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Viajaron durante días, hacia el norte, por las montañas. Hervé Joncour no sabía adónde se dirigían, pero dejó que el chico le guiara, sin intentar preguntarle nada. Encontraron dos aldeas. La gente se escondía en las casas. Las mujeres escapaban corriendo. El chico se divertía como loco gritándoles cosas incomprensibles. No tenía más de catorce años. Tocaba constantemente un pequeño instrumento de bambú, con el que reproducía el canto de todos los pájaros del mundo. Tenía el aspecto de estar haciendo la cosa más hermosa de su vida.

El quinto día llegaron a la cima de una colina. El chico señaló un punto, delante de ellos, en el camino que descendía hasta el valle. Hervé Joncour cogió el catalejo y lo que vio fue una especie de desfile: hombres armados, mujeres y niños, carros, animales. Una aldea entera en marcha. A caballo, vestido de negro, Hervé Joncour vio a Hara Kei. Detrás de él se balanceaba un palanquín cubierto en sus cuatro lados por telas de colores llamativos.