30

La noche siguiente capturamos a un par de rufianes que viajaban a través de los pasos inferiores de nuestras montañas. Su sangre era muy buena, y después de ese pequeño festín nos trasladamos a una población alemana donde pudiéramos hallar una taberna.

Nos sentamos a una mesa, ofreciendo el aspecto de un hombre y su esposa, y charlamos durante horas mientras bebíamos ponche.

Le conté a Bianca todo cuanto sabía sobre los que debían ser custodiados. Le conté las leyendas de Egipto, que siglos atrás la Madre y el Padre habían sido capturados y maltratados por unos que pretendían robarles su preciosa sangre. Le dije que Akasha se me había aparecido en una visión suplicándome que la sacara de Egipto.

Le hablé de las escasas veces en que Akasha me había hablado durante mis éxtasis vampíricos. Y le conté, por último, que los Padres Divinos habían abierto milagrosamente la puerta del santuario alpino al percatarse de que yo estaba demasiado débil para conseguir que ésta cediera.

—¿Me necesitan? —pregunté, mirando a Bianca a los ojos—. No lo sé. Eso es lo horroroso. ¿Desean que otros los vean? No puedo adivinarlo.

»Pero permíteme hacer una última confesión. Anoche me enfurecí contigo porque hace siglos, cuando Pandora bebió por primera vez la sangre de la Madre, tuvo unos sueños que indicaban que debíamos restituir a los Padres Divinos su antigua religión. Me refiero a una religión que comprendía a los dioses druidas del bosque y se remontaba a los templos de Egipto.

»Me enfureció que Pandora creyera esas cosas, y la misma noche en que la transformé en bebedora de sangre, destruí sus sueños con mi lógica aplastante. Pero fui más lejos. Descargué un puñetazo sobre el pecho de la Madre exigiéndole que nos hablara.

Blanca me miró atónita.

—¿No adivinas qué ocurrió? —pregunté.

—Nada. La Madre no respondió.

Asentí con la cabeza.

—Tampoco nos censuró ni nos castigó. Quizá fuera la Madre quien atrajo a Pandora hasta mí. Jamás lo sabremos. Pero comprende que es lógico que me aterrorice la posibilidad de que los Padres Divinos se conviertan en objeto de culto.

«Somos inmortales, sí, y poseemos a nuestro Rey y nuestra Reina, pero jamás debemos caer en la ingenuidad de creer que los comprendemos.

Bianca asintió con la cabeza, sopesando durante largo rato mis palabras.

—Me equivoqué al decirte lo que te dije —confesó.

—No en todo —respondí—. Es posible que Amadeo hubiese logrado escapar de los vampiros romanos y regresar junto a nosotros si hubiera visto al Rey y a la Reina. Pero podemos analizar el asunto desde otro aspecto.

—Explícate.

—Si Amadeo hubiera sabido el secreto de la Madre y el Padre, quizá se habría visto forzado a revelárselo a Santino y los demonios habrían regresado a Venecia en mi busca. Es posible que nos hubieran encontrado a ti y a mí.

—Sí, es cierto —dijo Bianca—. Ahora lo veo claro.

Nos sentíamos a gusto charlando en la taberna. Los mortales que había a nuestro alrededor no reparaban en nosotros. Yo le hablaba quedamente. Le conté el episodio en que Mael, con mi consentimiento, trató de beber la sangre de Akasha y Enkil se movió para impedírselo.

Le conté la trágica historia de Eudoxia. Le expliqué los motivos que me llevaron a partir de Constantinopla.

—No sé qué tienes, amor mío —dije—, pero a ti te lo cuento todo. Con Pandora no era así. Ni con Amadeo.

Bianca me tocó la mejilla con la mano izquierda.

—Marius —dijo—. Puedes hablarme con toda libertad de Pandora. No pienses que no comprendo el amor que sientes por ella.

Pensé en sus palabras durante unos minutos. Luego le tomé la mano derecha y le besé los dedos.

