Baldabiou conocía todas estas historias. Sobre todo conocía una leyenda que se oía repetidas veces entre quienes habían estado tan lejos. Decía que en aquella isla se producía la seda más bella del mundo. Lo hacían desde hacía más de mil años, según ritos y secretos que habían alcanzado una mística exactitud. Lo que Baldabiou pensaba es que no se trataba de una leyenda, sino de la pura y simple verdad. Una vez había tenido entre sus dedos un velo tejido con hilo de seda japonés. Era como tener la nada entre los dedos. Así, cuando parecía que todo se iba al diablo por aquella historia de la pebrina y de los huevos enfermos, lo que pensó fue: «Esa isla está llena de gusanos de seda. Y una isla a la que en doscientos años no han conseguido llegar ni un comerciante chino ni un asegurador inglés es una isla a la que no llegará nunca ninguna enfermedad».
No se limitó a pensarlo: se lo dijo a todos los productores de seda de Lavilledieu, después de haberlos convocado en el café de Verdun. Ninguno de ellos había oído jamás hablar del Japón.
—¿Tendremos que atravesar el mundo para ir a comprar unos huevos como Dios manda a un lugar donde si ven a un extranjero lo ahorcan?
—Lo ahorcaban —puntualizó Baldabiou.
No sabían que pensar. A alguno se le ocurrió una objeción.
—Habrá algún motivo por el cual a nadie en el mundo se le ha ocurrido ir hasta allí a comprar los huevos.
Baldabiou podía haberse pavoneado recordando que en el resto del mundo no había ningún otro Baldabiou. Pero prefirió presentar las cosas tal como eran.
—Los japoneses se han resignado a vender su seda. Pero los huevos, ésa es otra historia. Los huevos no los sueltan. Y si intentas sacarlos de la isla estás cometiendo un crimen.
Los productores se seda de Lavilledieu eran, quien más quien menos, gente de bien, y nunca habrían pensado en infringir ninguna de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en la otra punta del mundo, sin embargo, les pareció razonablemente sensata.