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Al hombre más inexpugnable del Japón, al amo de todo lo que el mundo conseguía arrancar de aquella isla, Hervé Joncour intentó explicarle quién era. Lo hizo en su lengua, hablando lentamente, sin saber con precisión si Hara Kei era capaz de entenderlo. Instintivamente renunció a cualquier clase de prudencia, refiriendo simplemente, sin invenciones y sin omisiones, todo aquello que era cierto. Exponía uno tras otros pequeños detalles y cruciales acontecimientos con la misma voz y gestos apenas esbozados, imitando el hipnótico discurrir, melancólico y neutral, de un catálogo de objetos salvados de un incendio. Hara Kei escuchaba, sin que la sombra de un gesto descompusiera los rasgos de su rostro. Mantenía los ojos fijos en los labios de Hervé Joncour como si fueran las últimas líneas de una carta de despedida. En la habitación todo estaba tan silencioso e inmóvil que pareció un hecho desmesurado lo que acaeció inesperadamente, y que sin embargo no fue nada.

De pronto,

sin moverse lo más mínimo,

aquella muchacha

abrió los ojos.

Hervé Joncour no dejó de hablar, pero bajó la mirada instintivamente hacia ella y lo que vio, sin dejar de hablar, fue que aquellos ojos no tenían sesgo oriental, y que se hallaban dirigidos, con una intensidad desconcertante, hacia él: como si desde el inicio no hubieran hecho otra cosa, por debajo de los párpados. Hervé Joncour dirigió la mirada a otra parte con toda la naturalidad de que fue capaz, intentando continuar su relato sin que nada en su voz pareciera diferente. Se interrumpió solo cuando sus ojos repararon en la taza de té posada en el suelo frente a él. La cogió con una mano, la llevó hasta los labios y bebió lentamente. Reemprendió su relato, mientras la posaba de nuevo frente a sí.