23

Independientemente del tiempo que existimos, poseemos unos recuerdos, unos puntos en el tiempo que éste no puede borrar. El sufrimiento puede distorsionar las miradas que echamos atrás, pero los recuerdos no pierden un ápice de su belleza y esplendor debido al sufrimiento. Permanecen duros como gemas.

Así me ocurrió la noche de la imponente fiesta de Bianca, suya, sí, porque ella fue quien la organizó, limitándose a utilizar la suntuosidad y las estancias de mi palacio para su logro más memorable, en el que participaron todos los aprendices y en el que incluso el humilde Vincenzo desempeñó un importante papel.

Toda Venecia acudió para participar en nuestro interminable banquete y deleitarse con las canciones y el baile, mientras los chicos actuaban en numerosas representaciones teatrales, perfectamente montadas.

Daba la impresión de que en todas las estancias había cantantes y magníficas representaciones. La música del laúd, la espineta y una docena de diversos instrumentos se combinaba para crear bellas canciones que encandilaban y maravillaban a todos, al tiempo que los chicos más jóvenes, magníficamente ataviados, llenaban las copas con jarras de vino doradas.

Amadeo y yo bailamos sin cesar, ejecutando con delicadeza y elegancia los pasos de las danzas que estaban de moda a la sazón (en realidad, simplemente había que caminar al son de la música), entrechocando las manos con numerosas bellezas venecianas además de con nuestra amada artífice de la fiesta.

En varias ocasiones, la obligué a alejarse de la iluminación de las velas para decirle lo mucho que la quería por haber logrado aquel prodigo. Y le hice prometerme que volvería a organizar muchas veladas como aquélla.

¿Qué podía compararse con esa noche de bailes y charlas con nuestros convidados mortales, quienes comentaban, amables y ebrios, mis pinturas y algunos de ellos me preguntaban por qué había pintado eso o lo otro? Al igual que en el pasado, sus críticas no me hirieron profundamente. Sólo sentí el afectuoso calor de sus ojos mortales.

En cuanto a Amadeo, no le quité el ojo de encima para asegurarme que se sentía divinamente feliz rodeado por aquel esplendor en su nueva existencia como bebedor de sangre, fascinado por las representaciones teatrales en las que los chicos interpretaban papeles muy adecuados para ellos.

Siguiendo mi consejo, los trataba con su acostumbrado cariño, y en aquellos momentos, rodeado por el resplandor de los candelabros y la dulce música, aparecía radiante de felicidad. A la menor oportunidad, me susurraba al oído que no podía haber soñado con nada más maravilloso que aquella increíble velada.

Nos habíamos alimentado hacía rato, por lo que teníamos la sangre caliente y la vista agudizada. Por consiguiente, la noche nos pertenecía en nuestra fuerza y nuestra dicha, y la magnífica Bianca era nuestra y sólo nuestra, como todos los hombres daban por descontado.

Hacia el amanecer, los asistentes empezaron a marcharse. Una larga hilera de góndolas aguardaba frente a la puerta de entrada, y al cabo de unos momentos tuvimos que renunciar a despedirnos de todos los invitados para correr a refugiarnos en nuestro sepulcro revestido de oro.

Amadeo me abrazó antes de que nos separáramos para acostarnos en nuestras respectivas tumbas.

—¿Aún deseas ir a visitar tu patria? —le pregunté.

—Sí, lo deseo —se apresuró a responder. Luego me miró con tristeza y añadió—: Ojalá pudiera decir que no. Esta noche, esta espléndida noche, me gustaría decir que no. —Al verlo tan abatido, traté de animarlo.

—Te llevaré allí.

—Pero no conozco el nombre del lugar. No puedo…

—No te atormentes por eso —dije—. Sé de qué lugar se trata por todo lo que me has contado. Es la ciudad de Kíev, y muy pronto te llevaré a ella.

En su rostro se dibujó una expresión que indicaba que reconocía ese nombre.

—Kíev —repitió, y luego lo dijo en ruso. En aquel instante comprendió que se trataba de su antiguo hogar.

La noche siguiente le relaté la historia de su ciudad natal.

Antiguamente, Kíev había sido magnífica; su catedral rivalizaba con Santa Sofía de Constantinopla, la cuna del cristianismo. El cristianismo griego había configurado sus creencias y su arte. Ambos habían prosperado en aquel prodigioso lugar. Pero, hacía varios siglos, los mongoles habían saqueado esa imponente ciudad, asesinado a su población y destruido para siempre su poder, dejando por azar algunos supervivientes, entre los que se hallaban los monjes que vivían retirados.

¿Qué quedaba de Kíev? Una mísera población situada a orillas del Dniéper, donde la catedral seguía en pie y los monjes continuaban viviendo en el célebre monasterio de las Grutas.

Amadeo escuchó en silencio mi relato. Por la expresión de su rostro, comprendí que se sentía apesadumbrado.

