27

Por fin llegó el momento de partir. Quedarnos en Venecia era muy peligroso, y yo sabía que era capaz de transportarnos a ambos hasta el santuario. Tras coger un fardo de ropa y todo el oro que podía transportar, estreché a Bianca con fuerza contra mí y en menos de media noche atravesamos las montañas, azotados por fuertes vientos y nieve.

Bianca ya estaba acostumbrada a ciertos fenómenos y no se alarmó cuando la deposité en el paso de montaña cubierto de nieve.

Pero, al cabo de unos momentos, caí en la cuenta de que había cometido un grave error. En mi estado, no tenía las fuerzas suficientes para abrir la puerta del santuario.

Yo mismo había creado la puerta de piedra con refuerzos de hierro para impedir el asalto de cualquier intruso humano, pero, tras repetidos y patéticos esfuerzos por abrirla, tuve que confesar que era incapaz de lograrlo y que debíamos buscar un lugar donde refugiarnos antes del amanecer.

Bianca rompió a llorar y me enojé con ella. Para herirla, hice un nuevo intento de abrirla, tras lo cual retrocedí y ordené a la puerta que se abriera con todo el poder de mi mente.

Pero fue en vano. El viento y la nieve seguían batiendo sobre nosotros y los sollozos de Bianca me enfurecieron hasta el punto de que dije una cosa que no era cierta.

—Yo construí esta puerta y la abriré —afirmé—. Sólo necesito tiempo para calcular lo que debo hacer.

Bianca se volvió de espaldas a mí, visiblemente dolida por mi enojo, y me preguntó en tono compungido y humilde:

—¿Qué hay en este lugar? Oigo un ruido espantoso ahí dentro, parecen latidos. ¿Por qué hemos venido? ¿Adonde iremos si no podemos refugiarnos aquí?

Sus preguntas me irritaron, pero cuando miré a Bianca y la vi sentada en la roca sobre la que la había depositado, mientras la nieve seguía cayendo sobre su cabeza y sus hombros, con la cabeza gacha y la cara salpicada de lágrimas rojas, como de costumbre, me sentí avergonzado de haberla utilizado para ocultar mi flaqueza y la necesidad de descargar mi amargura contra ella.

—Ten paciencia, un esfuerzo más y conseguiré abrirla. No sabes lo que contiene este lugar, pero lo averiguarás a su debido tiempo.

Exhalé un profundo suspiro y retrocedí unos pasos. Sujetando con la mano abrasada el asa de hierro, tiré de ella con todas mis fuerzas, pero no conseguí que la puerta cediera lo más mínimo.

De pronto comprendí lo disparatado de la situación. No conseguía penetrar en el santuario. Estaba demasiado débil y no sabía cuánto tiempo seguiría estando así. Sin embargo, no cejaba en mi intento de abrir la puerta, a fin de convencer a Bianca de que era capaz de protegerla y de entrar en ese extraño lugar.

Por fin me volví de espaldas a los Padres Sagrados, me acerqué a Bianca, la abracé y le cubrí la cabeza, tratando de hacerla entrar en calor. —Dentro de poco te lo explicaré todo —dije—. Buscaré un lugar donde refugiarnos esta noche. No lo dudes. De momento, te diré tan sólo que yo mismo construí este lugar, que sólo yo conozco su existencia y que en estos momentos, como tú misma puedes comprobar, estoy demasiado débil para penetrar en él.

—Perdóname por haberme echado a llorar —repuso Bianca suavemente—. Te prometo no derramar más lágrimas. Pero ¿qué es ese sonido que oigo? ¿No pueden oírlo los humanos?

—No —contesté—. Pero ahora te ruego que guardes silencio, mi amada y valiente compañera.

En ese momento percibí otro sonido totalmente distinto, un sonido que cualquiera podía oír.

Era el sonido de la puerta de piedra abriéndose a mi espalda. Lo reconocí de inmediato y me volví, incrédulo, temeroso y asombrado.

