Al echar la vista atrás, estoy convencido de que Akasha me hizo desistir de rescatar a Amadeo, y al analizar todo cuanto he revelado aquí, estoy convencido de su intervención en otras épocas de mi vida.
De haber tratado de dirigirme hacia el sur, a Roma, habría caído en manos de Santino, quien me habría destruido. ¿Y qué mejor acicate que la posibilidad de encontrarme pronto con Pandora?
Por supuesto, mi encuentro con Raymond Gallant había sido real y los detalles del mismo estaban grabados en mi mente, y sin duda Akasha había captado esos detalles gracias a su inmenso poder.
La descripción que le había hecho a Bianca de Pandora no era menos real, de lo cual también debía de haberse enterado la Reina, si había escuchado mis lejanos ruegos desde Venecia.
Sea como fuere, la noche que llegamos al santuario comencé a restablecerme y emprendí la búsqueda de Pandora.
Si alguien me hubiera dicho que ambas empresas iban a llevarme unos doscientos años, habría caído en la desesperación, pero entonces no lo sabía. Sólo sabía que me hallaba a salvo en el santuario, que contaba con Akasha para protegerme y con Bianca para animarme.
Por espacio de más de un año, bebí de la fuente de la Madre. Y por espacio de seis meses, proporcioné mi poderosa sangre a Bianca.
Durante esas noches, cuando no podía abrir la puerta de piedra, observé que con cada divino festín adquiría un aspecto más robusto. Pasaba muchas horas conversando con Bianca en tono bajo y respetuoso.
Decidimos dosificar el aceite de las lámparas y las hermosas velas que había guardado detrás de los Padres Divinos, pues no teníamos ni idea de cuánto tiempo transcurriría antes de que yo fuera capaz de abrir la puerta y pudiéramos ir a cazar a las remotas ciudades y poblaciones alpinas.
Por fin llegó una noche en que sentí el poderoso deseo de salir. Fui lo bastante perspicaz para comprender que esa idea no se me había ocurrido por azar, sino que me había sido sugerida por una serie de imágenes. Ya podía abrir la puerta. Podía salir. Y podía llevarme a Bianca. En cuanto a mi aspecto ante el mundo de los mortales, tenía la piel negra como el carbón y cubierta de numerosas y profundas cicatrices, como si me hubieran herido con un hierro candente. Pero el rostro que vi en el espejo de Bianca estaba formado por completo y presentaba la expresión serena habitual. Mi cuerpo había recuperado su fuerza, y mis manos, de las que me siento orgulloso, eran las manos de un intelectual, con dedos largos y hábiles.
Durante un año más, no me atreví a enviar a Raymond Gallant una carta.
Acompañado por Bianca, me dedicaba a recorrer poblaciones remotas para capturar, precipitada y torpemente, a todo malvado que se cruzara en mi camino. Dado que éstos suelen desplazarse en manadas, Bianca y yo solíamos gozar de suculentos banquetes. Luego tomábamos de sus cadáveres la ropa y el oro que precisábamos y regresábamos al santuario antes del amanecer.
Cuando recuerdo esa época, calculo que vivimos unos diez años de ese modo. Pero, dado que a nosotros nos resulta tan difícil calcular el tiempo, no puedo asegurarlo.
Lo que recuerdo con claridad es que entre Bianca y yo existía un fuerte vínculo que parecía inquebrantable. Con el tiempo, Bianca se convirtió en mi compañera en el silencio como había sido mi compañera en la conversación.
Actuábamos con total compenetración, sin discutir ni consultarnos mutuamente las iniciativas que tomábamos.
Bianca era una cazadora hábil e implacable, dedicada a la majestad de los que debían ser custodiados, y siempre procuraba beber de más de una víctima. Lo cierto es que poseía una capacidad ilimitada para ingerir sangre. Ansiaba adquirir fuerza, tanto de mí como del malvado al que aniquilaba con justificada frialdad.