—A lo largo de mi vida he visto numerosas ruinas —dije—. Magníficas ciudades creadas gracias a los sueños de hombres y mujeres. Luego aparecen los jinetes del norte o del este, que pisotean y destruyen esas magníficas obras, y todo cuanto han creado los hombres y las mujeres deja de existir. Esa destrucción lleva aparejada el terror y la miseria. En ningún lugar es ese hecho más patente que en las ruinas de tu patria, Rus de Kíev.

Amadeo me escuchaba con atención. Intuí que deseaba que siguiera hablándole.

—Nuestra hermosa Italia jamás volverá a ser saqueada por esos guerreros, que ya no representan una amenaza para las fronteras septentrionales ni orientales de Europa. Hace tiempo se establecieron en el continente, convirtiéndose en la población actual de Francia, Gran Bretaña y Alemania. Los que pretendían seguir expoliando y cometiendo todo tipo de desmanes han sido repelidos para siempre. En toda Europa se está empezando a descubrir lo que son capaces de hacer los hombres y las mujeres en las ciudades.

»Pero en tu tierra sigue reinando el dolor y la más amarga pobreza. Miles de pastizales, otrora fértiles, son inservibles excepto para algún que otro cazador tan loco como debía de serlo tu padre. Ése es el legado de Gengis Kan, un monstruo. —Hice una pausa. Me estaba acalorando en exceso—. A esa tierra, con sus hermosas estepas cubiertas de hierba, la llamaban la Horda Dorada.

Amadeo asintió con la cabeza. Por la expresión solemne de sus ojos, comprendí que veía imágenes.

¿Sigues queriendo ir? —insistí—. ¿Sigues deseando visitar de nuevo el lugar donde sufriste tanto?

—Sí —murmuró—. Aunque no la recuerdo, tuve una madre. Y sin mi padre, probablemente se encuentre en la miseria. Sin duda mi padre murió abatido por las flechas aquel día que salimos a cabalgar juntos. Recuerdo las flechas. Debo ir a ver a mi madre. —Amadeo se detuvo, como si se esforzara en recordar. De improviso, gimió como si sintiera un agudo dolor físico—. Viven en un mundo tétrico y deprimente.

—Así es —dije.

—Permite que les lleve una pequeña cantidad…

—Puedes hacerlos ricos, si lo deseas.

Amadeo guardó silencio unos momentos. Luego hizo una pequeña confesión, murmurando como si hablara para sí:

—Debo ver el monasterio donde pinté los iconos. Deseo ver el lugar donde a veces suplicaba que el Señor me enviara las fuerzas suficientes para ser emparedado vivo. Como sabes, era la costumbre de aquel lugar.

—Sí, lo sé —respondí—. Lo vi cuando te di la sangre vampírica. Te vi avanzar por los pasillos dando sustento a los que seguían vivos en sus celdas, semienclaustrados, en ayunas, esperando que Dios se los llevara.

—Sí —dijo Amadeo.

—Tu padre los detestaba porque no te dejaban pintar, porque querían convertirte ante todo en un monje.

Amadeo me miró como si no hubiera comprendido eso hasta aquel momento, y quizá fuera así.

—Es lo que hacen en todos los monasterios, tú lo sabes, maestro —declaró de forma categórica—. Lo primero es acatar la voluntad de Dios.

La expresión de su rostro me sorprendió un poco. ¿Le hablaba a su padre o a mí?

Nos llevó cuatro noches llegar a Kíev.

De haber estado solo, habría realizado el viaje con más rapidez, pero transportaba a Amadeo entre mis brazos, con la cabeza agachada, los ojos cerrados, envuelto en mi capa forrada de piel para protegerlo todo lo posible del viento.

Por fin, al anochecer del quinto día llegamos a las ruinas de la ciudad que antiguamente había sido Rus de Kíev. Nuestras ropas estaban cubiertas de mugre y nuestras capas eran oscuras y modestas, para no llamar la atención de los mortales.

Una espesa capa de nieve cubría las almenas desiertas y los tejados del palacio de madera del príncipe. Más abajo, unas humildes viviendas de madera se alzaban a lo largo del Dniéper: era la ciudad de Podil. Jamás había visto un lugar más desolado.

Tan pronto como Amadeo penetró en la mansión de madera del gobernante europeo y pudo contemplar a ese lituano que pagaba un tributo al Kan a cambio de su poder, expresó su deseo de dirigirse cuanto antes al monasterio.

Penetró en él utilizando su inmenso poder vampírico para deslizarse confundiéndose con las sombras y desconcertar a quienes pudieran verlo mientras avanzaba pegado a los muros de barro.

Yo permanecía en todo momento junto a él, pero sin entrometerme ni ordenarle lo que debía hacer. Lo cierto es que estaba horrorizado, pues el lugar era infinitamente peor de lo que había supuesto a tenor de las imágenes que me había mostrado su mente febril.

