31

Transcurrieron cien años hasta que di con Pandora.

Durante ese tiempo, mis poderes se incrementaron de forma notable.

Aquella noche, cuando regresé de Inglaterra tras mi visita a Talamasca, los puse todos a prueba para asegurarme de que jamás volvería a estar a merced de los secuaces de Santino. Durante varias noches, dejé sola a Bianca para probar mis poderes sobrenaturales.

Después de haber comprobado el alcance de mi velocidad y del don del fuego, así como mi increíble poder para destruir con una fuerza invisible, fui a París con el único propósito de espiar a la secta de Amadeo.

Antes de emprender esta pequeña aventura, confesé mis fines a Bianca y ella me rogó que no me expusiera a semejante riesgo.

—No, deja que vaya —repliqué—. Si quiero, puedo oír la voz de Amadeo a muchos kilómetros de distancia, pero debo asegurarme de lo que oigo y lo que veo. Y te diré otra cosa: no deseo rescatarlo.

Bianca estaba apenada, pero se mostró comprensiva. Permaneció en su rincón habitual del santuario, limitándose a asentir con la cabeza, y me hizo prometer que sería precavido.

En cuanto llegué a París, bebí la sangre de uno de los numerosos asesinos que pululaban por la ciudad, tras atraerlo con mi potente don de la seducción desde la hostería donde se hallaba, y a continuación me refugié en un elevado campanario de Notre Dame de París para escuchar a los miembros de aquella abominable secta.

Se trataba de un inmenso nido de víboras, constituido por los seres más despreciables y odiosos, que se habían instalado en una catacumba en París como habían hecho hacía siglos en Roma.

Dicha catacumba estaba situada bajo el cementerio denominado Los Inocentes, unas palabras que se me antojaron trágicamente oportunas al oírles pronunciar sus esperpénticos votos y cánticos antes de lanzarse a las oscuras calles para infligir toda suerte de tormentos e incluso la muerte a la población de París.

«Todo por Satanás, todo por la Bestia, todo para servir a Dios y luego regresar a nuestra existencia penitencial».

No me fue difícil hallar, a través de numerosas mentes, el lugar donde se encontraba mi Amadeo, y aproximadamente una hora después de mi llegada a París, lo localicé andando por una estrecha callejuela, sin sospechar que yo le observaba desde lo alto sumido en un amargo silencio. Iba vestido con harapos, llevaba el pelo mugriento, y cuando encontró a su víctima, la mató de una forma tan atroz que me horrorizó. Durante más de una hora, lo seguí con los ojos hasta que encontró otra víctima indefensa, tras lo cual dio media vuelta y regresó al inmenso cementerio.

Apoyado contra la fría piedra del interior de la torre, le oí convocar desde su celda subterránea a su «secta» y preguntar a cada uno de sus miembros cómo y cuántas víctimas habían conseguido cobrarse, por el amor de Dios, entre la población local.

—Hijos de las tinieblas, está a punto de amanecer. Ahora todos debéis descubrir vuestra alma ante mí.

Qué firme, qué clara sonaba su voz. Qué seguro estaba de lo que decía. Con qué presteza recriminaba a cualquier hijo de Satanás que no hubiera conseguido asesinar bárbaramente a algún mortal. Era la voz de un hombre la que oí brotar de labios del muchacho que había conocido tiempo atrás. Me estremecí horrorizado.

—¿Para qué se te concedió el Don Oscuro? —preguntó a un holgazán—. Mañana por la noche tienes que liquidar a dos mortales. Y si todos vosotros no me demostráis una mayor devoción, os castigaré por vuestros pecados y haré que otros entren en nuestra secta. No podía soportarlo más. Me sentía asqueado. Soñé con descender a su mundo subterráneo, arrancarlo de él al tiempo que abrasaba a sus seguidores y obligarlo a salir a la luz, llevármelo al santuario de los que debían ser custodiados e implorarle que renunciara a su vocación. Pero no lo hice. No podía.

Durante muchos años, Amadeo había sido uno de ellos. Su mente, su alma y su cuerpo pertenecían a aquellos a quienes gobernaba; y nada de lo que yo le había enseñado le había dado la fuerza necesaria para oponerse a ellos.

Ya no era mi Amadeo. Había ido a París para averiguarlo; ahora ya sabía la verdad.

Me sentí entristecido. Desesperado. Pero quizá fue la ira y la repugnancia lo que me hizo abandonar París aquella noche, diciéndome, en suma, que Amadeo debía liberarse de la siniestra mentalidad de la secta por sí mismo. Yo no podía hacerlo por él.

En Venecia me había esforzado en borrar de su mente el recuerdo del monasterio de las Grutas, pero Amadeo había hallado ahora otro lugar donde practicaba un severo ritual y un duro sacrificio. Los años que había pasado junto a mí no le habían protegido contra eso. Hacía tiempo se había cerrado en torno a él un estrecho círculo. Volvía a ser un sacerdote. Era el bufón de Satanás, al igual que tiempo atrás había sido en la lejana Rusia el bufón de Dios. El breve tiempo que había vivido junto a mí en Venecia no le había servido de nada.

