Cuando me desperté, permanecí acostado en silencio durante una hora, débil y sintiendo un dolor agudo. Era un dolor tan insistente que era preferible dormir a estar despierto, y soñé con cosas que habían ocurrido tiempo atrás, durante la época en que Pandora y yo estábamos juntos y parecía imposible que pudiéramos separarnos algún día. Los gritos de Bianca me despertaron de mi agitado letargo. Gritaba una y otra vez, aterrorizada.
Me levanté, sintiéndome algo más fuerte que la noche anterior, y después de comprobar que llevaba puestos los guantes y la máscara, me arrodillé junto a su ataúd y la llamé.
Al principio no me oyó, debido a sus frenéticos y estentóreos gritos, pero al final se calmó.
—Tienes fuerza suficiente para abrir el ataúd —dije—. Te lo expliqué anoche. Apoya las manos contra la tapa y empuja.
—Sácame de aquí, Marius —me imploró sollozando.
—No, debes hacerlo tú misma.
Poco a poco, su llanto se fue atenuando y siguió mis instrucciones. Al cabo de unos momentos, se oyó un chirrido y la tapa de mármol se movió un poco. Bianca se incorporó, apartó la tapa por completo y salió del ataúd donde se hallaba encerrada.
—Acércate —dije.
Ella obedeció, temblando y sollozando, y le acaricié el pelo con las manos enguantadas.
—Tú sabías que tenías fuerza suficiente —dije—. Te expliqué incluso que podías hacerlo con el poder de la mente.
—Por favor, enciende la vela —me rogó—. Necesito luz.
Hice lo que me había pedido.
—Debes procurar tranquilizar tu alma —dije, exhalando un prolongado suspiro—. Ahora eres fuerte, y después de que vayamos a cazar esta noche te sentirás más fuerte aún. Y a medida que recobre las fuerzas, podré darte más sangre.
—Perdóname por haberme asustado —murmuró Bianca. Apenas tenía fuerzas para consolarla, pero sabía que Bianca necesitaba las pocas fuerzas que me quedaban. El hecho de que mi mundo estuviera destruido, de que mi casa se hubiera quemado y me hubieran robado a Amadeo me había impacto de forma brutal.
De pronto, en una especie de ensueño, vi a Pandora sonriéndome, hablando conmigo sin echarme nada en cara ni atormentarme, como si estuviéramos juntos en el jardín, sentados ante la mesa de piedra charlando sobre multitud de cosas, como solíamos hacer.
Pero todo eso había desaparecido. Amadeo había desaparecido. Mis pinturas habían desaparecido.
Entonces me invadió de nuevo la desesperación, la amargura, la humillación. No había imaginado que pudieran ocurrirme esas cosas. No había imaginado que pudiera llegar a sentirme tan desesperado. Me creía tan poderoso, tan inteligente que era imposible que padeciera semejante desgracia.
—Ánimo, Bianca —dije—. Tenemos que salir, tenemos que ir en busca de sangre. Ánimo —repetí, tratando de consolarla al igual que procuraba consolarme a mí mismo—. ¿Dónde está el espejo? ¿Y el peine? Deja que te peine tu bonito cabello. Mírate en el espejo. Ni el mismísimo Botticelli pintó jamás a una mujer tan bella. Bianca se enjugó sus lágrimas rojas.
—¿Te sientes más contenta? —pregunté—. Examina lo más profundo de tu alma. Repítete que eres inmortal. Repítete que la muerte no tiene poder alguno sobre ti. Aquí, en la oscuridad, te ha ocurrido algo maravilloso, Bianca. Has adquirido una juventud eterna, una belleza eterna.
Deseaba besarla, pero no podía hacerlo, de modo que me esforcé en convertir mis palabras en besos.
Bianca asintió con la cabeza y me miró esbozando una sonrisa radiante que animó todo su rostro. Durante unos instantes, se sumió en una ensoñación que evocó en mí todos los recuerdos del genio de Botticelli e incluso del propio hombre, a salvo de todos estos horrores, viviendo su vida en Florencia, fuera de mi alcance.
