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El Vampiro Lestat

Como saben todos los que siguen nuestras crónicas vampíricas, me encontraba en la isla del mar Egeo, gobernando un mundo apacible formado por mortales, cuando Lestat, un joven vampiro que no hacía más de diez años que había recibido la sangre vampírica, empezó a llamarme con insistencia.

Debo precisar que defendía mi soledad con uñas y dientes. Ni siquiera la reciente aparición de Amadeo, que había abandonado la vieja secta de París para convertirse en director de un nuevo y extraño Théâtre des Vampires, había logrado sacarme de mi soledad.

Pues, aunque había espiado a Amadeo en más de una ocasión, no había visto en él más que la angustiosa tristeza que yo había experimentado en Venecia. Por lo tanto, prefería mi soledad a cortejarlo.

Pero, cuando capté la llamada de Lestat, presentí en él una poderosa e ilimitada inteligencia y le respondí de inmediato, rescatándolo de su primer auténtico retiro como bebedor de sangre y llevándolo a mi casa después de revelarle su ubicación.

Sentí un gran amor hacia Lestat y, tal vez impetuosamente, lo conduje en el acto al santuario. Observé, fascinado, cómo se acercaba a la Madre y la besaba.

No sé si fue su temeridad o la pasividad de Akasha lo que me dejó estupefacto. Pero ten la certeza de que estaba dispuesto a intervenir en caso de que Enkil tratara de atacarlo.

Cuando Lestat se retiró, cuando me dijo que la Madre le había confiado su nombre, me pilló desprevenido y fui presa de un violento ataque de celos. Pero negué ese sentimiento. Estaba muy enamorado de Lestat y me dije que ese presunto milagro en el santuario sólo podía tener buenas consecuencias, que ese joven bebedor de sangre quizá pudiera insuflar vida a nuestros Padres.

De modo que lo llevé al salón, como he descrito —y como ha descrito él—, y le conté la larga historia de mis inicios. Le conté la historia de la Madre y el Padre y su incesante inquietud.

Lestat se comportó como un espléndido discípulo durante las largas horas que charlamos. Jamás me había sentido tan compenetrado con un ser como con él. Ni siquiera con Bianca. Lestat había recorrido el mundo durante los diez años transcurridos desde que había recibido la sangre vampírica, había devorado las grandes obras literarias de muchas naciones y aportaba a nuestra conversación un vigor que yo no había observado en los otros seres a quienes había amado, ni siquiera en Pandora.

Pero la noche siguiente, cuando salí para despachar unos asuntos con mis súbditos mortales, que eran muy numerosos, Lestat bajó al santuario llevando consigo un violín que había pertenecido a Nicolás, su amigo y colega bebedor de sangre.

Remedando la habilidad de su antiguo amigo, Lestat se puso a tocar el violín apasionada y maravillosamente para los Padres Divinos.

Percibí la música que sonaba a pocos kilómetros de distancia. De pronto, oí una nota aguda que ningún mortal era capaz de entonar con la garganta. Me recordó el canto de las sirenas de la mitología griega, y mientras me preguntaba qué sonido era ése, la música cesó.

Me afané en salvar la distancia que me separaba de mi casa y lo que vi a través de la mente abierta de Lestat me dejó estupefacto.

Akasha se había levantado del trono y sostenía a Lestat en sus brazos, y al tiempo que éste bebía su sangre, Akasha bebía la de Lestat.

Di media vuelta y regresé a la carrera a mi casa. Pero, cuando bajé al santuario, la escena había cambiado fatalmente.

Enkil se había alzado y había apartado a Lestat violentamente de la Madre, quien gritaba suplicando por la vida de Lestat en un tono capaz de dejar sordo a cualquier mortal.

Bajé la escalera precipitadamente y comprobé que la puerta del santuario estaba cerrada para impedirme el paso. Empecé a aporrearla con todas mis fuerzas. Mientras tanto, vi en el interior de la capilla, a través de los ojos de Lestat, que Enkil había derribado a éste y, pese a los gritos desesperados de Akasha, estaba dispuesto a aplastarlo.

¡Qué angustiosos eran los gritos de Akasha pese al volumen de su voz!

