Cuando me desperté, sentí un dolor inenarrable. Permanecí una hora o más sin moverme. Escuché las voces de Venecia. Escuché el movimiento de las aguas debajo de mi casa y a su alrededor, y su fluir a través de los canales hacia el mar.
Agucé el oído tratando de oír a los secuaces de Santino, sumido en un pavor digno y silencioso, temiendo que siguieran buscándome por las inmediaciones de la casa. Pero habían desaparecido, al menos de momento.
Traté de alzar la tapa de mármol del sarcófago, pero no pude. De nuevo, utilicé el don de la mente para empujarla, hasta que por fin, con ayuda de mis débiles manos, logré apartarla.
Qué extraño y prodigioso, pensé, que el poder de la mente fuera superior al poder de las manos.
Lentamente, conseguí levantarme de esa fría y hermosa tumba que yo mismo me había construido y, tras grandes esfuerzos, me senté en el frío suelo de mármol. Me quedé observando el resplandor de los muros dorados gracias a un minúsculo haz de luz que penetraba en la cámara por los bordes de la puerta superior.
Sentí un terrible dolor y cansancio. Una sensación de vergüenza se apoderó de mí. Había imaginado que era invulnerable, pero aquellos monstruos me habían humillado, me habían estrellado contra las piedras de mi orgullo.
Recordé la forma en que los adoradores de Satanás me habían atormentado. Recordé los gritos de Amadeo.
¿Dónde se hallaría ahora mi hermoso pupilo? Por más que agucé el oído, no oí nada.
Llamé de nuevo a Raymond Gallant, aunque sabía que era en vano. Imaginé que en esos momentos viajaría por tierra hacia Inglaterra.
Dije su nombre en voz alta de forma que reverberó entre los muros de la cámara dorada, pero no logré dar con él. Lo hice para tener la certeza de que estaba fuera de mi alcance.
Luego pensé en mi bella y rubia Bianca. Traté de verla como la había visto la noche anterior, a través de las mentes de los que la rodeaban. Envié mi don de la mente hasta sus elegantes aposentos.
Llegó a mis oídos el sonido de una música alegre y en el acto vi a sus numerosos invitados asiduos. Bebían y charlaban como si mi casa no hubiera sido destruida; mejor dicho, como si no se hubieran enterado y yo no hubiera formado nunca parte de ese grupo; seguían viviendo como suelen hacerlo los seres humanos después de que un mortal ha desaparecido.
Pero ¿dónde estaba Bianca?
—Muéstrame su rostro —ordené en un susurro al misterioso don de la mente.
Pero no visualicé ninguna imagen suya.
Cerré los ojos, lo que me produjo un dolor exquisito, y escuché el rumor de toda la ciudad mientras rogaba al don de la mente que me transmitiera la voz y los pensamientos de Bianca.
Nada. Pero de golpe lo comprendí todo. Dondequiera que estuviera Bianca, estaba sola. Me estaba esperando; no había nadie a su lado que velara por ella, que hablara con ella; por lo tanto, debía dar con ella en su silencio o su soledad, y enviarle mi recado.
Bianca, estoy vivo. Estoy monstruosamente quemado, como te he dicho. Puesto que una vez atendiste a Amadeo cuando estaba enfermo, ¿podrías hacerme también a mide enfermera?
Al cabo de unos instantes, la oí musitar con toda nitidez:
—Te he oído, Marius. Oriéntame. Nada me asusta. Vendaré tu piel abrasada. Vendaré tus heridas.
¡Ah, que maravilloso consuelo! Pero ¿qué había planeado? ¿Qué me había propuesto?
Sí, Bianca se reuniría conmigo y me traería ropa limpia para ocultar mi horripilante carne, una capa con capucha para ocultar mi cabeza e incluso una máscara de Carnaval para ocultar mi rostro.
Sí, sin duda accedería a hacerlo, pero ¿qué haría yo cuando comprobara que no podía cazar en ese lamentable estado? ¿Y si, aunque consiguiera cazar, descubría que la sangre de uno o dos mortales no me hacía ningún efecto, que mis heridas eran demasiado graves para cicatrizar?
¿Cómo iba a depender de esa tierna criatura para que me atendiera? ¿Hasta qué punto debía revelarle mi horroroso estado de postración?
Oí de nuevo su voz.
—Dime dónde te encuentras, Marius —me rogó—. Estoy en tu casa. Ha quedado muy destruida, pero no por completo. Te espero en tu antiguo dormitorio. He encontrado algunas prendas de vestir que se han salvado. ¿Puedes venir?
