La noche siguiente me levanté como tenía por costumbre y esperé aproximadamente una hora, hasta que Amadeo abrió los ojos.
Como era joven, no se acostaba en cuanto anochecía, como hacía yo. Entre los vampiros, la hora de despertarse difiere aunque no haya diferencia de edad.
Aguardé sentado en nuestra cámara revestida de oro, absorto en mis pensamientos sobre el estudioso llamado Raymond Gallant, preguntándome si habría abandonado Venecia tal como le había ordenado que hiciera. ¿Qué peligro podía representar para mí, pensé, aunque pretendiera perjudicarme, pues a quién iba a incitar contra mí y con qué motivo?
Yo era demasiado fuerte para dejarme dominar o apresar. Era una idea impensable. Lo peor que podía ocurrir era que, si ese hombre me consideraba una especie de peligro alquimista, o un demonio, Amadeo y yo tendríamos que marcharnos de la ciudad.
Pero esos pensamientos me turbaban, de modo que durante aquellos instantes de tranquilidad preferí creer en la sinceridad de Raymond Gallant, recordarlo con afecto y confiar en él, dejando que mi mente explorara la ciudad que me circundaba en busca de algún rastro de su presencia, lo cual me habría disgustado profundamente.
No bien inicié mi búsqueda, algo espantoso me nubló la razón.
Oí unos gritos procedentes de mi casa. ¡Y oí las voces de unos bebedores de sangre! Oí el vocerío de los adoradores de Satanás, los cantos de condena, y en mi imaginación vi las estancias de mi casa invadidas por un fuego que se propagaba rápidamente.
Contemplé el rostro de Bianca en las mentes de otros. Oí los alaridos que proferían mis aprendices.
Retiré rápidamente la tapa del ataúd de Amadeo.
—Vamos, Amadeo, te necesito —exclamé en aquel momento absurdo, demencial—. Han prendido fuego a nuestra casa. La vida de Bianca corre peligro. ¡Vamos!
—¿Quiénes son, maestro? —preguntó, subiendo a toda velocidad la escalera junto a mí—. ¿Los que deben ser custodiados?
—No, Amadeo —contesté rodeándolo con el brazo y echando a volar hacia el tejado del palacio—. Es una pandilla de vampiros adoradores de Satanás. Pero son débiles y se abrasarán con el fuego de sus propias antorchas. Debemos salvar a Bianca. Debemos salvar a los chicos.
En cuanto llegamos a la casa, comprendí que se trataba de un grupo increíblemente numeroso de atacantes. Santino había llevado a cabo sus disparatados sueños. En cada habitación, uno de esos monstruos se dedicaba a prender fuego diligentemente a cuanto hallaba a su paso.
Toda la casa estaba llena de humo.
Al correr escaleras arriba, vi a Bianca abajo gritando, rodeada por aquellos demonios cubiertos con capas negras, que la atormentaban con sus antorchas. Vincenzo yacía muerto delante de la puerta abierta.
Oí los gritos de los gondoleros suplicando a los que estaban dentro que salieran.
Salté desde lo alto de la escalera y abrasé con el don del fuego a los jóvenes y torpes agresores de Bianca, que tropezaban con sus capas al tiempo que ardían envueltos en llamas. A algunos sólo conseguí obligarlos a retroceder mediante golpes físicos, pues no disponía de tiempo para dirigir contra ellos mis potentes dotes sobrenaturales.
Transporté a Bianca apresuradamente a través de la densa humareda hasta el embarcadero y la deposité en brazos de un gondolero, que se la llevó sin dilación.
Tan pronto como regresé para salvar a los aprendices, que gritaban despavoridos, una legión de monstruos me rodeó de nuevo y volví a abrasarlos con el don del fuego, tratando torpemente de arrebatarles las antorchas.
En la casa reinaba el caos. Las estatuas caían por encima de la balaustrada. Los tapices ardían y las pinturas se chamuscaban, pero ¿qué podía hacer para proteger a los chicos?
Tan pronto como quemaba a un círculo de monstruos, aparecía otro, profiriendo desde todos lados sus gritos de condena:
—¡Hereje, blasfemo, Marius el idólatra, Marius el pagano! Santino te condena a morir abrasado.
Una y otra vez, les arrebaté las antorchas. Una y otra vez, quemé a los intrusos. Una y otra vez, oí sus gemidos al agonizar.