Cuando le conté esas cosas a Bianca, cuando se las expliqué lo mejor que pude, se mostró entristecida, pero no me atosigó.

Entre nosotros existía, como de costumbre, un clima de comprensión; ella me escuchaba y luego contestaba sin crispación.

—Puede que dentro de un tiempo cambies de opinión —dijo—. Tienes el poder suficiente para ir allí y reducir a quienes lo tienen preso e intenten impedir que te lo lleves. Creo que eso es lo que tendrás que hacer, llevártelo a la fuerza, insistir en que venga aquí contigo y vea a los Padres Divinos. Yo no poseo el poder para hacerlo. Sólo te pido que recapacites, que no te empecines en una negativa.

—Te doy mi palabra de que no es así —contesté—. Pero no creo que el hecho de ver a los Padres Divinos haga que Amadeo cambie de parecer. —Hice una pausa. Después de reflexionar unos momentos sobre el tema, hablé a Bianca sin rodeos—: Hace poco tiempo que compartes este secreto conmigo. Ambos vemos en los Padres Divinos una gran belleza, pero quizá Amadeo viera algo distinto. ¿Recuerdas lo que te dije sobre los largos siglos que yacen junto a mí? Los Padres Divinos no articulan palabra, no redimen, no piden nada.

—Lo comprendo —respondió Bianca.

Pero no era así. No había pasado el tiempo suficiente con el Rey y la Reina para comprenderlo. No podía comprender el alcance de su pasividad.

—Amadeo posee un credo —proseguí sosegadamente— y al parecer ocupa un lugar en el plan de Dios. Es posible que viera en la Madre y el Padre un enigma perteneciente a una época pagana, lo cual no le seduciría. No le daría la fuerza suficiente que obtiene ahora de sus fieles. Créeme, Bianca, allí es el líder. El muchacho que conocimos tiempo atrás ahora es viejo; es un sabio de los hijos de las tinieblas, según se denomina esa secta. —Exhalé un suspiro de resignación.

Evoqué un recuerdo amargo, las palabras de Santino al preguntarme, cuando nos conocimos en Roma, si los que debían ser custodiados eran sagrados o profanos.

Se lo dije a Bianca.

—De modo que hablaste con ese ser. No me lo habías dicho.

—Sí, hablé con él, lo ridiculicé y lo insulté. Cometí esas torpezas en lugar de hacer algo más contundente. En el momento en que pronunció las palabras «los que deben ser custodiados», debí destruirlo.

Bianca asintió con la cabeza.

—Cuantas más cosas me cuentas, mejor lo comprendo. Pero sigo confiando en que regreses a París, en que reveles tu presencia a Amadeo. Los otros son débiles, podrías abordarlo en un espacio abierto donde…

—Ya sé a qué te refieres —la interrumpí—. No permitiría que me rodearan con antorchas. Quizá siga tu consejo. Pero he oído la voz de Amadeo y no creo que a estas alturas pueda cambiar. Hay otro detalle digno de recalcarse. Amadeo sabe cómo liberarse de esa secta.

—¿Estás seguro?

—Sí. Amadeo sabe vivir en el mundo de la luz, y gracias a su sangre vampírica es diez veces más fuerte que esos seres a quienes gobierna. Podría escaparse si lo deseara, pero no quiere.

—Marius —dijo Bianca en tono implorante—, sabes lo mucho que te amo y lo que me disgusta contradecirte.

—Di lo que quieras decirme —le insistí.

—Piensa en lo que ha sufrido —dijo Bianca—. Cuando ocurrió la tragedia, era un chiquillo.

En eso me mostré de acuerdo.

—Pero ahora ya no lo es, Bianca. Puede que sea tan bello como cuando le di la sangre vampírica, pero es un patriarca en el desierto. Todo París, la maravillosa ciudad de París, le rodea. Lo observé mientras caminaba solo por las calles de la ciudad. No había nadie junto a él que lo controlara. Pudo haberse limitado a asesinar malvados, como hacemos nosotros, pero no lo hizo. Bebió la sangre no de un inocente, sino de dos.

—Entiendo. Eso es lo que te amarga.

Medité en ello.

—Tienes razón. Eso fue lo que me provocó rechazo, aunque en aquellos momentos no me percaté. Pensé que era por la forma en que se había dirigido a sus fieles. Pero has acertado. Fueron aquellas dos muertes atroces, de las que obtuvo su caliente y suculento festín, cuando París está repleta de mortales asesinos a los que pudo haber matado. Bianca apoyó la mano sobre la mía.

—Si decido arrancar a uno de esos hijos de las tinieblas de su guarida, será a Santino —afirmé.

—No, no debes ir a Roma. No sabes si entre los de esa secta hay bebedores de sangre ancianos.