—¡Enkil! —grité, desesperado—. Si le haces daño a Lestat, si lo matas, te arrebataré a Akasha para siempre y ella me ayudará a hacerlo. ¡Mi Rey, eso es lo que ella desea!

Apenas podía creer que hubiera pronunciado esas palabras, pero fueron las primeras que me vinieron a la mente y no tuve tiempo de calibrarlas.

La puerta del santuario se abrió de inmediato. El espectáculo que contemplé era terrorífico: dos seres blancos como el mármol, vestidos con su atuendo egipcio, Akasha con la boca goteando sangre y Enkil de pie, como si estuviera sumido en un profundo letargo.

Observé, horrorizado, que Enkil tenía el pie apoyado en el pecho de Lestat. Pero éste seguía vivo. Estaba indemne. En el suelo, junto a él, estaba el violín hecho añicos. Akasha tenía la mirada perdida en el infinito, como si no se hubiera despertado.

Avancé rápidamente y apoyé las manos en los hombros de Enkil.

—Retrocede, mi Rey —dije—. Retrocede. Has cumplido tu propósito. Te ruego que hagas lo que te pido. Sabes que respeto tu poder.

Enkil retiró lentamente el pie del pecho de Lestat, impávido, moviéndose lenta y torpemente, como de costumbre, y poco a poco logré apartarlo de los escalones de la tarima. El Rey se volvió pausadamente para salvar los dos escalones y se sentó en su trono. Yo me apresuré a arreglar sus ropas con esmero.

—Corre, Lestat —dije con firmeza—. No me hagas preguntas. Aléjate corriendo.

Cuando Lestat me hubo obedecido, me volví hacia Akasha.

Permanecía de pie, como sumida en un ensueño. Apoyé las manos con delicadeza sobre sus brazos.

—Hermosa mía —murmuré—, mi soberana. Permite que te ayude a regresar al trono.

Akasha me obedeció, tal como había hecho siempre.

Al cabo de unos momentos, los Reyes se hallaban de nuevo en su postura habitual, como si la presencia de Lestat no hubiera sido sino un espejismo, al igual que la música con la que había despertado a Akasha.

Pero yo sabía que no había sido un espejismo, y cuando la miré, cuando le hablé en mi acostumbrado tono confidencial, experimenté un nuevo temor que me abstuve de manifestarle.

—Eres tan bella como inmutable —dije—, el mundo no te merece. No merece tu poder. Escuchas multitud de oraciones. Has escuchado esa hermosa música y te ha encantado. Un día te traeré música… te traeré a los que saben interpretarla y creen que tú y el Rey sois estatuas…

Interrumpí aquel desatinado discurso. ¿Qué me proponía?

Lo cierto era que estaba aterrorizado. Lestat había vulnerado una norma haciendo gala de una temeridad inconcebible y me pregunté qué ocurriría si otra persona trataba de seguir su ejemplo.

Pero la cuestión más importante, a la que me aferré en mi furia, era que yo había conseguido restaurar el orden. Había conseguido, mediante amenazas, obligar a mi real majestad a regresar al trono, y ella, mi amada Reina, había hecho lo propio.

Lestat había cometido un acto inconcebible. Pero Marius había puesto remedio. Por fin, cuando mi temor y mi furia remitieron, me dirigí a las rocas que se alzaban junto al mar para reunirme con Lestat y reprenderle por lo que había hecho, cosa que conseguí sin perder el dominio de mí mismo.

¿Quién sino Marius sabía el tiempo que llevaban los Padres Divinos sentados en silencio? Y ahora ese joven a quien yo deseaba amar, instruir, proteger, había logrado arrancarles un movimiento que no había hecho sino intensificar su arrojo.

Lestat deseaba liberar a la Reina. Opinaba que debíamos encerrar a Enkil. Creo que me eché a reír. Por descontado, no podía expresar el pavor que la pareja real me inspiraba.

Aquella noche, cuando Lestat fue a cazar en las lejanas islas, oí unos sonidos extraños procedentes del santuario.