Volando a través del aire en mis brazos, contemplaba las estrellas sin temor. A menudo me hablaba suave y confiadamente sobre su vida mortal en Florencia, de su juventud y de lo mucho que había amado a sus hermanos, que admiraban a Lorenzo el Magnífico. Sí, había visto a mi amado Botticelli en numerosas ocasiones, y me describía con todo detalle pinturas que yo no había visto. De vez en cuando, me cantaba canciones que ella misma componía. Me hablaba con tristeza de la muerte de sus hermanos y de las circunstancias que la habían llevado a caer en manos de sus pérfidos primos.
Yo la escuchaba con el mismo deleite que le hablaba. Todo era tan fluido entre nosotros que aún hoy me maravilla.
Y aunque muchas mañanas se peinaba su espléndida cabellera y volvía a trenzarla con sus sartas de perlitas, nunca se quejaba de nuestra situación y se vestía, al igual que hacía yo, con las túnicas y las capas de los hombres que matábamos.
De vez en cuando, se deslizaba discretamente detrás del Rey y la Reina y extraía de su preciado fardo de ropa un magnífico vestido de seda, con el que se vestía esmeradamente para dormir en mis brazos, después de que yo la cubriera con cálidos besos y halagos.
Jamás había conocido una paz semejante con Pandora. Nunca había conocido esa cálida sencillez.
Pero era en Pandora en quien pensaba sin cesar, en Pandora recorriendo las ciudades septentrionales, en Pandora con su compañero asiático.
Por fin, una noche, después de una cacería feroz, agotada y saciada, Bianca dijo que deseaba regresar pronto al santuario, de modo que me encontré con que disponía de tres horas maravillosas antes de que amaneciera.
Asimismo, comprobé que poseía de una renovada fuerza que, quizás involuntariamente, le había ocultado a Bianca.
Me dirigí a un monasterio alpino, el cual había sufrido graves perjuicios debido al reciente advenimiento de lo que los eruditos denominan la reforma protestante. Sabía que allí encontraría a monjes atemorizados que aceptarían mi oro a cambio de ayudarme a escribir una carta destinada a Inglaterra.
En primer lugar entré en la capilla, donde me apropié de todas las velas de cera de abeja de buena calidad para sustituir las del santuario, que se habían consumido, y las guardé en un saco que había traído conmigo. Luego me dirigí al escritorio, donde hallé a un viejo monje escribiendo con gran rapidez a la luz de una candela. Al notar mi presencia junto a él, levantó la vista. —Sí —me apresuré a decir, expresándome en su dialecto alemán—, soy un extraño que se presenta ante vos de forma extraña, pero os aseguro que no soy un rufián.
El monje, de pelo canoso, que lucía la característica tonsura y los hábitos monacales, sentía algo de frío en el escritorio. Me observó sin mostrar el menor temor.
Me dije que jamás había presentado un aspecto tan humano. Tenía la piel negra como la de un moro y vestía unas prendas insulsas de color gris, que había tomado de algún miserable condenado a morir a mis manos.
Mientras el monje seguía observándome, sin la menor intención de hacer sonar la alarma, empleé mi truco habitual de mostrarle un talego lleno de monedas de oro para sufragar las urgentes reformas del monasterio.
—Debo escribir una carta —dije—, y asegurarme de que llegue a determinado lugar de Inglaterra.
—¿Un lugar católico? —inquirió el monje sin dejar de mirarme, arqueando sus pobladas y canosas cejas.
—Supongo que sí —contesté, encogiéndome de hombros. Por supuesto, no podía describirle la naturaleza secular de Talamasca.
—Pues suponéis mal —declaró el monje—. Inglaterra ya no es un país católico.
—¿Qué decís? —protesté—. Es imposible que la reforma haya llegado a Inglaterra.
—No se trata de la reforma precisamente —contestó el monje riendo—, sino de la vanidad de un rey empeñado en divorciarse de su esposa católica española y que rechaza el poder del Papa para impedírselo. Me sentí tan abatido que me senté en un banco, aunque el monje no me había invitado a hacerlo.
—¿Qué sois? —me preguntó el anciano, dejando la pluma y observándome con expresión pensativa.
—Eso no importa —repuse en tono cansino—. ¿Creéis que mi carta podrá llegar a un castillo llamado Lorwich, en East Anglia?
