32

Fue Bianca quien me dio la noticia.

Era temprano, por la mañana, y yo estaba escribiendo una carta que más tarde enviaría a mi última confidente en Talamasca. La brisa del Elba penetraba por las ventanas abiertas.

Bianca entró apresuradamente en la habitación y me lo contó de inmediato:

—Se trata de Pandora. La he visto.

Me levanté del escritorio.

La abracé.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.

—Ella y su compañero han asistido al baile de la corte. Todos los presentes murmuraban lo hermosos que eran. Se hacen llamar el marqués y la marquesa de Malvrier. Oí los latidos de sus corazones en cuanto entré en el salón del baile y percibí su penetrante olor vampírico. ¿Cómo puedo describírtelo?

—¿Ella te vio?

—Sí, y coloqué una imagen tuya en mi mente, amor mío —contestó Bianca—. Nos miramos a los ojos. Ve a buscarla. Sé lo mucho que ansias verla.

Miré a Bianca unos momentos. Contemplé sus bellos ojos ovalados y la besé. Iba exquisitamente vestida, con un delicioso traje de ceremonia de seda color violeta. Nunca la había visto tan espléndida. La besé con más cariño que nunca.

Luego, me dirigí de inmediato a mis armarios roperos y me vestí para asistir al baile. Me puse mi mejor levita escarlata y los adornos de encaje de rigor, y por último me encasqueté una voluminosa peluca rizada como las que estaban en boga en aquella época.

Bajé apresuradamente la escalera y me monté en el carruaje. Cuando me volví, vi a Bianca observándome desde la terraza. Se llevó la mano a los labios y me envió un beso.

Tan pronto como entré en el palacio ducal, intuí la presencia del asiático, y antes de alcanzar la puerta de doble hoja del salón de baile, éste salió de las sombras de una antesala y apoyó la mano en mi brazo.

¡Hacía mucho tiempo que había oído hablar de ese malévolo ser y ahora me lo encontraba cara a cara! Era indio, muy apuesto, con unos enormes y luminosos ojos negros y una tez marrón cremosa sin tacha. Al mirarme, esbozó una sonrisa con su boca carnosa y seductora.

Lucía una levita de satén azul oscuro y unos encajes exquisitos y vistosos. Iba cargado de diamantes, unos pedruscos inmensos procedentes de la India, donde veneran los diamantes. Lucía una fortuna en anillos y otra fortuna en hebillas y botones.

—Marius —dijo, haciendo una pequeña y ceremoniosa reverencia, como si se quitara el sombrero cuando en realidad no llevaba—. Por supuesto —dijo—, has venido a ver a Pandora.

—¿Piensas impedírmelo? —pregunté.

—No —contestó, encogiéndose de hombros en un gesto de indiferencia—. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa? —inquirió en tono cortés—. Te aseguro, Marius, que Pandora se ha desembarazado de muchos otros. —Parecía sincero.

—Eso me han dicho —repliqué—. Debo verla. Tú y yo hablaremos más tarde. Ahora deseo verla.

—Muy bien —respondió el asiático—. Soy un hombre paciente con todo el mundo —dijo volviendo a encogerse de hombros—. Me llamo Arjun. Me alegro de que por fin nos hayamos conocido. Incluso me mostré paciente con ese canalla romano, Santino, que afirmaba haberte matado. Eso causó a Pandora tal pesadumbre que estuve a punto de castigarlo, pero no lo hice. Respeté los deseos de Pandora y no le hice daño. Santino era un ser abominable, pero la amaba profundamente. Como he dicho, obedecí las órdenes de Pandora. Esta noche, como de costumbre, obedeceré sus órdenes.

—Perfecto —repliqué. Noté un nudo en la garganta que apenas me permitía articular palabra—. Ahora, permite que me vaya. Llevo esperando este momento más de lo que puedas imaginar. No puedo quedarme a charlar contigo sabiendo que Pandora se encuentra a pocos pasos de aquí.

—Sé muy bien el tiempo que llevas esperando —contestó Arjun—. Soy más anciano de lo que piensas.

Asentí con la cabeza y me alejé lentamente.

No podía soportarlo más.

Entré de inmediato en el salón de baile.

La orquesta interpretaba una de las fluidas y delicadas danzas que estaban de moda en aquel entonces, muy distinta de la música trepidante que se impondría posteriormente. El salón estaba lleno de rostros radiantes, figuras que bailaban alegremente y un sinfín de colores.

Miré a través de los animados asistentes, moviéndome despacio a lo largo de un muro y luego de otro.

De pronto la vi. Ella no se había percatado de mi presencia. Su compañero no le había enviado una advertencia mental.