Al bajar a la capilla, comprobé que numerosos objetos habían sido destruidos. Varios jarrones y lámparas estaban hechos añicos o habían sido derribados. El suelo estaba sembrado de velas. ¿Cuál de los dos Padres había hecho aquello? Ninguno de los dos se movió. Yo no podía adivinarlo, y mi pavor se incrementó.

Durante un momento de desesperación y egoísmo, miré a Akasha y pensé: «Te entregaré a Lestat si es lo que deseas, pero dime cómo debo hacerlo. ¡Sublévate junto a mí contra Enkil!». Pero en realidad esas palabras no se formaron en mi mente.

Una fría sensación de celos me atenazaba el alma. Me sentí abrumado por la tristeza.

Pero entonces me dije que había sido la magia del violín. ¿Cuándo se había escuchado el sonido de ese instrumento en la antigüedad? Y él, un bebedor de sangre, se había presentado ante Akasha y se había puesto a tocar el violín, probablemente alterando y deformando la música de un modo atroz.

Pero eso no me consolaba. Lo cierto era que Akasha había despertado para él.

Y mientras permanecía en silencio en el santuario, contemplando los objetos rotos, me vino un pensamiento a la mente como si lo hubiera introducido deliberadamente en ella.

Yo lo amaba igual que tú lo amabas y deseaba retenerlo aquí igual que tú. Pero no puede ser.

Estaba como hipnotizado.

Luego avancé despacio hacia Akasha como había hecho cientos de veces, lentamente para que ella me rechazara si lo deseaba, para que Enkil me obligara a retirarme con un leve indicio de su poder. Por fin, bebí sangre de Akasha, quizá de la misma vena de su blanco cuello, no lo sé, tras lo cual retrocedí sin apartar los ojos del rostro de Enkil.

Su frío semblante permanecía impávido.

La noche siguiente, cuando me desperté, oí ruidos procedentes del santuario. Al bajar, hallé más objetos delicados hechos añicos.

Comprendí que no tenía más remedio que pedirle a Lestat que se fuera. No se me ocurría otra solución.

Fue otra amarga separación, tan triste como mi separación de Pandora y de Bianca.

Jamás olvidaré lo guapo que estaba, con su legendario pelo rubio y sus célebres ojos azules e insondables, eternamente joven, rebosante de frenéticas esperanzas y sueños maravillosos, y qué dolido se mostraba por verse obligado a marcharse. Yo me sentía no menos dolido por tener que echarlo. Ansiaba conservar a mi lado a mi discípulo, mi amor, mi rebelde. Me encantaba su forma de hablar a borbotones, sus preguntas francas, sus temerarios intentos de conquistar el corazón de la Reina y obtener su libertad. ¿Qué podíamos hacer para salvarla de Enkil? ¿Qué podíamos hacer para dotarla de vida? Hasta el mero hecho de mencionar esos temas era peligroso, pero Lestat no lo comprendía.

Así pues, tuve que renunciar a ese joven al que amaba desesperadamente, por más que se me partiera el corazón, por más que mi alma se hundiera de nuevo en la soledad, por más que mi intelecto y mi espíritu quedaran maltrechos.

Temía lo que Akasha y Enkil pudieran hacer si volvían a despertar de su letargo, pero no podía compartir ese temor con Lestat, pues no quería asustarlo ni inducirle a cometer otro desatino.

Sabía lo inquieto que se sentía, la insatisfacción que le causaba ser un bebedor de sangre y lo que anhelaba tener un propósito que cumplir en el mundo mortal, consciente como era de que no tenía ninguno.

Y yo, solo en mi paraíso del Egeo después de la partida de Lestat, empecé a pensar seriamente en si debía destruir a la Madre y al Padre.

Todos los que hayan leído las crónicas vampíricas saben que ese episodio ocurrió en el año 1794, una época en la que se produjeron numerosos prodigios en el mundo.

¿Cómo podía seguir albergando en mi casa a esos seres que representaban una amenaza para el mismo? Por otra parte, no deseaba morir. No, jamás he deseado morir. Así pues, no destruí al Rey y a la Reina. Seguí atendiéndolos, cubriéndolos de símbolos de mi veneración.

Lo cierto es que, cuando empezamos a gozar de las múltiples maravillas que ofrecía el mundo moderno, yo temía a la muerte más que nunca.