29

Esperé mucho tiempo antes de mostrarle la carta a Bianca.

En realidad, nunca se la oculté, pues me parecía deshonesto. Pero como ella no me preguntó sobre el significado de esos folios, que yo guardaba entre mis escasas pertenencias, no se lo expliqué.

Me resultaba demasiado doloroso compartir mi tristeza por lo que le había ocurrido a Amadeo. En cuanto a la existencia de Talamasca, era una historia rocambolesca y estaba íntimamente relacionada con mi amor por Pandora.

Dejaba con frecuencia a Bianca sola en el santuario. Por supuesto, jamás la abandonaba allí al anochecer, cuando dependía de mí para que la transportara a los lugares donde podíamos cazar. Al contrario, la llevaba siempre conmigo.

De noche, después de habernos alimentado, la dejaba de nuevo allí sana y salvo y me marchaba solo para poner a prueba los límites de mis poderes.

A todo esto, me ocurrió una cosa extraña. La sangre de la Madre me proporcionaba renovado vigor. Pero al mismo tiempo comprendí lo que todos los vampiros que sufren graves quemaduras: que, a medida que me curaba, adquiría una fuerza que no poseía antes.

Como es lógico, le daba a Bianca mi sangre, pero al hacerme más fuerte se creó entre nosotros un abismo que se agrandaba día a día.

En ocasiones, cuando rezaba a Akasha, le planteaba la cuestión de si estaba dispuesta a recibir a Bianca. La respuesta parecía ser negativa, de modo que no me atrevía a intentarlo.

Recordaba muy bien la muerte de Eudoxia y el momento en que Enkil había alzado el brazo contra Mael. No podía exponer a Bianca a ese riesgo.

Al cabo de poco tiempo, comencé a transportar a Bianca en mis brazos a través de la noche a las ciudades cercanas de Praga y Ginebra, donde nos deleitábamos contemplando una semblanza de la civilización que habíamos conocido en Venecia.

En cuanto a esa hermosa capital, no quería regresar a ella, por más que Bianca me lo implorara. Por supuesto, ella no poseía el don de las nubes y dependía de mí mucho más que Amadeo y Pandora.

—Es demasiado doloroso para mí —insistía yo—. No quiero regresar allí. Llevas mucho tiempo viviendo aquí como mi bella monja. ¿Qué más quieres?

—Quiero ir a Italia —contestaba Bianca, compungida.

Yo la entendía perfectamente, pero no respondía.

—Si no puede ser Italia, deseo ir a otro lugar, Marius —dijo un día.

Pronunció esas palabras tan significativas desde la parte delantera de la capilla, en tono quedo, como si presintiera un peligro.

Siempre nos comportábamos respetuosamente en el santuario. Pero no nos poníamos a cuchichear detrás de nuestros Padres Divinos. Nos parecía como mínimo descortés, cuando no irrespetuoso.

Cuando pienso en ello, me parece extraño. Pero no podíamos suponer que Akasha y Enkil no nos oían. Por lo tanto, conversábamos en la parte de delante, generalmente en la esquina izquierda, que era la que Bianca prefería y donde solía sentarse envuelta en su capa de más abrigo.

Al decir esas palabras, Bianca miró a la Reina como reconociendo la interpretación.

—Desea que no contaminemos su santuario con nuestra desidia.

Asentí con la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero había vivido tantos años de ese modo que me había acostumbrado a ese lugar más que a ningún otro. Por otra parte, daba por descontado la discreta lealtad que Bianca me demostraba.

Me senté a su lado.

Le tomé la mano y observé, por primera vez desde hacía tiempo, que mi piel presentaba un color bronce oscuro en lugar de negro y que la mayoría de las arrugas habían desaparecido.

—Debo confesarte algo —dije—. No podemos vivir en una casa normal como vivíamos en Venecia.

Bianca me escuchaba con ojos serenos.