Saqué el peine de uno de los fardos y se lo pasé por el pelo. Advertí que miraba fijamente la máscara que me cubría la cara.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Quiero ver lo graves… —No —contesté. Bianca rompió de nuevo a llorar.
—Pero ¿cómo vas a curarte? ¿Cuántas noches tardarás en restablecerte?
Toda la dicha que había sentido la noche anterior desapareció. —Vamos —dije—, iremos a cazar. Ponte la capa y sígueme. Haremos lo que hicimos antes. No dudes ni por un momento de tu fuerza y haz lo que yo te diga.
Bianca se negó a obedecer. Permaneció sentada junto al ataúd, con el codo apoyado en la tapa, mirándome angustiada.
Por fin me senté a su lado y empecé a hablarle de una forma que jamás imaginé que haría.
—Debes ser fuerte, Bianca. Debes guiarnos a los dos. En estos momentos no tengo fuerzas para ambos, que es justamente lo que me pides. Estoy destrozado por dentro. No, espera, no me interrumpas. Y deja de llorar. Escúchame. Debes darme toda tu pequeña reserva de energía porque la necesito. Poseo unos poderes que ni siquiera imaginas, pero en estos momentos no puedo echar mano de ellos. Y hasta que pueda utilizarlos, debes ser tú quien nos guíe a los dos. Nos guiaremos por tu sed y tu afán de maravillarte, pues en este estado verás cosas que jamás habías contemplado y todo lo que veas te maravillará.
Bianca asintió con la cabeza. Sus ojos adquirieron una expresión más fría y maravillosamente sosegada.
—¿No lo comprendes? —pregunté—. Si consigues resistir junto a mí durante unas pocas noches, habrás alcanzado la inmortalidad. Bianca cerró los ojos y gimió.
—Me encanta el sonido de tu voz —dijo—, pero tengo miedo. Cuando me desperté en el ataúd, envuelta en la oscuridad, creí estar viviendo una espantosa pesadilla. Temo lo que puedan hacernos si descubren lo que somos, si caemos en sus manos, y si… si… —¿Si qué?
—Si no pudieras protegerme. —Ah, claro, si no pudiera protegerte. Permanecí sentado junto a ella, en silencio. De nuevo me pareció imposible que me hubiera ocurrido aquello. Tenía el alma abrasada. Tenía el espíritu abrasado. Mi voluntad había quedado maltrecha y mi felicidad destruida.
Recordé la primera fiesta, la que Bianca había organizado en nuestra casa, recordé el baile y las mesas con bandejas de oro repletas de frutas y de viandas condimentadas, el aroma del vino, el sonido de la música, los numerosos salones repletos de almas felices, las pinturas presidiéndolo todo… Me pareció imposible que alguien me hubiera derribado del pedestal en el que me hallaba firmemente instalado en el reino de los incautos mortales.
¡Ah, Santino, pensé, cómo te odio! ¡Te aborrezco! Recordé el aspecto que presentaba cuando me abordó en Roma. Recordé su hábito negro que olía a tierra, su negro pelo pulcro y largo, un signo de vanidad, su expresivo rostro y sus ojos grandes y oscuros, y le odié.
¿Tendría alguna vez ocasión de destruirlo?, me pregunté. Sin duda me tropezaría con él un día que no estuviera rodeado de sus numerosos secuaces. Entonces caería en mis manos y utilizaría el don del fuego para hacerle pagar lo que me había hecho.
¿Y Amadeo? ¿Dónde estaba mi Amadeo y dónde estaban mis chicos, a quienes habían raptado brutalmente? Vi de nuevo a mi pobre Vincenzo postrado en el suelo, asesinado.
—Marius, mi Marius —dijo Bianca de pronto—. Por favor, háblame. —Extendió su mano pálida y temblorosa, sin atreverse a tocarme—. Lamento ser tan débil. Créeme, lo lamento. ¿Por qué estás tan callado?
—No es nada, amor mío. Pensaba en mi enemigo, en el que envió a los que prendieron fuego a nuestra casa y me destruyeron.
—Pero si no estás destruido —protestó Bianca—. Debo conseguir de alguna forma la fuerza necesaria.