—Una noche —dije—, iré allí. Cuando esté seguro de mi inmenso poder, cuando esté seguro de poseer la implacable ira que se requiere para aniquilar a muchos otros.

—No te alteres —dijo Bianca—. Perdóname.

Guardé silencio unos instantes.

Bianca sabía que había salido muchas noches solo del santuario. Ahora tenía que confesar lo que había hecho esas noches. Tenía que empezar a urdir mi plan secreto. Por primera vez en los largos años que llevábamos juntos, tenía que romper el vínculo que nos unía, al tiempo que le proporcionaba justo lo que ella deseaba.

—Dejemos de hablar de Amadeo —dije—. En estos momentos estoy pensando en algo más alegre.

Bianca se mostró inmediatamente interesada. Me acarició la cara y el pelo, como tenía por costumbre.

—Cuéntamelo.

—¿Cuánto tiempo hace que me pediste que nos instaláramos en nuestra propia casa?

—¡No me tomes el pelo, Marius! ¿Es posible?

—Amor mío, es más que posible —respondí, animado por su radiante sonrisa—. He hallado el lugar ideal, una pequeña y espléndida ciudad situada a orillas del Elba, en Sajonia.

Bianca respondió cubriéndome de dulces besos.

—Durante las numerosas noches que he salido solo, me he tomado la libertad de adquirir un castillo cerca de esa ciudad, un castillo en ruinas, confío en que me perdones…

—¡Qué noticia tan maravillosa, Marius! —exclamó Bianca.

—He invertido una elevada suma en obras de reparación, escaleras y suelos nuevos de madera, ventanas de cristal y numerosos muebles.

—Es fantástico —comentó Bianca, echándome los brazos al cuello.

—Me alegro de que no te enfades conmigo por tomar esa iniciativa sin consultártelo. Puede decirse que me enamoré en el acto de ese lugar. Llevé allí a varios pañeros y ebanistas, les expliqué lo que deseaba que hicieran y se han apresurado a cumplir mis instrucciones.

—Pero ¿cómo iba a enfadarme? —preguntó Bianca—. Lo deseo más que nada en el mundo.

—Hay otro aspecto de ese castillo que debo precisar —dije—. Aunque el edificio es relativamente moderno y más parecido a un palacio que a un castillo, sus cimientos son muy viejos. Gran parte de ellos fueron construidos en tiempos remotos. Debajo hay unas inmensas criptas y una mazmorra auténtica.

—¿Quieres trasladar allí a los Padres Divinos? —preguntó Bianca. —Así es. Creo que ha llegado el momento oportuno. Sabes tan bien como yo que a nuestro alrededor han aparecido multitud de pequeños poblados y ciudades. Ya no vivimos aislados aquí. Sí, quiero trasladar a los Padres Divinos a otro lugar.

—Si es lo que deseas, acato tu decisión. —Bianca se sentía tan eufórica que no podía ocultarlo—. Pero ¿estarán a salvo allí? ¿No los trajiste a este lugar remoto para evitar que alguien pudiera descubrirlos? Reflexioné unos instantes antes de responder. —Allí estarán a salvo —dije por fin—. Con el transcurso de los siglos, el mundo de los vampiros cambia a nuestro alrededor. Ya no soporto este lugar, de modo que he decidido trasladarlos a otro sitio. En esa ciudad no hay bebedores de sangre. La he explorado minuciosamente y no he dado con ninguno. No he percibido la presencia de vampiros, ni jóvenes ni ancianos. Creo que estaremos seguros y deseo trasladarlos allí. Deseo vivir en otro lugar. Deseo contemplar otras montañas y otros bosques.

—Te entiendo —respondió Bianca—. Te entiendo perfectamente —repitió—. Ahora creo más que nunca que son capaces de defenderse. Te necesitan, desde luego, por eso aquella lejana noche nos abrieron la puerta del santuario y encendieron las lámparas. Lo recuerdo con claridad. Pero paso muchas horas aquí contemplándolos, y durante esas horas tengo muchos sueños. Creo que son capaces de defenderse contra cualquiera que tratara de lastimarlos.

No discutí con ella. No me molesté en recordarle que hacía siglos habían permitido que los expusieran al sol. ¿Con qué fin? Por lo demás, sospechaba que Bianca tenía razón. Eran capaces de aplastar a cualquiera que tratara de atacarlos.

—Vamos, anímate —dijo Bianca al observar mi mal humor—. Estoy muy contenta por la noticia que me has dado. Quiero que tú también lo estés.

Bianca me besó como si no pudiera reprimir ese impulso. ¡Qué inocente parecía en aquellos momentos!

Y yo le mentía, por primera vez en todos los años que llevábamos juntos, le mentía.

Le mentía porque no le había dicho una palabra de Pandora. Le mentía porque no creía que ella fuera capaz de no tener celos de Pandora. Y porque no podía revelarle que el motivo de lo que había hecho era mi amor por Pandora. ¿Quién hubiera estado dispuesto a revelar ese ardid a su amante?