En silencio y acongojado, Amadeo contempló la estancia en la que había pintado los iconos, con sus mesas y botes de pintura. Contempló los largos pasillos de barro que había recorrido antaño, cuando era un joven monje, proporcionando comida y agua a los que estaban semienterrados vivos.

Por fin salió del monasterio, temblando, y se abrazó a mí. —Yo habría perecido en una de esas celdas de barro —murmuró, mirándome, empezando a darse cuenta de la importancia de aquello. Tenía el rostro contraído en un rictus de dolor.

Acto seguido, dio media vuelta y se encaminó hacia el río semicongelado en busca de la casa donde había nacido.

No tuvo dificultad alguna en dar con ella. Al entrar, el espléndido veneciano deslumbró y confundió con su presencia a los miembros de la familia reunidos allí.

Mantuve de nuevo las distancias, optando por el silencio y el viento, y las voces que captara con mi oído sobrenatural. Al cabo de unos momentos, Amadeo se despidió de ellos después de entregarles una fortuna en monedas de oro y salió a la calle, bajo la nieve que caía.

Extendí los brazos para confortarlo, pero él se volvió. No quería mirarme. Algo le obsesionaba.

—Mi madre estaba en la casa —musitó, dirigiendo la vista hacia el río—. No me reconoció. ¡Qué le vamos a hacer! Les entregué el oro que llevaba.

Traté de nuevo de abrazarlo, pero él me apartó. —¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Por qué contemplas el río tan fijamente? ¿Qué quieres hacer?

¡Ojalá hubiera podido adivinar sus pensamientos! Su mente, que le pertenecía sólo a él, me estaba vedada. ¡Qué expresión de enojo y determinación mostraba!

—Mi padre no fue asesinado en los pastizales —dijo con voz trémula, mientras el viento agitaba su pelo castaño—. Está vivo. Se encuentra en la taberna que hay en esa calle.

—¿Quieres verlo?

—Debo verlo. Debo decirle que no he muerto. ¿No has oído lo que me han dicho?

—No —respondí—. He querido concederte unos minutos de intimidad con ellos. ¿He hecho mal?

—Me han dicho que se ha convertido en un borracho porque no consiguió salvar a su hijo. —Amadeo me miró furioso, como si yo le hubiera hecho algún mal irreparable—. Mi padre, Iván, el valiente, el cazador. Iván, el guerrero, el que cantaba canciones que encandilaban a todos. ¡Iván se ha convertido en un borracho porque no logró salvar a su hijo!

—Cálmate. Iremos a la taberna y podrás contarle tú mismo…

Amadeo hizo un gesto para indicarme que no le siguiera, como si mi presencia le irritara, y echó a andar por la calle con paso de mortal.

Entramos juntos en la taberna. Estaba en penumbra e impregnada del olor de aceite de las lámparas. Los hombres de la localidad se reunían allí para beber: pescadores, comerciantes y asesinos. Todos se volvieron para observarnos unos instantes, tras lo cual hicieron caso omiso de nosotros, pero Amadeo se fijó en el acto en un individuo tumbado en un banco, al fondo de la habitación rectangular.

Pensé en dejarlo solo para que hiciera lo que había ido a hacer, pero temía por él, de modo que agucé el oído cuando se sentó junto al hombre que dormía sobre el banco.

En cuanto lo vi, comprendí que era el hombre que aparecía en los recuerdos y las visiones de Amadeo. Lo reconocí por el pelo, la barba y el bigote rojos. Era el padre de Amadeo, el cazador, el que le había obligado a abandonar el monasterio para que lo acompañara en aquella arriesgada misión y con quien había cabalgado en busca de un fuerte destruido por los mongoles.

Me oculté en las sombras. Observé mientras el luminoso joven se quitaba el guante izquierdo y apoyaba su mano, de una frialdad sobrenatural, en la frente de su padre. Vi que el hombre se despertaba. Les oí conversar.

El padre, expresándose con los atropellados balbuceos característicos de un borracho, explicó con abundante detalle el motivo de sus remordimientos, como si se sintiera obligado a confesárselo al primero que lo despertara.

Había disparado una flecha tras otra. Había perseguido a los feroces tártaros con su espada. Los otros hombres que formaban la partida habían muerto. Su hijo, mi Amadeo, había sido raptado, y él se había convertido en Iván el borracho, según confesó. Ya no era capaz de cazar las suficientes piezas con las que pagarse las copas. Ya no era un guerrero.

Amadeo le habló con paciencia, lentamente, procurando que le prestara atención, revelándole la verdad con la máxima delicadeza.

—Soy vuestro hijo, señor. Aquel día no morí. Me raptaron, sí, pero estoy vivo.

Jamás había visto a Amadeo tan obsesionado con los sentimientos de amor y tristeza, felicidad y dolor. Pero su padre era un hombre terco, un borracho que sólo quería una cosa de ese extraño que lo atosigaba con sus palabras: más vino.

