33

Durante tres largas noches, le supliqué a Bianca que no se marchara mientras ella seguía ultimando los preparativos. Se lo pedí de rodillas. Le juré que le había dicho a Pandora sólo lo necesario para convencerla de que se quedara conmigo.

Le dije de todas las formas posibles que la amaba, que nunca la abandonaría.

Le dije que no lograría sobrevivir por sus propios medios, que temía lo que pudiera ocurrirle.

Pero no fui capaz de hacerla desistir de su empeño.

Hasta el comienzo de la tercera noche no comprendí que estaba resuelta a marcharse. Hasta entonces, había pensado que era algo inconcebible. No podía perderla. No, eso era imposible.

Por fin, le imploré que me escuchara mientras me sinceraba con ella. Quería confesar todas las inconveniencias que le había dicho, las viles mentiras que habían brotado de mis labios, los desatinos que le había dicho a Pandora llevado por mi desesperación.

—Pero ahora quiero hablar de ti y de mí —dije—, de la relación que hemos mantenido siempre.

—Puedes hacer lo que quieras —respondió Bianca—, si con eso alivias tu dolor, pero estoy decidida a marcharme, Marius.

—Ya sabes lo que me ocurrió con Amadeo —dije—. Lo llevé a mi casa cuando era muy joven y le di la sangre cuando la mortalidad me obligó. Nuestra relación fue siempre la de maestro y discípulo, entre nosotros había cierta dosis de hipocresía y un peligroso abismo. Quizá no te dieras cuenta de ello, pero estaba ahí, te lo aseguro.

—Me di cuenta —contestó Bianca—, pero sabía que vuestro amor era más grande.

—Es cierto —dije—. Pero era un chiquillo, y mi corazón de hombre siempre supo que existía algo más grande y noble. Por más que lo amaba, por más que el mero hecho de verlo me llenaba de felicidad, no podía confiarle mis secretos o dolores más íntimos. No podía contarle las historias de mi vida. No habría podido asimilarlo.

—Te comprendo, Marius —dijo Bianca suavemente—. Siempre te he comprendido.

—Y tú misma viste lo que pasó con Pandora. La áspera disputa que sostuvimos, igual que hace siglos, la amarga pelea que siempre impide que aflore la verdad.

—Sí, ya lo vi —dijo Bianca en tono quedo—. Sé a qué te refieres. —Viste el temor que le inspiraban la Madre y el Padre —insistí—. La oíste decir que no tenía valor para entrar en la casa. La oíste hablar del temor que todo le inspiraba. —Así es.

—El único resultado del encuentro que Pandora y yo mantuvimos esa noche fue dolor, igual que tiempo atrás, dolor e incomprensión. —Lo sé, Marius.

—¿Acaso no ha existido siempre entre tú y yo una gran armonía, Bianca? Piensa en los muchos años que vivimos en el santuario, cuando salíamos por las noches y surcábamos los vientos. Piensa en la paz que reinaba entre nosotros, en nuestras largas conversaciones, cuando yo te hablaba de muchas cosas y tú escuchabas. Jamás han existido dos seres más compenetrados que nosotros. Bianca agachó la cabeza sin responder.

—Piensa en todos los placeres que hemos compartido de un tiempo a esta parte —continué en tono implorante—. Nuestras cacerías secretas en los bosques, nuestras visitas a los festivales campestres, nuestras discretas visitas a las grandes catedrales llenas de velas encendidas y los cantos de los coros, nuestros bailes en la corte. Piensa en ello.

—Lo sé, Marius —contestó—. Pero me mentiste. No me explicaste el motivo por el que nos trasladamos a Dresde.

—Lo confieso, es verdad. Dime qué puedo hacer para compensarte por ello.

—Nada, Marius —respondió Bianca—. Me marcho. —Pero ¿cómo vivirás? No puedes vivir sin mí. Esto es una locura. —Te equivocas, viviré muy bien —dijo—. Ahora debo irme. Tengo que recorrer muchos kilómetros antes del alba. —¿Dónde dormirás? —Eso es asunto mío. Yo estaba a punto de perder la razón.

—No me sigas, Marius —dijo Bianca, como si fuera capaz de adivinar mis pensamientos, aunque yo sabía que no podía. —No acepto tu decisión —respondí.

Entre nosotros se produjo un silencio. Me percaté de que Bianca me observa y le devolví la mirada, incapaz de ocultar siquiera una partícula de mi dolor.