—No, quédate aquí —dije—. Ya has hecho mucho. Tu pobre gondolero sacrificó anoche su vida por mí. Quédate aquí hasta que yo regrese.
Bianca se estremeció y extendió los brazos como si quisiera estrecharme entre ellos.
Pero la obligué a guardar cierta distancia.
—No puedes abrazarme todavía. Saldré y cazaré hasta que me sienta lo suficientemente fuerte para sacarte de aquí y llevarte a un lugar seguro, donde pueda restablecerme por completo.
Cerré los ojos, suponiendo que ella no podía advertirlo debido a la máscara, y pensé en los que debían ser custodiados.
«Mi reina, te ruego que cuando vaya a visitarte me concedas tu sangre —pensé—. Pero ¿no pudiste enviarme una señal de advertencia?».
No había pensado antes en eso y de improviso me estalló en la mente. Sí, ¿no podía haberme puesto sobre aviso desde su trono distante?
Pero ¿cómo podía pedirle semejante cosa a un ser que llevaba mil años sin moverse y sin hablar? ¿Es que no escarmentaría nunca?
Bianca no cesaba de temblar y de rogarme que le prestara atención. Desperté de mi ensueño.
—No, haremos lo que propusiste, iré contigo —dijo en tono compungido—. Perdóname por ser tan débil. Te prometí ser fuerte como Amadeo. Deseo serlo. Estoy dispuesta a ir contigo.
—No es cierto —repliqué—. Te asusta más quedarte sola aquí que acompañarme. Temes no volver a verme si te quedas aquí.
Bianca asintió con la cabeza como si la hubiera obligado a reconocerlo, pero no era así.
—Tengo sed —dijo suavemente, con elegancia. Luego añadió como maravillada—: Estoy sedienta de sangre. Debo ir contigo.
—Muy bien —respondí—, mi dulce y hermosa compañera, obtendrás la fuerza que deseas. La fuerza se instalará en tu corazón, no temas. Tengo muchas cosas que enseñarte, y durante estas noches, cuando ambos nos sintamos más reconfortados, te hablaré de los otros que he conocido, de su fuerza y su belleza.
Bianca asintió de nuevo, mirándome con los ojos muy abiertos.
—¿Me amas más que a ellos? —preguntó—. Es lo único que quiero saber en estos momentos. Puedes mentirme si lo deseas. —Sonrió al tiempo que unos gruesos lagrimones rodaban por sus mejillas.
—Por supuesto —respondí—. Te amo más que a nadie. Estás aquí, ¿no es cierto? Me encontraste destruido y me diste tus fuerzas para salvarme.
Era una respuesta fría, desprovista de lisonjas o ternura, pero a ella le satisfizo. Pensé en lo distinta que era de los seres a quienes había amado con anterioridad, de Pandora, con su sabiduría, o Amadeo, con su astucia. Parecía dotada de una mezcla de dulzura e inteligencia a partes iguales.
La conduje escaleras arriba. Dejamos la vela en la habitación, a modo de faro, para cuando regresáramos.
Antes de abrir la puerta, agucé el oído por si los secuaces de Santino andaban cerca, pero no oí nada.
Avanzamos sigilosamente por los estrechos canales de las zonas más peligrosas de la ciudad y de nuevo encontramos allí a nuestras víctimas sin apenas ningún esfuerzo. Bebimos de ellas con voracidad y después las arrojamos a las fétidas aguas.
Mucho después de que Bianca, observadora perspicaz de los oscuros y relucientes muros, exhalara un aroma fragante y cálido debido a sus numerosas dotes, yo seguía sintiéndome reseco y ardiendo, abrasado. ¡Qué espantoso era el dolor! ¡Qué reconfortante la sangre que fluía por mis brazos y mis piernas!
Regresamos poco antes del amanecer. No nos habíamos topado con ningún peligro. Me sentía muy restablecido, pero mis extremidades parecían aún unos palos, y cuando me palpaba el rostro por debajo de la máscara, tenía la sensación de que estaba irreparablemente dañado.
