Marius contempló la nieve a través del ventanal.
Thorne estaba sentado junto al fuego que se extinguía, observando a Marius.
—Te agradezco que hayas desgranado para mí esa larga y hermosa historia que me ha atrapado desde el principio —dijo Thorne.
—¿De veras? —preguntó Marius con voz queda—. Quizás ahora me sienta atrapado en mi odio hacia Santino.
—Pero Pandora estaba contigo —comentó Thorne—. Te reuniste de nuevo con ella. ¿Por qué no está en estos momentos contigo? ¿Qué ocurrió?
—Me reuní con Pandora y Amadeo —respondió Marius—. Sucedió a lo largo de aquellas noches. Desde entonces los he visto con frecuencia. Pero soy un ser herido. Fui yo quien me separé de ellos. Pude haber ido a reunirme con Lestat y los que permanecen junto a él. Pero no lo hice.
»Mi alma todavía se resiente de las desgracias que he sufrido. No sé qué me causa más dolor, si la pérdida de mi diosa o mi odio hacia Santino. Ella ha desaparecido de mi lado para siempre. Pero Santino aún vive.
—¿Por qué no acabas con él de una vez por todas? —preguntó Thorne—. Te ayudaré a encontrarlo.
—Puedo hacerlo yo mismo —contestó Marius—. Pero sin el permiso de ella, no puedo destruirlo.
—¿De Maharet? —preguntó Thorne—. ¿Por qué?
—Porque es la más anciana de nosotros, ella y su hermana muda, y debemos tener algún líder. Mekare no puede hablar, y aunque pudiera, es probable que no supiera expresarse verbalmente. De modo que la que manda es Maharet. Y aunque se negara a darme su autorización o a juzgar el caso, debo plantearle la cuestión.
—Comprendo —dijo Thorne—. En mis tiempos, nos reuníamos para resolver esos asuntos, y un hombre podía exigir una indemnización a otro que le había perjudicado.
Marius asintió con la cabeza.
—Creo que debo matar a Santino —murmuró—. Con los otros estoy en paz, pero deseo acabar con él.
—Teniendo en cuenta lo que me has contado, me parece lógico —dijo Thorne.
—He llamado a Maharet —dijo Marius—. Le he informado de que estás aquí y andas buscándola. Le he dicho que debo hablar con ella sobre Santino. Estoy ansioso de oír sus sabias palabras. Deseo que sus ojos mortales y cansados me miren con compasión.
«Recuerdo la brillante resistencia que opuso a la Reina. Recuerdo su fuerza, que creo necesitar en estos momentos… Quizás haya logrado encontrar los ojos de un bebedor de sangre y no tenga que seguir sufriendo con los ojos de sus víctimas humanas.
Después de reflexionar unos momentos, Thorne se levantó del sofá y se acercó al ventanal junto al que estaba Marius.
—¿Has oído su respuesta a tu llamada? —preguntó sin poder ocultar su emoción—. Deseo verla. Debo verla.
—¿Es que no te he enseñado nada? —replicó Marius volviéndose hacia Thorne—. ¿No te he enseñado a recordar a esas tiernas y complicadas criaturas con amor? Puede que no. Pensé que ésa era la lección que habrías extraído de mis historias.
—Y así es —contestó Thorne—. La amo, te lo aseguro, en la medida en que es la tierna y complicada criatura que has descrito, pero soy un guerrero, jamás estuve destinado a la eternidad. El odio que tú sientes hacia Santino es comparable a la pasión que yo siento por ella, y la pasión puede ser maligna o benigna. No puedo remediarlo.
Marius meneó la cabeza.
—Si Maharet se presenta ante nosotros —dijo—, te perderé. Como te he dicho, jamás conseguirás lastimarla.
—Es posible —contestó Thorne—. Sea como fuere, debo verla. Maharet sabe el motivo por el que he venido y es ella quien tiene la última palabra.
—Vamos —dijo Marius—, ha llegado el momento de ir a descansar. Oigo voces extrañas en la atmósfera matutina. Y siento el deseo imperioso de dormir.
Cuando Thorne se despertó, comprobó que se hallaba dentro de un cómodo ataúd de madera.
Sin experimentar ningún temor, alzó la tapa con facilidad, la apartó a un lado y se incorporó para contemplar la habitación en la que se encontraba.
Era una especie de cueva, y más allá de la misma oyó el estrepitoso coro de una selva tropical.
Percibió todas las fragancias de la frondosa selva, que le parecieron a un tiempo deliciosas y extrañas. Comprendió que eso sólo podía significar una cosa: que Maharet lo había trasladado a su escondite.
Thorne salió del ataúd tan airosamente como pudo y se encontró en una gigantesca estancia repleta de bancos de piedra. La estancia estaba rodeada por tres lados por una delgada tela metálica que la separaba de la impenetrable y animada selva y a través de la cual se filtraba una sutil lluvia que le refrescó.