Durante largo rato no respondí, ni siquiera la tranquilicé. Pensé en ello en la medida en que uno puede pensar cuando siente un dolor tan intenso. Mi mente no era la de siempre. De eso estaba seguro.
Pensé que, dado el lamentable estado en el que me encontraba, podía traicionar a Bianca. Podía traicionarla con todo el descaro, siempre que ella lo consintiera. O podía aceptar su misericordia y luego dejarla sumida en un misterio que jamás lograría esclarecer.
Evidentemente, lo más sencillo era traicionarla. La alternativa, aceptar su misericordia y dejarla sumida en el misterio, requería un inmenso autocontrol.
No estaba seguro de poseer ese autocontrol. Estaba tan desesperado que no sabía nada con certeza sobre mí mismo. Recordé que hacía tiempo le había prometido que siempre estaría a salvo mientras yo permaneciera en Venecia, estremeciéndome de dolor al evocar al ser fuerte y poderoso que era aquella noche. Sí, le había prometido protegerla siempre por haber cuidado de Amadeo, por haberle salvado de la muerte hasta que yo llegué al anochecer y me hice cargo de él.
¿Qué significaba eso ahora? ¿Iba a romper aquella promesa como si no tuviera importancia?
Seguí percibiendo los ruegos y las oraciones de Bianca. Me llamaba igual que yo había llamado a Akasha.
—¿Dónde estás, Marius? Sin duda puedes oírme. He reunido para ti unas suaves prendas que no te lastimarán. He cogido unos trozos de lino para vendar tus heridas. Y unas botas de un material dúctil para tus pies. —Mientras hablaba, no cesaba de llorar—. He cogido una suave túnica de terciopelo para que te la pongas, Marius, y una de tus numerosas capas rojas. Deja que te lleve estas ropas, que vende tus heridas y te cuide. Tu aspecto no me horrorizará.
Permanecí postrado en el suelo, oyéndola llorar, hasta que por fin me decidí.
Ven a reunirte conmigo, querida mía, porque yo no puedo moverme. Trae las prendas que has descrito y también una máscara; encontrarás varias en mis armarios. Trae una de cuero negro con adornos de oro.
—Las he preparado para ti, Marius —respondió Bianca—. Dime adonde debo ir.
Le envié otro mensaje fuerte y claro identificando de forma infalible la casa en la que me hallaba, explicándole cómo entrar en ella, localizar la puerta chapada en bronce y llamar.
El diálogo mantenido con Bianca me dejó agotado. Agucé el oído de nuevo, en silencio y aterrorizado, por si oía a los monstruos de Santino, preguntándome si regresarían.
En los ojos del gondolero de Bianca capté enseguida una imagen de ésta saliendo de las ruinas de mi casa. La góndola partió hacia el lugar donde me encontraba.
Por fin oí la inevitable llamada a la puerta de bronce.
Sacando fuerzas de flaqueza, empecé a subir lentamente la escalera de piedra.
Apoyé las manos en la puerta.
—¿Puedes oírme, Bianca? —pregunté.
—¡Marius! —exclamó rompiendo a llorar—. Sabía que eras tú, Marius. No eran figuraciones mías. Estás vivo, Marius. Estás aquí.
El olor de su sangre me excitó.
—Escucha, tesoro —dije—, he sufrido unas quemaduras que no puedes siquiera imaginar. Cuando abra esta puerta unos centímetros, entrégame las prendas y la máscara. No trates de mirarme, por más que te pique la curiosidad.
—Sí, Marius —respondió con firmeza—. Te amo, Marius. Haré lo que me digas.
Qué angustiosos eran sus sollozos, que irrumpieron de pronto a través de la puerta. Qué potente el olor de su sangre. Qué hambriento estaba.
Reuniendo todas mis fuerzas, conseguí descorrer el cerrojo con mis dedos ennegrecidos y abrí un poco la puerta.
El olor de su sangre me producía un dolor tanto o más intenso que las heridas. Durante unos instantes, pensé que no lo resistiría.
Pero necesitaba las prendas que ella me ofrecía y comprendí que debía aceptarlas. Debía hacer cuanto fuera preciso para restablecerme. No podía hundirme en el dolor, pues sólo conseguiría intensificarlo. Debía seguir adelante. Contemplé la mascara de cuero negro con adornos de oro. Eran prendas para un baile en Venecia, no para un ser horripilante y desgraciado como yo.
Después de dejar la puerta entreabierta, conseguí vestirme con relativa facilidad.
Bianca me había traído una túnica larga en lugar de corta, decisión muy acertada, pues probablemente no habría podido enfundarme unas medias. En cuanto a las botas, conseguí calzármelas pese al dolor. Me puse también la máscara.