—No lo sé —contestó el monje—. Es posible. Hay quien se opone a Enrique VIII y hay quien no. Pero el caso es que el rey ha destruido los monasterios de Inglaterra, de modo que la carta no podemos remitirla a un monasterio, sino directamente al castillo. ¿Y cómo lo conseguiremos? Debemos idear un plan. Nada nos impide intentarlo.
—Sí, os lo ruego.
—Pero primero quiero saber qué sois —insistió el monje—. No escribiré la carta hasta que me lo digáis. También quiero saber por qué habéis robado todas las velas de mejor calidad de la capilla y habéis dejado las malas.
—¿Cómo os habéis enterado? —pregunté, cada vez más nervioso.
Creía que me había movido con el sigilo de un ratón.
—No soy un hombre común y corriente —respondió el anciano—. Oigo y veo cosas que otros no oyen ni ven. Sé que no sois humano. ¿Qué sois?
—No puedo decíroslo —respondí—. Decidme qué creéis que soy. Decidme si percibís maldad en mi corazón. Decidme lo que veis en mí.
El monje me observó largo rato. Tenía los ojos de un color gris intenso, y al contemplar su envejecido rostro, no me costó ningún esfuerzo reconstruir al joven que debía de haber sido, un tanto enérgico, aunque su fuerza de carácter había aumentado con el paso de los años, pese a la enfermedad que le aquejaba.
El monje desvió la mirada y la fijó en la candela, como si hubiera terminado de analizarme.
—Me gusta leer libros extraños —dijo con voz queda pero clara—. He estudiado algunos de esos textos publicados en Italia sobre magia, astrología y diversos temas considerados prohibidos.
El pulso se me aceleró. No esperaba ese golpe de fortuna. Pero me abstuve de interrumpirlo.
—Estoy convencido de que existen ángeles que han sido expulsados del paraíso —dijo el monje— y ya no saben lo que son. Vagan por la Tierra sumidos en el desconcierto. Creo que vos sois uno de ellos, aunque, si estuviera en lo cierto, no podríais confirmármelo.
Me quedé mudo de asombro al oír al monje expresar un concepto tan peregrino.
—No —contesté por fin—, no soy uno de esos ángeles. Lo sé con certeza. Pero me gustaría serlo. Os confiaré un secreto terrible.
—Muy bien —dijo el anciano—. Si lo deseáis, podéis confesaros conmigo, pues soy un sacerdote ordenado, no un simple monje, pero dudo que pueda daros la absolución.
—Éste es mi secreto: existo desde los tiempos en que Cristo estuvo en la Tierra, aunque no oí hablar de él.
El monje permaneció largo rato en silencio, asimilando mis palabras. Me miró a los ojos y luego desvió la vista y la fijó en la candela, como si se tratara de un pequeño ritual.
—No os creo —dijo por fin—. Pero sois un ser misterioso, con esa tez negra y esos ojos azules, con ese pelo rubio y ese oro que me ofrecéis generosamente. Lo acepto, desde luego. Lo necesitamos.
Sonreí. Ese anciano me caía bien. Por supuesto, me abstuve de decírselo. Le tendría sin cuidado.
—De acuerdo —dijo—, escribiré esa carta por vos.
—Yo mismo la escribiré —respondí—, sólo necesito un pergamino y una pluma, y que la enviéis, indicando este lugar para que me remitan a él la respuesta. Es muy importante que reciba respuesta.
El monje obedeció de inmediato y me dispuse a redactar la carta, aceptando agradecido la pluma que me ofreció. Mientras escribía noté que el anciano no me quitaba el ojo de encima, pero no me importó.
Raymond Gallant:
El día siguiente a la noche en que nos conocimos y conversamos, sufrí una trágica desgracia. Mi palacio en Venecia quedó destruido por el fuego y sufrí unas quemaduras gravísimas. Te aseguro que no fue obra de manos mortales, y si pudiéramos vernos una noche, te contaría encantado lo sucedido. Lo cierto es que me gustaría describirte con detalle la identidad del ser que envió a sus emisarios para destruirme. En estos momentos me siento demasiado débil para tratar de vengarme de palabra o de obra.