—Escúchame, amor mío —dije—. En cada oración, ruego a la Reina que te permita beber su sangre, pero no recibo una respuesta clara. Y después de lo que presencié en el caso de Eudoxia y de Mael, no me atrevo a llevarte ante ella. De modo que seguiré proporcionándote mi sangre mientras te dé fuerzas, pero…

—Te comprendo —respondió Bianca.

Me incliné sobre la mesa y la besé.

—Anoche, en mi furia, averigüé muchas cosas. Una de ellas es que no puedo vivir sin ti. Pero aprendí también que soy capaz de recorrer grandes distancias con toda facilidad, y sospecho que mis otros poderes también se han incrementado. Debo ponerlos a prueba. Tengo que saber cómo derrotar a esos demonios si algún día tratan de atacarme. Y esta noche deseo poner a prueba ante todo mi poder de volar.

—Deduzco que quieres llevarme de regreso al santuario y partir tú solo para Inglaterra.

Asentí con la cabeza.

—Esta noche hay luna llena, Bianca. Debo contemplar la isla de Gran Bretaña a la luz de la luna. Debo contemplar esa orden de Talamasca con mis propios ojos. Apenas puedo creer en tanta pureza.

—¿Por qué no me llevas contigo?

—Viajaré más rápidamente si voy solo —contesté—. Y si acecha algún peligro, podré escapar de él con mayor rapidez. A fin de cuentas, los miembros de esa orden son mortales. Y Raymond Gallant es uno de ellos.

—Pero ten cuidado, amor mío —dijo Bianca—. Ahora ya tienes la certeza de que te adoro.

Me parecía imposible que volviéramos a pelearnos. Y me parecía imperativo no perderla jamás.

Cuando salimos a la calle, que estaba oscura, la cubrí con mi capa, oprimí mis labios contra su frente y nos elevamos por entre las nubes de regreso a casa.

Cuando la dejé, faltaban dos horas para la medianoche y me proponía ver a Raymond Gallant antes de que despuntara el día.

Habían transcurrido varios años desde mi encuentro con él en Venecia. En aquella época, Raymond era joven, y calculo que debía de ser un hombre de mediana edad cuando le escribí la carta.

De modo que aquella noche, cuando partí, se me ocurrió que quizás hubiera muerto.

No dejaba de ser un pensamiento angustioso.

Pero yo creía todo lo que me había contado sobre Talamasca y estaba decidido a hablar con ellos.

Mientras surcaba el aire hacia las estrellas, el don de las nubes me proporcionaba un placer tan divino que por poco pierdo el rumbo, embelesado como estaba ante la magnificencia de los cielos, soñando sobre la isla de Gran Bretaña, descendiendo para admirar el terreno que se recortaba sobre el mar, sin querer aterrizar todavía en la sólida tierra ni vagar por ella torpemente.

Había consultado recientemente numerosos mapas a fin de localizar East Anglia y no tardé en ver a mis pies un inmenso castillo con diez torres circulares. Enseguida deduje que era el castillo que aparecía grabado en la moneda que Raymond Gallant me había dado hacía tiempo.

El gigantesco tamaño del castillo me hizo dudar, pero aun así resolví aterrizar sobre la escarpada ladera que había junto al mismo. Un profundo instinto sobrenatural me indicó que había llegado a mi destino.

Cuando eché a andar, soplaba un aire frío, tanto como el aire de las montañas que había dejado a mi espalda. Una parte del bosque, que supuse que habían talado para reforzar la seguridad del castillo, había vuelto a crecer. El terreno me gustaba y disfrutaba caminando por él.

Iba cubierto con una amplia capa forrada de piel que le había sustraído a una de mis víctimas. Portaba mis acostumbradas armas: un sable ancho y corto y un puñal. Lucía una túnica de terciopelo algo más larga de lo que estaba de moda en aquel entonces, pero me tenía sin cuidado. Calzaba unos zapatos nuevos que le había comprado a un zapatero remendón en Ginebra.