Compré al tabernero una frasca de vino blanco seco para ese hombre que se negaba a escuchar, que se negaba a mirar al exquisito joven que reclamaba su atención.

Entregué la botella de vino a Amadeo.

Luego me situé junto al muro para observar mejor el rostro de Amadeo, y lo que vi en él fue obsesión. Estaba resuelto a hacer que ese hombre comprendiera lo que le decía.

Amadeo le habló con paciencia, hasta conseguir que sus palabras traspasaran la bruma etílica a través de la cual lo miraba.

—He venido para hablar con vos, padre. Me llevaron a un lugar lejano, a Venecia, y caí en manos de un hombre que me ha hecho rico, padre, muy rico, y que me ha dado estudios. Estoy vivo, señor, como podéis comprobar con vuestros propios ojos.

Qué extrañas me parecieron esas palabras pronunciadas por un ser que había recibido la sangre vampírica. «¿Vivo? ¿Cómo es posible que estés vivo, Amadeo?».

Pero guardé mis pensamientos para mí en la penumbra. No tenía papel alguno en esa reunión.

Por fin, el hombre, empezando a comprender, se incorporó para mirar a su hijo cara a cara.

Amadeo temblaba, con los ojos clavados en su padre.

—Ahora olvidadme, padre, os lo ruego —dijo—. Pero recordad esto, os lo pido por el amor de Dios. Jamás acabaré enterrado en las grutas llenas de barro del monasterio. No. Quizá me ocurran otras cosas, pero eso no lo resistiría. Gracias a vos, que os opusisteis a ello, que os Presentasteis aquel día y me obligasteis a que os acompañara a caballo a los pastizales, a que os obedeciera como hijo vuestro que era.

¿Qué diantres decía Amadeo? ¿Qué significaban esas palabras?

Estaba a punto de echarse a llorar, de verter aquellas terribles lágrimas de sangre que jamás conseguíamos ocultar. Pero cuando se levantó del banco donde estaba sentado su padre, éste lo sujetó con fuerza de la mano. ¡Había reconocido a su hijo! Lo llamó por su nombre: Andrei. Había reconocido a su vástago.

—Debo irme, padre —dijo Amadeo—, pero no olvidéis nunca que me habéis visto. No olvidéis lo que os he dicho, que vos me salvasteis de aquellas grutas sombrías y llenas de barro. Vos me disteis la vida, padre, no la muerte. Dejad de ser un borracho; convertíos de nuevo en un cazador. Llevadle al príncipe carne para su mesa. Cantad de nuevo canciones. Recordad que vine en persona para deciros esto.

—Quiero que te quedes conmigo, hijo mío —respondió el hombre. Su amodorramiento debido al vino se había disipado y sostenía con firmeza la mano de Amadeo—. ¿Quién va a creer que te he visto? A Amadeo se le saltaron las lágrimas. ¿Observó el hombre que eran de sangre?

Por fin, Amadeo se soltó y, tras quitarse el guante, se despojó de los anillos y los depositó en manos de su padre.

—Para que os acordéis de mí —dijo al entregárselos—, y decidle a mi madre que yo era el hombre que fue a verla esta noche. No me reconoció. Decidle que las monedas de oro son auténticas.

—Quédate conmigo, Andrei —dijo su padre—. Éste es tu hogar. ¿Quién es la persona que te obliga a marcharte?

Amadeo no podía resistirlo más.

—Vivo en la ciudad de Venecia, padre —contestó—, que ahora se ha convertido en mi hogar. Debo irme.

Amadeo salió de la taberna a tal velocidad que su padre ni se dio cuenta, y yo, al ver lo que se proponía hacer, le precedí. Nos reunimos en la calle cubierta de nieve.

—Ha llegado el momento de marcharnos de aquí, maestro —dijo Amadeo. Se había despojado de los guantes, y hacía un frío intenso—. ¡Ojalá no hubiera venido y no le hubiera visto ni hubiera averiguado que sufría pensando que yo había desaparecido!

—Mira —dije—, se acerca tu madre. Estoy seguro de que es ella. Te ha reconocido y quiere decirte algo —insistí, señalando a la mujer menuda que se aproximaba con un paquete en las manos.

—Andrei —dijo al acercarse—, es el último icono que pintaste. Sabía que eras tú, Andrei. ¿Quién si no tú iba a venir a verme? Éste es el icono que rescató tu padre el día que desapareciste.

¿Por qué no lo tomó Amadeo de sus manos?

—Conservadlo vos, madre —dijo, refiriéndose al icono que tiempo atrás había vinculado a su destino. Estaba llorando—. Conservadlo para vuestros nietos. No lo aceptaré.

Su madre obedeció con resignación.

Luego le entregó otro pequeño regalo, un huevo pintado, uno de esos tesoros de Kíev que significan tanto para las personas que los decoran con complejos dibujos.