Yo deseaba que nos instaláramos en Dresde. Deseaba permanecer en Dresde. Deseaba estar cerca de Dresde cada crepúsculo de mi existencia, hasta que Pandora regresara allí. Pero no podía confesárselo a Bianca.

Por lo tanto, fingí haber elegido aquel maravilloso hogar por ella, y sin duda también lo había hecho por ella. Deseaba hacerla feliz, sí, pero ése no era el único motivo.

Al cabo de un mes, iniciamos las obras del nuevo santuario y transformamos por completo la mazmorra del castillo de Sajonia en un lugar digno de un Rey y una Reina.

Una legión de orfebres, pintores y albañiles subían y bajaban por la larga escalera de piedra con el fin de acondicionar la mazmorra hasta convertirla en una maravillosa capilla privada.

El trono fue cubierto con pan de oro, al igual que la tarima.

Instalamos las lámparas de bronce de rigor, nuevas y viejas, y unos espléndidos candelabros de oro y plata.

Yo mismo construí las pesadas puertas de hierro y sus complicadas cerraduras.

En cuanto al castillo, era más un palacio que un castillo, como he dicho. Había sido reconstruido en varias ocasiones y se hallaba en un lugar encantador, junto a la ribera del Elba. Estaba rodeado por un espléndido bosque de hayas, robles y abedules. Tenía una terraza desde la que se contemplaba el río, y desde sus numerosas y amplias ventanas se divisaba la lejana ciudad de Dresde.

Por supuesto, jamás iríamos a cazar a Dresde ni a las poblaciones circundantes. Iríamos en busca de nuestras víctimas a zonas más remotas, como hacíamos siempre. Asimismo, atacaríamos a los rufianes que pululaban por los bosques, una actividad que practicábamos sistemáticamente.

Bianca tenía ciertas dudas. Por fin me confesó que temía vivir en un lugar donde no pudiera ir a cazar sola, sin mí.

—Dresde es lo suficientemente grande para saciar tu apetito —respondí—, en caso de que yo no pueda llevarte a otro lugar. Ya lo verás. Es una ciudad preciosa, una ciudad joven, pero bajo el gobierno del duque de Sajonia se ha convertido en una capital pujante.

—¿Estás seguro? —preguntó Bianca.

—Desde luego, y como te he dicho, también estoy seguro de que los bosques de Sajonia y de la cercana Turingia están repletos de los ladrones y asesinos que siempre han constituido para nosotros un festín especial.

Bianca meditó en lo que le había dicho.

—Permite que te recuerde, amor mío —dije—, que puedes cortar tu espléndida cabellera por la noche con la certeza de que volverá a crecer al día siguiente, que puedes salir disfrazada de hombre y desplazarte a una velocidad sobrenatural para atrapar a tus víctimas. Quizá pongamos en práctica este jueguecito en cuanto lleguemos.

—¿Me permitirás hacerlo? —preguntó Bianca.

—Naturalmente —contesté. Me asombraba su gratitud.

Bianca volvió a cubrirme de agradecidos besos.

—Pero debo advertirte que en la zona a la que vamos a trasladarnos hay numerosas aldeas, en las que imperan las supersticiones sobre brujería y vampiros.

—Vampiros —dijo Bianca—, ésa es la palabra que utilizó tu amigo de Talamasca.

—Sí —contesté—, debemos ocultar siempre toda prueba de nuestros festines si no queremos convertirnos de inmediato en una leyenda.

Bianca soltó una carcajada.

Por fin, el castillo o schloss, como se llamaba en aquella parte del mundo, estuvo terminado y empezamos a hacer los preparativos para trasladarnos.

Pero había empezado a rondarme por la cabeza otra idea que no cesaba de atormentarme.

Una noche, cuando Bianca dormía en su rincón, decidí resolver el asunto.

Me arrodillé en el suelo de mármol y recé a mi inmutable y bella Akasha, preguntándole sin rodeos si consentiría que Bianca bebiera su sangre.

—Esta tierna criatura ha sido tu compañera durante muchos años —dije—, te ama sin reservas. Yo le he proporcionado mi potente sangre en numerosas ocasiones, pero no puede compararse con la tuya. Si alguna vez llegamos a separarnos, temo que le ocurra algo malo. Te ruego que le permitas beber tu sangre, que le proporciones tu preciosa fuerza.

Mi ruego fue acogido con el silencio, con el titilante resplandor de multitud de llamitas, con el olor a cera y a aceite, con la luz que se reflejaba en los ojos de la Reina.

Sin embargo, vi una imagen en respuesta a mi súplica. En mi imaginación, vi a mi hermosa Bianca apoyada en el pecho de la Reina. Y durante unos instantes divinos, no nos hallábamos en el santuario sino en un jardín inmenso. Sentí la brisa que soplaba a través de los árboles. Percibí el aroma de las flores.

Luego me vi de nuevo en el santuario, postrado de rodillas, con los brazos extendidos.