En cuanto al estilo del castillo, calculé que debía de tener unos quinientos años y que había sido construido en la época de Guillermo el Conquistador. Supuse que antiguamente poseía un foso y un puente levadizo, pero esos elementos habían desaparecido hacía tiempo y ante mí vi una inmensa puerta flanqueada por antorchas.

Cuando llegué a la puerta, tiré de la campana y oí un sonido fuerte y metálico en el patio.

Al cabo de unos momentos, abrieron, y entonces reparé en mi sorprendente y decorosa actitud. Debido al respeto que me inspiraba esa orden de estudiosos, no me había detenido a «escuchar» fuera para averiguar quiénes eran. No les había acechado junto a las ventanas iluminadas de la torre.

Me abrió el portero, quien supuse que se sorprendería al ver ante sí aquella extraña figura con los ojos azules y la piel tostada.

El joven no debía de tener más de diecisiete años y ofrecía un aspecto soñoliento e indiferente.

Sin duda mi llamada lo había despertado.

—Busco el castillo de Lorwich, en East Anglia —dije—. ¿He llegado al lugar indicado?

—En efecto —contestó el muchacho, limpiándose las legañas y apoyándose en la puerta—. ¿Podéis explicarme con qué motivo?

—Busco la orden de Talamasca —respondí.

El joven asintió con la cabeza. Abrió la puerta de par en par y pasé a un inmenso patio donde había carros y coches aparcados. Oí el leve sonido de caballos en los establos.

—Deseo ver a Raymond Gallant —informé al joven.

—Ah —respondió, como si yo hubiera pronunciado las palabras mágicas que precisaba oír. Luego me condujo hacia el interior del patio y cerró la gigantesca puerta de madera a nuestra espalda—. Os conduciré a una sala donde podéis esperarle —dijo—. Creo que Raymond Gallant está durmiendo.

«Al menos está vivo», pensé. Eso es lo importante. Percibí el olor de un gran número de mortales en ese lugar. Percibí el aroma de comida recién preparada. Percibí el aroma de fuegos de madera de roble y, al alzar la vista, observé las espirales de humo de las chimeneas que se recortaban contra el cielo y en las que no había reparado antes.

Sin más preguntas, el chico me condujo, a la luz de una antorcha, por una escalera de caracol hasta una de las numerosas torres. Contemplé a través de los múltiples ventanucos el desolado paisaje. Vi la tenue silueta de una población cercana. Vi los sembrados en las parcelas de los agricultores. Todo exhalaba una sensación de paz.

Al cabo de unos momentos, el chico colocó la antorcha en una abrazadera de la pared, encendió una vela con la llama de ésta y abrió una recia puerta de madera tallada de doble hoja, que daba acceso a una gigantesca habitación decorada de forma austera, pero con muebles y objetos de gran calidad.

Hacía mucho tiempo que no veía unas mesas y unas sillas de roble tan exquisitamente talladas y unos tapices tan bellos. Hacía mucho tiempo que no veía unos candelabros dorados tan espléndidos, unas cómodas tan magníficas y unas cortinas tan elegantes.

Me deleité contemplando aquel derroche de buen gusto. Cuando me disponía a sentarme, entró apresuradamente en la habitación un anciano que caminaba con paso ágil, con una cabellera larga y canosa y vestido con un largo camisón blanco, que me miró con sus ojos grises y relucientes.

—¡Marius! —exclamó.

Era Raymond Gallant, el Raymond que yo había conocido pero en el último tramo de su vida. Al verlo, sentí un intenso placer no exento de dolor.

—Raymond —dije abriendo los brazos y estrechándolo entre ellos con ternura. Qué frágil parecía. Lo besé en ambas mejillas. Luego me aparté para examinarlo.

Conservaba una espesa mata de pelo y tenía la frente lisa como años atrás. Y cuando sonreía, su boca era la del joven que yo recordaba.

—Es maravilloso volver a verte —declaró—. ¿Por qué no me escribiste de nuevo?