Mi estado de postración me impide asimismo desplazarme a Lorwich, en East Anglia, y gracias a unas fuerzas que no puedo describir, dispongo de un refugio parecido al que tú me ofreciste. Te ruego que me comuniques si has recibido recientemente noticias de mi Pandora, si ha acudido a ti, si puedes ayudarme a ponerme en contacto con ella por carta.
MARIUS
Cuando terminé la carta, se la entregué al sacerdote, quien añadió las señas del monasterio, dobló el pergamino y lo selló.
Permanecimos unos momentos en silencio.
—¿Dónde puedo localizaros para remitiros la respuesta cuando llegue? —me preguntó el monje.
—Yo lo sabré —respondí—, del mismo modo que vos supisteis que me había llevado las velas. Disculpadme por haberlas sustraído. Debí acercarme a la ciudad y comprarlas en un comercio de velas. Pero me he convertido en un peregrino de la noche silenciosa y a veces hago cosas sin pensar.
—Ya lo veo —contestó el anciano—, pues aunque empezasteis hablándome en alemán, ahora me habláis en latín, la misma lengua en la que habéis escrito la carta. No os enojéis. No he leído una sola palabra, pero sé que es latín. Un latín perfecto, como no lo habla nadie hoy en día.
—¿Es suficiente la recompensa que os ofrezco en oro? —pregunté, levantándome. Había llegado el momento de marcharme.
—Desde luego. Confío en que regreséis pronto. Haré que envíen la carta mañana mismo. Si el señor de Lorwich, en East Anglia, ha jurado lealtad a Enrique VIII, recibiréis respuesta.
Me marché tan rápidamente que a mi nuevo amigo debió de parecerle que me había esfumado.
Cuando regresé al santuario, observé por primera vez los comienzos de un poblado humano peligrosamente cerca de donde nos hallábamos nosotros.
Por supuesto, Bianca y yo permanecíamos ocultos en un pequeño valle situado sobre un escarpado risco. No obstante, al percatarme de que había un grupo de casitas al pie del risco, deduje lo que iba a ocurrir.
Cuando entré en el santuario, encontré a Bianca dormida. No me preguntó dónde había estado y reparé en las precauciones que yo había tomado para evitar que averiguara lo de la carta.
Me pregunté si podría llegar a Inglaterra volando solo a través de los cielos. Pero ¿qué le diría a Bianca? No la había dejado nunca sola y me parecía inoportuno hacerlo.
Por espacio de casi medio año, pasé todas las noches lo suficientemente cerca del monje a quien había confiado la carta para oírle.
Bianca y yo íbamos con frecuencia a cazar por las calles de las pequeñas ciudades alpinas disfrazados de una forma, y a comprar a los comerciantes de ésta disfrazados de otra.
De vez en cuando, alquilábamos unas habitaciones para disfrutar de placeres corrientes, pero temíamos que el amanecer nos sorprendiera en un lugar que no fuera el santuario.
Yo seguía acudiendo a visitar a la Reina de vez en cuando. No sé con qué criterio elegía esos momentos. Quizá lo hacía cuando ella me hablaba. Lo único que puedo afirmar con certeza es que sabía cuándo podía beber su sangre y me apresuraba a hacerlo, después de lo cual me sentía muy restablecido, pletórico de vigor y deseoso de compartir mis renovadas dotes con Bianca.
Por fin, una noche dejé de nuevo a Bianca en el santuario, pues se sentía cansada, y al acercarme al monasterio alpino vi al monje de pie en el jardín, con los brazos extendidos hacia el cielo en un gesto tan poético y piadoso que al verlo por poco me echo a llorar.
Sigilosamente, sin hacer el menor ruido, entré en el claustro tras él. El monje se volvió de inmediato, como si poseyera unos poderes tan extraordinarios como los míos, y se encaminó hacia mí. El viento agitaba su holgado hábito de color pardo.
—Marius —murmuró. Me indicó que guardara silencio y me condujo al escritorio.
Al observar el grosor de la carta que sacó de su mesa, me quedé atónito. El hecho de que estuviera abierta, de que el sello estuviera roto, me chocó aún más.
Lo miré con expresión interrogante.
—Sí, la he leído —dijo el monje—. ¿Creéis que iba a entregárosla sin haberla leído?