De inmediato le indiqué a Bianca que se acercara. Ella obedeció sin saber qué me proponía. Le hice subir los peldaños de la tarima y la situé junto al cuello de la Reina, cubriéndola al mismo tiempo por si Enkil alzaba el brazo para atacarla.

—Bésala en el cuello —murmuré.

Bianca no cesaba de temblar. Creo que estaba a punto de romper a llorar, pero me obedeció. Clavó sus pequeños colmillos en la piel de la Reina y sentí que su cuerpo se tensaba entre mis brazos.

Por fin se cumplía mi ruego.

Bianca bebió sangre de la Reina durante unos minutos, y mientras lo hacía, me pareció oír los latidos del corazón de ambas pugnando entre sí. Luego Bianca cayó hacia atrás y la cogí en mis brazos. Entonces observé unas heridas diminutas en el cuello de Akasha.

Había terminado.

Me llevé a Bianca a un rincón.

Exhaló varios suspiros arqueando la espalda, se volvió hacia mí y se acurrucó contra mi pecho. Luego extendió una mano y la miró. Ambos vimos que estaba más blanca, aunque conservaba el color de la carne humana.

Mi espíritu se sentía maravillosamente tranquilizado por lo ocurrido. Confieso que aquello significó mucho para mí, pues el hecho de haberle mentido a Bianca me producía unos remordimientos insoportables y el hecho de que ésta hubiera recibido de la madre el precioso don de su sangre me proporcionaba un gran alivio.

Confiaba en que la Madre permitiría que Bianca bebiera de nuevo su sangre, como así fue. Ocurrió con frecuencia. Y cada vez que Bianca bebía sangre divina, se hacía más fuerte.

Pero permíteme proseguir el relato ordenadamente.

El viaje desde el santuario fue arduo. Al igual que antiguamente, tuve que depender de unos mortales para que transportaran a los Padres Divinos en pesados ataúdes de piedra, lo cual me produjo no poca inquietud, aunque no tanta como en otras ocasiones. Creo que estaba convencido de que Akasha y Enkil podían protegerse ellos mismos.

No sé por qué tenía esa impresión, quizá porque me habían abierto la puerta del santuario y encendido las lámparas cuando me sentía débil y apesadumbrado.

Fuera como fuese, el caso es que los trasladamos a nuestro nuevo hogar sin mayores dificultades. Ante la mirada atónita de Bianca, los saqué de sus ataúdes y los coloqué juntos sobre el trono.

Sus movimientos lentos y obedientes, su perezosa plasticidad la horrorizaron.

Pero, puesto que ya había bebido sangre de la Madre, se apresuró a ayudarme a alisar su hermoso vestido de seda y la túnica de Enkil. También me ayudó a trenzar el cabello de la Reina y a colocarle los brazaletes.

Cuando terminamos, yo mismo encendí las lámparas y las velas.

Luego ambos nos arrodillamos para rogar que el Rey y la Reina se sintieran satisfechos en el nuevo lugar.

Luego nos dirigimos al bosque para capturar a unos rufianes cuyas voces habíamos oído. No tardamos en encontrar su rastro y al cabo de unos momentos gozamos de un suculento festín, rematado por el montón de oro que habían robado y del que no dudamos en apoderarnos.

Tal como declaró Bianca, habíamos regresado al mundo. Se puso a bailar en círculos en el gran salón del castillo. Contempló embelesada los muebles que decoraban los aposentos de nuestro nuevo hogar, los espléndidos lechos encofrados y los cortinajes de alegres colores.

Yo también me sentía feliz.

Pero ambos estábamos de acuerdo en que no viviríamos en el mundo como habíamos vivido en Venecia. Era demasiado peligroso. De modo que contratamos a un reducido número de sirvientes y llevábamos una vida discreta. En Dresde se rumoreaba que nuestra casa pertenecía a una dama y a un caballero que vivían en otro lugar.

Cuando nos apetecía visitar grandes catedrales (que abundaban) o grandes cortes reales, nos desplazábamos a otras ciudades, como Weimar, Eisenbach o Leipzig, protegidos por una increíble fortuna y un halo de misterio. Era una vida mucho más satisfactoria que nuestra monótona existencia en los Alpes. Disfrutábamos enormemente.

Pero al anochecer yo siempre dirigía la vista hacia Dresde. Al anochecer siempre aguzaba el oído para captar el sonido de una poderosa bebedora de sangre en Dresde.

Así transcurrieron los años.

Con el discurrir del tiempo, se produjeron cambios radicales en materia de vestimenta que nos parecían la mar de divertidos. Al cabo de un tiempo, empezamos a lucir unas historiadas pelucas que nos parecían ridículas. Aborrecíamos los pantalones que no tardaron en ponerse de moda, así como los zapatos de tacón alto y las medias blancas que también estaban en boga.

Nuestro discreto estilo de vida nos impedía contratar doncellas para Bianca, de modo que era yo quien me encargaba de anudar su ajustado corsé. Estaba espectacular con sus escotados corpiños y sus amplios y oscilantes miriñaques.