—El caso es que he venido, Raymond. No puedo controlar el paso del tiempo y lo que significa para nosotros. He venido, estoy aquí, y me alegro de verte.

Raymond miró a derecha e izquierda y ladeó la cabeza, como si aguzara el oído. Parecía tan ágil y perspicaz como cuando le conocí.

—Todos saben que has venido —dijo—, pero no temas, no se atreverán a entrar en esta habitación. Están bien educados. Saben que yo no lo consentiría.

Yo también agucé el oído y obtuve la confirmación de lo que Raymond acababa de decir. Los mortales que habitaban en el inmenso castillo habían intuido mi presencia. Entre ellos había varios que sabían adivinar el pensamiento. Otros poseían un oído extraordinariamente fino.

Pero no distinguí ninguna presencia sobrenatural. No capté ningún indicio del «renegado» que Raymond había descrito en su carta.

Tampoco capté ninguna sensación de amenaza. No obstante, tomé nota de la ventana que había junto a mí y, al observar que estaba protegida con gruesos barrotes, aunque abierta para dejar que penetrara el aire de la noche, me pregunté si sería capaz de deslizarme a través de ella. Deduje que sí. No sentí temor alguno. Lo cierto era que nada me inducía a temer a los miembros de Talamasca porque ellos no parecían temerme y no habían vacilado en abrirme sus puertas.

—Ven, siéntate a mi lado, Marius —dijo Raymond, conduciéndome hacia la inmensa chimenea. Procuré no observar preocupado sus manos aquejadas de artrosis ni sus enjutos hombros. Di gracias a los dioses por haber acudido esa noche y que él aún estuviera vivo para recibirme.

—Echa unos troncos en la chimenea y enciende el fuego, Edgar —dijo Raymond al soñoliento joven que permanecía en silencio junto a la puerta—. Tengo mucho frío. ¿Te molesta? Ya sé lo que te ocurrió.

—En absoluto, Raymond —respondí—. No debo dejar que el fuego me intimide por la desgracia que sufrí. No sólo ya han cicatrizado mis heridas, sino que me siento más fuerte que nunca. Es un verdadero misterio. ¿Cuántos años tienes, Raymond? Dímelo, pues no puedo adivinarlo.

—Ochenta años, Marius —contestó sonriendo—. No sabes las veces que he soñado que venías a verme. Tenía muchas cosas que contarte, pero no me atrevía a hacerlo por carta.

—Hiciste bien —dije—, pues otra persona leyó la carta y quién sabe lo que hubiera podido ocurrir. De hecho, el sacerdote que la recibió en mi nombre no entendió gran cosa. Pero yo lo entendí todo.

Raymond señaló la puerta. Al cabo de unos instantes, entraron apresuradamente dos jóvenes con un aspecto parecido al del tosco Edgar, que se afanaba en colocar unos troncos de roble en la chimenea. La repisa estaba decorada con unas gárgolas de piedra exquisitamente talladas que me llamaron la atención.

—Dos sillas —dijo Raymond a los chicos—. Conversaremos a solas. Te contaré todo lo que sé.

—¿Por qué eres tan generoso conmigo, Raymond? —pregunté.

Deseaba tranquilizarlo, aliviar su inquietud. Pero él sonrió como para tranquilizarme a mí y, apoyando la mano suavemente sobre mi brazo, me condujo hacia las dos sillas de madera que los chicos habían acercado al hogar. Comprendí que no necesitaba que yo lo reconfortara.

—Descuida, es que estoy muy contento de verte, amigo mío —dijo—. No debes preocuparte. Siéntate. ¿Estás cómodo?

Al igual que todas las demás decoraciones de la habitación, las sillas estaban magníficamente talladas: los brazos tenían forma de patas de león; además de bellas, me parecieron muy cómodas. Contemplé las numerosas estanterías pensando, como en tantas otras ocasiones, la extraordinaria fascinación y seducción que ejercen sobre mí las bibliotecas. Pensé en los libros que se habían quemado, en libros que se habían perdido para siempre.