Me apresuré a estrechar a Bianca contra mí y ambos permanecimos inmóviles frente a la puerta mientras ésta se abría de par en par. El corazón me latía con violencia y respiraba con dificultad. Comprendí que sólo Akasha podía haberlo hecho, y cuando la puerta se abrió del todo, contemplé otro prodigio de una benevolencia y una belleza que jamás había imaginado.

A través de la puerta que daba acceso al pasadizo de piedra, penetraba una luz intensa y abundante.

Durante unos momentos, no salí de mi asombro. Entonces sentí un gozo inmenso al contemplar aquel espléndido torrente de luz. Me parecía imposible no temerlo ni dudar de su significado.

—Vamos, Bianca —dije, rodeándole los hombros con un brazo y conduciéndola hacia la entrada.

Bianca estrechaba el fardo de ropa contra su pecho como si fuera a morir si lo dejaba caer, y yo la sostenía como si temiera caerme si no contaba con su sostén.

Penetramos en el pasadizo de piedra y nos encaminamos lentamente hacia el interior de la capilla, iluminada por la intensa y parpadeante luz. Las numerosas lámparas de bronce estaban encendidas. El centenar de velas ardía, emitiendo un resplandor exquisito. No bien hube tomado nota de estos detalles, rodeado por un amortiguado esplendor que me llenó de gozo, la recia puerta se cerró a nuestra espalda con el característico estrépito de la piedra al chocar contra otra piedra.

Alcé la vista sobre el centenar de velas dispuestas en hilera y contemplé los rostros de los Padres Divinos, viéndolos como acaso los veía Bianca, con renovado entusiasmo y gratitud.

Me arrodillé y Bianca hizo lo propio a mi lado. Estaba temblando. Estaba tan impresionado que durante unos segundos temí no poder respirar. No podía explicarle a Bianca la magnitud de lo que había ocurrido, pues sólo conseguiría atemorizarla. Por lo demás, habría sido imperdonable cometer una indiscreción delante de mi Reina.

—No digas nada —murmuré—. Son nuestros padres. Al ver que yo era incapaz de abrir la puerta, lo han hecho ellos. Han encendido las lámparas y las velas. No puedes imaginar lo que les agradezco este favor. Nos han acogido dentro de su santuario. Sólo podemos responder a su bondad con nuestras oraciones.

Bianca asintió con la cabeza. Su rostro traslucía una expresión piadosa y asombrada. ¿Enojaba a Akasha que hubiera conducido ante ella a una exquisita bebedora de sangre?

En tono quedo y reverente, le relaté a Bianca la historia de los Padres Divinos en términos sencillos y elogiosos. Le conté que hacía miles de años, en Egipto, se habían convertido en los primeros vampiros, pero que ahora ya no ansiaban beber sangre y no se movían ni articulaban palabra. Yo era su custodio y su guardián, lo había sido durante toda mi vida como bebedor de sangre y siempre lo sería.

Le conté a Bianca esas cosas para que no se asustara, para que no sintiera temor ante esas dos figuras inmóviles que nos observaban sumidas en un silencio espeluznante, sin siquiera parpadear. Así fue como inicié con gran delicadeza a mi tierna Bianca en esos poderosos misterios, que se le antojaron maravillosos pero no la alarmaron.

—A esta capilla era adonde acudía cuando abandonaba Venecia —le expliqué—, para encender las lámparas para el Rey y la Reina y traerles flores frescas. Ahora, como ves, no hay flores, pero se las traeré en cuanto pueda.

De nuevo comprendí que, pese a mi entusiasmo y mi gratitud, era incapaz de transmitir a Bianca la importancia del milagro que Akasha había obrado al abrirnos la puerta y encender las lámparas. Lo cierto es que no me atrevía a hacerlo. Cuando hube concluido este respetuoso relato, cerré los ojos y di las gracias en silencio a Akasha y a Enkil por haberme permitido entrar en el santuario y habernos recibido con el don de la luz.

Les ofrecí una y otra vez mis oraciones, quizá porque era incapaz de comprender el motivo de que me hubieran acogido con tal benevolencia o porque no estaba muy seguro de lo que significaba. ¿Era porque me amaban? ¿Porque me necesitaban? En todo caso, debía aceptarlo sin ufanarme. Debía sentirme agradecido sin imaginar cosas que no eran ciertas.

