara Kei que decía despacio
—Marchaos, francés. Y no volváis nunca más.