No estaba dispuesto a perder más tiempo. Ardía en deseos de leer el contenido de la carta. Me senté y desdoblé de inmediato las hojas.
Marius:
Confío en que mis palabras no te enojen ni te lleven a tomar una decisión precipitada. Lo que sé sobre Pandora es lo siguiente: algunos de los nuestros, que están al tanto de estas cosas, la han visto en las ciudades de Núremberg, Viena, Praga y Maguncia. Ha viajado por Polonia y por Baviera.
Ella y su compañero son muy astutos. Rara vez importunan a la población humana a través de la cual se desplazan, pero de vez en cuando se cuelan en las cortes de algunos reinos. Quienes los han visto tienen la sensación de que el peligro les atrae.
Nuestros archivos están llenos de informes sobre un carruaje negro que viaja de día, transportando en su interior dos gigantescos arcones lacados en los que creemos que duermen esos seres, protegidos por un reducido contingente de guardias humanos de piel pálida, tan discretos e implacables como leales a sus patronos. Todo intento de abordar a esos guardias humanos, por amable y astuto que sea, conlleva una muerte segura, tal como han constatado algunos de nuestros miembros al tratar de descifrar el misterio de esos siniestros viajeros.
Según la opinión de algunos de nosotros, los guardias han recibido una pequeña porción del poder del que sus patronos gozan en abundancia, lo cual les vincula irrevocablemente a Pandora y a su compañero.
La última vez que vimos a la pareja fue en Polonia. Esos seres se mueven con gran rapidez y no permanecen en un lugar mucho tiempo. Parecen contentarse con desplazarse incesantemente a través de toda Europa.
Sabemos que han recorrido España y que han viajado por Francia, pero no se han detenido nunca en París. Por lo que respecta a esta ciudad, me pregunto si sabes el motivo por el que nunca se quedan en ella o si debo ser yo quien te informe.
Te diré lo que sé. Existe en París un nutrido grupo de fanáticos de esa especie que ambos conocemos, un grupo tan numeroso que hasta dudo que una ciudad del tamaño de París pueda albergarlo. Hace poco recibimos en nuestras filas a un renegado de ese grupo, a través del cual hemos averiguado muchos detalles sobre la forma en que esas extrañas criaturas parisinas se presentan.
No puedo describir en un pergamino lo que sé de ellos. Sólo te diré que demuestran un insólito celo y creen servir a Dios con su insaciable apetito. Cuando otros de su especie se atreven a aventurarse en sus dominios, no vacilan en destruirlos, declarándolos blasfemos.
Este renegado ha afirmado más de una vez que sus hermanos y hermanas fueron de los primeros en participar en la terrible tragedia y desgracia que sufriste. Sólo tú puedes confirmar ese extremo, pues no sé si ese ser está loco o se ufana de sus fechorías, o quizá sea una mezcla de ambas cosas. Como puedes imaginar, nos desconcierta tener bajo nuestro techo a un ser tan locuaz y beligerante, tan dispuesto a responder a nuestras preguntas y al mismo tiempo temeroso de que le retiremos nuestra protección.
Añadiré también un dato que puede ser tan importante para ti como cualquier otro informe referente a tu añorada Pandora.
El cabecilla de esta voraz y misteriosa banda de seres parisinos no es otro que tu joven compañero de Venecia.
Convertido al credo de Santino mediante castigos, ayunos, penitencia, y como consecuencia de la pérdida de su antiguo maestro, según nos reveló el joven renegado, tu antiguo compañero ha resultado ser un cabecilla de un poder incalculable, capaz de ahuyentar a cualquiera de su especie que trate de instalarse en París.
Ojalá pudiera contarte más cosas sobre esos seres. Permite que insista en lo que he dicho más arriba. Están convencidos de servir a Dios Todopoderoso. A partir de este principio, se deriva un gran número de reglas.
No sé cómo te afectará esta información, Marius. Me he limitado a escribir lo que sé con certeza.
Permíteme representar un papel insólito, teniendo en cuenta nuestras edades respectivas.