Amadeo se apresuró a tomarlo de sus manos, tras lo cual la abrazó, susurrándole al oído en tono solemne que no había hecho nada malo para adquirir las riquezas que poseía y que era posible que un día regresara a visitarla. ¡Qué mentiras tan hermosas!

Pero observé que, aunque Amadeo amaba a esa mujer, no le importaba. Sí, le había dado oro, pues eso no le había costado ningún esfuerzo. El hombre, en cambio, le importaba tanto como le habían importado los monjes. Ese hombre había suscitado en él una intensa emoción, le había hecho pronunciar unas palabras que jamás imaginó que lograría pronunciar.

Aquello me dejó estupefacto. Tan estupefacto como sin duda lo estaba Amadeo. Al igual que yo, había creído que su padre había muerto.

Pero, al comprobar que vivía, Amadeo había revelado lo que le obsesionaba, el hecho de que ese hombre se hubiera peleado con los monjes por el alma de su hijo.

Cuando emprendimos el viaje de regreso a Venecia, comprendí que el amor que sentía Amadeo por su padre era infinitamente mayor que el amor que sentía por mí.

Por supuesto, ninguno de los dos dijo nada al respecto, pero yo sabía que era la figura de su padre la que reinaba en el corazón de Amadeo. La figura de ese hombre corpulento y barbudo que había luchado tenazmente para salvarle la vida, en lugar de dejarle languidecer en el monasterio, era la que ocupaba un lugar preponderante en su corazón, por encima de cualquier otro conflicto.

Había visto esa obsesión con mis propios ojos. La había atisbado tan sólo unos momentos en la taberna, junto al río, pero había comprendido de qué se trataba.

Antes de nuestro viaje a Rusia, yo pensaba que el conflicto que había en la mente de Amadeo era entre el arte rico y variado de Venecia y el arte estricto y austero de la antigua Rusia.

Pero después comprendí que no era así.

El conflicto que lo atormentaba era entre el monasterio, con sus iconos y su penitencia, y su padre, el robusto cazador que lo había sacado del monasterio aquel fatídico día.

Amadeo no volvió a referirse a su padre y a su madre. No volvió a referirse a Kíev. Colocó el hermoso huevo decorado dentro de su sarcófago sin explicarme su significado.

Algunas noches, cuando me quedaba a pintar en mi estudio y trabajaba con pasión en uno u otro lienzo, Amadeo me hacía compañía y yo tenía la sensación de que contemplaba mi obra con ojos distintos. ¿Cuándo se decidiría a tomar los pinceles y ponerse a pintar? No lo sabía, pero era un asunto que ya no me preocupaba. Amadeo era mío y lo sería siempre. Podía hacer lo que quisiera.

No obstante, en mi fuero interno sospechaba que Amadeo me despreciaba. Lo único que yo le enseñaba era arte, historia, la belleza de la civilización, y eso le tenía sin cuidado.

Cuando los tártaros lo raptaron, cuando el icono cayó de sus manos sobre la hierba, no fue su suerte la que quedó sellada, sino su mente. Sí, yo podía enseñarle a vestir ropas elegantes y a hablar diversas lenguas, a amar a Bianca y a bailar con ella al son de una música lenta y exquisitamente rítmica, a conversar sobre filosofía y a escribir poemas. Pero su alma sólo reconocía como sagrado aquel arte antiguo y al hombre que se dedicaba a emborracharse día y noche junto al Dniéper en Kíev. Y yo, pese a mi inmenso poder y a mis lisonjas, no podía sustituir a su padre en el corazón de Amadeo.

¿Por qué me sentía tan celoso? ¿Por qué me dolía tanto ese hecho?

Amaba a Amadeo como había amado a Pandora. Lo amaba como había amado a Botticelli. Amadeo se hallaba entre los grandes amores de mi larga existencia.

Traté de olvidar mis celos o, cuando menos, ignorarlos. A fin de cuentas, ¿qué iba a hacer? ¿Recordarle su viaje y atormentarlo con mis preguntas? No podía.

Pero presentí que esas preocupaciones eran peligrosas para mí, un inmortal. Jamás me había sentido tan atormentado y mermado debido a ese tipo de emociones. Había supuesto que Amadeo, el bebedor de sangre, trataría a su familia con cierto distanciamiento, pero no había ocurrido así.

Confieso que mi amor por Amadeo se veía afectado por mi trato con mortales, cuya compañía buscaba afanosamente, pues él seguía sintiéndose tan unido a ellos que le llevaría siglos adquirir el distanciamiento de los mortales que yo había experimentado la misma noche que me había transformado en vampiro.

Amadeo no había pasado por la experiencia de un bosque druídico y de un azaroso viaje a Egipto, ni había tenido que rescatar al Rey y a la Reina.