Al mirar a derecha e izquierda, Thorne vio unas entradas a otros espacios abiertos. Siguiendo los sonidos y los olores, como haría cualquier bebedor de sangre, avanzó hacia la derecha hasta penetrar en una sala enorme donde se hallaba sentada su creadora tal como la había visto desde el comienzo de su larga vida, ataviada con un bonito vestido de lana color púrpura, arrancándose cabellos rojos de la cabeza y tejiéndolos con su huso y su rueca.
Durante unos momentos, se quedó contemplándola, como si no diera crédito a lo que veían sus ojos.
Y ella, de perfil, sabiendo que él estaba ahí, siguió con su labor sin decirle una sola palabra.
Thorne vio a Marius al otro lado de la habitación, sentado en un banco, y entonces reparó en que junto a él estaba sentada una mujer bellísima de porte majestuoso. Sin duda era Pandora. La reconoció por su cabellera castaña. Y al otro lado de Marius estaba sentado el muchacho de pelo castaño rojizo que aquél le había descrito: Amadeo.
Pero había otra criatura en la habitación, un ser de pelo negro que sin duda era Santino. Estaba cerca de Maharet, y cuando Thorne entró, hizo un gesto como para apartarse de él; luego miró a Marius y pareció recobrar su postura inicial, tras lo cual se inclinó hacia Maharet como implorándole, desesperado.
«Cobarde», pensó Thorne, pero no dijo nada.
Maharet volvió la cabeza lentamente hasta ver a Thorne, de forma que éste vio sus ojos (unos ojos humanos), tristes y llenos de sangre, como de costumbre.
—¿Qué puedo darte, Thorne, para serenar de nuevo tu alma? —preguntó Maharet.
Thorne meneó la cabeza. Pidió silencio, no para provocarla sino para rogar que le escuchara.
Entretanto, Marius se levantó y Pandora y Amadeo hicieron lo propio.
—He reflexionado largo y tendido sobre la cuestión —dijo Marius sin apartar los ojos de Santino—. No puedo acabar con él si tú me lo prohíbes. No quiero destruir la paz con esa acción. Estoy convencido de que debemos vivir conforme a unas reglas, so pena de que todos perezcamos.
—Asunto resuelto —declaró Maharet; el sonido familiar de su voz le provocó a Thorne un escalofrío—. Jamás consentiré que destruyas a Santino. Sí, te causó graves daños, lo cual es reprobable, y te he oído describir por las noches tus sufrimientos a Thorne. He escuchado tus palabras con dolor. Pero no puedes destruirlo. Te lo prohíbo. Si me desobedeces, nadie será capaz de contener a nadie.
—Eso no puede ser —respondió Marius con el rostro sombrío y apenado, mirando a Santino con odio—. Debe haber alguien que contenga a los demás. Pero no soporto la idea de que siga viviendo después de lo que me hizo.
Ante el asombro de Thorne, el semblante juvenil de Amadeo mostraba tan sólo perplejidad.
En cuanto a Pandora, parecía triste y preocupada, como si temiera que Marius no cumpliera su palabra.
Pero Thorne sabía que la cumpliría.
Y mientras observaba detenidamente a aquella criatura de cabello negro, Santino se levantó del banco y retrocedió aterrorizado ante Thorne, señalándolo con el dedo.
Pero no fue lo suficientemente rápido.
Thorne envió toda su fuerza contra Santino y éste no pudo sino caer de rodillas y gritar una y otra vez: «¡Thorne!». Su cuerpo estalló, manó sangre de todos los orificios, de su pecho y su cabeza brotó violentamente fuego, y Santino se desplomó sobre el suelo de piedra, retorciéndose mientras las llamas lo devoraban.
Maharet profirió un angustioso alarido de dolor. Su gemela entró precipitadamente en la inmensa estancia, escrutándola con sus ojos azules para descubrir el motivo del dolor de su hermana.
Maharet se puso de pie, contemplando el montón de grasa y cenizas que había ante ella.
Thorne se volvió hacia Marius y observó una débil sonrisa de amargura en sus labios. Marius lo miró y asintió con la cabeza.
—No es preciso que me des las gracias —dijo Thorne.
Luego miró a Maharet, que no cesaba de llorar. Su hermana la abrazó con fuerza, implorándole en silencio que le explicara lo ocurrido.
—Es el wergeld, mi creadora —dijo Thorne—. Como se hacía en mis tiempos, me he cobrado el wergeld o indemnización por mi vida, que me arrebataste al transformarme en un bebedor de sangre. Me la he cobrado a través de Santino, matándolo bajo tu techo.
—Sí, y en contra de mi voluntad —exclamó Maharet—. ¡Has cometido un terrible error! Marius, tu amigo, te ha dicho que yo soy la encargada de gobernar e imponer el orden aquí.