—No me hagas esto, Bianca —le imploré.

—Vi la pasión que sientes por ella —murmuró—, y en aquel momento comprendí que antes o después me abandonarás. No lo niegues. Yo misma lo vi. Algo se destruyó en mi interior. No pude protegerlo. No pude impedir su destrucción. Tú y yo estábamos demasiado compenetrados. Y aunque te he amado con toda mi alma, aunque creía conocerte bien, no conocía al ser que eras respecto a ella. No conocía al ser que vi con mis propios ojos.

Bianca se levantó de la butaca y se alejó para mirar por la ventana.

—Ojalá no hubiera oído aquellas palabras —dijo—. Pero los bebedores de sangre poseemos muchos dones. ¿Crees que no sé que jamás me habrías convertido en tu criatura de no haberme necesitado? Si no te hubieras abrasado y te hubieras sentido desvalido, jamás me habrías proporcionado tu sangre.

—¿Por qué te empeñas en no creerme cuando te aseguro que te equivocas? Te amé desde el primer momento en que te vi. Si no me atrevía a compartir estos malditos dones contigo, era por respeto a tu vida mortal. Eras tú quien deleitaba mis ojos y mi corazón antes de que conociera a Amadeo. Te lo juro. ¿No recuerdas los retratos que pinté de ti? ¿No recuerdas las horas que pasé en tu casa? Piensa en todo lo que nos hemos dado mutuamente.

—Me has engañado —dijo Bianca.

—Sí —respondí—. Lo reconozco, y te juro que no volveré a hacerlo jamás. Ni por Pandora ni por nadie.

Seguí suplicando.

—No puedo quedarme contigo —dijo Bianca—. Debo irme.

Se volvió hacia mí. Exhalaba un aire de sosiego y determinación.

—Te lo imploro —insistí—. Te imploro sin orgullo, sin pudor, que no me abandones.

—Debo marcharme —contestó Bianca—. Deja que me despida de la Madre y el Padre. Prefiero hacerlo sola, si no tienes inconveniente.

Asentí con la cabeza.

Tardó un buen rato en subir del santuario. Me comunicó que partiría al anochecer.

Bianca cumplió su palabra. Su carruaje, tirado por cuatro caballos, atravesó la verja y partió.

La observé marcharse desde la cima de la escalera. Me quedé escuchando hasta que el carruaje se adentró en el bosque. Permanecí allí plantado, estupefacto e incapaz de aceptar que Bianca me había abandonado.

¿Cómo era posible que se hubiera producido aquel desastre? ¿Cómo era posible que hubiera perdido a las dos, a Pandora y a Bianca? ¿Cómo era posible que me hubiera quedado solo? No había sido capaz de impedirlo.

Pasé muchos meses sin dar crédito a lo que me había ocurrido.

Me dije que no tardaría en recibir una carta de Pandora, o que ella misma decidiría regresar a Dresde con Arjun.

Me dije que Bianca acabaría comprendiendo que no podía subsistir sin mí. Regresaría a casa, dispuesta a perdonarme, o se apresuraría a escribirme una carta pidiéndome que me reuniera con ella.

Pero mis expectativas no se cumplieron.

Transcurrió un año y mis expectativas no se cumplieron.

Pasó otro año, pasaron cincuenta años, y mis expectativas no se cumplieron.

Aunque me mudé al interior del bosque que rodeaba Dresde, a un castillo más fortificado, permanecí cerca de la ciudad con la esperanza de que una u otra de mis amadas regresara junto a mí.

Permanecí allí durante medio siglo, esperando, sin dar crédito a la desgracia que me había sucedido, hundido en un dolor que no podía compartir con nadie.

Creo que había dejado de rezar en el santuario, aunque seguía atendiéndolo con el mismo celo que antes. Había empezado a hablar con Akasha en un tono confidencial. Le contaba mis cuitas de un modo más informal, le explicaba en qué había fallado a los seres que amaba.

—Pero a ti nunca te fallaré, mi Reina —afirmaba con frecuencia.

A comienzos del siglo XVIII, tomé una arriesgada decisión: trasladarme a una isla del mar Egeo, donde ejercería un gobierno supremo sobre unos mortales que no dudarían en aceptarme como su señor, en una mansión de piedra que mandé preparar para mí a una legión de sirvientes mortales.

Quienes han leído la historia del vampiro Lestat, narrada por él mismo, conocen ese lugar inmenso y extraordinario, puesto que lo describe con todo detalle en su crónica. Era más grandioso que ningún otro lugar en el que yo había vivido, y su remota situación representaba un reto para mi ingenio.