Permanecí arrodillado en silencio durante largo rato. Deduzco que Bianca me observaba, pues permanecía también callada. Hasta que ya no pude resistir la sed y miré a Akasha. Deseaba su sangre. No pensaba en otra cosa que en beber su sangre. Todas mis heridas seguían abiertas, sangrando, anhelando recibir su sangre para cicatrizar. Tenía que tratar de obtener la poderosa sangre de la Reina.

—Hermosa mía —dije, apoyando la mano enguantada sobre el juvenil hombro de Bianca—. Quiero que te retires a un rincón y te quedes allí sin decir una palabra pase lo que pase y veas lo que veas.

—¿Qué va a pasar? —murmuró. Por primera vez parecía asustada. Miró a su alrededor observando las oscilantes llamas de las lámparas, las velas encendidas y las pinturas de los muros.

—Haz lo que te ordeno —dije. Tenía que decirlo y ella tenía que obedecer, pues era la única forma de averiguar si la Reina me permitiría beber su sangre.

Tan pronto como Bianca se hubo situado en un rincón, arrebujada en su gruesa capa y tan lejos como le fue posible, rogué en silencio a la Reina que me concediera su sangre.

—Ya ves en qué estado me encuentro —dije silenciosamente—. Sabes que me han abrasado; por eso abriste la puerta y me permitiste entrar, porque yo no podía hacerlo. Como ves, me he convertido en un monstruo. Compadécete de mí y deja que beba tu sangre como has hecho en otras ocasiones. Necesito tu sangre. La necesito más que nunca. He venido a suplicártelo con todo respeto.

Me quité la máscara de cuero y la dejé junto a mí. Presentaba un aspecto tan grotesco como los antiguos dioses abrasados a quienes Akasha había aniquilado cuando habían acudido a ella. ¿Me rechazaría como les había rechazado a ellos? ¿O sabía lo que me había ocurrido? ¿Estaba al corriente de todo cuando había abierto la puerta del santuario?

Me incorporé lentamente y luego me arrodillé a sus pies y apoyé una mano en su tenso cuello, temiendo que Enkil alzara el brazo para atacarme. Pero el Rey no se movió.

Cuando la besé en el cuello, sentí su pelo trenzado rozándome la cara, contemplé su pálida tez y oí los suaves sollozos de Bianca.

—No llores, Bianca —musité.

Clavé los colmillos en su cuello rápida y ferozmente, como había hecho en otras ocasiones. Su espesa sangre penetró en mí, reluciente y cálida como la luz de las lámparas y las velas, inundándome como si mi corazón la bombeara con fuerza, circulando por mis venas a la misma velocidad que los latidos de mi corazón. Me sentí mareado. Noté que mi cuerpo era más ligero.

A lo lejos, Bianca seguía llorando. ¿Estaba asustada?

Vi el jardín. Vi el jardín que había pintado al enamorarme de Botticelli. Contenía sus naranjos y sus flores, pero era mi jardín, el jardín de la casa que siglos atrás había tenido mi padre en las afueras de Roma. ¿Cómo iba a olvidar mi jardín? ¿Cómo iba a olvidar el jardín en el que había jugado de niño?

Evoqué los días en Roma, cuando era mortal, y me vi paseando por el jardín de la villa de mi padre, caminando sobre la mullida hierba y escuchando el sonido de la fuente, y tuve la sensación de que, en el transcurso del tiempo, el jardín cambiaba y al mismo tiempo no cambiaba, y de que siempre estaba presente para mí.

Me tumbé en la hierba y observé las ramas de los árboles meciéndose sobre mí. Oí una voz que me hablaba rápida y dulcemente, pero no capté lo que decía, y de pronto comprendí que Amadeo estaba herido, que estaba en manos de unos seres que lo vejarían y atormentarían, y que no podía ir a rescatarlo porque, si lo hacía, caería en la trampa que me habían tendido.