Mientras cavilaba rápidamente en ello, decidí no confiarle el misterio de los que debían ser custodiados, aunque en más de una ocasión se me había ocurrido hacerlo.

Es posible que, antes de transformarlo en un bebedor de sangre, hubiera pensado vagamente en llevarlo una vez al santuario, en rogarle a Akasha que lo recibiera, como había recibido en una ocasión a Pandora.

Pero en esos momentos cambié de parecer. Era preciso que Amadeo progresara como bebedor de sangre, que se perfeccionara, que adquiriera una mayor sabiduría.

¿Acaso no se había convertido para mí en un compañero y un consuelo mayores de lo que jamás había soñado? Aunque de vez en cuando se pusiera de mal humor, seguía a mi lado. Aunque de vez en cuando sus ojos aparecieran apagados, como si los deslumbrantes colores de mis pinturas no le impresionaran, ¿no lo tenía siempre a mano?

Sí, durante unos días después de nuestro viaje a Rusia apenas despegó los labios, pero yo sabía que ese estado de ánimo pasaría y no me equivoqué.

Al cabo de unos pocos meses, dejó de mostrarse distante y hosco y volvió a ser mi compañero de siempre, a acompañarme a las fiestas y los bailes ofrecidos por insignes ciudadanos a los que yo acostumbraba asistir, a escribir poemas breves dedicados a Bianca y a discutir con ella sobre varias pinturas que yo había realizado últimamente.

¡Ah, Bianca! ¡Cuánto la amábamos los dos! A menudo yo escrutaba su mente para cerciorarme de que no tenía la menor sospecha de que Amadeo y yo no éramos seres humanos.

Bianca era el único ser mortal a quien yo permitía entrar en mi estudio, pero, como es natural, no podía trabajar con la velocidad y la fuerza habituales cuando ella estaba presente. Tenía que alzar un brazo mortal para sostener el pincel, pero el esfuerzo merecía la pena con tal de oír los gratos comentarios que intercambiaba con Amadeo, quien también percibía en mis obras un propósito oculto que no poseían.

Todo marchaba sobre ruedas hasta que una noche, al deslizarme solo por el tejado de mi palacio, pues había dejado a Amadeo en compañía de Bianca, presentí que un mortal muy joven me observaba desde el tejado del palacio situado al otro lado del canal.

Me había deslizado tan rápidamente que ni siquiera Amadeo podría haberme visto, pero ese lejano mortal había advertido mi presencia, y al tiempo que reparé en ello, comprendí otras cosas.

Era un espía mortal que sospechaba que yo no era humano. Un espía mortal que llevaba cierto tiempo observándome.

Jamás había experimentado una amenaza tan seria a mi intimidad. Como es natural, me sentí tentado de deducir en el acto que mi vida en Venecia había fracasado. Cuando pensaba que había logrado engañar a toda una ciudad, alguien había descubierto mi artimaña.

Pero ese joven mortal no tenía nada que ver con la alta sociedad que yo frecuentaba. Lo supe tan pronto como penetré en su mente. No era un veneciano insigne, un pintor, un poeta o un alquimista, y menos aún un miembro del Gran Consejo de Venecia. Era un ser muy extraño, un experto en materias sobrenaturales que se dedicaba a espiar a criaturas como yo.

¿Qué significaba eso? ¿Qué hacía ese mortal allí? En esos momentos, decidido a encararme con él y aterrorizarlo, me acerqué al borde de la azotea y lo miré a través del canal. Vi una silueta corpulenta que trataba de arrebujarse en su capa, a un hombre que se sentía al mismo tiempo atemorizado y fascinado.

Sí, sabía que yo era un bebedor de sangre. Es más, me había aplicado el calificativo de vampiro. Llevaba vigilándome varios años. Me había espiado en los suntuosos aposentos y salones de baile venecianos, lo que achaqué a una imprudencia por mi parte. La noche que había abierto por primera vez mi casa a los ciudadanos de Venecia, él había estado presente.

Esos datos me los facilitó su mente con relativa facilidad, por supuesto sin que el joven se percatara, y yo le envié a mi vez un mensaje muy directo mediante el don de la mente:

Esto es una locura. Si te entrometes en mi vida, morirás. No volveré a advertírtelo. Aléjate de mi casa. Abandona Venecia. ¿Merece la pena que sacrifiques tu vida para averiguar lo que deseas saber sobre mí? Observé que mi mensaje le sobresaltaba. Luego, ante mi estupefacción, recibí un claro mensaje de él:

No pretendemos lastimarte. Somos simples estudiosos. Ofrecemos comprensión y cobijo. Observamos y estamos siempre presentes. Luego huyó despavorido del tejado.

Le oí con claridad bajar por la escalera del palacio y salir al canal, donde se montó en una góndola y desapareció. Al subir a la embarcación, pude verlo con cierta nitidez.