Pero en esos momentos estaba completamente solo, como jamás lo había estado antes de aparecer Amadeo y Bianca, y no tenía ninguna esperanza de encontrar a un compañero o una compañera mortal. Quizá tampoco lo deseara.

Hacía siglos que no sabía nada de Mael. Ni tampoco de Avicus y Zenobia. Ni de ningún otro Hijo del Milenio.

Sólo deseaba ofrecer un gigantesco y espléndido santuario a la Madre y al Padre, y, como he dicho, hablaba con Akasha constantemente.

Pero, antes de pasar a describir mi última e importante morada europea, debo consignar un último y trágico detalle de la historia de los seres que había perdido.

Cuando trasladé mis numerosos tesoros a ese lugar del Egeo, cuando mis libros, mis esculturas, mis fabulosos tapices y alfombras y demás objetos fueron transportados y descargados por mortales que no sospechaban nada, apareció una última pieza de la historia de mi amada Pandora.

En el fondo de un baúl, uno de los trabajadores descubrió una carta, escrita en pergamino y doblada por la mitad, dirigida simplemente a Marius.

Yo me encontraba en la terraza de mi nueva casa, contemplando el mar y el sinfín de islotes que me rodeaba, cuando me entregaron esa carta.

La hoja de pergamino estaba cubierta de polvo, y en cuanto la desdoblé, leí una fecha escrita con tinta antigua que confirmaba que la carta había sido escrita la noche en que me separé de Pandora.

Fue como si los cincuenta años que me separaban de aquel dolor se hubieran desvanecido.

Querido Marius:

Está a punto de amanecer y sólo dispongo de unos momentos para escribirte. Como te hemos dicho, nuestro carruaje partirá dentro de una hora para conducirnos a Moscú.

Nada ansío más que ir a reunirme contigo ahora, Marius, pero no puedo. No puedo alojarme en la misma casa que alberga a los Ancianos.

Te ruego, amor mío, que vengas a Moscú. Te suplico que vengas y me ayudes a librarme de Arjun. Más tarde, podrás juzgarme y condenarme.

Te necesito, Marius. Deambularé por las inmediaciones del palacio del zar y de la gran catedral hasta que aparezcas.

Sé que te pido que emprendas un largo viaje, Marius, pero te ruego que vengas.

Al margen de lo que te haya dicho sobre mi amor por Arjun, lo cierto es que estoy sometida por completo a él y deseo volver a ser tu esclava.

PANDORA

Permanecí sentado varias horas con la carta en la mano. Luego me levanté lentamente y fui a donde se hallaban mis sirvientes para pedirles que me dijeran dónde habían hallado esta carta.

La habían encontrado en un baúl lleno de libros procedentes de mi vieja biblioteca.

¿Cómo no la había recibido yo antes? ¿La habría ocultado Bianca? No podía creerlo. Pensé que seguramente se trataba de un cruel capricho del azar, que un sirviente la había depositado sobre mi escritorio a primera hora de la mañana y yo mismo la había arrinconado sin querer junto con un montón de libros.

Pero ¿qué más daba?

El terrible daño estaba hecho.

Pandora me había escrito y yo no me había enterado. Me había rogado que fuera a reunirme con ella en Moscú y yo, que no lo sabía, no había acudido. Y no sabía dónde encontrarla. Me había declarado su amor, pero era demasiado tarde.

Durante los meses sucesivos, la busqué en la capital rusa. La busqué confiando en que ella y Arjun hubieran decidido establecer su hogar allí.

Pero no hallé ni rastro de ella. Parecía como si el ancho mundo se la hubiera tragado, al igual que se había tragado a mi Bianca.

¿Qué más puedo decir para revelar la angustia que me produjeron estas dos pérdidas, la de Pandora, a quien había buscado durante largo tiempo, y la de mi dulce y hermosa Bianca?

Con estas dos pérdidas, mi historia llega a su fin.

Mejor dicho, se cierra el círculo.

Regresemos ahora a la historia de la Reina de los Condenados y del vampiro Lestat, que la había despertado. Repasaré brevemente esa historia, pues ahora creo ver con claridad cuál sería el remedio más eficaz para sanar mi miserable alma. Pero, antes de pasar a eso, repasemos someramente las andanzas de Lestat y la historia de cómo perdí a Akasha, mi último amor.