—Temo a esos seres —proseguí—, a Santino y sus diabólicos secuaces. Han transcurrido décadas desde aquel incendio, pero siguen acechándonos desde sus escondrijos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bianca. Parecía tener muchas cosas que preguntarme, pero le pedí que tuviera paciencia.

Me acerqué al bulto donde guardaba mis pertenencias y saqué la carta de Raymond Gallant.

—Léela —dije—. En ella comprobarás, entre otras cosas, que su abominable culto se ha difundido hasta París.

Permanecí en silencio mientras Bianca leía la carta. Sus sollozos me sobresaltaron.

¿Cuántas veces la había visto llorar? ¿Por qué me había pillado desprevenido? Bianca musitó el nombre de Amadeo. Apenas se atrevía a pronunciarlo.

—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Cómo viven esos seres? Explícame lo que pone aquí. ¿Qué le han hecho a Amadeo?

Me senté junto a ella, rogándole que se tranquilizara, y le conté que esos monstruos adoradores de Satanás vivían como monjes o eremitas, saboreando la tierra y la muerte, e imaginaban que el Dios cristiano les tenía reservado un lugar en el reino de los cielos.

—Lo mataron de hambre, lo torturaron —dije—, tal como indica la carta con toda claridad. Y cuando abandonó toda esperanza, pues creía que yo había muerto, convencido de que la piedad de esos canallas era justa, se convirtió en uno de ellos.

Bianca me miró con expresión solemne y los ojos arrasados en lágrimas.

—Te he visto llorar muchas veces —dije—, pero no últimamente ni con tanta amargura como lloras ahora por él. Te aseguro que yo tampoco lo he olvidado.

Bianca meneó la cabeza como si sus pensamientos no coincidieran con los míos, pero no pudo o no quiso revelármelos.

—Debemos ser astutos, amor mío —dije—. Dondequiera que decidamos instalarnos, debemos procurar estar siempre a salvo de ellos.

—Encontraremos un lugar seguro —replicó Bianca sin darle mayor importancia—. Lo sabes tan bien como yo. Es preciso. No podemos seguir como hasta ahora, no encaja con nuestra naturaleza. Por las historias que me has contado, he deducido que has recorrido la Tierra no sólo en busca de sangre sino también de belleza.

Su seriedad me alarmó.

—Somos sólo dos —continuó Bianca—, y si esos diablos se presentan de nuevo con sus hierros candentes, no te resultará difícil transportarme a un lugar elevado donde no puedan lastimarme.

—Suponiendo que yo esté, amor mío —dije—. Pero ¿y si no fuera así? Durante estos años, desde que abandonamos nuestra amada Venecia, has vivido entre estos muros, donde no pueden hacerte daño.

Ahora bien, si nos trasladamos a vivir a otro lugar, tendré que permanecer siempre en guardia. ¿Te parece natural?

Esa conversación me resultaba muy desagradable. Nunca me había visto en una situación tan complicada con ella. No me gustaba la expresión inescrutable de su rostro, ni la forma en que le temblaba la mano.

—Quizá sea demasiado pronto —dijo Bianca—. Pero debo decirte algo importante, no puedo seguir ocultándotelo.

Dudé unos instantes antes de responder.

—¿De qué se trata, Bianca? —pregunté. Mi pesadumbre iba en aumento. Me sentía francamente deprimido.

—Creo que has cometido un grave error —contestó Bianca.

Me quedé estupefacto. No dijo más. Esperé pacientemente, pero ella persistió en su mutismo, sentada con la espalda apoyada en la pared y los ojos fijos en los Padres Divinos.

—¿Quieres hacer el favor de decirme a qué error te refieres? —pregunté—. ¡Dímelo de una vez! Te amo. Debo saberlo.

Bianca no respondió. Continuó mirando a la Reina y al Rey. No parecía estar rezando.

Cogí las hojas de pergamino de la carta, las examiné y luego miré de nuevo a Bianca.