«Confío en que este lugar, Talamasca, constituya un lugar seguro para los libros», pensé.

—He vivido durante décadas en una habitación de piedra —comenté en tono quedo—. Me siento muy a gusto aquí. Ordena a los chicos que se retiren, haz el favor.

—Por supuesto, pero antes les pediré que me traigan un poco de ponche —contestó Raymond—. Lo necesito.

—Desde luego. Disculpa mi descortesía —dije.

Estábamos sentados cara a cara. El fuego comenzó a arder con ímpetu, exhalando un delicioso aroma a roble y un calor que confieso que hasta a mí me reconfortó.

Uno de los chicos le llevó a Raymond un batín de terciopelo rojo, y una vez que éste se lo hubo puesto y se hubo instalado cómodamente en la silla, no pareció tan frágil. Su rostro ofrecía un aspecto radiante, tenía las mejillas sonrosadas y vi en él al joven que había conocido antaño.

—Amigo mío, por si ocurriera algo que impidiese que nos volviéramos a ver —dijo Raymond—, me apresuraré a decirte que ella sigue viajando como tiene por costumbre, atravesando rápidamente un gran número de ciudades europeas. No ha venido nunca a Inglaterra, pues tengo entendido que no quieren cruzar el agua, aunque, a pesar de lo que diga la leyenda, sin duda podrían hacerlo. Me eché a reír.

—¿Eso dice la leyenda? ¿Qué no podemos cruzar el agua? Tonterías —dije. Habría podido añadir más, pero no me pareció prudente. Raymond no pareció notar mi vacilación y prosiguió. —Durante las últimas décadas ha viajado con el nombre de marquesa de Malvrier y su compañero como el marqués del mismo nombre, aunque ella acude a la corte con más frecuencia que él. Los han visto en Rusia, en Baviera y en Sajonia, en países donde se respetan los antiguos ritos y ceremonias. Al parecer, de vez en cuando necesitan asistir a bailes en la corte y a multitudinarias ceremonias de la Iglesia católica. Pero ten presente que he obtenido estas informaciones de diversas fuentes, por lo que no puedo asegurarte que sean ciertas.

Uno de los chicos depositó la copa de ponche sobre una mesita, junto a Raymond, que la tomó con manos trémulas y bebió un trago. —Pero ¿cómo han llegado a ti esos informes? —pregunté, fascinado. No tenía duda de que me decía la verdad. En cuanto al resto de la casa, oí a sus numerosos habitantes trajinando a nuestro alrededor, esperando en silencio a que Raymond se dignara invitarlos a entrar.

—Olvídate de ellos —dijo—. ¿Qué pueden aprender de esta entrevista? Todos ellos son miembros fieles de la orden. Para responder a tus preguntas, te diré que a veces salimos disfrazados de sacerdotes en busca de información sobre vampiros. Indagamos sobre ciertas muertes misteriosas. De este modo, conseguimos una información que a nosotros nos resulta muy valiosa aunque para otros no tenga ninguna utilidad.

—Comprendo. Y tomáis nota de ese nombre cuando se menciona en Rusia, Sajonia o Baviera.

—Exactamente. Como te he dicho, se hacen llamar De Malvrier. Por lo visto les gusta. Y te diré otra cosa.

—Continúa, por favor.

—Hemos visto escrito en varias ocasiones en el muro de una iglesia el nombre de Pandora.

—Ah, eso es obra de ella —dije, esforzándome en ocultar mi emoción—. Desea que descubra su paradero. —Hice una pausa—. Esto es muy doloroso para mí —dije—. Me pregunto si el que viaja con ella la conoce por ese nombre. Sí, es doloroso, pero ¿por qué me ofreces tu ayuda?

—Ni yo mismo encuentro una explicación —contestó Raymond—, salvo que a veces creo en ti.