Sea cual fuere tu reacción ante lo que te revelo en esta carta, bajo ningún concepto debes viajar por tierra hacia el norte con el propósito de verme. Bajo ningún concepto debes viajar por tierra hacia el norte en busca de Pandora. Bajo ningún concepto debes viajar por tierra hacia el norte en busca de tu joven compañero.
Te lo advierto por dos razones. En estos momentos, toda Europa está en guerra, como sin duda sabes. Martín Lutero ha fomentado muchos disturbios, y en Inglaterra, nuestro soberano Enrique VIII se ha emancipado de Roma, pese a la fuerte resistencia.
Por supuesto, los inquilinos de Lorwich somos leales a nuestro rey y su decisión nos merece todo nuestro respeto y honor. Pero en estos tiempos no es aconsejable viajar por Europa. Permite que te advierta sobre otro extremo, que quizá te sorprenda. En toda Europa hay muchas personas dispuestas a perseguir a otros por brujería por motivos infundados; es decir, en las aldeas y las poblaciones reina una superstición respecto a brujas y hechiceros que incluso hace cien años habría sido tachada de absurda.
No te conviene viajar a través de esos territorios. Los escritos sobre hechiceros, aquelarres y adoradores del diablo nublan la filosofía humana.
Sí, temo por Pandora, por si ella y su compañero no prestan atención a esos peligros; no obstante, nos han comunicado en varias ocasiones que, aunque viaja por tierra, lo hace a gran velocidad. Sus sirvientes suelen adquirir caballos de repuesto dos o tres veces en un mismo día, exigiendo que sean animales de la mejor calidad.
Te envío mis saludos más cordiales, Marius. Escríbeme de nuevo en cuanto puedas. Hay muchas preguntas que deseo formularte, pero no me atrevo a hacerlo en esta carta. No sé si me atreveré alguna vez. Permite que exprese el deseo de que me invites a hacerlo.
Debo confesarte que soy la envidia de mis hermanos y hermanas por haber recibido tu carta. Procuraré que no se me suba a la cabeza. Siento hacia ti un gran respeto, por lo demás justificado.
Tuyo en Talamasca,
RAYMOND GALLANT
Cuando terminé de leer la carta, me recliné en el asiento, sosteniendo las numerosas hojas de pergamino en mi temblorosa mano izquierda. Meneé la cabeza sin saber qué decirme a mí mismo, pues estaba hecho un lío.
Desde la noche de la tragedia acaecida en Venecia, a menudo había sido incapaz de articular mis pensamientos íntima y verbalmente, pero nunca había experimentado esa incapacidad de forma tan patente como en aquellos momentos.
Contemplé las páginas. Toqué con los dedos de la mano derecha las palabras, pero enseguida la retiré, meneando de nuevo la cabeza.
Pandora recorría incesantemente Europa, a mi alcance y quizás eternamente fuera de mi alcance.
Y Amadeo, convertido en miembro de la secta de Santino y enviado a implantarla en París. Sí, estaba claro.
Evoqué de nuevo la nítida imagen de Santino aquella noche en Roma, con su hábito negro y su pelo impecablemente limpio, cuando me había abordado para insistir en que lo acompañara a su maldita catacumba.
Ahora tenía pruebas de que no había destruido a mi hermosa criatura, sino que la había convertido en su víctima. La había convertido en un adepto a su causa. ¡Se había apoderado de Amadeo! Me había derrotado de forma aplastante.
Y Amadeo, mi bendito y hermoso pupilo, había abandonado mi precaria tutela para pasar a esas tinieblas perpetuas. Sí, estaba clarísimo. Cenizas. Sentí un regusto a cenizas.
Un gélido escalofrío me recorrió el cuerpo.
Estrujé los folios con rabia.
De pronto advertí que el sacerdote de pelo canoso estaba sentado a mi lado, mirándome con calma, apoyado en el codo izquierdo.
Sacudí de nuevo la cabeza y doblé las hojas de la carta para guardármelas.
Clavé la mirada en los ojos grises del monje.
—¿Por qué no huís de mí? —pregunté con amargura. Deseaba romper a llorar, pero no era el lugar adecuado.
—Estáis en deuda conmigo —respondió el anciano suavemente—. Decidme qué clase de ser sois para que al menos sepa si he condenado mi alma al prestaros un servicio.