Yo era el guardián del Rey y la Reina, tal como le había revelado a Bianca, sí, el guardián del Rey y la Reina, y tenía que dejar que Amadeo se alejara en el tiempo, y si hacía lo que me ordenaban, era posible que Pandora regresara junto a mí, Pandora, que en la actualidad recorría las ciudades septentrionales de Europa, Pandora, a quien algunos habían visto.

El jardín estaba repleto de fragantes árboles y plantas y vi a Pandora con claridad. Iba ataviada con su vaporosa túnica blanca, con la cabellera suelta, tal como le había explicado a Bianca. Pandora sonrió. Se dirigió hacia mí. Me habló. La Reina desea que estemos juntos, dijo. Me miró con los ojos muy abiertos, con curiosidad, y me percaté de que estaba muy cerca de mí, tanto que casi podía tocarle la mano.

No puedo imaginarme esto, es imposible, pensé. Entonces recordé con claridad el sonido de la voz de Pandora nuestra primera noche como marido y mujer: En estos momentos en que esta sangre nueva corre por mis venas, devorándome y transformándome, no me aferró a la razón ni a la superstición para salvarme. ¡Puedo penetrar en un mito y salir de él! Me temes porque no sabes cómo soy. Tengo aspecto de mujer, me expreso como un hombre y tu razón te dice que la suma total es imposible.

Miré a Pandora a los ojos. Estaba sentada en el banco del jardín, quitándose unos pétalos de la cabellera color castaño. Era una muchacha con sangre vampírica, la eterna mujer-niña; al igual que Bianca, sería siempre una mujer joven.

Extendí ambas manos a los costados y palpé la hierba.

De pronto caí hacia atrás, caí del jardín de ensueño, del espejismo, y me encontré yaciendo inmóvil en el suelo de la capilla, entre el candelero que contenía unas velas perfectas y los peldaños de la tarima sobre la que estaba instalado desde tiempos inmemoriales el trono de la pareja real.

No advertí ningún cambio en mí. Hasta el llanto de Bianca seguía inmutable.

—Calla, tesoro —dije, sin apartar los ojos del rostro de Akasha y de sus senos, que palpitaban bajo el tejido dorado de su túnica egipcia.

Tenía la sensación de que Pandora había estado junto a mí, en aquella misma capilla. Y la belleza de Pandora parecía íntimamente imbricada en la belleza y la presencia de Akasha, de un modo que no alcanzaba a descifrar.

—¿Qué significan estos portentos? —musité, poniéndome de rodillas—. Dímelo, amada Reina. ¿Qué significan estos portentos? ¿Atrajiste a Pandora a mí porque deseabas que estuviéramos juntos? ¿Recuerdas cuando Pandora me dijo eso?

Callé. Pero mi mente le habló a Akasha, le suplicó. ¿Dónde se encuentra Pandora? ¿Puedes hacer que regrese junto a mí?

Transcurrió un largo rato en silencio y me puse de pie.

Rodeé el candelero y hallé a mi amada compañera trastornada por el fenómeno que había presenciado, por haberme visto beber la sangre de la inanimada Reina.

—Y luego te desplomaste hacía atrás, como si estuvieras muerto —me explicó—. Como me dijiste que no me moviera, no me atreví a acercarme a ti.

Procuré tranquilizarla.

—Por fin te despertaste y hablaste de Pandora, y vi que estabas muy… muy restablecido de tus heridas.

Era cierto. Estaba más robusto, mis brazos y mis piernas parecían más recias, más pesadas, y mi rostro había recuperado en parte sus rasgos naturales.

Aún tenía buena parte del cuerpo quemado, pero mostraba el aspecto de un hombre de cierta envergadura y fuerza, y noté que mi cuerpo había recobrado en parte su antiguo vigor.

Faltaban sólo dos horas para que amaneciera, y dado que era incapaz de abrir la puerta y no tenía ganas de rogar a Akasha que obrara unos sencillos milagritos, decidí darle mi sangre a Bianca.

¿Se ofendería la Reina si, después de haber bebido yo su poderosa sangre, se la ofrecía a aquella chiquilla? No tenía más remedio que averiguarlo.