—¿Qué quieres decir? ¿Que crees que soy un fenómeno? ¿Un demonio? ¿Qué es lo que crees, Raymond? Dímelo. Da lo mismo, no importa. Hacemos cosas porque nos lo dicta el corazón.

—Marius, amigo mío —dijo Raymond inclinándose hacia delante y apoyando la mano derecha sobre mi rodilla—. Hace tiempo, en Venecia, te espié, hablé contigo con la pureza de mi mente y adiviné tus pensamientos. Sabía que sólo matabas a degenerados que habían asesinado a sus hermanas y hermanos.

—Eso es cierto, Raymond. Pandora hacía lo mismo que yo, pero ¿lo hace ahora?

—Creo que ahora también —respondió—, pues cada crimen atroz imputado a esos seres que denominamos vampiros está relacionado con una persona culpable de numerosos asesinatos. Por consiguiente, no me resulta difícil ofrecerte mi ayuda.

—Ah, de modo que Pandora sigue cumpliendo lo que prometió —dije—. Al enterarme de la opinión negativa que te merece su compañero, temí que no fuera así.

Miré a Raymond con atención. Cada vez veía con más nitidez al joven que había conocido brevemente y eso me entristecía. Era espantoso. Pero, por más que me hiciera sufrir, traté de ocultarlo.

¿Qué tenía que ver mi sufrimiento con este lento triunfo de la vejez? Nada.

—¿Dónde la vieron por última vez? —pregunté.

—Respecto a ese tema —respondió Raymond—, permite que te exponga mi interpretación de su conducta. Ella y su compañero recorren Europa siguiendo un esquema. Viajan describiendo círculos en torno a una ciudad. Después de permanecer un tiempo en esa ciudad, inician de nuevo sus círculos hasta llegar a Rusia. La ciudad central a la que me refiero es Dresde.

—¡Dresde! —exclamé—. No conozco ese lugar. Nunca he estado allí. —No puede compararse con tus espléndidas ciudades italianas, ni con París o Londres. Es la capital de Sajonia y está a orillas del Elba. Los diversos duques que han gobernado en ella la han adornado profusamente. Esas criaturas, Pandora y su compañero, regresan invariablemente, insisto, invariablemente, a Dresde.

Pese a mi excitación, guardé silencio. Me pregunté si ese esquema al que se refería Raymond estaba destinado a que yo lo interpretara, a que lo descubriera. ¿Se trataba acaso de una inmensa tela de araña que antes o después me atraparía?

¿Por qué si no iban a seguir Pandora y su compañero ese sistema de vida? No me lo explicaba. Pero ¿cómo me atrevía a pensar que Pandora me recordaba aún? El nombre que había escrito sobre el muro de piedra de la iglesia era el suyo, no el mío. Exhalé un profundo suspiro.

—No imaginas lo que esto significa para mí —dije—. Me has dado una noticia maravillosa. Estoy convencido de que la encontraré.

—Ahora —dijo Raymond en tono confidencial—, ¿quieres que tratemos el otro asunto que te mencioné en mi carta?

—Amadeo —musité—. ¿Qué le ocurrió al renegado? No siento la presencia de un bebedor de sangre aquí. ¿Me equivoco? Ese ser ya está muy lejos, os ha abandonado.

—El monstruo se marchó poco después de que te escribiera. Cuando comprendió que podía cazar a sus víctimas en la campiña, desapareció. No podíamos controlarlo. Hizo oídos sordos a nuestras súplicas de que se alimentara sólo de malvados. Ni sé si todavía existe.

—Debéis protegeros contra ese individuo —dije. Eché un vistazo a la espaciosa habitación de piedra—. Este castillo parece inmenso y fortificado. No obstante, estamos hablando de un bebedor de sangre. Raymond asintió con la cabeza.

—Aquí estamos bien protegidos, Marius. No franqueamos la entrada a todo el mundo con la misma facilidad que a ti, te lo aseguro. Pero ¿quieres que te cuente lo que nos dijo?