¿Cuánto tardaría en recuperarme por completo? No podía decírselo a Bianca, pues ni yo mismo lo sabía.
Sabía que no podíamos contar con muchas noches como ésa en Venecia. No tardarían en reconocernos. Los ladrones y los asesinos permanecerían atentos para sorprender a la belleza de tez pálida y al hombre cubierto con una máscara de cuero negra.
Tenía que poner a prueba mi don de las nubes. ¿Sería capaz de transportar a Bianca hasta el santuario? ¿Conseguiría realizar el viaje en una noche, o fracasaría y tendríamos que ponernos a buscar desesperadamente un escondrijo antes del amanecer?
Bianca se fue a dormir tranquilamente, sin temor a acostarse en el ataúd. Para demostrarme su fuerza y consolarme, aunque no podía besarme en la cara, depositó un beso en sus delicados dedos y me lo dio con su aliento.
Como quedaba una hora para que amaneciera, abandoné sigilosamente la cámara dorada, subí la escalera, me encaramé al tejado y alcé los brazos. Al cabo de unos momentos, comencé a deslizarme por los aires sobre la ciudad, moviéndome sin esfuerzo, como si el don de las nubes que poseía no hubiera sufrido merma. Luego rebasé los límites de Venecia y me volví para contemplar sus múltiples luces doradas y el resplandor satinado del mar.
Mi regreso fue rápido y preciso. Aterricé en silencio en la cámara dorada, con sobrado tiempo para retirarme a descansar.
El viento había lastimado mi piel abrasada, pero no me importó. Me sentía eufórico por haber comprobado que era capaz de volar por los aires con la misma facilidad de siempre. Ahora sabía que podía emprender el viaje hasta el santuario de los que debían ser custodiados.
La noche siguiente, mi bella compañera no se despertó gritando como había ocurrido en la ocasión anterior.
Se mostraba más inteligente, más preparada para ir a cazar y más inquisitiva.
Mientras recorríamos los canales, le conté la historia del bosque de los druidas al que me habían conducido preso. Le conté que el dios del roble me había concedido la magia. Le hablé de Mael y del odio que seguía sintiendo hacia él, de la ocasión en que había ido a verme a Venecia y de lo extraño que me había parecido aquel episodio.
—Yo le vi —dijo Bianca en voz baja, pero su susurro reverberó entre los muros—. Recuerdo la noche que vino a verte aquí. Fue la noche que yo regresé de Florencia.
Yo no recordaba con claridad esos acontecimientos, pero me reconfortaba oírla hablar de ellos.
—Te había traído una pintura de Botticelli —continuó Bianca—. Era pequeña y muy bonita, y más tarde me diste las gracias. Cuando llegué, vi a ese ser alto y rubio, cubierto de harapos y sucio, esperándote.
A medida que Bianca hablaba, fui recordando con más claridad. Aquellos recuerdos me animaron.
Luego vino la caza, la sangre manando a borbotones, la muerte, los cadáveres arrojados al canal y de nuevo el dolor agudo imponiéndose a la dulzura del remedio. Caí hacia atrás en el asiento de la góndola, debilitado por el placer.
—Debo hacerlo una vez más —le dije a Bianca.
Aunque ella se sentía satisfecha, seguimos adelante. Saqué de casa a otra víctima, y cuando cayó en mis brazos, le partí el cuello debido a mi torpeza. Me cobré una víctima tras otra, hasta que por fin me detuvo el agotamiento, pues el dolor que latía en mí estaba sediento de sangre y nada era capaz de saciarlo.
Por fin, después de amarrar la góndola, tomé a Bianca en brazos y, estrechándola contra mi pecho, como solía hacer con Amadeo, me elevé sobre la ciudad y eché a volar hasta que perdí Venecia de vista.
Oí los débiles gemidos de angustia que emitía Bianca, pero le murmuré que callara y confiara en mí. Cuando regresamos, la deposité sobre los escalones de piedra, junto al embarcadero.
—Hemos volado a través de las nubes, mi princesita —le dije—. Hemos volado a través del viento y de un firmamento purísimo.
Bianca temblaba de frío.