Estaba sentada sola, magníficamente vestida con uno de sus elegantes atuendos, compuesto por un corpiño ceñido y una vistosa falda fruncida. Su bello y pálido rostro estaba enmarcado por su maravilloso pelo castaño, que llevaba artísticamente peinado en un moño alto adornado con rubíes y diamantes.

Me apoyé en el clavicordio, sonriendo con benevolencia al músico que lo tocaba con gran destreza, tras lo cual me volví para mirarla.

Qué expresión tan triste mostraba, qué remota, qué increíblemente hermosa. ¿Admiraba tal vez los colores de la habitación, como yo? ¿Sentía hacia los mortales el dulce amor que sentía yo? ¿Qué haría al darse cuenta de que la observaba?

No lo sabía. Temía su reacción. No podía adivinar nada hasta que oyera el sonido de su voz. Seguí contemplándola, saboreando ese momento de dicha a salvo de cualquier contratiempo.

De improviso, Pandora me vio. Me reconoció entre un centenar de rostros. Al mirarme, sus mejillas se tiñeron de rojo y abrió la boca para pronunciar mi nombre.

Lo oí a través de la sutil y dulce música.

Me llevé los dedos a los labios, al igual que había hecho Bianca hacía un rato, y le lancé un beso.

Qué triste y contenta a un tiempo parecía. Me miró esbozando una media sonrisa. Permanecía inmóvil, como si no pudiera moverse, al igual que yo.

¡Aquello era intolerable! ¡No soportaba permanecer separado de ella por esos volúmenes de silencio!

Atravesé rápidamente el salón y me incliné ante ella. Tomé su mano fría y blanca y la conduje hacia la pista de baile, sin hacer caso de su resistencia.

—No, eres mía, mía, ¿me oyes? —murmuré—. No trates de apartarte.

—Marius, temo a ese hombre, es muy fuerte —me susurró al oído—. Debo contarle que nos hemos encontrado.

—No tienes por qué temerle. Además, ya lo sabe. ¿Qué importa lo que piense?

Bailamos como si no nos estuviéramos diciendo esas cosas. La estreché con fuerza y la besé en las mejillas. No me importaba lo que los mortales que nos rodeaban pudieran pensar sobre ese indecoroso gesto. La idea me parecía absurda.

—¡Pandora, amor mío, no sabes cuánto tiempo llevo esperando este momento! ¿De qué sirve lamentarme ahora y jurarte que te he añorado con desesperación desde el primer instante en que nos separamos? Escúchame, Pandora, no cierres los ojos, no apartes la cara. Ese mismo año comprendí que había cometido un tremendo error.

Me di cuenta de que la estaba zarandeando. Le estrujaba la mano con demasiada fuerza. No seguía la cadencia del baile. La música sonaba como un ruido chirriante en mis oídos. Había perdido el control de la situación.

Pandora se apartó para mirarme a los ojos.

—Llévame a la terraza —dijo—. Charlaremos mientras gozamos de la brisa del río. La música me marea.

La conduje de inmediato a través de una gigantesca puerta de doble hoja y nos sentamos en un banco de piedra frente al río.

Jamás olvidaré aquella noche diáfana, las estrellas que parecían brillar benévolamente a mi favor, el intenso resplandor de la luna sobre el Elba. A nuestro alrededor había multitud de tiestos con flores, así como otras parejas y grupos de mortales que habían salido para tomar el aire antes de regresar al salón de baile.

Pero estábamos sentados en la penumbra y la cubrí de besos. Sentí sus mejillas perfectas bajo mis labios. La besé en el cuello. Sentí el tacto de su pelo castaño y ondulado, que tantas veces había pintado en las alegres ninfas que triscaban por mis frondosos jardines. Deseé soltárselo.

—No vuelvas a dejarme —dije—. Al margen de lo que nos digamos esta noche, no me dejes.

—Fuiste tú quien me abandonó, Marius —replicó Pandora. Detecté un temblor en su voz que me asustó—. Ha pasado mucho tiempo —agregó con tristeza—. He recorrido medio mundo buscándote, Marius.

—Sí, lo reconozco —dije—, reconozco todos mis errores. ¿Cómo iba a adivinar lo que significaría romper contigo? ¡No lo sabía, Pandora! ¡Te juro que no lo sabía! Créeme, no lo sabía. Dime que dejarás a ese ser, Arjun, y regresarás junto a mí. ¡Es lo único que deseo, Pandora! No sé expresarme con zalamerías. No sé recitar antiguos poemas. Mírame, Pandora.

—¡Ya te miro! —declaró—. ¿No ves que me ciegas? No creas que no he soñado también con este encuentro, Marius. Ahora me ves cubierta de vergüenza, en una situación de debilidad.