Durante esa época, escribí varias veces a la orden de Talamasca. Raymond murió a los ochenta y nueve años, pero no tardé en establecer una estrecha relación con una mujer joven llamada Elizabeth Nollis, que había leído mis cartas a Raymond y las conservaba en sus archivos.

Ésta me confirmó que habían vuelto a ver a Pandora con su acompañante asiático. Me rogó que le explicara lo que pudiera sobre mis poderes sobrenaturales y mis hábitos, pero no le revelé muchos detalles. Le hablé de mi capacidad para adivinar el pensamiento y desafiar las leyes de la gravedad. Pero mi reticencia a revelarle otros pormenores la exasperaba.

Curiosamente, lo más destacable de esas cartas era la abundante información que me proporcionaba sobre Talamasca. Me dijo que eran increíblemente ricos, lo que les permitía gozar de una inmensa libertad. Recientemente habían fundado una casa matriz en Ámsterdam y otra en Roma.

Todo ello me sorprendió y la previne contra la «secta» de Santino.

Entonces Elizabeth me envió una carta de respuesta que me dejó estupefacto.

«Todo indica que esos extraños caballeros y damas de los que hemos hablado en nuestra correspondencia ya no se hallan en la ciudad en que vivían a sus anchas. A los miembros de nuestra casa matriz les resulta muy difícil hallar informes sobre el tipo de actividades que practica esa gente».

¿Qué significaba eso? ¿Que Santino había abandonado la secta? ¿Que todos ellos se habían trasladado a París? En tal caso, ¿por qué motivo?

Sin darle explicaciones a mi apacible Bianca, que iba con frecuencia a cazar sola, fui a explorar personalmente la Ciudad Santa. Era la primera vez que volvía después de doscientos años.

Me invadía un terror más profundo de lo que estaba dispuesto a reconocer. Lo cierto era que la perspectiva del fuego me aterrorizaba hasta tal extremo que, en cuanto llegué, me instalé en lo alto de la basílica de San Pedro, desde donde contemplé Roma con ojos fríos y avergonzados, incapaz de aguzar mi oído de bebedor de sangre durante varios minutos seguidos, por más que me esforzaba en controlarme.

Pese a todo, no tardé en constatar, mediante el don de la mente, que sólo quedaban unos pocos bebedores de sangre en Roma, unos cazadores solitarios carentes del consuelo que ofrece un compañero. Por lo demás, eran débiles. Al escudriñar sus mentes, me percaté de que sabían muy poco sobre Santino.

¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que ese monstruo que había destruido buena parte de mi vida se hubiera liberado de su miserable existencia?

Furioso, me acerqué a uno de esos bebedores de sangre solitarios y lo abordé, aterrorizándolo y no sin motivo.

—¿Qué ha sido de Santino y de la secta romana? —pregunté.

—Todos desaparecieron hace años —respondió—. ¿Quién eres y cómo sabes esas cosas?

—¿Adonde ha ido Santino? ¡Dímelo!

—Nadie conoce la respuesta —contestó él—. Nunca llegué a verlo.

—Pero alguien debió de crearte —dije—. Dime quién fue.

—Mi creador sigue viviendo en las catacumbas donde se reunían los de la secta. Está loco. No puede ayudarte.

—Prepárate para reunirte con Dios o el diablo —dije. Y acabé con él en un abrir y cerrar de ojos. Lo hice tan misericordiosamente como pude. Al cabo de unos instantes, sólo quedaba de él una mancha de grasa en el suelo, que borré con el pie antes de dirigirme hacia las catacumbas.

El vampiro había dicho la verdad.

Tan sólo había un bebedor de sangre en aquel lugar, que estaba repleto de calaveras, igual que hacía más de mil años.

El bebedor de sangre era un imbécil redomado, y al verme ataviado con mi refinado atuendo de caballero, me miró y me señaló con un dedo. —Qué elegante se presenta el diablo —comentó. —No, quien se presenta es la muerte —repliqué—. ¿Por qué creaste a ese monstruo que destruí anoche?

Mi confesión no le impresionó lo más mínimo.

—Creo a otros para que sean mis compañeros, pero no me sirve de nada. Todos se vuelven contra mí.

—¿Dónde está Santino? —pregunté.

—Hace mucho que se fue. ¡Quién lo hubiera dicho!

Traté de penetrar en su mente, pero era caótica y estaba repleta de pensamientos inconexos. Era como perseguir a unos ratones que se dispersan.

—Mírame, ¿cuándo lo viste por última vez?

—¡Hace décadas! —respondió—. No recuerdo el año. Aquí los años no significan nada.

No conseguí sacar nada en limpio. Eché un vistazo a aquella miserable guarida con unas pocas velas, cuya cera goteaba sobre las calaveras amarillentas. Luego me volví hacia el monstruo y lo destruí con el don del fuego tan misericordiosamente como había destruido al anterior. Sí, creo que fue un acto misericordioso.