No atemoricé a Bianca con advertencias y dudas al respecto. Me limité a indicarle que se acercara y yaciera en mis brazos.

Me corté la muñeca y le ordené que bebiera. Ella profirió un sofocado grito de asombro al sentir que la poderosa sangre penetraba en sus venas y crispó sus delicados dedos, clavándomelos.

Al cabo de un rato, se apartó por propia iniciativa y se incorporó lentamente junto a mí, con la mirada perdida y los ojos rebosantes de luz debido al resplandor de las lámparas.

La besé en la frente.

—¿Qué has visto en la sangre, hermosa mía? —pregunté.

Bianca sacudió la cabeza como si no pudiera expresarlo con palabras. Luego la apoyó en mi pecho.

En la capilla reinaba la serenidad y la paz cuando nos acostamos muy juntos, mientras la luz de las lámparas se consumía lentamente.

Al cabo de un rato se apagaron casi todas las velas y sentí que se acercaba el amanecer. La capilla estaba caldeada, tal como le había prometido a Bianca, mostrando sus espléndidos tesoros y, ante todo, la presencia solemne del Rey y la Reina.

Bianca se había desvanecido. Yo disponía de unos tres cuartos de hora antes de que me invadiera el sueño diurno.

Alcé la vista y miré a Akasha, deleitándome con el reflejo de las últimas velas que brillaba en sus pupilas.

—Sabes que soy un mentiroso, ¿no es así? —le pregunté—. Sabes que he cometido atrocidades y me sigues el juego, ¿no es cierto, mi soberana?

¿Oí una carcajada?

Quizá me estaba volviendo loco. Había habido suficiente dolor y suficiente magia para hacerme perder el juicio; había habido suficiente hambre y suficiente sangre.

Miré a Bianca, que descansaba tranquilamente sobre mi brazo.

—He introducido en su mente la imagen de Pandora —murmuré—, de modo que adonde quiera que me acompañe, la buscará. Y Pandora captará sin duda mi mensaje de la angelical mente de Bianca. Así pues, es posible que Pandora y yo nos encontremos a través de ella. Bianca no sospecha lo que he hecho. Sólo piensa en ofrecerme consuelo y escucharme, y yo, aunque la amo, me la llevo al norte, a las tierras donde Raymond Gallant me dijo que Pandora había sido vista por última vez.

»Es una fechoría, lo sé, pero ¿qué puede hacer uno para conservar la vida cuando ha quedado tan maltrecha y abrasada como la mía? En mi caso, llevar a cabo esta extraordinaria misión, no exenta de dificultades. Por ella, estoy dispuesto a abandonar a Amadeo, a quien debería ir a rescatar en cuanto me lo permitieran las fuerzas.

Oí un ruido en la capilla. ¿Qué era? ¿El sonido de la cera de la última vela?

Tuve la impresión de que una voz me hablaba en silencio.

No puedes rescatar a Amadeo. Eres el guardián de la Madre y el Padre.

—Sí, tengo sueño —murmuré. Cerré los ojos—. Eso ya lo sé, siempre lo he sabido.

Debes ir en busca de Raymond Gallant, ¿lo recuerdas? Contempla de nuevo su rostro.

—Sí, la orden de Talamasca —dije—. Y el castillo llamado Lorwich, en East Anglia. El lugar que describió como la casa matriz. Sí. Recuerdo ambas caras de la moneda de oro.

Pensé, somnoliento, en aquella cena durante la que me había abordado sigilosamente, mirándome con ojos inocentes e inquisitivos.

Pensé en la música y en la forma en que Amadeo sonreía a Bianca mientras bailaban. Pensé en todo.

Entonces vi en mi mano la moneda de oro y la imagen del castillo grabada en ella, y pensé: «¿Estoy soñando?». Pero tuve la nítida impresión de que Raymond Gallant me hablaba.

«Escúchame, Marius, recuérdame, Marius. Tenemos noticias de ella, Marius. Observamos y estamos siempre presentes».

—Sí, iré al norte —murmuré.

Me pareció que la reina del silencio dijo, sin pronunciar una palabra, que se sentía satisfecha.