La capa tenía generosas proporciones y capucha, lo que era vital para mí. Al cabo de unos momentos, estaba cubierto de pies a cabeza.
Pero ¿qué debía hacer a continuación? ¿Qué podía decirle a aquella joven mujer, a aquel ángel que aguardaba en el gélido pasillo?
—¿Quién te ha acompañado? —le pregunté.
—El gondolero —respondió Bianca—. ¿No me dijiste que viniera sola?
—Es posible —contesté—. El dolor me nubla la razón.
La oí llorar.
Me esforcé en poner en orden mis pensamientos. Entonces se me impuso la dura y cruel realidad.
No podía cazar solo porque no tenía las fuerzas suficientes para salir de aquel lugar desprovisto de mis viejas dotes de velocidad o ascenso y descenso.
No podía recurrir a Bianca para que me ayudara en esa empresa porque era demasiado débil, y utilizar a su gondolero habría sido una imprudencia, por no decir imposible. ¡Ese hombre, que sería testigo de mis actos, sabía que yo residía en aquella casa!
La situación era desastrosa. Me sentía muy débil. Era muy probable que los monstruos de Santino regresaran. Era preciso que partiera de Venecia y me refugiara en el santuario de los que debían ser custodiados. Pero ¿cómo conseguirlo?
—Déjame entrar, Marius, te lo ruego —dijo Bianca suavemente—. No temo verte. Por favor, Marius, déjame pasar.
—Muy bien —respondí—. Confía en mí, no te lastimaré. Baja la escalera con cuidado. Confía en mí, todo cuanto te digo es cierto.
Con un esfuerzo sobrehumano, abrí la puerta lo suficiente para que Bianca pudiera pasar. Un pequeño haz de luz penetró en la escalera y la cámara dorada. Mis ojos estaban acostumbrados a ver en la semioscuridad, pero los de Bianca no.
Bianca me siguió escaleras abajo, tentando la pared con su pálida y delicada mano para no tropezar. No vio que me arrastraba y me apoyaba de vez en cuando en la pared para descansar.
Por fin llegamos abajo. Bianca miró a su alrededor, pero no pudo ver nada.
—Háblame, Marius —dijo.
—Estoy aquí, Bianca —respondí.
Me arrodillé y luego me senté sobre los talones. Alcé la vista y traté de encender una de las antorchas que colgaban de la pared con el don del fuego.
Orienté mi poder hacia ella con todas mis fuerzas. Oí un leve chisporroteo y la antorcha se encendió, deslumbrándome con su resplandor. El fuego me hizo estremecer, pero no podíamos prescindir de él. La oscuridad era mucho peor.
Bianca se protegió los ojos del intenso resplandor con sus delicadas manos. Luego me miró. ¿Qué vio?
Se cubrió la boca y emitió un grito sofocado. —Pero ¿qué te han hecho? —preguntó—. ¡Mi bello Marius! Dime cómo remediar esto y lo haré.
Me vi a mí mismo en su mirada: un ser encapuchado con unos palos negros en lugar de muñecas y cuello, unos guantes en lugar de manos y una inmensa máscara de cuero en lugar de cara.
—¿Cómo crees que podemos remediar este desastre, mi hermosa Bianca? —inquirí—. ¿Qué poción mágica puede recomponerme?
Bianca estaba hecha un lío. Capté una mezcolanza de imágenes y recuerdos, tristeza y esperanza.
Contempló los dorados muros que nos rodeaban. Observó los relucientes sarcófagos de mármol. Luego fijó de nuevo los ojos en mí. Estaba impresionada, pero no asustada.
—Marius —dijo—, déjame ser tu acólito como lo fue Amadeo. Sólo tienes que decirme lo que debo hacer.
Al oír el nombre de Amadeo, las lágrimas acudieron a mis ojos. ¡Ay, pensar que aquel cuerpo quemado contenía lágrimas de sangre! Bianca se arrodilló para poder mirarme a los ojos. Su capa se abrió y vi que unas magníficas perlas adornaban su cuello y sus pálidos senos. Se había puesto uno de sus espléndidos vestidos, sin importarle que la mugre o la humedad lo estropeara.
—¡Mi bello tesoro! —le dije—. ¡Cuánto os he amado a ambos en vuestra inocencia y culpabilidad! No sabes cuánto te he deseado, como monstruo y como nombre. No sabes los esfuerzos que he tenido que hacer para desviar de tu persona mi hambre, que apenas podía controlar.
—Por supuesto que lo sé —contestó Bianca—. ¿No recuerdas la noche que viniste a mi casa para acusarme de los crímenes que había cometido? ¿No recuerdas que confesaste que estabas sediento de mi sangre? ¡No creerás que me he convertido ahora en la casta damisela de un cuento infantil!