Había dejado de llorar y en sus labios se dibujaba una semisonrisa, pero sus ojos dejaban entrever una expresión extraña que no alcancé a descifrar.

—¿Es la orden de Talamasca lo que te inspira temor? —pregunté—. Yo mismo puedo explicártelo. Como observarás, les escribí desde un lejano monasterio. Apenas dejé huellas, hermosa mía. Surqué los vientos mientras tú dormías aquí.

Bianca respondió tan sólo con su silencio. Ni frío ni hosco, simplemente reservado y abstraído. Pero de pronto me miró, y el cambio que se operó en su rostro fue lento e inquietante.

En un tono sosegado, me apresuré a contarle mi extraño encuentro con Raymond Gallant durante mi última noche de auténtica felicidad en Venecia. Le expliqué en términos sencillos que Gallant había descubierto nuestra presencia y me había revelado que habían visto a Pandora en el norte de Europa.

Comenté todo lo que contenía la carta. Le hablé de nuevo de Amadeo. Le hablé de mi odio por Santino, recalcando que me había robado todo cuanto amaba salvo a ella, y que precisamente por eso ella era lo más valioso para mí.

Al cabo de un rato, callé. No estaba dispuesto a decir nada más, estaba enojado. Me parecía que Bianca había sido injusta conmigo y no comprendía el motivo. Su silencio me dolía profundamente y comprendí que ella lo advertía en mi rostro.

Por fin noté un cambio en ella.

—¿No comprendes que has cometido un grave error? —preguntó, mirándome fijamente—. ¿No lo percibes en las lecciones que me has impartido? Hace siglos, cuando vivías con Pandora, vinieron a verte unos adoradores de Satanás para que les entregaras lo que custodiabas y tú te negaste. Debiste revelarles el misterio de la Madre y el Padre.

—¿Cómo se te ocurre semejante cosa?

—Y cuando Santino te lo pidió en Roma, debiste traerlo a este santuario. Debiste mostrarle los misterios que me has revelado. De haberlo hecho, Marius, jamás se habría convertido en tu enemigo.

La miré furioso. ¿Qué había sido de mi brillante Bianca?

—Pero ¿no lo comprendes? —continuó—. ¡Esos imbéciles han creado un culto basado en nada! Tú pudiste haberles mostrado algo. —Hizo un gesto ambiguo hacia mí, como si yo le irritara—. ¿Cuántas décadas llevamos en este lugar? ¿Cómo soy de fuerte? No es necesario que respondas. Conozco el alcance de mi resistencia. Conozco mi mal genio.

»¿No comprendes que la percepción que tengo de nuestros poderes se ve reforzada por su belleza y majestad? ¡Sé de dónde provenimos! Te he visto beber la sangre de la Reina. Te he visto despertar de tu desvanecimiento. He visto cómo cicatrizaba tu piel.

«Pero ¿qué vio Amadeo? ¿Qué vio Santino? ¡Y te asombra la difusión de su herejía!

—¡No lo llames herejía! —exclamé inopinadamente—. No hables de ello como si fuera una religión. Te he confesado que existen ciertas cosas secretas que nadie puede explicar. ¡Pero no adoramos a ningún dios!

—¡Me has revelado una verdad en la paradoja de los Padres Divinos, en su presencia! —Alzó la voz, malhumorada, un rasgo impropio en ella—. Pudiste haber aplastado la campaña infundada de Santino dejando simplemente que los atisbara.

La miré, presa de una súbita e intensa ira.

Me levanté y miré furioso en torno al santuario.

—Recoge todas tus cosas —dije de sopetón—. ¡No te quiero aquí!

Bianca permaneció inmóvil, observándome con expresión fría y desafiante.

—Ya me has oído. Recoge tus preciosas ropas, tu espejo, tus perlas, tus joyas, tus libros y todo lo demás. Voy a sacarte de aquí.

Durante unos momentos, me miró con expresión irritada, como si no me creyera.