El humo me cegaba como hubiera cegado a cualquier mortal. Los chicos bramaban aterrorizados mientras eran transportados fuera de la casa y sobre los tejados.
—¡Amadeo! —grité.
Le oí llamarme desesperado desde lo alto de la escalera.
Subí rápidamente, pero en cada rellano los monstruos caían sobre mí y tuve que volver a emplear aquella combinación de fuerza y don del fuego para repelerlos.
—¡Utiliza tu fuerza, Amadeo! —grité. No alcanzaba a verlo—. Utiliza las dotes que te he dado. —Sólo podía oír sus gritos.
Prendí fuego a los que tenía más cerca. Tan sólo vi a aquellos seres abrasándose y luego más antorchas que los monstruos agitaban ante mí mientras trataba de repelerlos.
—¿Queréis morir abrasados? —pregunté, amenazándolos para obligarles a retroceder, pero mi exhibición de poder no les intimidaba.
Continuaron atacándome, llevados por su fanatismo.
—Santino te envía su fuego sagrado. Santino te envía su justicia. Santino reclama a tus aprendices. Santino reclama a tus pupilos. ¡Ha llegado la hora de que mueras abrasado!
De repente, a una velocidad pasmosa, unos siete u ocho monstruos formaron un círculo en torno a mí y prendieron fuego con sus antorchas a mis ropas y mi cabello.
Sentí el calor abrasador en mi cuerpo, engullendo mi cabeza y mis extremidades.
Durante unos segundos, pensé que lograría sobrevivir a aquella agresión, que no era nada, que yo era Marius, el inmortal, pero de pronto me asaltó con furia el espantoso recuerdo de la sangre del Anciano, al que había prendido fuego en Egipto con una lámpara y se había abrasado y exhalado un humo siniestro en el suelo de la habitación.
Recordé la sangre de Eudoxia, envuelta en llamas en el suelo del santuario de Constantinopla.
Recordé al dios druida en el bosque, con la piel quemada y ennegrecida.
Y entonces comprendí, sin recuerdos ni pensamientos, que habían prendido fuego a mi sangre, que por más resistentes que fueran mi piel o mis huesos, o mi voluntad, me estaba quemando, me estaba abrasando dolorosamente a una velocidad tal que nada podía impedirlo.
—¡Marius! —gritó Amadeo, aterrorizado—. ¡Marius!
Oí su voz como si fuera el tañido de una campana.
Mentiría si dijera que la razón me impulsó a moverme en un sentido u otro.
Sabía que había alcanzado la azotea y que los gritos de Amadeo y de los chicos sonaban cada vez más lejanos.
—¡Marius! —gritó de nuevo Amadeo.
Yo no veía a los que seguían atormentándome. No veía el cielo. En mis oídos sonaba la voz del viejo dios del bosque la noche de mi creación diciéndome que yo era inmortal, que sólo podía ser destruido mediante el sol o el fuego.
Hice acopio del poder que me restaba en un desesperado intento por salvarme. En ese estado, me esforcé en alcanzar la balaustrada de la azotea y me arrojé al canal.
—Sí, lánzate al agua, sumérgete en ella —dije en voz alta, forzándome a escuchar esas palabras. Luego comencé a nadar tan rápidamente como pude, procurando no perder pie, refrescado, aliviado y salvado por aquellas aguas inmundas, dejando atrás el palacio en llamas del que habían raptado a mis chicos, en el que habían destruido mis pinturas.
Permanecí una hora, tal vez más, en el canal.
El fuego que circulaba por mis venas había sido sofocado casi de inmediato, pero el intenso dolor era casi insoportable. Cuando por fin salí del canal, fue para ir a refugiarme en la cámara dorada donde se hallaba mi ataúd.
No pude alcanzarla a pie.
Aterrorizado, me dirigí arrastrándome a la entrada posterior de la casa y, con ayuda del don de la mente y mis dedos, conseguí abrir la puerta.
Luego, deslizándome lentamente a través de las numerosas habitaciones, llegué por fin a la pesada barrera que yo mismo había construido para impedir el acceso a mi sepulcro. No sé cuánto tiempo tardé en abrirla, sólo sé que al final cedió gracias al don de la mente, no a la fuerza de mis manos quemadas.
Por fin bajé la escalera que conducía a la sombría y silenciosa estancia dorada.