Agaché la cabeza. Sabía lo que Raymond iba a decirme. —Esos adoradores de Satanás —dije, utilizando el término específico—, los que quemaron mi casa de Venecia, atacan a seres humanos en París. Y mi brillante aprendiz de pelo castaño rojizo, Amadeo, sigue siendo su cabecilla, ¿no es así?

—Por lo que sabemos, así es —contestó Raymond—. Son muy listos. Persiguen a los pobres, a los enfermos, a los marginados. El renegado que nos facilitó esta información dijo que temían «los lugares de luz», según los llaman. Están convencidos de que Dios no desea que vayan elegantemente ataviados ni que entren en iglesias. Tu Amadeo se hace llamar ahora Armand. El renegado nos dijo que Armand posee el celo de los convertidos.

La amargura me impedía articular palabra.

Cerré los ojos y cuando los abrí contemplé el fuego, que seguía ardiendo con fuerza en la enorme chimenea.

Luego desvié lentamente la mirada y la fijé en Raymond Gallant, que me observaba con detenimiento.

—Te lo he contado todo, créeme —dijo.

Esbocé una breve y compungida sonrisa y asentí con la cabeza.

—Has sido muy generoso. Antaño, cuando alguien se mostraba generoso conmigo, sacaba de mi camisa un talego con monedas de oro. Pero aquí no creo que sea necesario.

—No —respondió Raymond en tono afable, meneando la cabeza—. Aquí no necesitamos oro, Marius. Siempre hemos dispuesto de abundante oro. ¿Qué es la vida sin oro? A nosotros no nos falta.

—Entonces, ¿qué puedo hacer por ti? —pregunté—. Estoy en deuda contigo. Lo estoy desde la noche que nos conocimos en Venecia.

—Habla con algunos de nuestros miembros —contestó Raymond—. Deja que entren en la habitación. Deja que te vean. Deja que te hagan unas preguntas. Eso es lo que puedes hacer por mí. Diles sólo lo que quieras decirles, pero crea para ellos una verdad que puedan consignar en nuestros archivos para que otros la estudien.

—Por supuesto. Lo haré encantado, pero no en esta biblioteca, Raymond, aunque me parece espléndida. Debemos trasladarnos a un lugar abierto. Tengo un terror instintivo a los mortales que saben lo que soy. De hecho, no creo haber estado jamás rodeado por tantos mortales.

Tras reflexionar unos momentos, Raymond contestó:

—El patio es demasiado ruidoso porque está cerca de los establos. Podemos reunimos en una de las torres. Hará frío, pero les diré que se abriguen.

—¿Te parece que nos reunamos en la torre sur? —pregunté—. No traigáis antorchas. Hace una noche despejada, con luna llena, y podréis verme sin dificultad.

Acto seguido, salí de la habitación, bajé apresuradamente la escalera y me deslicé sin mayores problemas por una de las estrechas ventanas de piedra. Me dirigí a una velocidad sobrenatural a las almenas de la torre sur, donde aguardé bajo la leve brisa a que los demás se congregaran a mi alrededor.

Por supuesto, daba toda la impresión de que me había desplazado por arte de magia, pero eso no era una de las cosas que me proponía revelarles.

Al cabo de un cuarto de hora, aparecieron los demás, una veintena de hombres bien vestidos, ancianos y jóvenes, y dos atractivas mujeres, que formaron un círculo a mi alrededor.

No llevaban antorchas. No tuve la sensación de correr peligro alguno.

Durante unos momentos, dejé que me observaran y se formaran la opinión que quisieran sobre mí. Luego rompí el silencio.

—Debéis decirme qué queréis saber. Por mi parte, diré sin rodeos que soy un bebedor de sangre. He vivido centenares de años y recuerdo con claridad cuando era un hombre mortal. Vivía en la Roma imperial. Quizá deseéis tomar nota de esto. Jamás he separado mi alma de esa época mortal. Me niego a hacerlo.

Durante unos instantes se produjo un silencio, hasta que Raymond comenzó a formularme unas preguntas.