—¿Y qué? ¡No me importa! ¿Qué vergüenza, qué debilidad?

—Soy esclava de mi compañero, Arjun. Dejo que me conduzca a través del mundo porque no poseo ni voluntad ni energía. No soy nada, Marius.

—Eso no es cierto, y aunque lo fuera, no importa. Yo te libraré de Arjun. No me inspira temor alguno. Permanecerás a mi lado y recobrarás tu antigua vitalidad.

—¡Sueñas! —contestó Pandora. Por primera vez, advertí cierta frialdad en su rostro y en su voz. Incluso sus ojos castaños mostraban una frialdad que era fruto del dolor.

—¿Pretendes decirme que vas a abandonarme de nuevo por ese ser? —pregunté—. ¿Crees que voy a consentirlo?

—¿Insinúas que me obligarás a permanecer contigo? —repuso ella en voz baja, distante.

—Acabas de decirme que te sientes débil, que eres su esclava. ¿Acaso no me estabas pidiendo que te obligara?

Pandora meneó la cabeza. Estaba a punto de romper a llorar. Sentí de nuevo el deseo de soltarle la espléndida cabellera, de quitarle las gemas que la adornaban. Deseaba tomar su frágil rostro entre mis manos.

Y lo hice. Tomé su cara entre mis manos bruscamente.

—Escúchame, Pandora —dije—. Hace cien años, averigüé a través de un extraño mortal que, durante tus periplos por el mundo acompañada de ese ser, siempre acababas regresando a Dresde. Al averiguarlo, me trasladé a esta ciudad para esperarte. No ha pasado una noche sin que me haya despertado para explorar Dresde en tu busca. Ahora te tengo en mis brazos y no pienso abandonarte.

Pandora sacudió de nuevo la cabeza. Durante unos momentos, pareció incapaz de articular palabra. Presentí que se sentía atrapada en aquellas curiosas aunque elegantes prendas y absorta en un doloroso ensueño.

—Pero ¿qué puedo decirte, Marius, que tú no sepas ya? ¿Que sigo viva, que sigo resistiendo, que me dedico a recorrer el mundo? Con o sin Arjun, ¿qué más da? —Desvió los ojos de mi persona con aire pensativo—. ¿Y qué he averiguado sobre ti salvo que sigues adelante, que sigues resistiendo, que esos demonios no lograron destruirte en Roma como afirmaban, que sufriste graves quemaduras, sí, como veo por el color de tu piel, pero que has sobrevivido? ¿Qué más hay que añadir, Marius?

—¿Pero qué dices? —contesté furioso—. ¡Nos tenemos mutuamente, Pandora! ¡Por todos los santos! ¡Disponemos de todo el tiempo! ¡A partir de este momento en que hemos vuelto a encontrarnos, el tiempo comienza de nuevo para nosotros!

—¿Eso crees, Marius? Yo no estoy tan segura —replicó Pandora—. Me faltan las fuerzas, Marius.

—¡Eso es una locura, Pandora! —protesté.

—Te has enfurecido, como cuando nos peleábamos en los viejos tiempos.

—¡No es cierto! —declaré—. No tiene nada que ver con nuestras viejas peleas porque el asunto no admite discusión. Voy a sacarte de aquí. Te llevaré a mi palacio y luego resolveré la cuestión de Arjun del mejor modo posible.

—No puedes hacer eso —contestó Pandora con aspereza—. He estado con él cientos de años, Marius. ¿Crees que puedes interponerte entre nosotros sin más?

—Te deseo, Pandora. No renunciaré a ti. Y si llegara el momento en que desearas abandonarme…

—Sí, si eso ocurriera, ¿qué sería de mí sin poder contar con Arjun por culpa tuya? —preguntó, enojada.

Callé. Estaba rabioso. Pandora me miraba de hito en hito. Su rostro traslucía una intensa emoción. Observé el agitado movimiento de su pecho bajo el ceñido corpiño de satén.

—¿Me amas? —pregunté.

—Plenamente —respondió en tono enojado.

—¡Entonces vendrás conmigo!

La tomé de la mano.

Nadie trató de detenernos cuando abandonamos el palacio.

En cuanto la hube instalado en el carruaje, la besé apasionadamente, como se besan los mortales, ansiando clavarle los colmillos en el cuello, pero ella me lo prohibió.

—¡Deja que goce de este instante de intimidad contigo! —le rogué—. Por el amor de Dios, Pandora, soy Marius. Escúchame. Compartamos nuestra sangre.

—¿Crees que yo no lo deseo? —preguntó—. Tengo miedo.

