La mañana del último día, Hervé Joncour salió de su casa y comenzó a vagar por la aldea. Se cruzaba con hombres que se inclinaban a su paso y mujeres que, bajando la mirada, le sonreían. Comprendió que se hallaba en las inmediaciones de la residencia de Hara Kei cuando vio una gigantesca jaula que guardaba un increíble número de pájaros de todo tipo: un espectáculo. Hara Kei le había contado que se los había hecho traer de todas las partes del mundo. Había algunos que valían más que toda la seda que Lavilledieu podía producir en un año. Hervé Joncour se paró a contemplar aquella magnifica locura. Se acordó de haber leído en un libro que los hombres orientales, para honrar la fidelidad de sus amantes, no solían regalarles joyas, sino pájaros refinados y bellísimos.
La residencia de Hara Kei parecía sumergida en un lago de silencio. Hervé Joncour se acercó y se detuvo a pocos metros de la entrada. No había puertas, y sobre las paredes de papel aparecían y desaparecían sombras que no emitían ruido alguno. No parecía vida: si había un nombre para todo aquello, era teatro. Sin saber qué hacer, Hervé Joncour permaneció esperando: inmóvil, de pie, a pocos metros de la casa. Durante todo el tiempo que le concedió al destino, únicamente sombras y silencio fue lo que se filtró de aquel singular escenario. De modo que, al final, Hervé Joncour se dio la vuelta y reemprendió su camino, veloz, hacia su casa. Con la cabeza inclinada, miraba sus propios pasos ya que eso lo ayudaba a no pensar.