Me pareció un milagro tumbarme al fin junto a mi ataúd. Estaba tan exhausto que no podía dar un paso más; hasta respirar me provocaba dolor.
La visión de mis piernas y mis brazos quemados era impresionante. Y cuando me toqué el pelo, comprendí que lo había perdido casi todo. Me palpé las costillas bajo la piel hinchada y ennegrecida del pecho.
No era necesario que me mirara en un espejo para saber que me había convertido en un ser horripilante, que mi rostro había quedado totalmente destruido.
Pero lo que más me entristeció fue que, al apoyarme sobre el ataúd y aguzar el oído, oí a los chicos gimiendo mientras un barco los transportaba a un puerto lejano. Oí a Amadeo suplicar a sus captores que entraran en razón, pero sólo consiguió que los adoradores de Satanás se pusieran a cantar sus himnos a mis pobres niños. Deduje que esos monstruos los llevaban a un lugar al sur de Roma para entregarlos a Santino, a quien yo había cometido la torpeza de condenar y luego perdonarle la vida.
Amadeo estaba de nuevo cautivo, había caído de nuevo en manos de unos seres que pretendían utilizarlo para satisfacer sus perversos fines. Lo habían raptado de nuevo de su hogar para conducirlo a otro lugar inexplicable.
Me odié por no haber destruido a Santino. ¿Por qué le había permitido seguir viviendo?
Incluso en estos momentos, cuando te cuento esta historia, le odio. Le detesto profundamente y siempre le detestaré por haber destruido, en nombre de Satanás, todo cuanto era más valioso para mí, por haberme arrebatado a mi Amadeo, por haberme arrebatado a aquellos chicos que yo protegía, por haber prendido fuego al palacio que contenía los frutos de mis sueños.
Sí, me repito a mí mismo, le odio. Disculpa este arrebato. Ten presente la arrogancia y la crueldad con que Santino me atacó, la fuerza destructiva con la que alteró el curso de la trayectoria de Amadeo…
Yo sabía que su trayectoria había sido alterada.
Lo comprendí mientras yacía junto a mi ataúd. Lo comprendí porque me sentía demasiado débil para rescatar a mi pupilo, demasiado débil para salvar a los infortunados chicos mortales que sin duda sufrirían todo tipo de atrocidades, demasiado débil incluso para ir a cazar.
Y si no podía ir a cazar, ¿cómo obtendría la sangre necesaria para curarme?
Me tumbé en el suelo de la habitación, tratando de sofocar el dolor que me producía la carne abrasada. Traté tan sólo de pensar y respirar.
Oí a Bianca. Había logrado sobrevivir al ataque. Estaba viva.
Bianca había llevado a otros para salvar nuestra casa, pero era una empresa desesperada. De nuevo, como ocurre en las guerras y los pillajes, yo había perdido los maravillosos objetos que atesoraba; había perdido mis libros; había perdido mis escritos.
No sé cuántas horas permanecí tendido en el suelo, pero cuando me levanté para retirar la tapa de mi ataúd comprobé que no me sostenía en pie. Tenía los brazos tan quemados que no pude mover la tapa.
Me tumbé de nuevo en el suelo.
El dolor era tan agudo que no pude moverme durante largo rato.
¿Sería capaz de recorrer los kilómetros que me separaban de los Padres Divinos? No lo sabía. No podía arriesgarme a abandonar esa cámara para averiguarlo.
Con todo, imaginé a los que debían ser custodiados. Les recé. Visualicé a Akasha nítidamente y con todo detalle.
—Ayúdame, mi Reina —murmuré en voz alta—. Ayúdame. Guíame. Recuerda cuando me hablaste en Egipto. Recuérdalo. Háblame ahora. Jamás he sufrido como estoy sufriendo ahora.
De pronto se me ocurrió un viejo y angustioso pensamiento, tan viejo y angustioso como las mismas plegarias.
—¿Quién se ocupará de vuestro santuario si no logro curarme? —pregunté, temblando de dolor y de tristeza—. Mi amada Akasha —musité—, ¿quién te adorará si no me recupero? Ayúdame, guíame, pues quizá me necesites una noche en los próximos siglos. ¿Quién te ha atendido durante tanto tiempo como yo?
Pero ¿de qué sirve abrumar con súplicas y preguntas a los dioses y las diosas?
Envié el don de la mente con toda su fuerza a los nevados Alpes donde había construido y ocultado la capilla.
