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Se descorrió un panel de papel de arroz y Hervé Joncour entró. Hara Kei estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo, en la esquina más alejada de la habitación. Vestía una túnica oscura, no llevaba joyas. El único signo visible de su poder era una mujer tendida junto a él, inmóvil, con la cabeza apoyada en su regazo, los ojos cerrados, los brazos escondidos bajo el amplio vestido rojo que se extendía a su alrededor, como una llama, sobre la estera color ceniza. Él le pasaba lentamente una mano por los cabellos: parecía acariciar el pelaje de un animal precioso y adormecido.

Hervé Joncour atravesó la habitación, esperó una señal del anfitrión, y se sentó frente a él. Permanecieron en silencio, mirándose a los ojos. Entró un sirviente, imperceptible, y dejó frente a ellos dos tazas de té. Después desapareció en la nada. Entonces Hara Kei empezó a hablar, en su lengua, con una voz cantarina que se diluía en una especie de falsete fastidiosamente artificioso. Hervé Joncour escuchaba. Mantenía los ojos fijos en los de Hara Kei y sólo por un instante, casi sin darse cuenta, los bajó hasta el rostro de la mujer.

Era el rostro de una muchacha joven.

Volvió a levantarlos.

Hara Kei se detuvo, levantó una de las tazas de té, la llevó a los labios, dejó pasar unos instantes y dijo

—Intentad explicarme quién sois.

Lo dijo en francés, arrastrando un poco las vocales, con una voz ronca, veraz.