—¿De qué? Dime qué temes. Yo disiparé tu temor.

El carruaje salió de Dresde y enfiló hacia mi palacio a través del bosque.

—Es imposible, no lo conseguirás —respondió Pandora—. ¿No lo entiendes, Marius? Eres el mismo que cuando estábamos juntos. Eres tan fuerte y voluntarioso como entonces, pero yo no. Arjun cuida de mí, Marius.

—¿Que cuida de ti? ¿Es eso lo que deseas, Pandora? Yo lo haré. ¡Cuidaré de cada pequeño detalle de tu existencia como si fueras mi hija! Dame la oportunidad de demostrártelo. Dame la oportunidad de restituir con amor lo que perdimos.

Llegamos a la verja de mi casa y mis sirvientes la abrieron. Cuando nos disponíamos a entrar, Pandora me indicó que detuviera el carruaje.

Miraba a través de la ventanilla. Contemplaba las ventanas del palacio. Quizá podía distinguir la terraza.

Hice lo que me pedía. Observé que estaba aterrorizada. No podía disimularlo. Contempló el palacio como si representara una amenaza.

—¡Por todos los santos! ¿Qué te ocurre? —pregunté—. ¿Qué te atemoriza, Pandora? Dímelo, no hay nada que no pueda modificarse. Dímelo.

—Qué genio tan violento tienes —murmuró Pandora—. ¿No adivinas lo que me provoca esta abominable debilidad?

—No —contesté—. Sólo sé que te amo con todo mi corazón. He vuelto a encontrarte y haré lo que sea con tal de conservarte a mi lado.

Pandora no apartaba los ojos del palacio.

—¿Incluso renunciar a otra compañía femenina? —preguntó—. ¿La que te espera en estos momentos dentro de la casa?

No respondí.

—La vi en el baile —dijo Pandora con ojos vidriosos y voz trémula—. En cuanto la vi, comprendí lo que era, una criatura muy poderosa, muy elegante. No se me ocurrió que fuera tu amante. Pero ahora sé que lo es. La oigo moverse dentro de la casa. Percibo sus esperanzas y sus sueños, que están depositados en ti.

—¡Basta, Pandora! No es necesario que renuncie a ella. ¡No somos mortales! Podemos vivir los tres juntos.

La agarré por los brazos y la zarandeé con tal fuerza que se le soltó el pelo. Sepulté la cara en su melena, tirando de ella violenta y cruelmente.

—Si deseas que lo haga, lo haré, Pandora. Pero dame tiempo, el suficiente para asegurarme de que Bianca es capaz de sobrevivir cómodamente y feliz. Estoy dispuesto a hacerlo por ti, ¡pero deja de pelear conmigo!

Me retiré. Pandora mostraba una expresión aturdida y fría. Su hermoso cabello estaba desparramado sobre sus hombros.

—¿Qué ocurre? —preguntó en voz baja, como si le costara articular las palabras—. ¿Por qué me miras de esa forma?

Yo estaba a punto de romper a llorar, pero me contuve.

—Porque imaginaba que este encuentro sería muy distinto —respondí—. Creí que regresarías a mi lado sin que yo te insistiera. Creí que ambos podríamos vivir en armonía con Bianca. Estaba convencido de ello, lo he estado desde hace mucho tiempo. Pero, ahora que estamos juntos, no haces más que discutir conmigo y atormentarme.

—Como de costumbre, Marius —contestó Pandora en tono quedo y apenado—. Por eso me abandonaste.

—No —protesté—. No es cierto. El nuestro fue un gran amor, Pandora, reconócelo. Nuestra ruptura fue dolorosa, sí, pero estuvimos unidos por un gran amor que podemos recuperar a poco que nos lo propongamos.

Pandora contempló la casa unos momentos y luego volvió a mirarme casi a hurtadillas. Algo la había impresionado y de improviso me asió del brazo con violencia. Vi de nuevo en su rostro aquella expresión de terror.

—Entra conmigo en casa —dije—. Te presentaré a Bianca. Toma sus manos en las tuyas, Pandora, escúchame. Quédate en la casa mientras voy a resolver el asunto de Arjun. No tardaré. Te lo prometo.

—¡No! —exclamó—. ¿No lo comprendes? No puedo entrar en esta casa. No tiene nada que ver con tu Bianca.

—Entonces, ¿de qué se trata? ¿Qué ocurre? ¿Qué otras trabas vas a ponerme? —pregunté.

—¡Oigo un sonido, el sonido de sus corazones que laten!

—¡El Rey y la Reina! Sí, están ahí dentro. Se hallan bajo tierra, Pandora. Permanecen inmóviles y silenciosos como siempre. No es necesario que los veas.

