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—¿Cómo es África? —le preguntaban.

—Cansa.

Tenía una gran casa en las afueras del pueblo y un pequeño taller en el centro, justo enfrente de la casa abandonada de Jean Berbeck.

Jean Berbeck había decidido un día que no hablaría nunca más. Mantuvo su promesa. Su mujer y sus dos hijas lo abandonaron. Él murió. Nadie quiso su casa, así que ahora era una casa abandonada.

Comprando y vendiendo gusanos de seda, las ganancias de Hervé Joncour ascendían cada año lo suficiente como para procurarse a sí mismo y a su mujer esas comodidades que en provincias se tiende a considerar lujos. Gozaba discretamente de sus posesiones y la perspectiva, verosímil, de acabar siendo realmente rico lo dejaba completamente indiferente. Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla.

Habrán observado que son personas que contemplan su destino de la misma forma en que la mayoría acostumbra contemplar un día de lluvia.