Era un hombre alto, delgado, de tez pálida, un inglés vestido con un severo traje negro. Estaba muy asustado. Cuando la góndola se alejó, no se atrevió siquiera a alzar la vista.

Permanecí en la azotea largo rato, sintiendo el grato viento y reflexionando en el silencio qué debía hacer sobre ese extraño descubrimiento. Pensé en el claro mensaje que el joven mortal me había enviado a través del poder de su mente.

¿Unos eruditos? ¿Qué clase de eruditos? Pensé en el resto de sus palabras. Era un asunto realmente insólito.

No exagero al decir que me sentía totalmente desconcertado.

Pensé que en algunos momentos de mi dilatada vida su mensaje me habría parecido irresistible, debido a mi intensa soledad y mis ansias de hallar a alguien que me ofreciera comprensión.

Pero en estos momentos en que la mejor sociedad de Venecia me abría sus puertas no sentía esa necesidad. Tenía a Bianca cuando me apetecía charlar sobre la obra de Bellini o de mi amado Botticelli. Tenía a Amadeo, con quien compartía mi tumba dorada.

Estaba disfrutando de una época ideal. Me pregunté si para un mortal existía una época ideal. Me pregunté si se correspondería con la plenitud de la vida de los mortales, esos años en que te sientes más fuerte y ves con mayor claridad, cuando confías plenamente en los demás y tratas de alcanzar una dicha perfecta.

Botticelli, Bianca, Amadeo… Ésos eran los amores de mi época ideal.

No obstante, el joven inglés me había hecho una promesa sorprendente. «Ofrecemos comprensión y cobijo. Observamos y estamos siempre presentes».

Decidí no hacer caso, observar el desarrollo de los acontecimientos sin dejar que me impidieran gozar de la vida en lo más mínimo.

Con todo, durante las semanas sucesivas agucé el oído por si oía alguna señal de ese extraño personaje, el erudito inglés; me mantuve atento por si observaba algún indicio de su presencia mientras participábamos en los fastuosos acontecimientos sociales de rigor.

Llegué incluso a interrogar a Bianca sobre ese personaje, y advertí a Vincenzo que se mostrara muy cauto, pues era posible que ese hombre tratara de entablar conversación con él.

La respuesta de Vincenzo me dejó atónito.

Ese individuo, un inglés alto y delgado, muy joven, aunque con el pelo entrecano, se había presentado en casa.

Había preguntado a Vincenzo si su amo desearía adquirir ciertos libros raros.

—Eran libros sobre magia —dijo Vincenzo, temiendo que me enfadara con él—. Le dije que, si quería venderle unos libros, tenía que traerlos y dejarlos para que usted los examinara.

—Haz memoria. ¿De qué más hablasteis?

—Le dije que usted poseía muchos libros, que visitaba asiduamente a los libreros. Él vio las pinturas en la entrada y me preguntó si las había pintado usted.

Al responder, traté de emplear un tono tranquilizador. —Y respondiste que, en efecto, las había pintado yo, ¿no es así? —Sí, señor. Lo lamento mucho, no debí decir eso. Ese hombre quería adquirir una pintura, pero le dije que era imposible.

—No importa. Pero ándate con cuidado con ese hombre. No le des más explicaciones. Si le ves, infórmame de inmediato.

Di media vuelta para alejarme, pero se me ocurrió otra pregunta y, al volverme, vi que mi querido Vincenzo estaba deshecho en lágrimas. Por supuesto, me apresuré a asegurarle que siempre me había servido perfectamente y que no debía preocuparse por nada. Pero luego le pregunté:

—¿Qué impresión te causó ese hombre? ¿Buena o mala? —Yo creo que buena —respondió Vincenzo—, aunque ignoro qué tipo de magia pretendía venderle. Sí, yo diría que buena, muy buena, aunque no sabría explicarle por qué. Emanaba cierta bondad. Y le gustaron las pinturas. Las elogió mucho. Se mostró educado y un tanto serio para ser tan joven. Tenía aspecto de erudito.

—Con eso me basta —dije. Sí, era más que suficiente. Por más que le busqué por toda la ciudad, no di con ese hombre. Pero no sentí temor alguno.

Al cabo de dos meses, me encontré, en unas circunstancias muy curiosas, con el individuo de marras.

Había asistido a un suntuoso banquete y me hallaba sentado a la mesa, rodeado de un gran número de venecianos borrachos y contemplando a los jóvenes que ejecutaban ante nosotros un medido y parsimonioso baile.

La música era deliciosa y la luz de las lámparas lo bastante intensa para conferir a la gigantesca estancia un resplandor encantador.

Hacía un rato habíamos presenciado unos magníficos espectáculos de acróbatas y cantantes, y me sentía ligeramente aturdido.

Pensaba de nuevo en que aquélla era mi época ideal. Pensaba escribirlo en mi diario cuando regresara a casa.