Una expresión de puro terror crispó su rostro. La rodeé con un brazo, pero ella desvió la vista.

—Inmóviles y silenciosos —repitió Pandora—. ¡Es imposible que sigan así al cabo de tanto tiempo!

—Te equivocas —dije—. No tiene por qué preocuparte. Ni siquiera es preciso que bajes al santuario. Es un deber que me corresponde a mí. No apartes la cara, Pandora.

—No me hagas daño, Marius —me advirtió—. Me tratas con tanta brusquedad que parece que sea tu concubina. Trátame con amabilidad. —Sus labios temblaban—. Trátame con compasión —dijo con tristeza.

Me eché a llorar.

—Quédate conmigo —dije—. Vamos, entra. Habla con Bianca. Llegarás a amarnos a los dos. Deja que el tiempo comience a partir de este instante.

—No, Marius —insistió Pandora—. Quiero alejarme de este horrible sonido. Llévame de regreso al lugar donde vivo. Si no me llevas, iré a pie. No soporto esto.

Accedí a sus deseos. Ambos guardamos silencio mientras nos dirigíamos en el carruaje a su magnífica casa de Dresde, cuyas numerosas ventanas estaban oscuras. Al llegar, la abracé y la besé, negándome a soltarla.

Luego saqué un pañuelo y me enjugué la cara. Respiré hondo y traté de hablar con calma.

—Tienes miedo —dije—, y yo debo comprenderlo y mostrarme paciente.

Sus ojos reflejaban aquella expresión aturdida y fría, una expresión que jamás había visto en el pasado y que me horrorizaba.

—Mañana por la noche volveremos a vernos —dije—, aquí mismo, en la casa donde vives y estás a salvo del sonido que emiten la Madre y el Padre. Donde tú quieras. Pero en un lugar donde puedas acostumbrarte a mí.

Pandora asintió con la cabeza. Alzó la mano y me acarició la mejilla con los dedos.

—¡Qué bien finges! —murmuró—. Eres muy inteligente, siempre lo has sido. Y pensar que aquellos demonios de Roma creyeron que habían apagado tu brillante luz. Debí reírme de ellos en sus narices.

—Sí, mi luz brilla sólo para ti —dije—. Fue contigo con quien soñé cuando me abrasó el fuego que envió Santino, el bebedor de sangre adorador del demonio. Fue contigo con quien soñé mientras bebía sangre de la Madre para recobrar las fuerzas, mientras te buscaba a lo largo de los siglos por toda Europa.

—Amor mío —musitó Pandora—. Mi gran amor. Ojalá pudiera volver a ser esa criatura fuerte que recuerdas.

—Lo serás —insistí—. Ya lo eres. Cuidaré de ti, sí, tal como deseas. Tú, Bianca y yo nos amaremos mutuamente. Mañana por la noche hablaremos. Haremos planes. Hablaremos de las grandes catedrales que debemos visitar, de sus espléndidas vidrieras, de los pintores cuyas extraordinarias obras aún no hemos contemplado. Hablaremos del Nuevo Mundo, de sus bosques y sus ríos. Hablaremos de todo, Pandora.

Seguí hablando con el fin de convencerla.

—Sé que llegarás a amar a Bianca —dije—. Te encariñarás con ella. Conozco su corazón y su alma tan bien como los tuyos, te lo juro. Conviviremos los tres en paz, créeme. No imaginas la dicha que te aguarda.

—¿Dicha? —preguntó, mirándome como si apenas comprendiera lo que acababa de decirle.

—Me marcho de esta ciudad esta misma noche, Marius —dijo—. Nada ni nadie podrá detenerme.

—¡No puedes hacerme esto! —protesté, aferrándola de nuevo por los brazos.

—Me haces daño, Marius. Abandono esta ciudad esta noche. Ya te lo he dicho, Marius, has esperado cien años para comprobar una cosa, una sola cosa: que estoy viva. Ahora déjame vivir como a mí me plazca.

—No. No lo consentiré.

—No puedes impedirlo —murmuró—. ¿No comprendes lo que trato de decirte, Marius? No tengo valor para dejar a Arjun. No tengo valor para ver a la Madre y al Padre. No tengo valor para volver a amarte, Marius. El sonido irritado de tu voz me aterroriza. No tengo valor para conocer a tu Bianca. La sola idea de que puedas amarla más que a mí me aterroriza. Todo me aterroriza, ¿no lo ves? En estos momentos, ansío desesperadamente que Arjun me lleve lejos de aquí. Arjun me simplifica la vida. Te lo ruego, Marius, deja que me vaya con tu perdón.

