—Casi todo el mundo —dijo en voz baja Baldabiou—. Casi —vertiendo dos dedos de agua en su Pernod.
Noche de agosto, después de medianoche. A aquella hora, normalmente, Verdun ya habría cerrado desde hacía rato. Las sillas estaban colocadas boca abajo, en orden, sobre las mesas. Había limpiado la barra y todo lo demás. No faltaba más que apagar la luz y cerrar. Pero Verdun esperaba: Baldabiou estaba hablando.
Sentado frente a él, Hervé Joncour, con un cigarrillo apagado entre los labios, escuchaba, inmóvil. Como ocho años antes, dejaba que aquel hombre reescribiera ordenadamente su destino. La voz le llegaba débil y nítida, escandida por periódicos sorbos de Pernod. No se detuvo durante minutos y minutos. La última cosa que le dijo fue
—No hay elección. Si queremos sobrevivir, tenemos que llegar hasta allí.
Silencio.
Verdun, apoyado en la barra, levantó la mirada hacia los dos.
Baldabiou se empeñó en encontrar todavía un sorbo de Pernod en el fondo del vaso.
Hervé Joncour dejó el cigarrillo en el borde de la mesa antes de decir
—¿Y dónde quedaría, exactamente, ese Japón?
Baldabiou levantó el extremo de su bastón, apuntando con él más allá de los tejados de Saint-August.
—Siempre recto.
Dijo.
—Hasta el fin del mundo.