Acto seguido se movió, obedeciéndome con una serie de gestos rápidos. Y al cabo de unos momentos, se plantó ante mí, envuelta en su capa, estrechando el bulto de sus pertenencias contra el pecho, presentando el mismo aspecto que presentaba infinidad de años antes, cuando la había llevado allí por primera vez.

No sé si se volvió para contemplar los rostros de la Madre y el Padre. Yo no lo hice. No se me ocurrió ni por un momento que ni uno ni otro quisieran impedir aquella intempestiva expulsión.

Al cabo de unos instantes, cabalgué sobre el viento, sin saber adonde transportarla.

Volé más alto y a mayor velocidad de lo que jamás me había atrevido a hacer y comprobé que estaba capacitado para ello. Mi velocidad me asombró. La tierra que se extendía a mis pies había sido quemada durante las últimas guerras y sabía que estaba tachonada de castillos en ruinas.

Llevé a Bianca a uno de esos castillos, tras asegurarme de que la población que lo rodeaba había sido saqueada y estaba desierta. Luego la deposité en una habitación de piedra dentro de una fortaleza destruida y fui al camposanto en busca de un lugar donde pudiera dormir de día.

No tardé en constatar que Bianca podría sobrevivir allí perfectamente. En la capilla calcinada había unas criptas subterráneas. Había escondrijos por todas partes.

Regresé junto a Bianca. Seguía de pie en el mismo lugar donde la había dejado, con una expresión solemne y los ojos, ovalados y relucientes, fijos en mí.

—No quiero saber nada más de ti —dije. Estaba temblando—. Te desprecio por decir lo que has dicho, por haberme culpado que Santino me arrebatara a mi criatura. No quiero tener más tratos contigo. No tienes ni idea del peso que he soportado durante toda mi existencia ni de las veces que lo he lamentado. ¿Qué crees que haría tu querido Santino si lograra apoderarse de la Madre y el Padre? ¿Cuántos demonios traería para que se alimentaran de la sangre de ellos? ¿Quién sabe qué atrocidades consentirían la Madre y el Padre con su silencio? ¿Quién sabe lo que pretenden esos monstruos en realidad?

—Te comportas como un hermano perverso y desnaturalizado —replicó Bianca fríamente, mirando a su alrededor—. ¿Por qué no me abandonas en el bosque para que me devoren los lobos? Vete. Yo tampoco quiero volver a saber nada de ti. Comunica a tus estudiosos de Talamasca dónde me has depositado y quizá tengan la amabilidad de ofrecerme cobijo. Ahora márchate. ¡Vete! ¡No quiero volver a verte!

Aunque hasta ese momento yo había estado pendiente de cada una de sus palabras, la abandoné.

Transcurrieron varias horas. Surqué los cielos sin rumbo fijo, maravillándome del borroso paisaje que contemplaba a mis pies.

Mi poder era muy superior al que poseía antes. De intentarlo, no me costaría ningún esfuerzo llegar a Inglaterra.

Vi las montañas y el mar, pero de pronto sentí una angustia tan intensa que no pude por menos de regresar junto a Bianca.

Pero ¿qué he hecho, Bianca?

¡Ruego a los dioses que me hayas esperado, Bianca!

Un impulso surgido de los profundos y tenebrosos cielos me obligó a regresar junto a ella. La encontré en la habitación de piedra, sentada en un rincón, compuesta y en silencio, como solía estarlo en el santuario, y cuando me arrodillé ante ella, me echó los brazos al cuello.

La abracé sollozando.

—¡Mi hermosa Bianca! ¡Lo siento, amor mío, lo siento en el alma! —dije.

—¡Oh, Marius, te quiero con todo mi corazón y eternamente! —exclamó, llorando con el mismo desconsuelo y desenfreno que yo—. Mi querido Marius, jamás he amado a nadie como te amo a ti. Perdóname.

