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Ascenso y caída de Akasha

Hace unos veinticinco años que traje a la Madre y al Padre a través del mar a América y a los gélidos eriales del norte, donde creé bajo el hielo una casa tecnológicamente espléndida, descrita por Lestat en La Reina de los Condenados y de la que se alzó la Reina.

Resumiré brevemente lo que allí se dice. Construí un magnífico y moderno santuario para el Rey y la Reina, provisto de una pantalla de televisión para que les proporcionara música y otros entretenimientos, así como «noticias» de todo el planeta.

En cuanto a mí, vivía solo en esta casa, disfrutando de un amplio número de estancias y bibliotecas caldeadas mientras leía (mi eterna afición), escribía o veía películas y documentales que me intrigaban.

Hice un par de breves apariciones en el mundo mortal como cineasta, pero en términos generales llevaba una vida solitaria y apenas sabía nada de los otros Hijos del Milenio.

Hasta el momento en que Bianca o Pandora decidieran reunirse de nuevo conmigo, ¿qué me importaban los demás? Por lo que respecta al vampiro Lestat, cuando irrumpió con su música rock me pareció de lo más divertido. ¿Qué mejor disfraz para un vampiro que el de un músico de rock?

Sin embargo, cuando aparecieron sus numerosos vídeos musicales, comprendí que se proponía mostrar con su música toda la historia que yo le había revelado. Y también comprendí que los bebedores de sangre diseminados por todo el mundo lo tenían en su punto de mira.

Se trataba de seres jóvenes de quienes no me ocupaba, y me asombró oírles alzar sus voces a través del don de la mente, buscando diligentemente a otros.

Con todo, no le di importancia. No sospeché que la música de Lestat pudiera afectar al mundo, ni al mundo de los mortales ni al nuestro, hasta la noche en que bajé al santuario subterráneo y vi a mi Rey, Enkil, un ser vacío, una mera cáscara, una criatura a la que habían succionado toda su sangre, sentado tan precariamente sobre el trono que cuando lo toqué con los dedos, cayó al suelo de mármol y su cabellera negra trenzada se deshizo.

Contemplé horrorizado aquel espectáculo. ¿Quién lo había hecho, quién le había succionado toda la sangre, quién lo había destruido?

¿Y dónde estaba mi Reina? ¿Acaso había corrido la misma suerte? ¿Era posible que la leyenda de los que debían ser custodiados fuera un fraude desde el principio?

Yo sabía que no era mentira y conocía al ser que había destruido a Enkil, el único ser en todo el mundo que poseía la astucia, la intimidad con el Rey, los conocimientos y el poder para llevar a cabo aquel acto.

Al cabo de unos segundos, me volví de espaldas a la cáscara de Enkil que yacía en el suelo y la vi a menos de un palmo de donde me hallaba. Me miró achicando sus ojos negros, rebosante de vida. Lucía el mismo atuendo regio con que yo la había vestido. Sus labios rojos formaron una sonrisa burlona y de pronto profirió una malévola carcajada.

La odié por aquella carcajada.

La temía y la odiaba por haberse reído de mí.

Mi sentido de posesión afloró inopinadamente, la sensación de que era mía y se había atrevido a encararse conmigo.

¿Dónde estaba la dulzura con la que yo había soñado? Me parecía vivir una pesadilla.

—Mi querido siervo —dijo Akasha—, ¡jamás has tenido el poder de detenerme!

Era inconcebible que esa criatura a la que había protegido a lo largo de los siglos pudiera encararse conmigo. Era inconcebible que ese ser al que adoraba se mofara de mí.

Balbucí unas apresuradas y patéticas palabras.

—Pero ¿qué es lo que quieres? —pregunté, tratando de comprender lo que estaba ocurriendo—. ¿Qué te propones?

Me asombró que Akasha se dignara responderme en tono burlón.

Su respuesta quedó sofocada por el ruido de la pantalla del televisor al estallar, el ruido del metal al partirse y del hielo al precipitarse.

Utilizando su incalculable poder, Akasha ascendió desde el sótano de la casa, haciendo que los muros, los techos y el hielo se desplomaran sobre mí.

Cuando me vi sepultado bajo el hielo, comencé a gritar pidiendo auxilio.

El reinado de la Reina de los Condenados había comenzado, aunque no fue ella misma quien adoptó ese nombre.

Tú mismo la viste recorrer el mundo. La viste asesinar a bebedores de sangre por doquier, a los bebedores de sangre que se negaban a capitular ante ella.

¿La viste cuando convirtió a Lestat en su amante? ¿La viste cuando trataba de aterrorizar a los mortales con absurdas exhibiciones de su trasnochado poder?

Durante ese tiempo, permanecí aplastado bajo el hielo (no comprendo por qué Akasha no acabó conmigo), enviándole a Lestat mensajes en los que le advertía del peligro que corría, en los que advertía a todos de que se hallaban en peligro. Y al mismo tiempo, suplicando a cualquier Hijo del Milenio que viniera para ayudarme a salir del abismo en el que me hallaba sepultado.

Mientras los llamaba con mi potente voz, pidiendo auxilio, empecé a sanar. Empecé a mover el hielo a mi alrededor.

Por fin acudieron a socorrerme dos bebedores de sangre. Capté la imagen de uno en la mente del otro. Me parecía imposible, pero el radiante rostro que vi en la mente del otro era el de mi Pandora.