—¿Cómo puedo llegar a ti, mi Reina? ¿Es posible que una tragedia tan espantosa como ésta logre arrancarte de tu soledad, o es pedir demasiado? Sueño con milagros, pero no alcanzo a imaginarlos. Te suplico misericordia, pero no imagino cómo puede concretarse.
Sabía que era inútil, incluso una blasfemia, implorarle que abandonara su trono para salvarme.
Pero ¿acaso no era lo bastante poderosa para enviarme a través de la distancia una fuerza milagrosa?
—¿Cómo podré regresar junto a ti? —pregunté—. ¿Cómo podré cumplir de nuevo con mis deberes si no consigo curarme?
Sólo respondió el silencio de la habitación dorada, era tan fría como el santuario de las montañas. Imaginé que sentía la nieve de los Alpes sobre mi piel abrasada.
Poco a poco, asimilé el horror de la situación.
Creo que proferí una breve y triste carcajada.
—No puedo llegar a ti sin tu ayuda —dije—. ¿Y cómo puedo obtener esa ayuda sin vulnerar el secreto de lo que soy? ¿Sin vulnerar el secreto de la capilla de aquéllos que deben ser custodiados?
Por fin me incorporé de rodillas y subí la escalera muy despacio. Luego, sobreponiéndome al dolor, conseguí ponerme de pie y cerrar la puerta de bronce con el don de la mente.
La seguridad era muy importante. Tenía que sobrevivir, pensé. No podía caer en la desesperación.
Después de desplomarme de nuevo y bajar arrastrándome por la escalera hasta la cámara dorada, como un repugnante y siniestro reptil, empujé con insistencia la tapa de mi ataúd hasta retirarla lo suficiente para acostarme en él y descansar.
Jamás había sufrido unas heridas tan graves, un dolor tan intenso. Una monstruosa humillación se confundía con el tormento. Aquello me demostró que había muchas cosas que no sabía sobre la existencia, que no comprendía sobre la vida.
Al poco rato dejé de percibir los gritos de los chicos, por más que agucé el oído. El barco los transportaba a través de las aguas. Pero seguía oyendo a Bianca. Bianca lloraba.
Agobiado por la tristeza y el dolor, exploré Venecia con la mente. —Raymond Gallant, miembro de Talamasca —murmuré—, te necesito. Raymond Gallant, confío en que no hayas abandonado todavía Venecia. Raymond Gallant de la orden Talamasca, escucha mis ruegos. No hallé rastro de él, pero a saber qué había sido de mis poderes. Quizá los había perdido por completo. Ni siquiera recordaba con claridad su habitación o dónde estaba ubicada.
Pero ¿por qué confiaba en dar con él? ¿Acaso no le había ordenado que abandonara el Véneto? ¿No le había insistido en que se marchara? Lógicamente, había obedecido mis órdenes. Sin duda en esos momentos se encontraba a muchos kilómetros de distancia y no podía oír mi llamada de auxilio.
No obstante, seguí pronunciando su nombre una y otra vez como si fuera una oración.
—Raymond Gallant de Talamasca, te necesito. Te necesito ahora. Por fin, el amanecer me aportó un gélido alivio. Poco a poco, el intenso dolor remitió y empecé a soñar, como suele ocurrir cuando me quedo dormido antes de que despunte el sol.
En mis sueños vi a Bianca. Estaba rodeada por sus sirvientes, que la consolaban.
—Han muerto los dos, lo sé —decía—. Han muerto abrasados.
—No, tesoro mío —respondí.
Utilizando todo el poder del don de la mente, le dije:
Bianca, Amadeo ha desaparecido, pero vive. No te asustes cuando me veas, pues he sufrido graves quemaduras en todo el cuerpo. Pero estoy vivo.
En los ojos de los otros, como en un espejo, la vi guardar silencio y volverse de espaldas a ellos. La vi levantarse de la butaca y acercarse a la ventana. La vi abrirla y contemplar el húmedo amanecer.
Esta noche, cuando se oculte el sol, te llamaré. Bianca, me veo como un monstruo y tú también me verás como un monstruo, pero resistiré este sufrimiento. Te llamaré. No temas.
—Marius —dijo Bianca. Los mortales que la rodeaban la oyeron pronunciar mi nombre.
Me había invadido el sueño de la mañana y no pude resistirme a él. El dolor había desaparecido por fin.