Sí, teníamos unos «orígenes», les expliqué, pero no les di más detalles. Sí, con el tiempo nos habíamos hecho mucho más fuertes. Sí, solíamos ser criaturas solitarias, y cuando elegíamos a un compañero, lo hacíamos con gran cuidado. Sí, podíamos crear a otros bebedores de sangre. No, no éramos instintivamente perversos y sentíamos un amor tan profundo hacia los mortales que a menudo eso causaba nuestra destrucción espiritual.

Me hicieron muchas otras preguntas que yo respondí como pude. No quise decir nada sobre nuestra vulnerabilidad al sol o al fuego. En cuanto a «la secta de vampiros» de París y de Roma, sabía muy poco.

—Debo marcharme —dije por fin—. Recorreré centenares de kilómetros antes del alba. Vivo en otro país.

—¿Cómo te desplazas? —me preguntó uno.

—Sobre el viento —respondí—. Es un don que he recibido con el paso de los siglos.

Me acerqué a Raymond y volví a abrazarlo. Luego me volví hacia los demás y los invité a tocarme para comprobar que era un ser real.

Luego retrocedí, saqué mi cuchillo, me hice un corte en la mano y la extendí para que vieran cómo cicatrizaba la herida.

Todos profirieron exclamaciones de asombro.

—Debo irme. Vaya mi agradecimiento y mi amor a ti, Raymond —dije.

—Espera —intervino uno de los hombres más ancianos que había permanecido al fondo, apoyado en un bastón, escuchándome con tanta atención como los demás—. Quiero hacerte una pregunta, Marius.

—Adelante —respondí de inmediato.

—¿Conoces nuestros orígenes?

Durante unos momentos me quedé perplejo. No entendí a qué se refería. Entonces intervino Raymond.

—¿Sabes cómo se fundó la orden de Talamasca? Eso es lo que te preguntamos.

—No —contesté en voz baja, asombrado.

Todos enmudecieron y deduje que se sentían tan confundidos sobre la fundación de Talamasca como yo mismo. Entonces recordé que Raymond me había comentado algo al respecto cuando nos conocimos.

—Confío en que halléis las respuestas que buscáis —dije.

Tras lo cual, desaparecí en la oscuridad.

Pero no me alejé. Hice lo que no había hecho a mi llegada. Permanecí cerca del castillo, donde no pudieran oírme ni verme. Y utilizando mis potentes dones, los escuché mientras trajinaban por sus numerosas torres y bibliotecas.

Qué misteriosos eran, qué dedicados, qué estudiosos.

Una noche, en el futuro, los visitaría de nuevo para averiguar más pormenores sobre ellos, pero en esos momentos tenía que regresar al santuario con Bianca.

Bianca estaba todavía despierta cuando entré en aquel lugar bendito. Vi que había encendido el centenar de velas.

Era una ceremonia que yo no siempre llevaba a cabo, y me complació comprobar que ella lo había hecho.

—¿Estás satisfecho de haber visitado Talamasca? —preguntó Bianca con su característica franqueza. Su rostro mostraba aquella encantadora expresión de inocencia que siempre me inducía a contárselo todo.

—Más que satisfecho. He comprobado que son unos estudiosos tan honestos como parecían. Les revelé cuanto pude, pero no todo cuanto sé, pues habría sido una imprudencia por mi parte. Pero lo único que les interesa es ampliar sus conocimientos y se quedaron muy satisfechos conmigo.

Bianca achicó los ojos como si no alcanzara a imaginar qué clase de orden era Talamasca, cosa que comprendí perfectamente.

Me senté a su lado, la estreché contra mí y la envolví a ella y a mí mismo en mi capa.

—Hueles a viento frío y agradable —dijo Bianca—. Quizás estemos destinados a vivir siempre en el santuario, a surcar el gélido cielo y a atravesar las inhóspitas montañas.

No dije nada, pero pensaba en una sola cosa: la lejana ciudad de Dresde. Pandora siempre regresaba a Dresde.