—¡Quién sabe, hermosa mía! —repuse—. ¡Todo mi mundo ha desaparecido! Pienso en los banquetes, las fiestas de disfraces, los bailes, mis pinturas… ¡Todo ha desaparecido bajo un montón de cenizas! Bianca se echó a llorar.
—No llores. Deja que sea yo el que llore. Yo soy el culpable de todo por no haber matado a un ser que me odiaba. Han raptado a Amadeo. A mí me quemaron porque era demasiado poderoso y les impedía llevar a cabo sus designios. ¡Se han llevado a Amadeo!
—Basta, Marius, deja de atormentarte —dijo Bianca, mirándome atemorizada. Extendió la mano y tocó mis dedos enguantados.
—Deja que me explaye unos momentos. Cuando se lo llevaron, le oí suplicarles que le dieran alguna explicación. Se llevaron también a todos los chicos. ¿Por qué lo hicieron?
Miré a Bianca a través de la máscara, incapaz de imaginar qué veía o intuía en su confusa mente al contemplar aquel rostro extraño y artificial. El olor de su sangre era abrumador y su dulzura parecía pertenecer a otro mundo.
—Me choca que te perdonaran la vida, Bianca, pues, cuando oí tus gritos, no llegué a tiempo de salvarte.
—Querían raptar a tus pupilos —respondió—. Los atraparon con redes. Yo misma las vi. Grité desesperadamente desde la puerta principal. A mí no me querían, sólo les servía para atraerte. ¿Qué podía hacer cuando te vi, sino gritar para que me ayudaras a librarme de ellos? ¿Hice mal? ¿Te duele que esté viva?
—No digas eso. Claro que no. —Alargué la mano con cuidado y le apreté la suya con mis dedos enguantados—. Dime si te aprieto con demasiada fuerza.
—No, Marius —contestó Bianca—. Confía en mí del mismo modo que yo confío en ti.
Meneé la cabeza. El dolor era tan espantoso que durante unos momentos no pude articular palabra. Me dolía la mente y el cuerpo. No soportaba lo que me había ocurrido. No soportaba la dura escalada que me aguardaba y mis perspectivas de futuro.
—Nos quedaremos aquí, tú y yo —dijo Bianca—. Yo te curaré. Concédeme tu magia. Ya te he dicho que estoy dispuesta a recibirla.
—Pero ¿qué sabes sobre esto, Bianca? ¿Crees comprenderlo realmente?
—Se trata de la sangre, ¿no? —preguntó—. ¿Crees que no recuerdo cuando tomaste a Amadeo, que agonizaba, en tus brazos? Nada pudo haberle salvado salvo la transformación que observé en él posteriormente. Sabes que lo vi. Me di cuenta enseguida. Te consta.
Cerré los ojos. Respiré pausadamente. El dolor era atroz. Sus palabras me calmaban, haciéndome creer que no me sentía atormentado, pero ¿adonde iba a llevarme eso?
Traté de adivinar su pensamiento, pero el cansancio me lo impedía. Deseaba tocarle la cara y, convencido de la suavidad del guante, le acaricié la mejilla. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Adonde se han llevado a Amadeo? —preguntó, desesperada. —Al sur, por mar —confesé—, creo que a Roma, pero no me preguntes por qué. Te diré tan sólo que fue un enemigo mío el que atacó mi casa y a las personas que amo, que vive en Roma, y que los monstruos que envió para lastimarnos a Amadeo y a mí vinieron de Roma. »Debí destruirlo. Debí prever lo que ocurriría. Pero me ufané ante él de mis poderes y le desprecié. De modo que envió a un numeroso grupo de sus seguidores para que yo no pudiera reducirlos. ¡Qué estúpido fui al no adivinar lo que haría! Pero ¿de qué sirve lamentarse ahora? Estoy débil, Bianca. No tengo medios para rescatar a Amadeo. Debo recobrar las fuerzas.
—Sí, Marius —contestó—. Te comprendo. —Ruego a los dioses que Amadeo utilice los poderes que le di —confesé—, pues son eficaces y él es muy fuerte. —Sí, te entiendo, Marius —dijo Bianca.
—Es a Marius a quien invoco ahora —dije con aire contrito y compungido—. Es a Marius a quien debo invocar.
Cayó un silencio entre nosotros. El único sonido era el crepitar de la antorcha, sujeta con una argolla a la pared.
Traté de nuevo de adivinar su pensamiento, pero no lo conseguí. No sólo a causa de mi debilidad, sino de una implacable firmeza por su parte.