Sólo quedaba otro, el cual llevaba una vida mucho más cómoda que los otros dos. Lo encontré en una bonita casa una hora antes del amanecer. Averigüé sin mayores dificultades que tenía un escondite debajo de la casa, pero dedicaba sus horas de ocio a la lectura en su elegante salón y vestía bastante bien.

También averigüé que no podía detectar mi presencia. Presentaba el aspecto de un mortal de unos treinta años y había recibido la sangre vampírica hacía unos trescientos.

Abrí la puerta de su casa rompiendo la cerradura y me planté ante él. El monstruo se levantó, horrorizado, de su escritorio.

—¿Qué ha sido de Santino? —pregunté.

Pese a que se había dado un atracón de sangre, era un tipo enjuto, huesudo con el pelo largo y negro, y aunque iba elegantemente vestido al estilo del siglo XVII, los adornos de encaje estaban manchados y llenos de polvo.

—¡Por todos los diablos! —murmuró—. ¿Quién eres? ¿De dónde has salido?

Se produjo de nuevo aquella tremenda confusión mental que superaba mi capacidad de extraer algún pensamiento coherente o información del bebedor de sangre.

—No tengo inconveniente en satisfacer tu curiosidad —contesté—, pero antes debes responder tú a mis preguntas. ¿Qué ha sido de Santino?

Avancé unos pasos hacia él, lo que le provocó un ataque de terror. —Silencio —dije. Traté de nuevo de adivinar sus pensamientos, pero fue en vano—. No intentes huir —dije—. No lo conseguirás. Responde a mis preguntas.

—Te diré lo que sé —repuso aterrorizado.

—Que sin duda es mucho.

El bebedor de sangre meneó la cabeza.

—Me trasladé aquí desde París —dijo. Temblaba de pies a cabeza—. Me envió un vampiro llamado Armand, que es el cabecilla de la secta.

Asentí con la cabeza, como si asimilara aquella información con toda facilidad, como si en aquellos momentos no experimentara un dolor indecible.

—Eso ocurrió hace cien años, o quizá más. Armand no había recibido noticias de Roma desde hacía tiempo. Al final comprendí el motivo. Comprobé que la secta de Roma estaba hecha un caos.

El vampiro se detuvo para recobrar el aliento y retrocedió un paso, intimidado por mi presencia.

—Apresúrate, dime todo lo que sepas. Se me agota la paciencia.

—Pero antes jura por tu honor que no me lastimarás. No te he hecho ningún daño. No soy un seguidor de Santino.

—¿Qué te hace pensar que tengo honor? —pregunté.

—Lo sé —contestó—. Esas cosas las presiento. Júralo por tu honor y te lo contaré todo.

—Muy bien, lo juro. Te dejaré con vida, cosa que no he hecho con los otros dos que merodeaban por las calles romanas como fantasmas. Vamos, habla.

—Vine de París, como te he dicho. La secta romana era débil. Habían prescindido de todas las ceremonias. Uno o dos de los miembros más ancianos se habían expuesto al sol deliberadamente. Los otros habían huido y Santino no había movido un dedo para atraparlos y castigarlos. Cuando se supo que era posible escapar, muchos otros huyeron, de modo que la secta estaba hecha un desastre.

—¿Viste a Santino?

—Sí. Tenía la costumbre de vestir ropas elegantes y lucir joyas y me recibió en un palacio mucho mayor que éste. Me contó cosas muy extrañas. No las recuerdo todas.

—Tienes que recordarlas por fuerza.

—Me dijo que había visto a muchos vampiros ancianos, demasiados, y que su fe en Satanás había mermado. Me habló sobre unas criaturas que parecían de mármol, aunque sabía que podían abrasarse. Me dijo que no podía seguir siendo el cabecilla de la secta. Me dijo también que no regresara a París si no quería, y eso fue lo que hice.

—Vampiros ancianos —dije, repitiendo sus palabras—. ¿No te contó nada sobre ellos?

—Me habló del gran Marius, de un ser llamado Mael y de unas mujeres muy hermosas.

—¿Te dijo los nombres de esas mujeres?

—No. Sólo dijo que la noche en que la secta celebraba su baile ceremonial había aparecido una mujer, semejante a una estatua viviente, que había caminado a través del fuego para demostrar que era inútil tratar de lastimarla. Había destruido a muchos vampiros novatos que la habían atacado.

«Santino la escuchó con curiosidad y paciencia, y la mujer habló con él varias noches seguidas, contándole sus aventuras. A partir de entonces, Santino dejó de mostrar interés por la secta… Pero fue otra mujer la que le destruyó.

—¿Qué mujer es ésa? —pregunté—. Habla de una vez.

—Una mujer mundana, que vestía con elegancia y viajaba en coche en compañía de un asiático de tez oscura.

Me sentí anonadado y a la vez furioso de que no dijera nada más.

—¿Qué fue de esa otra mujer? —pregunté por fin, aunque en mi mente bullían otras mil palabras.