La transporté hasta la cámara dorada.
El viento le había alborotado el pelo. Tenía las mejillas sonrosadas y los labios del color de la sangre.
—Pero ¿qué has hecho? —me preguntó—. ¿Desplegar las alas como un pájaro para transportarme por los aires?
—No necesito alas —respondí mientras encendía las velas una tras otra, hasta haber encendido las suficientes para que la habitación ofreciera un aspecto cálido.
Me palpé el rostro por debajo de la máscara. Luego me la quité y me volví hacia Bianca.
Se quedó horrorizada, pero sólo unos momentos. Luego se acercó, me miró a los ojos y me besó en los labios.
—Por fin te vuelvo a ver, Marius —dijo—. Estás aquí.
Sonreí. Luego fui a tomar el espejo para mirarme en él.
No me reconocí en aquel ser monstruoso, pero al menos los labios me cubrían los dientes, la nariz había recuperado un aspecto casi normal y los ojos volvían a estar cubiertos de párpados. El pelo, rubio y abundante, me llegaba a los hombros, resaltando el color negro de mi cara. Dejé el espejo.
—¿Adonde iremos cuando nos marchemos de aquí? —me preguntó Bianca. Qué serena parecía, qué valiente.
—A un lugar mágico, un lugar increíble —respondí—, mi princesa de los cielos.
—¿Podré hacerlo? —inquirió Bianca—. ¿Elevarme hacia el cielo?
—No, amor mío, no podrás hacerlo hasta dentro de varios siglos. Adquirir la fuerza necesaria, requiere tiempo y sangre. Pero una noche te percatarás de que eres capaz de hacerlo y notarás una sensación extraña, de soledad.
—Deja que te abrace —dijo Bianca.
Negué con la cabeza.
—Cuéntame historias —me pidió—. Háblame de Mael.
Nos sentamos con la espalda apoyada en la pared, para entrar en calor.
Empecé a hablar pausadamente, según creo recordar, a relatarle historias.
Le hablé de nuevo del bosque de los druidas, le dije que me habían erigido en su dios y que había huido de los seres que pretendían capturarme. Bianca me escuchaba con los ojos muy abiertos. Le hablé de Avicus y de Zenobia, de nuestras correrías por Constantinopla en busca de víctimas. Le hablé de la espléndida cabellera negra de Zenobia.
Al contarle esas historias, me sentí más calmado, menos triste y hundido, más dispuesto a hacer lo que debía hacer.
Durante el tiempo que había vivido con Amadeo, jamás le había relatado esas historias. Con Pandora nunca me había sentido tan relajado como en esos momentos. Pero me resultaba de lo más natural conversar con aquella criatura y hallar consuelo en su compañía.
Recuerdo que la primera vez que vi a Bianca soñé precisamente con eso, con compartir con ella la sangre vampírica y poder conversar juntos sin mayores problemas.
—Pero deja que te cuente historias más bonitas —dije, y le hablé de cuando había vivido en la antigua Roma, y pintaba frescos en los muros, y mis convidados reían y bebían vino, y se revolcaban en la hierba de mi jardín.
La hice reír, y me pareció que mi dolor había desaparecido unos instantes gracias al sonido de su voz.
—Hubo alguien a quien amé mucho —dije.
—Háblame sobre él —me rogó Bianca.
—No, era una mujer —contesté. Me asombraba hablar de eso con ella, pero continué—: La conocí cuando ambos éramos mortales. Yo era un joven y ella una niña. En aquellos tiempos, al igual que ahora, las familias concertaban los matrimonios cuando las mujeres eran unas niñas, pero su padre me rechazó. Jamás la he olvidado… Después de haber recibido la sangre vampírica, volvimos a encontrarnos y…
—Sigue, cuéntamelo. ¿Dónde os encontrasteis?
—Ella recibió la sangre —dije— y permanecimos juntos por espacio de doscientos años.
—Eso es mucho tiempo —comentó Bianca.
—Sí, mucho tiempo, aunque entonces no me lo parecía. Cada noche era distinta, yo la amaba y ella, por supuesto, me amaba a mí, y nos peleábamos a menudo…
—Pero ¿disfrutabais con vuestras peleas? —preguntó Bianca.