—No habéis condenado vuestra alma —me apresuré a responder en un tono amargo que denotaba mi congoja—. Vuestra alma no tiene nada que ver conmigo. —Suspiré—. ¿Qué conclusión habéis sacado al leer mi carta?
—Que sufrís como un mortal —contestó el monje—, pero no sois mortal. Y ese amigo vuestro de Inglaterra es mortal, pero no os teme.
—Es cierto —dije—. Sufro, y sufro porque alguien me ha causado un gravísimo daño y no puedo vengarme ni hacer que la justicia caiga sobre él. Pero no quiero hablar de esas cosas. Deseo estar solo.
Se produjo un silencio entre nosotros. Había llegado el momento de marcharme, pero aún no tenía fuerzas para hacerlo.
¿Le había entregado la acostumbrada bolsa de oro? En todo caso, debía hacerlo. La saqué del bolsillo de mi camisa, la deposité sobre el banco y vacié su contenido para que el anciano viera las monedas de oro a la luz de la vela.
En mi mente se formaron unos pensamientos vagos y agitados referentes a Amadeo, al resplandor de esas monedas de oro, a la furia que me devoraba y a mi ansia de vengarme de Santino. Vi unos iconos con sus halos dorados; vi la moneda de oro de la orden de Talamasca. Vi los florines de oro de Florencia.
Vi las pulseras de oro que solía lucir Pandora en sus hermosos brazos desnudos. Vi las pulseras de oro que yo había colocado en los brazos de Akasha.
Oro, oro y más oro.
¡Y Amadeo había elegido las cenizas!
«Encontraré de nuevo a Pandora. ¡Sí, daré con ella! Sólo dejaré que se marche si jura que me odia, entonces dejaré que permanezca con su misterioso compañero». Me eché a temblar al pensar en eso, al jurar que cumpliría mi propósito, al murmurar esos pensamientos silenciosos.
¡Pandora, sí! ¡Y una noche, Amadeo tendría que saldar cuentas con Santino!
Se produjo un largo silencio.
El monje sentado a mi lado no estaba asustado. Me pregunté si adivinaba lo que le agradecía que me permitiera permanecer allí sumido en aquel maravilloso silencio.
Por fin, deslicé los dedos sobre las monedas de oro.
—¿Hay suficiente oro para plantar flores, árboles y bonitas plantas en vuestro jardín? —pregunté.
—El suficiente para que nuestro jardín florezca eternamente —respondió el anciano.
—¡Eternamente! —dije—. Me encanta esa palabra, «eternamente».
—Sí, es una palabra intemporal —repuso el anciano, mirándome al tiempo que arqueaba sus pobladas cejas—. El tiempo es nuestro, pero eternamente pertenece a Dios, ¿no creéis?
—Sí —respondí, volviéndome hacia él. Le sonreí y vi la cálida expresión que traslucía su rostro, como si le hubiera dirigido unas palabras amables. No podía ocultarlo.
—Me habéis hecho un gran favor —dije. —¿Escribiréis de nuevo a vuestro amigo? —preguntó el monje. —Desde aquí, no —contesté—. Es demasiado arriesgado para mí. Le escribiré desde otro lugar. Olvidad este episodio, os lo ruego. El monje rió de forma sencilla y espontánea. —¡Que lo olvide! Me levanté para irme.
—No debisteis leer la carta —dije—. Sólo os causará problemas. —Tenía que hacerlo antes de entregárosla —contestó. —No imagino el motivo —respondí. Eché a andar silenciosamente hacia la puerta del escritorio. El monje me alcanzó. —¿Os marcháis ya, Marius? —preguntó. Me volví hacia él y levanté la mano en señal de despedida. —Sí, ni ángel ni demonio —dije—, ni bueno ni malo. Os doy las gracias.
Al igual que la vez anterior, me alejé tan rápidamente que el anciano no se dio cuenta. Al cabo de unos momentos, me encontré a solas con las estrellas y contemplé el valle situado peligrosamente cerca de la capilla, donde se estaba formando una ciudad al pie del elevado risco abandonado por el hombre durante más de un milenio.