Pues, aunque Bianca me amaba, en su mente bullían unos pensamientos confusos y había erigido un muro entre ambos para impedirme adivinarlos.
—Bianca —dije en voz baja—, presenciaste la transformación en Amadeo, pero ¿comprendiste de qué se trataba?
—Sí, mi señor —contestó.
—¿Crees conocer la fuente de la fuerza que adquirió a partir de esa noche? —Sí.
—No te creo —respondí suavemente—. Sueñas cuando afirmas conocerla.
—Te aseguro que lo sé, Marius. Como acabo de decir, me consta que te acuerdas perfectamente de que entraste en mi dormitorio sediento de mi sangre.
Bianca extendió las manos para acariciarme las mejillas y consolarme.
Yo alcé una mano enguantada para impedírselo.
—Entonces comprendí que te alimentabas de los muertos —dijo—. Que les arrebatabas el alma, o tal vez sólo su sangre. En aquel momento comprendí que te alimentabas de ellos de alguna forma, y los músicos que huyeron despavoridos del banquete durante el cual asesinaste a mis parientes aseguraron que a mis desdichados primos les diste el beso de la muerte.
Proferí una suave y ronca carcajada.
—Fui muy descuidado, pero me consideraba genial. Qué cosa más curiosa. No me extraña haber caído tan bajo.
Respiré hondo de nuevo, sintiendo un dolor que me atravesaba el cuerpo y una sed insoportable. ¿Había sido alguna vez esa poderosa criatura que deslumbraba a tantos, que era capaz de aniquilar un grupo de mortales sin que nadie se atreviera a acusarle salvo en voz baja? ¿Era posible que…? Pero eran demasiados recuerdos. ¿Durante cuánto tiempo me atormentarían los recuerdos antes de recuperar siquiera una ínfima parte de mi poder?
Bianca me miraba con ojos brillantes e inquisitivos.
Entonces declaré una verdad que no podía seguir ocultando.
—Es la sangre de los vivos, hermosa mía, siempre la sangre de los vivos —dije, desesperado—. Es única y exclusivamente la sangre de los vivos, ¿comprendes? Así es como vengo existiendo desde que unas manos perversas y crueles me arrebataron mi vida mortal.
Bianca frunció ligeramente el entrecejo al tiempo que me observaba con atención, sin desviar la mirada. Luego asintió con la cabeza, como para indicarme que continuara.
—Acércate, Bianca —murmuré—. Yo existía cuando Venecia no era nada, créeme. Cuando Florencia no había aparecido aún, yo ya vivía. No puedo quedarme aquí sufriendo. Debo encontrar el medio de ingerir sangre para restablecerme. Es preciso. Debo ingerirla cuanto antes.
Bianca asintió de nuevo. Siguió observándome atentamente. Estaba temblando y sacó de entre sus ropas un pañuelo de lino con el que se enjugó las lágrimas.
¿Qué podían significar esas palabras para ella? Debían de sonar como poemas antiguos. ¿Cómo podía esperar que comprendiera lo que le decía?
—El malvado —dijo sin apartar la vista de mí—. Mi señor, me lo dijo Amadeo —murmuró—. No puedo seguir fingiendo que lo ignoro. Te alimentas del malvado. No te enfurezcas. Amadeo me confió el secreto hace tiempo.
Sus palabras me enfurecieron de inmediato y profundamente, pero ¿qué más daba? Esa catástrofe había destruido todo cuanto había hallado a su paso.
¡De modo que, a pesar de sus lágrimas y promesas, Amadeo había confiado el secreto a nuestra bella Bianca! ¡Qué estúpido había sido al confiar en un niño! ¡Qué estúpido había sido al perdonarle la vida a Santino! Pero ya era inútil lamentarse.
Bianca había enmudecido y me miraba con la misma insistencia; en sus ojos se reflejaba el resplandor de la antorcha, el labio inferior le temblaba y dejó escapar un suspiro, como si fuera a echarse a llorar de nuevo.
—Puedo traerte a un malvado a esta habitación —dijo, más animada—. Puedo traértelo hasta aquí.
—¿Y si ese ser lograra reducirte antes de que llegaras aquí? —pregunté en voz baja—. ¿Cómo iba yo a hacer justicia o vengarte? No, no debes correr ese riesgo.
—Pero estoy dispuesta a hacerlo. Confía en mí. —Miró a su alrededor con ojos resplandecientes, como asimilando la belleza de los muros—. ¿Cuánto tiempo hace que guardo ese secreto? No lo sé, sólo sé que nada ni nadie habría conseguido arrancármelo. Pese a las sospechas de los demás, jamás dije una palabra que te traicionara.