—No te creo —respondí—. Te dije que renunciaría a Bianca por ti. ¡Por todos los santos, Pandora! ¿Qué más quieres que haga? No es posible que me abandones.

Me volví de espaldas a ella. Su rostro reflejaba una expresión muy extraña. No podía soportarlo.

Mientras permanecía sentado en el carruaje, oí abrirse la portezuela y sus pasos apresurados sobre los adoquines. Al cabo de unos instantes, desapareció. Mi Pandora me había dejado.

No sé cuánto tiempo esperé. Casi una hora.

Estaba trastornado, hundido. No quería ver a su compañero, y cuando pensé en aporrear la puerta de su casa, me pareció demasiado humillante.

La verdad, la pura verdad, era que Pandora me había convencido.

No quería permanecer a mi lado.

Cuando me disponía a ordenar a mi cochero que me llevara a casa, oí un sonido. Era Pandora que gemía y lloraba, y el ruido de unos objetos al hacerse añicos.

Fue cuanto necesitaba para ponerme en movimiento. Salté del coche y corrí hasta la puerta. Dirigí a sus sirvientes mortales una mirada fulminante que los dejó literalmente paralizados, y abrí la puerta yo mismo.

Subí apresuradamente la escalera de mármol. La encontré arrastrándose como una enloquecida junto a las paredes, golpeando los espejos con los puños. La encontré derramando lágrimas de sangre y temblando. El suelo estaba sembrado de fragmentos de cristal.

La sujeté por las muñecas con ternura.

—Quédate conmigo —dije—. ¡Quédate conmigo!

De improviso, oí a mi espalda la presencia de Arjun. Le oí acercarse pausadamente y entrar en la habitación.

Pandora se apoyó contra mi pecho, como si le flaquearan las fuerzas. Estaba temblando.

—No te preocupes —dijo Arjun en el mismo tono paciente que había empleado conmigo en el palacio del duque—. Podemos hablar de estas cosas civilizadamente. No soy un salvaje propenso a actos violentos.

Parecía todo un caballero, con su pañuelo de encaje y sus zapatos de tacón. Miró los fragmentos del espejo que estaban desparramados sobre la costosa alfombra y meneó la cabeza con gesto de desaprobación.

—Entonces, déjame solo con ella —dije.

—¿Es lo que deseas, Pandora? —preguntó Arjun.

Pandora asintió.

—Sí, déjanos un rato a solas, cariño —dijo.

Tan pronto como Arjun salió de la habitación, cerrando la imponente puerta de doble hoja tras él, acaricié el pelo de Pandora y volví a besarla.

—No puedo abandonarlo —me confesó.

—¿Por qué? —inquirí.

—Porque yo lo creé —contestó Pandora—. Es mi hijo, mi esposo y mi guardián.

La miré estupefacto.

¡Jamás había sospechado semejante cosa!

Durante todo ese tiempo, había creído que era un ser dominante que la tenía en su poder.

—Lo creé para que cuidara de mí —dijo Pandora—. Lo traje de la India, donde yo era venerada como una diosa por unos pocos que me habían visto. Le enseñé los usos y costumbres europeos. Le asigné la tarea de ocuparse de mí, para que me controlara en mis arrebatos de debilidad y desesperación. Su afán de vivir es lo que nos impulsa a ambos a seguir adelante. Sin él, habría languidecido en una tumba durante siglos.

—Muy bien —dije—, de modo que es tu criatura. Lo comprendo. ¡Pero tú eres mía, Pandora! ¿Acaso no te importa? ¡Eres mía y te tengo de nuevo en mi poder! Perdóname por expresarme tan bruscamente, por emplear términos como «mi poder». ¿Qué pretendo con ello? ¡Decirte que no estoy dispuesto a perderte!

—Sé lo que pretendes decir —respondió Pandora—, pero no puedo despedirlo. Ha hecho a la perfección todo cuanto le he pedido y me ama. No podría vivir bajo tu techo, Marius, lo sé. Donde vive Marius, manda Marius. No soportarías compartir tu casa con un hombre como Arjun bajo ningún concepto, ni siquiera por mí.

Me sentí tan herido que durante unos momentos no pude responder. Meneé la cabeza para negar lo que acababa de decir Pandora, pero lo cierto era que no sabía si tenía razón o no. En lo único en lo que yo había pensado últimamente era en destruir a Arjun.

—No puedes negarlo —dijo Pandora suavemente—. Arjun es muy fuerte, tiene un carácter enérgico y hace mucho que es su propio amo. —Debe de haber una solución —dije en tono implorante. —Llegará una noche, sin duda —dijo Pandora—, en que Arjun y yo nos separaremos. Al igual que quizás ocurra entre Bianca y tú. Pero éste no es el momento idóneo, así que te suplico que me dejes marchar, Marius, que te despidas de mí y prometas perseverar eternamente como te lo prometo yo.