—Sí. Una pregunta muy acertada —dije—. Disfrutamos hasta la última pelea.
—¿Cuál fue el motivo de esa última pelea? —preguntó Bianca suavemente.
—Cometí un cruel error, una injusticia. La abandoné de improviso y sin recursos, y ahora no consigo dar con ella.
—¿De modo que sigues buscándola?
—No la busco porque no sé dónde buscarla —respondí, mintiendo un poco—, pero siempre intento…
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Bianca—. ¿Por qué la abandonaste de la forma en que has dicho?
—Por amor y por ira —contesté—. Fue la primera vez que aparecieron los adoradores de Satanás. La misma gentuza que ha quemado mi casa y se ha llevado a Amadeo. Pero esto que te cuento ocurrió hace siglos, ¿comprendes? Se presentaron sin más. No con mi enemigo, Santino, porque en aquel entonces no existía. Santino no es tan anciano. Pero fue la misma tribu, los mismos que creen que han sido puestos en la Tierra como bebedores de sangre para servir al Dios cristiano. Noté su estupor, aunque durante unos momentos no dijo nada. —Por eso te llamaron blasfemo —dijo.
—Sí, y hace tiempo, cuando se presentaron en nuestra casa, dijeron cosas similares. Nos amenazaron y quisieron arrebatarnos nuestro secreto.
—Pero ¿por qué os separó eso a ti y a esa mujer? —Nosotros los destruimos. Tuvimos que hacerlo. Ella estaba convencida de que teníamos que hacerlo. Y más tarde, cuando caí en un estado apático y taciturno y me negaba a hablar, ella se enfadó conmigo y yo con ella.
—Comprendo —dijo Bianca.
—Fue una pelea absurda. La abandoné. La abandoné porque era fuerte y decidida y sabía que esos adoradores de Satanás tenían que ser destruidos. Yo no estaba tan convencido, y ahora, al cabo de tantos siglos, he cometido el mismo error.
»En Roma, yo sabía que existían esos seres porque ese Santino fue a verme. Debí destruirlo a él y a sus secuaces. Pero no quise hacerlo, de modo que él ha venido a por mí y ha quemado mi casa y todo cuanto yo amaba.
Bianca se quedó estupefacta y guardó silencio durante largo rato. —Todavía amas a esa mujer —dijo.
—Sí, pero lo cierto es que nunca dejo de amar a nadie. Jamás dejaré de amarte a ti. —¿Estás seguro?
—Desde luego —respondí—. Te amé desde el primer día que te vi. ¿No te lo he dicho ya?
—¿No has dejado de pensar en ella durante todos estos años? —No, nunca he dejado de amarla. Es imposible dejar de pensar en ella y de amarla. Recuerdo hasta los detalles más nimios de su persona. La soledad la ha grabado a fuego en mi mente. La veo. Oigo su voz. Tenía una voz clara y muy hermosa. —Tras reflexionar unos instantes, proseguí—: Era alta, de ojos marrones con tupidas pestañas y pelo largo y ondulado, de color castaño oscuro. Cuando salía a merodear por las calles, lo llevaba suelto. Como es lógico, la recuerdo vestida con las prendas que se adaptaban suavemente al cuerpo de aquella época; no imagino el aspecto que debe presentar ahora. Para mí representa a una diosa o una santa, no sé muy bien si lo primero o lo segundo…
Bianca calló.
—Si lograras encontrarla, ¿me dejarías por ella? —preguntó por fin.
—No. Si la encontrara, viviríamos los tres juntos.
—Eso sería maravilloso —respondió Bianca.
—Sé que es posible, estoy convencido de ello, y un día estaremos los tres juntos, tú, ella y yo. Ella vive, goza de una buena situación, sigue vagando por el mundo, y un día tú y yo nos reuniremos con ella.
—¿Cómo sabes que está viva? ¿Y si…? No quiero herirte con mis palabras.
—Confío en que esté viva —dije.
—¿Te lo dijo Mael, el vampiro rubio?