—Tesoro, amor mío —musité—. No quiero que te arriesgues por mí. Deja que reflexione, que utilice los poderes de la mente que todavía me quedan. Guardemos silencio un rato.
Bianca parecía preocupada y su rostro adoptó una expresión adusta.
—Dame la sangre, mi señor —dijo de pronto en tono grave y apremiante—. Dámela. Transfórmame como transformaste a Amadeo. Conviérteme en una bebedora de sangre y así poseeré la fuerza para traerte a un malvado. Sabes que es la única solución.
Su reacción me dejó estupefacto.
No puedo afirmar que en lo más profundo de mi abrasado ser no hubiera pensado en esa posibilidad (pensé en ello en cuanto la oí llorar), pero jamás imaginé que lo oiría de sus labios y con esa vehemencia. Lo cierto era que había comprendido desde el principio que era el plan perfecto.
Pero tenía que pensarlo detenidamente. No sólo por ella, sino por mi propia seguridad. Una vez que la magia comenzara a obrar en ella, suponiendo que yo tuviera fuerzas para proporcionársela, ¿cómo lograríamos Bianca y yo, dos vampiros débiles, cazar por las calles de Venecia en busca de la sangre que necesitábamos y luego emprender el largo viaje al norte?
Como mortal, Bianca podría conducirme en un carro escoltado por guardias armados al paso alpino donde se encontraban los que debían ser custodiados. Una vez allí, me separaría de ellos al amanecer para visitar a solas la capilla.
Como bebedora de sangre, tendría que dormir de día junto a mí, por lo que ambos estaríamos a merced de quienes transportaran los sarcófagos.
El dolor que me atormentaba era tan intenso que me pareció un plan inconcebible.
Era incapaz de hacer los preparativos necesarios. Me parecía que hasta era incapaz de pensar. Meneé la cabeza acongojado, procurando impedir que Bianca se me arrojara al cuello para que no se asustara al abrazarme y sentir el tacto de aquel ser seco y rígido en que me había convertido.
—Dame la sangre vampírica —repitió en tono apremiante—. Tienes las fuerzas necesarias para hacerlo, ¿no es así, mi señor? Yo te traeré todas las víctimas que necesites. Vi el cambio que se operó en Amadeo después de haberla recibido. No tenía que mostrármelo. La sangre me hará fuerte, ¿no es así? Responde, Marius. O dime de qué otra forma puedo curarte, puedo sanarte, aliviar este sufrimiento que te consume.
No pude responder. Temblaba de deseo de poseerla, de rabia ante su exultante juventud, de ira por el hecho de que Amadeo y ella hubieran conspirado contra mí y él le hubiera revelado el secreto. ¡Me consumía el deseo de tomarla en el acto!
Nunca me había parecido tan viva, tan puramente humana, tan natural en su lozana belleza, una criatura que no merecía ser ultrajada.
Bianca se apartó, como si se hubiera dado cuenta de que me había presionado demasiado. Su voz adoptó un tono más dulce, aunque seguía siendo insistente.
—Cuéntame la historia de tu vida —dijo con ojos centelleantes—. Cuéntame de nuevo que no existían ni Venecia ni Florencia cuando tú ya eras Marius.
Me abalancé sobre ella.
No tenía escapatoria.
No obstante, creo que trató de escapar. Estoy seguro de que gritó.
Nadie podía oírla desde fuera. Mi ataque había sido súbito y estábamos encerrados en aquella cámara dorada.
Después de quitarme la máscara y taparle los ojos con la mano izquierda, le clavé los colmillos en el cuello, haciendo que la sangre manara a borbotones. Su corazón latía con violencia. Unos segundos antes de que dejara de latir, me retiré, zarandeándola bruscamente y gritándole al oído:
—¡Despierta, Bianca!
Me corté apresuradamente la muñeca quemada y reseca hasta ver que brotaba de ella un hilo de sangre, que derramé en su boca, sobre su lengua.
La oí emitir un sonido sibilante y luego cerró la boca, gimiendo de ansia. Me descubrí de nuevo la muñeca abrasada y seca y volví a cortármela.
Pero no tenía sangre suficiente que darle, estaba demasiado abrasado, demasiado débil. Sentí su sangre circulando como un torrente por mis venas, penetrando en las células deterioradas y quemadas que antes habían estado vivas.
Me hice otro corte en la huesuda y deforme muñeca y vertí unas gotas de sangre en la boca de Bianca, pero era inútil.
¡Se estaba muriendo! Y toda la sangre que me había dado, yo la había engullido.
¡Era monstruoso! No soportaba ver cómo la vida de Bianca se apagaba como una vela. Estaba a punto de enloquecer.