—Si quieres gobernar, hazlo como creas oportuno —replicó Thorne—. No esperes que Marius te diga lo que debes hacer. ¡Mira tu preciado huso y tu rueca! ¿Cómo vas a proteger el germen sagrado si no tienes fuerzas para luchar contra quienes se oponen a ti?
Maharet no pudo responder. Thorne observó que Marius estaba furioso y que Mekare lo miraba con aire amenazador.
Thorne avanzó hacia Maharet sin apartar la vista de ella. Su suave rostro no mostraba indicio alguno de vida humana; sus ojos humanos parecían esculpidos en la cara de una estatua.
—Ojalá tuviera un cuchillo —dijo Thorne—, o una espada, o un arma que pudiera utilizar contra ti.
A continuación hizo lo único que podía hacer. La agarró por el cuello con ambas manos y trató de derribarla.
Era como agarrar una estatua de mármol.
Maharet profirió una frenética exclamación. Thorne no entendió las palabras, pero cuando Mekare le obligó suavemente a soltar a su hermana gemela, comprendió que había sido un grito de advertencia dirigido a él. Thorne agitó ambas manos, tratando de liberarse, pero fue inútil.
Esas dos gemelas eran imbatibles, tanto si estaban juntas como separadas.
—Basta, Thorne —gritó Marius—. Es suficiente. Maharet sabe lo que anida en tu corazón. Conténtate con eso.
Maharet se dejó caer sobre el banco y prorrumpió en sollozos. Su hermana Mekare, que no se apartaba de su lado, observó a Thorne con recelo.
Thorne notó que todos temían a Mekare menos él, y cuando pensó de nuevo en Santino, cuando contempló la mancha negra sobre las losas del suelo, experimentó un intenso gozo.
Thorne se acercó rápidamente a la hermana muda y le susurró unas apresuradas palabras al oído, unas palabras destinadas sólo a ella, confiando en que comprendiera el significado de las mismas.
Al cabo de unos segundos, Thorne comprendió que lo había captado. Mientras Maharet los observaba, perpleja, Mekare obligó a Thorne a arrodillarse. Luego le tomó la cara y la alzó hacia ella. Entonces Thorne sintió que le clavaba los dedos en las cuencas de los ojos y se los arrancaba.
—Sí, sí, bendigo esta oscuridad —dijo—, y las cadenas, te lo ruego, ponme las cadenas. Si no quieres ponérmelas, mátame.
A través de la mente de Marius, Thorne vio la imagen de sí mismo, ciego, tentando el aire. Vio la sangre deslizándose por su rostro. Vio a Maharet mientras Mekare trataba de insertarle los ojos de Thorne en las cuencas. Vio a esas dos mujeres, altas y delicadas, sujetándose mutuamente, una resistiéndose pero sin fuerzas, y la otra empeñada en llevar a cabo su propósito.
Entonces notó que los otros se habían congregado a su alrededor. Sintió la textura de sus prendas, el tacto suave de sus manos.
Oyó llorar a Maharet a lo lejos.
Le colocaron las cadenas alrededor del cuerpo. Thorne sintió los recios eslabones y comprendió que no podía soltarse. Le llevaron más lejos, a rastras, pero no protestó.
La sangre manaba de las cuencas de sus ojos. Lo sabía. Se hallaba en un lugar desierto y silencioso, encadenado, tal como había soñado. Pero ella no estaba junto a él. Estaba lejos. Percibió los sonidos de la selva. Añoró el frío del invierno; en aquel lugar hacía demasiado calor y el perfume de las flores lo abrumaba.
Pero ya se acostumbraría al calor. Y al intenso perfume de las plantas.
—Maharet —musitó.
Thorne vio lo que ellos veían de nuevo, en otra habitación, al mirarse unos a otros, mientras hablaban en voz baja sobre la suerte de Thorne sin explicarse lo sucedido. Supo que Marius suplicaba en su favor y supo que Maharet, a la que veía con toda nitidez a través de los ojos de los demás, estaba tan bella como cuando lo había creado.
De pronto, Maharet desapareció del grupo. Los otros siguieron hablando en la sombra, sin ella.
Entonces Thorne sintió la mano de Maharet sobre su mejilla. Sabía que era la suya. Reconoció la suave lana de su vestido. Reconoció sus labios cuando ella lo besó.
—Tienes mis ojos —dijo Thorne.
—Así es —afirmó Maharet—. Veo maravillosamente a través de ellos.
—¿Y estas cadenas están tejidas con tu pelo?
—Sí —contestó Maharet—. Las he tejido yo misma, del cabello a la hebra, de la hebra a la cuerda, de la cuerda a los eslabones.
—Mi dulce tejedora —dijo Thorne sonriendo—. A partir de ahora, cuando tejas esas cadenas, ¿permanecerás junto a mí? —preguntó.
—Sí —respondió Maharet—. Siempre.
21.20h.
19 de marzo de 2000