—No. Mael no sabe nada de ella. Nada. No creo haberle dicho una sola y bendita palabra sobre ella. A Mael le desprecio. No le he llamado para que nos socorra durante estas noches de espantoso sufrimiento. No le he llamado porque no quiero que me vea en este estado.
—No te enojes —dijo Bianca en tono tranquilizador—. Sólo conseguirás hacerte daño. Lo comprendo. Hablabas de esa mujer con ternura…
—Sí —dije—. Quizá sé que vive porque jamás se destruiría sin haber venido antes en mi busca para despedirse de mí, y al no dar conmigo, y puesto que no tiene pruebas de que yo haya perecido, no sería capaz de hacerlo. ¿Me entiendes?
—Sí —respondió Bianca. Se acercó a mí, pero cuando la toqué suavemente con la mano enguantada, comprendió la indicación y se apartó.
—¿Cómo se llama esa mujer? —preguntó.
—Pandora —contesté.
—Jamás tendré celos de ella —dijo Bianca suavemente.
—No debes tenerlos, pero ¿cómo puedes asegurarlo de forma tan categórica? ¿Cómo lo sabes?
Bianca respondió con calma, dulcemente.
—Hablas de esa mujer con un respeto que me impide sentir celos de ella —contestó—. Sé que puedes amarnos a las dos porque nos amabas a Amadeo y a mí. Lo vi con mis propios ojos.
—En efecto, no te equivocas —dije.
Estaba al borde de las lágrimas. Pensé en lo más secreto de mi corazón en Botticelli, el hombre, mirándome en su taller, preguntándose intrigado qué extraño mecenas era yo, sin imaginar que en mi interior se mezclaban el deseo y la adoración, sin imaginar el peligro al que había estado expuesto.
—Es casi de día —comentó Bianca—. Tengo frío. Nada importa, ¿verdad?
—Nos marcharemos pronto de aquí —contesté—. Viviremos rodeados de lámparas doradas y de un centenar de magníficas velas. Sí, un centenar de velas blancas. Y aunque nieve, no pasaremos frío.
—Amor mío —dijo suavemente—, creo en ti con toda mi alma.
La noche siguiente fuimos a cazar de nuevo, como si fuera la última vez que íbamos a merodear por las calles de Venecia. Por más sangre que ingería, nada era capaz de saciar mi sed.
Sin decírselo a Bianca, permanecí en todo momento atento por si oía a los rufianes de Santino, convencido de que en el momento más inesperado aparecerían de nuevo.
Después de haberla llevado de regreso a la habitación dorada y dejarla cómodamente instalada entre los fardos de ropa y las velas que emitían un suave resplandor, salí de nuevo a cazar, deslizándome con agilidad sobre los tejados y capturando a los asesinos más fornidos y peligrosos de la ciudad.
Me lancé con tal ferocidad a limpiar Venecia de canallas y malvados, que me pregunté si mi voracidad lograría aportar cierta paz a la ciudad. Cuando hube saciado mi sed de sangre, recorrí los lugares secretos de mi palacio en ruinas para rescatar el oro que otros no habían conseguido encontrar.
Por fin, me encaramé al tejado más alto que vi y contemplé Venecia a mis pies. Me despedí de la ciudad. Tenía el corazón destrozado y no sabía si algún día lograría recomponerlo.
Mi época ideal había terminado para mí en desgracia. Para Amadeo, había terminado en tragedia. Y quizás había terminado también para mi hermosa Bianca.
Mi cuerpo flaco y ennegrecido (escasamente restaurado pese a las numerosas víctimas que había capturado) me indicaba que era preciso que fuera a reunirme con los que debían ser custodiados y que no me quedaba otro remedio que compartir ese secreto con Bianca, a pesar de su juventud.
Pese a mi abatimiento, me sentí más animado al pensar que por fin iba a compartir mi secreto con otro ser. Era terrible depositar tamaña responsabilidad sobre unos hombros tan jóvenes, pero estaba cansado del dolor y de la soledad. Me sentía derrotado. Lo único que deseaba era alcanzar el santuario transportando a Bianca en mis brazos.