Hervé Joncour esperó durante un par de horas. Después lo acompañaron por un largo pasillo hasta la última puerta. La abrió y entró.
Madame Blanche estaba sentada en una gran butaca, junto a la ventana. Vestía un kimono de tela ligera completamente blanco. En los dedos, como si fueran anillos, llevaba unas pequeñas flores de color azul intenso. El cabello negro, reluciente; el rostro oriental, perfecto.
—¿Qué os hace pensar que sois lo suficientemente rico como para acostaros conmigo?
Hervé Joncour permaneció de pie, frente a ella, con el sombrero en la mano.
—Necesito que me hagáis un favor. No me importa el precio.
Después sacó del bolsillo interior de la chaqueta una pequeña hoja de papel, doblada en cuatro, y se la tendió.
—Tengo que saber qué es lo que hay escrito.
Madame Blanche no se movió ni un milímetro. Tenía los labios entrecerrados, parecían la prehistoria de una sonrisa.
—Os lo ruego, madame.
No había ningún motivo en el mundo para que lo hiciera. Sin embargo, cogió la hoja de papel, la abrió, la miró. Levantó los ojos hacia Hervé Joncour, volvió a bajarlos. Dobló de nuevo la hoja, lentamente. Cuando se adelantó para devolvérsela, el kimono se le entreabrió apenas, a la altura del pecho. Hervé Joncour vio que no llevaba nada debajo, y que su piel era joven y de un blanco inmaculado.
—Regresad o moriré.
Lo dijo con voz fría, mirando a Hervé Joncour a los ojos y sin dejar escapar el menor gesto.
Regresad o moriré.
Hervé Joncour volvió a meter el papel en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Gracias.
Esbozó una pequeña reverencia, después se dio la vuelta, se dirigió hacia la puerta y quiso dejar algunos billetes en la mesa.
—Dejadlo estar.
Hervé Joncour dudó un instante.
—No hablo del dinero. Hablo de esa mujer. Dejadlo estar. No morirá y vos lo sabéis.
Sin volverse, Hervé Joncour depositó los billetes en la mesa, abrió la puerta y se marchó.