Subí como pude la escalera de piedra, prescindiendo de mi dolor y mi debilidad, aunando mente y corazón, y, tras lograr incorporarme, abrí la puerta de bronce.
—¡Apresúrate! —grité al gondolero cuando llegué a los escalones del embarcadero.
Luego regresé a la cámara indicándole que me siguiera. El hombre obedeció.
Apenas entró en la casa, me arrojé sobre el desdichado y bebí toda su sangre; luego, sin apenas poder respirar debido al alivio y al placer que sentía, me dirigí a la habitación dorada, donde hallé a Bianca tal como la había dejado, moribunda al pie de la escalera.
—Toma, Bianca, bebe, tengo más sangre que darte —le susurré al oído, apoyando mi muñeca herida sobre su lengua. Esta vez fluyó más sangre, no un torrente, pero la suficiente para que ella cerrara la boca en torno a la fuente y comenzara a succionar con fuerza.
—Así, bebe, bebe, mi dulce Bianca —dije, y ella me respondió con unos suspiros.
La sangre había aprisionado su tierno corazón.
El oscuro viaje de la noche no había hecho más que comenzar. No podía enviarla en busca de víctimas, pues aún no se había completado la magia en ella. Encorvado a causa de la debilidad, la transporté en brazos hasta la góndola. Cada paso que daba me producía dolor, avanzaba con movimientos lentos y vacilantes.
Después de instalarla en el asiento, apoyada sobre los cojines, semidespierta y capaz de responderme, su rostro más hermoso y pálido que nunca, empuñé el remo.
Me adentré en los sectores más tenebrosos de Venecia bajo la bruma que se cernía sobre los canales, en lugares tenuemente iluminados donde abundaban los rufianes.
—Despierta, princesa —le dije a Bianca—. Hemos penetrado en un campo de batalla silencioso, pero no tardaremos en divisar a nuestro enemigo y comenzará la guerra que nos apasiona.
El dolor me impedía sostenerme erguido, pero, como ocurre siempre en estas situaciones, aquellos a quienes buscábamos aparecieron con aviesas intenciones.
Intuyendo por mi postura y por la belleza de Bianca nuestra debilidad, dejaron su fuerza a un lado.
Atraje sin mayores problemas a los brazos de Bianca a su primera víctima, un orgulloso joven dispuesto a «complacer a la dama si eso era lo que deseaba», del cual ella bebió rápidamente un trago fatal, haciendo que se le cayera el puñal al fondo de la embarcación.
La siguiente víctima, un borracho que apenas se tenía en pie y que se ofreció para llevarnos a un banquete al que todos estábamos invitados, cayó fatalmente en mis garras.
Apenas tenía fuerzas para succionar su sangre, que sentí de nuevo circular alocadamente por mis venas, sanándome con una magia tan violenta que casi intensificó mi dolor.
El tercero que cayó en nuestros brazos era un vagabundo, al que atraje con una moneda que no poseía. Bianca se precipitó sobre él lamentándose de que fuera tan esmirriado, articulando palabras de forma confusa.
Esto se produjo bajo el manto negro de la noche, lejos de las luces de mansiones como la nuestra.
Bianca y yo seguimos con nuestra labor. Con cada víctima que me cobraba, se potenciaba mi don de la mente y se aplacaba mi dolor. Con cada víctima, mi carne cicatrizaba más rápidamente.
Pero precisaba un gran número de víctimas para recuperarme por completo, un número inconcebible que me restituyera el vigor que había poseído antes.
Sabía que, debajo de mis ropas, parecía hecho de cuerdas recubiertas de alquitrán, y no alcanzaba a imaginar lo horripilante que resultaba mi rostro.
A todo esto, Bianca había despertado de su letargo y padecido los dolores de una muerte mortal, por lo que ansiaba volver a su casa para cambiarse de ropa y regresar conmigo a la cámara dorada ataviada con una vestimenta digna de mi prometida.
Había ingerido una cantidad excesiva de sangre de sus víctimas y necesitaba beber más sangre de la mía, pero eso ella lo ignoraba y yo me abstuve de decírselo.
Accedí a regañadientes y la acompañé a su palacio, esperándola inquieto en la góndola hasta que salió, maravillosamente vestida, para reunirse conmigo. Su piel parecía la más pura de las perlas.
Abandonó para siempre sus numerosos aposentos llevándose un gran número de bultos que contenían todas las ropas y las joyas que deseaba, además de numerosas velas para poder permanecer en nuestro escondite sin tener que soportar el crudo resplandor de la antorcha. Por fin nos quedamos solos en la cámara dorada. Bianca me miró exultante de dicha, contemplando arrobada a su misterioso y silencioso novio enmascarado.