—¿Es ésta tu forma de vengarte? —pregunté en tono quedo—. Eras mi criatura y al cabo de doscientos años te abandoné. De modo que ahora me dices que no puedes hacerle a él lo mismo.

—No, mi hermoso Marius, no es una venganza, sólo la verdad. Ahora, déjame —dijo, sonriendo con amargura—. Esta noche ha sido un regalo para mí verte vivo, saber que Santino, el bebedor de sangre romano, mentía. Llevaré esta noche conmigo durante siglos. —Te llevará lejos de mí —apostillé, asintiendo con la cabeza. De repente, sus labios me pillaron desprevenido. Fue ella quien me besó apasionadamente, y sentí sus diminutos colmillos clavarse en mi cuello.

Me quedé rígido, con los ojos cerrados, dejando que bebiera mi sangre, sintiendo el inevitable tirón en mi corazón. En mi mente se agolpaban visiones del oscuro bosque a través del cual ella y su compañero cabalgaban con frecuencia, pero no sabía si esas visiones eran suyas o mías.

Pandora siguió bebiendo, como si estuviera muerta de hambre. Creé para ella el lujuriante jardín de mis sueños más queridos y nos vi a los dos en él. Mi cuerpo ardía de deseo por ella. La sentí succionar mi sangre a través de cada nervio, pero no opuse resistencia. Yo era su víctima. No hice nada por protegerme.

De pronto, tuve la sensación de que no me sostenía en pie, de que había caído, pero no me importó. Entonces sentí que me sujetaba por los brazos y comprendí que había vuelto a ponerme en pie.

Pandora se apartó y vi, con los ojos nublados, que me miraba fijamente. Tenía la cabellera desparramada sobre los hombros.

—Qué sangre tan poderosa —musitó—. Mi Hijo del Milenio.

Era la primera vez que oía ese nombre para designar a los que habíamos vivido tantos siglos y me pareció delicioso.

Pandora me había succionado tal cantidad de sangre que estaba mareado. Pero ¿qué más daba? Estaba dispuesto a darle lo que fuera. Traté de recuperar el equilibrio y sacudí la cabeza para ver con claridad.

Pandora se hallaba al otro lado de la habitación.

—¿Qué has visto en la sangre? —murmuré.

—Tu amor puro —respondió.

—¿Lo dudabas? —pregunté. Noté que recuperaba las fuerzas por momentos. Ella tenía el rostro radiante y sonrosado por la sangre que había ingerido, y sus ojos mostraban una expresión tan fiera como cuando nos peleábamos.

—En absoluto —contestó—. Pero ahora debes dejarme.

No dije nada.

—Vete, Marius. Si no lo haces, no podré soportarlo.

La miré como quien contempla a un animal salvaje del bosque, pues eso era lo que me parecía aquella criatura a la que había amado con todo mi corazón.

Comprendí de nuevo que todo había terminado.

Salí de la habitación.

Al llegar al amplio vestíbulo de la casa, me quedé atónito al ver a Arjun en un rincón, observándome.

—Lo lamento, Marius —dijo en tono sincero.

Lo miré, preguntándome si sería capaz de enfadarme lo suficiente como para destruirlo. Si lo hacía, ella se vería obligada a permanecer a mi lado. Era una posibilidad que me rondaba por la cabeza machaconamente. Pero sabía que ella me odiaría. Yo mismo me odiaría. A fin de cuentas, ¿qué tenía contra ese ser, que no era un rufián que la tenía dominada, como había supuesto, sino su criatura, un vampiro novato de unos quinientos años o menos, un neófito en las artes vampíricas que la amaba sinceramente?

Me hallaba muy lejos de esa posibilidad. Arjun debía de ser un individuo sublime por adivinar esos pensamientos en mi mente desesperada y abierta y seguir manteniendo su elegante postura, limitándose a observarme.

—¿Por qué debemos separarnos? —murmuré.

Arjun se encogió de hombros.

—No lo sé —respondió con un elocuente ademán—. Es lo que desea Pandora. Es ella quien desea viajar constantemente, quien traza en el mapa nuestras rutas, los círculos que recorremos, quien decide que nos detengamos de vez en cuando en Dresde, que vayamos de vez en cuando a otra ciudad, como París o Roma. Es ella quien insiste en que debemos movernos sin cesar. Y yo, qué quieres que te diga, lo acepto encantado.

Me acerqué a él y, durante unos instantes, pensó que iba a lastimarlo y se puso tenso.