Seguimos llorando un buen rato. Luego la llevé de regreso al santuario y traté de consolarla, peinándole la cabellera, tal como me gustaba hacer, y adornándola con las sartas de perlas hasta que volvió a ser mi perfecta y maravillosa Bianca.

—No sé por qué te dije eso —se lamentó Bianca—. Está claro que no podías fiarte de ninguno de ellos. ¡De haberles mostrado a la Reina y al Rey, habría estallado una terrible anarquía!

—Sí, has empleado el término exacto —respondí—, una terrible anarquía. —Eché un vistazo a los rostros regios e impasibles y continué—: Si me amas, trata de comprenderlo. Los Padres Divinos poseen un poder inimaginable. —Me detuve bruscamente—. ¿No lo entiendes? Por más que lamento su silencio, quizá represente para ellos una forma de paz que han elegido por el bien de todos.

Ése era el quid de la cuestión y creo que ambos lo sabíamos.

Temía lo que pudiera ocurrir si Akasha se levantaba del trono, si decidía hablar o moverse. Lo temía y con razón.

Con todo, aquella noche y todas las noches creía que, en caso de que Akasha despertara, de su persona emanaría una dulzura divina.

Cuando Bianca se quedó dormida, me arrodillé delante de la Reina en mi acostumbrada actitud de sumisión, que nunca había deseado revelarle a Pandora.

—Madre, ansío beber tu sangre —murmuré, extendiendo las manos—. Permite que te toque con amor —dije—. Dime si he errado. ¿Debí traer a los adoradores de Satanás a tu santuario? ¿Te habrías mostrado en toda tu belleza a Santino?

Cerré los ojos. Luego los abrí.

—Mis amados e inmutables Padres —dije suavemente—, habladme.

Me acerqué a la Reina y oprimí los labios contra su cuello. Traspasé su blanquísima piel con los colmillos y su espesa sangre penetró en mi boca lentamente.

Me rodeaba el jardín. ¡Sí, ese jardín que me embelesa! Era el jardín del monasterio en primavera, una maravilla, y mi sacerdote estaba ahí. Caminaba junto a él a través del claustro recién barrido. Era el sueño supremo, rebosante de intensos colores. Contemplé las montañas a nuestro alrededor. Soy inmortal, dije.

El jardín desapareció. Vi cómo se disolvían los colores del muro.

Entonces me encontré en un bosque a medianoche. A la luz de la luna, divisé un carruaje negro que se acercaba por la carretera, tirado por numerosos corceles oscuros. Al pasar de largo, sus inmensas ruedas levantaron una nube de polvo. Lo seguía una partida de guardias ataviados con libreas negras.

Pandora.

Cuando me desperté, comprobé que yacía sobre el pecho de Akasha, con la frente apoyada en su cuello y la mano izquierda aferrándole el hombro derecho. Me invadía una maravillosa sensación de dulzura y no quise moverme. Toda la luz del santuario se había convertido a mis ojos en un resplandor dorado, igual que la luz de aquellos grandes salones de banquetes venecianos.

Al cabo de un rato, la besé con ternura y me retiré para tumbarme en el suelo y estrechar a Bianca entre mis brazos.

En mi mente bullían pensamientos agitados y extraños. Sabía que había llegado el momento de buscar otro refugio fuera del santuario, y también sabía que nuestras montañas estaban invadidas de extraños.

El pequeño poblado situado al pie de nuestro risco se había convertido en una ciudad pujante.

Pero la revelación más angustiosa que se me impuso aquella noche fue que Bianca y yo éramos capaces de pelearnos, que la sólida paz que reinaba entre nosotros podía verse rota de forma violenta y dolorosa.

Y que yo, a las primeras palabras ásperas de mi tesoro, era capaz de desmoronarme y convertirme en una ruina mental.

¿Por qué me había sorprendido tanto ese hecho? ¿Acaso no recordaba mis dolorosas peleas con Pandora? A esas alturas debía saber que Marius, cuando se enfurecía, dejaba de ser Marius. Debía saberlo y no olvidarlo jamás.