La única luz que nos iluminaba era el tenue resplandor de una vela. Bianca extendió su capa de terciopelo verde para que nos sentáramos sobre ella y así lo hicimos.
Me senté con las piernas cruzadas, al estilo oriental, y ella se apoyó sobre los talones. Sentía un dolor sordo, pero terrible. Sordo porque no aumentaba al tomar aire, sino que permanecía invariable y me permitía respirar con relativa facilidad.
Bianca sacó de uno de sus numerosos bultos un espejo bruñido con el marco de hueso.
—Toma, quítate la máscara si lo deseas —dijo mirándome con sus ojos ovalados, valerosos y duros—. No me asustaré al verte.
La miré unos momentos, atesorando su belleza, observando los cambios sutiles que la sangre vampírica había obrado en ella, convirtiéndola en una maravillosa y enriquecida réplica de sí misma.
—¿Te gusto? —me preguntó.
—Siempre me has gustado —respondí—. Durante un tiempo, sentí un deseo tan imperioso de darte la sangre que ni siquiera podía mirarte. No quería ir a tu casa por temor a seducirte con el fin de darte la sangre.
Bianca me miró atónita.
—Jamás lo sospeché —comentó.
Al mirarme en el espejo, vi la máscara. Pensé en el nombre de la orden: Talamasca. Pensé en Raymond Gallant.
—Ya no puedes adivinar mis pensamientos, ¿no es así? —pregunté a Bianca.
—No —contestó—, en absoluto. —Seguía perpleja.
—Es porque yo te he creado —dije—. Porque yo te he creado. Puedes adivinar los pensamientos de los demás, y ver lo que ocultan sus mentes, pero no utilices jamás esa arma para dejarte encandilar por el encanto de los inocentes; de lo contrario, la sangre que bebas te manchará las manos.
—Entiendo —respondió Bianca un tanto apresuradamente—. Amadeo me contó todo lo que le habías enseñado. Que sólo debemos beber la sangre del malvado. Jamás del inocente.
Sentí de nuevo una intensa furia al pensar que aquellas dos benditas criaturas habían estado confabuladas contra mí. Me pregunté cuándo y cómo le había contado Amadeo a Bianca esos secretos.
Pero sabía que debía apartar de mi mente esos pensamientos.
La tragedia más espantosa era haber perdido a Amadeo. Había desaparecido de mi lado y no podía hacer nada para rescatarlo. Amadeo había caído en manos de unos monstruos que se proponían cometer toda suerte de atrocidades con él. No podía pensar en ello, pues acabaría enloqueciendo.
—Mírate en el espejo —insistió Bianca.
Meneé la cabeza.
Luego me quité el guante y observé mis huesudos dedos. Bianca emitió un breve y angustioso grito, tras lo cual se mostró avergonzada de su reacción.
—¿Sigues queriendo ver mi rostro? —pregunté. —No, es mejor para ambos que no lo haga —respondió—. Al menos hasta que te hayas alimentado de más víctimas y yo también, para adquirir fuerzas y convertirme en la pupila que deseo ser para ti.
Al hablar, Bianca asentía con la cabeza, expresándose en tono enérgico.
—Mi hermosa Bianca —dije suavemente—, destinada a unos actos tan duros e ingratos…
—Sí, pero haré lo que sea necesario. Estaré siempre junto a ti. Con el tiempo, llegarás a amarme como lo amabas a él.
No respondí. El tormento de haberlo perdido era monstruoso. ¿Cómo podía negar una sola sílaba de lo que acababa de decir Bianca?
—¿Qué habrá sido de él? —pregunté—. Quizá le hayan destruido empleando un medio atroz, pues, como sabes, podemos morir al exponernos a la luz del sol o al calor de un fuego intenso.
—No, morir no, sólo sufrir —se apresuró a replicar Bianca, mirándome con expresión inquisitiva—. ¿Acaso no eres tú un vivo ejemplo de ello?
Estaba aterrorizada, me observaba como si la máscara de cuero que me cubría el rostro mostrara alguna expresión.
—Te enseñaré a abrir este ataúd —dije—. Pero antes te daré más sangre. He capturado a tantas víctimas que me sobra. Debes bebería, pues de lo contrario no llegarás a ser tan fuerte como Amadeo.
—Pero… es que me he cambiado de ropa —contestó Bianca. No quiero manchármela.
Me eché a reír de buena gana. Mis carcajadas reverberaban entre los muros dorados de la habitación.
Bianca me miró sin comprender.
—Te prometo que no derramaré una sola gota —dije suavemente.