Por fin, con ayuda de ambos, conseguí romper el hielo que me tenía aprisionado y salí de debajo del cielo ártico.

Tomé la mano de Pandora y la abracé, negándome durante unos instantes a pensar en nada, ni siquiera en mi feroz Reina y sus mortíferos ataques.

No hubo palabras, ni juramentos, ni negativas. Amaba a Pandora y ella lo sabía, y cuando alcé la cabeza, cuando desterré el dolor y el temor de mis ojos, vi que el bebedor de sangre que la había acompañado hasta el norte, el que había respondido a mi llamada de auxilio, no era otro que Santino.

Durante unos momentos, sentí un odio tan intenso que pensé en destruirlo por completo.

—No, Marius —dijo Pandora—, no puedes hacer eso. En estos momentos todos nos necesitamos. ¿Por qué crees que ha venido, si no es para compensarte por lo que te hizo?

Santino permanecía inmóvil en la nieve, vestido con su elegante atuendo mientras el viento agitaba su cabellera negra. Observé que estaba aterrorizado, pero no quería confesarlo.

—Con esto no me compensas por lo que me hiciste —le dije—. Pero sé que Pandora tiene razón, nos necesitamos todos, y por esa razón te perdono la vida.

Miré a mi amada Pandora.

—En estos momentos se ha constituido un consejo —dije— en una gran mansión del bosque situado en la costa, una casa con los muros de cristal. Iremos allí juntos.

Ya sabes lo que ocurrió a continuación. Nos sentamos en torno a una enorme mesa rodeados de secuoyas, como si fuéramos unos nuevos y apasionados fieles del bosque, y cuando la Reina se presentó con su plan para atacar al mundo, tratamos de razonar con ella.

Su sueño era convertirse en la Reina de los Cielos para la humanidad, aniquilar a millones de varones de corta edad y transformar su mundo en un «jardín» habitado por mujeres dulces y sumisas. Era una idea tan terrorífica como inviable.

Nadie se afanó más en hacerla desistir de su empeño que Maharet, tu creadora pelirroja, quien la censuró por pretender alterar el curso de la historia humana.

Yo mismo, recordando con amargura los maravillosos jardines que había contemplado cuando bebía su sangre, me arriesgué a ser víctima de su mortífero poder suplicándole reiteradamente que concediera al mundo la oportunidad de seguir su propio destino.

Era escalofriante ver a aquella estatua viviente hablándome con frialdad, pero con una voluntad inquebrantable y un desprecio absoluto. ¡Qué fines tan grandiosos y pérfidos se había fijado! ¡Matar a los niños varones y congregar en torno suyo a las mujeres, infundiéndoles una veneración supersticiosa!

¿Qué nos dio el valor para enfrentarnos a ella? No lo sé, salvo que sabíamos que debíamos hacerlo. Durante aquellos momentos, mientras ella nos amenazaba repetidamente con la muerte, pensé: «Yo pude haber evitado esto, pude haber impedido que ocurriera acabando con ella y con todos nosotros. Ahora, ella nos destruirá y seguirá perdurando, pues ¿quién va a impedírselo?».

En cierto momento, la Reina me golpeó furiosa e inopinadamente con el brazo, derribándome de espaldas. Santino acudió a socorrerme y le odié por ello, pero no era momento de odiar a nadie.

Finalmente, la Reina pronunció su condena contra nosotros. Si no nos aliábamos con ella, nos destruiría a todos, uno tras otro. Empezaría por Lestat, pues era quien le había infligido la peor ofensa: resistirse a ella. Haciendo gala de su valor, Lestat se había puesto de nuestra parte, suplicándole que entrara en razón.

En aquel terrible momento se alzaron los ancianos, los de la primera generación que habían sido transformados en bebedores de sangre durante la existencia de la Reina, y los Hijos del Milenio como Pandora, Mael, yo mismo y otros.

Pero, antes de que comenzara la feroz escabechina, apareció entre nosotros, subiendo estrepitosamente la escalera de hierro del recinto del bosque en el que nos habíamos reunido y deteniéndose en la puerta, la hermana gemela de Maharet, su hermana muda, a la que Akasha había arrancado la lengua: Mekare.

Fue ella quien, tras arrancarle a la Reina su larga y negra cabellera, le golpeó brutalmente la cabeza contra el muro de cristal, partiéndosela y separándola del tronco. Fueron ella y su hermana quienes se arrodillaron junto a la Reina decapitada para arrebatarle el germen sagrado de todos los vampiros.

Ignoro si le arrancaron el germen sagrado, la fatídica raíz, del corazón o el cerebro. Sólo sé que la muda Mekare se convirtió en su nuevo tabernáculo.

Maharet rodeó la cintura de Mekare con un brazo mientras ésta, que había salido de su atroz aislamiento en no sé qué lugar, se quedó con la vista fija en el infinito, como si sólo fuera consciente de su paz interior.

—Contemplad a la Reina de los Condenados —dijo Maharet.

Todo había terminado.

El reinado de mi amada Akasha, con sus esperanzas y sus sueños, había llegado súbitamente a su fin.

Y yo dejé de desplazarme por el mundo cargado con los que debían ser custodiados.

Fin de la historia de Marius