—Santino deseaba desesperadamente conquistar su amor. Como es natural, el asiático lo amenazó con destruirlo si no cejaba en su empeño, pero fueron las palabras de condena de esa mujer las que acabaron destruyéndolo.

—¿A qué palabras de condena te refieres? ¿Qué le dijo esa mujer y por qué?

—No estoy seguro. Santino me habló de la devoción y el fervor que había sentido tiempo atrás, cuando dirigía la secta. Ella lo condenó. Dijo que el tiempo lo castigaría por lo que había hecho a los de su especie. Lo despreciaba y lo rechazó.

Esbocé una sonrisa amarga.

—¿Comprendes estas cosas? —preguntó el otro—. ¿Es la información que andabas buscando?

—Sí, las comprendo muy bien —respondí.

Me volví y me acerqué a la ventana. Abrí el postigo y contemplé la calle.

No dije nada, pero no podía razonar.

—¿Qué fue de la mujer y de su compañero asiático? —pregunté.

—No lo sé. En cierta ocasión los vi en Roma, hace unos cincuenta años. Es fácil reconocerlos, porque la mujer es muy pálida y su compañero tiene la piel marrón clara; además, ella viste siempre como una gran dama, mientras que él prefiere vestimentas exóticas. Exhalé un profundo suspiro de alivio. —¿Y Santino? ¿Dónde está? —pregunté.

—No puedo decírtelo. Sólo sé que la última vez que hablé con él, estaba muy desanimado. Lo único que deseaba era conseguir el amor de esa mujer. Dijo que los vampiros ancianos habían destruido sus expectativas de alcanzar la inmortalidad y habían hecho que temiera la muerte. Ya no le quedaba nada.

Suspiré de nuevo. Luego me volví y miré a aquel vampiro, tomando nota de los numerosos detalles que observé.

—Escúchame —dije—. Si vuelves a ver a esa criatura, esa gran dama que viaja en coche, dile una sola cosa de mi parte. —De acuerdo.

—Que Marius está vivo y anda buscándola. —¡Marius! —exclamó el vampiro. Me miró respetuosamente, pero me examinó de pies a cabeza. Luego añadió en tono vacilante—: Pero si Santino está convencido de que has muerto. Creo que eso fue lo que le dijo a esa mujer, que había enviado a unos miembros de la secta al norte para destruirte.

—Yo también lo creo. Ahora recuerda que me has visto, que estoy vivo y que deseo encontrar a esa mujer. —Pero ¿dónde puede localizarte?

—No puedo revelártelo —respondí—. Sería una imprudencia. Pero recuerda lo que te he dicho. Si la ves, habla con ella.

—Muy bien —contestó el vampiro—. Espero que la encuentres. Acto seguido, me fui.

Envuelto en las sombras de la noche, deambulé largo rato por las calles de Roma, observando lo mucho que había cambiado a lo largo de los siglos y las muchas cosas que permanecían inmutables.

Contemplé, maravillado, las reliquias de mi época que seguían en pie. Aproveché las escasas horas de que disponía para recorrer las ruinas del Coliseo y del Foro. Subí a la colina sobre la que había vivido antaño. Encontré unos bloques de piedra pertenecientes a los muros de mi casa. Caminaba aturdido, mirándolo todo como embobado porque mi mente se hallaba sumida en un estado febril.

Lo cierto era que apenas podía contener la euforia por lo que me había contado el vampiro, aunque lamentaba que Santino se me hubiera escapado.

¡Pero qué maravillosa paradoja que Santino se hubiera enamorado de ella! ¡Que ella lo hubiera rechazado! ¡Y pensar que ese miserable le había confesado sus atrocidades! ¿Acaso se había jactado de ellas?

Por fin conseguí dominar los latidos de mi corazón. No podía soportar la excitación que me producía lo que había oído de labios del joven vampiro. No tardaría en dar con Pandora, estaba convencido de ello.

En cuanto a la otra anciana bebedora de sangre, la que había caminado a través del fuego, no imaginaba quién podía ser, aunque ahora creo adivinarlo. Es más, estoy casi seguro de saber quién es. Me pregunto quién conseguiría que abandonara su misterioso escondite para liberar misericordiosamente a los seguidores de Santino.

Cuando la noche casi se hubo extinguido, regresé a casa para reunirme con mi paciente Bianca.

Al bajar la escalera de piedra del sótano, la hallé dormida sobre el ataúd, como si me hubiera estado esperando. Llevaba un camisón de seda blanco, largo y transparente, con los puños abotonados en las muñecas, y el lustroso cabello suelto.

La tomé en brazos, besé sus párpados entornados, la deposité en el ataúd para que descansara y la besé de nuevo.

—¿Has logrado dar con Santino? —me preguntó con voz soñolienta—. ¿Le has castigado?

—No —respondí—. Pero lo haré alguna noche en el futuro. Sólo el tiempo puede robarme ese placer tan especial.