Lo sujeté por la muñeca antes de que pudiera moverse. Lo observé con atención. Qué ser tan noble, con su voluminosa peluca blanca que contrastaba con su piel morena y lustrosa. Clavó sus ojos negros en mí, mirándome con franqueza y comprensión.

—Quedaos los dos aquí conmigo —dije—. Quedaos a vivir en mi casa, con mi compañera Bianca y conmigo.

Arjun sonrió y negó con la cabeza. En sus ojos no había desprecio. Éramos dos hombres que se miraban cara a cara sin desprecio. Se limitó a decir «no».

—Ella no aceptará —dijo en tono sosegado y tranquilizador—. La conozco. Sé cómo es. Me proporcionó su sangre porque yo la adoraba. Y después de recibirla, no he dejado de adorarla.

Me quedé plantado, sujetándolo por la muñeca, mirando de un lado a otro como si fuera a prorrumpir en sollozos o gritar a los dioses. Temía derribar los muros de la casa si me ponía a gritar.

—¡Cómo es posible! —murmuré—. ¡Cómo es posible que la haya encontrado y la haya visto una noche, una sola noche en que no hemos dejado de pelearnos!

—Tú y ella sois iguales —dijo Arjun—. Yo no soy sino un instrumento.

Cerré los ojos.

En ese momento la oí sollozar, y en cuanto percibí ese sonido, Arjun se desasió con suavidad y me dijo en su característico tono delicado y cortés que debía ir a reunirse con ella.

Salí lentamente del vestíbulo, bajé unos escalones de mármol y eché a caminar a través de la noche, prescindiendo del carruaje.

Regresé a casa andando a través del bosque.

Cuando llegué, entré en la biblioteca, me quité la peluca que me había puesto para asistir al baile, la arrojé al otro lado de la habitación y me senté en una silla frente a mi escritorio.

Apoyé la cabeza en los brazos y rompí a llorar en silencio como no lo había hecho desde la muerte de Eudoxia. Lloré desconsoladamente. Transcurrieron varias horas, hasta que por fin reparé en que Bianca estaba de pie a mi lado.

Me acarició el pelo y la oí murmurar:

—Tenemos que bajar al sótano para acostarnos en nuestro frío sepulcro, Marius. Para ti es aún temprano, pero yo debo ir y no puedo dejarte en este estado.

Me levanté. La abracé y di rienda suelta a un espantoso torrente de lágrimas, mientras ella me abrazaba silenciosa y cariñosamente.

Luego bajamos para tendernos en nuestros respectivos ataúdes.

La noche siguiente, me dirigí inmediatamente a la casa donde había dejado a Pandora.

Al encontrarla desierta, registré todo Dresde y los numerosos palacios y scblosses situados en las inmediaciones.

Pandora y Arjun se habían marchado, no cabía duda. Me acerqué al palacio ducal, donde daban un pequeño concierto, y no tardé en averiguar la noticia «oficial», que el hermoso carruaje negro de los marqueses de Malvrier había partido antes del alba hacia Rusia.

Rusia.

Como no estaba de humor para escuchar música, presenté mis excusas a los que estaban reunidos en el salón y regresé de nuevo a casa. Jamás me había sentido tan desesperado como en aquellos momentos. Ni tan hundido.

Me senté a mi escritorio. Contemplé el río a través de la ventana. Sentía la cálida brisa primaveral.

Pensé en las muchas cosas que Pandora y yo debimos habernos dicho, en las muchas cosas que pude haberle dicho en un tono más sosegado a fin de convencerla. Me dije que no era imposible volver a dar con ella. Me dije que ella sabía dónde estaba, que podía escribirme. Me dije cuanto precisaba decirme para conservar la cordura.

No oí entrar a Bianca en la habitación. No la oí sentarse a mi lado en una amplia butaca.

Cuando alcé la cabeza, la vi como si se tratara de una visión: un muchacho bellísimo con mejillas de porcelana, el pelo rubio recogido en la nuca con una cinta negra, vestida con una levita recamada en oro, las torneadas piernas enfundadas en unas inmaculadas medias blancas, calzada con unos zapatos con rubíes en las hebillas.

¡Qué disfraz tan divino! Bianca disfrazada de joven noble, conocido por unos pocos mortales como su propio hermano. Pero qué tristeza advertí en sus incomparables ojos azules cuando me miró.

—Te compadezco —dijo en voz baja.

—¿De veras? —pregunté. Pronuncié esas palabras con el corazón roto—. Confío en que así sea, amor mío, porque te amo más de lo que jamás te he amado y te necesito.

—No lo entiendes —respondió Bianca con voz dulce y compasiva—. Oí lo que le dijiste a Pandora y voy a dejarte.