Mientras me hallaba sentado a la mesa, me apoyé sobre el codo derecho y empecé a deslizar distraídamente los dedos de la mano izquierda por el borde de la copa, de la que de vez en cuando fingía beber un trago.

En éstas apareció a mi izquierda el inglés, el erudito.

—Marius —dijo suavemente, en un latín de lo más depurado—, te ruego que no me consideres un entremetido, sino tu amigo. Hace tiempo que te vengo observando de lejos.

Sentí un profundo escalofrío. Me quedé estupefacto en el sentido estricto del término. Me volví y observé que tenía sus francos y perspicaces ojos clavados en mí.

De nuevo, su mente transmitió a la mía con toda claridad un mensaje sin palabras:

Ofrecemos cobijo. Ofrecemos comprensión. Somos unos estudiosos. Observamos y siempre estamos presentes.

Sentí de nuevo un profundo escalofrío que me recorrió todo el cuerpo. Todas las personas que me rodeaban estaban ciegas salvo él. Él sabía qué era yo.

El extraño me entregó una moneda de oro circular en la que aparecía grabada una palabra:

Talamasca.

Examiné la moneda, tratando de ocultar mi desconcierto.

—¿Qué significa esto? —le pregunté educadamente en un latín no menos clásico.

—Somos una orden —dijo, expresándose en un latín fluido y encantador—. Así nos llamamos. Pertenecemos a la orden de Talamasca. Hace tanto que existimos que desconocemos nuestros orígenes y por qué nos llamamos de esa forma. —Hablaba con calma—. Pero nuestro propósito en cada generación es bien claro. Tenemos nuestras normas y nuestras tradiciones. Observamos a aquellos a quienes otros desprecian y persiguen. Conocemos secretos que incluso los más supersticiosos se niegan a creer.

Su voz y sus modales eran extremadamente elegantes, pero el poder de la mente que había detrás de sus palabras era muy potente. Demostraba una seguridad en sí mismo apabullante. Calculé que no tenía más de veinte años.

—¿Cómo has dado conmigo? —pregunté.

—Vigilamos constantemente —respondió en tono quedo—. Te observábamos cuando te quitabas la capa roja y te iluminaba la luz de las antorchas o la luz de estancias como ésta.

—Ah, de modo que habéis empezado a seguirme la pista en Venecia —dije—. Qué torpe he sido.

—Sí, aquí en Venecia —contestó él—. Uno de nosotros te vio y escribió una carta a nuestra casa matriz en Inglaterra. Me enviaron a mí para que me asegurara de quién eras y a qué te dedicabas. Después de haberte visto en tu casa, comprendí la verdad.

Me recliné en la silla y le observé detenidamente. Vestía un elegante traje de terciopelo color tostado y una capa forrada de armiño, y lucía unos sencillos anillos de plata en los dedos. Llevaba el pelo, rubio salpicado de gris, largo y peinado de forma austera. Sus ojos eran del mismo color gris que su pelo. Tenía la frente alta y desprovista de arrugas. Daba la impresión de estar limpio como los chorros del oro.

—¿Y qué verdad es ésa? —pregunté tan suavemente como pude—. ¿Qué es lo que crees saber de mí?

—Que eres un vampiro, un bebedor de sangre —respondió sin vacilar, con la misma cortesía y sin perder la compostura—. Has vivido durante siglos, aunque no puedo adivinar tu edad. Me gustaría que me la dijeras. No has cometido ninguna torpeza. Soy yo quien me he afanado en saludarte.

Era encantador hablar en latín antiguo. Sus ojos, en los que se reflejaba la luz de las lámparas, mostraban un sincero entusiasmo atemperado por su dignidad.

—Entré en tu casa cuando estaba abierta —dijo—. Acepté tu hospitalidad. ¡Daría lo que fuera por saber cuánto tiempo has vivido y lo que has visto!

—¿Y qué harías si conocieras esos datos, si accediera a revelártelos? —pregunté.

—Consignarlos en nuestros archivos. Difundirlos. Dejar constancia de que lo que algunos afirman que es leyenda es verdad. —Tras una pausa, el extraño agregó—: Una verdad magnífica.

—Pero ya dispones de un dato que consignar en tus archivos, ¿no es así? —pregunté—. Puedes dejar constancia de que me has visto aquí. Desvié lentamente la vista de él y la fijé en los bailarines que había ante nosotros. Luego me volví de nuevo hacia él y comprobé que había seguido, obediente, la dirección de mi mirada.

El extraño contempló a Bianca mientras ésta describía un pulcro círculo en el modulado baile, sosteniendo la mano de Amadeo, que la miraba, risueño, con la luz reflejada en las mejillas. Parecía de nuevo una muchacha mientras bailaba al son de aquella música tan dulce y Amadeo la miraba arrobado.

—¿Y qué más ves aquí, mi docto estudioso de Talamasca? —pregunté.

—A otro —contestó, mirándome de nuevo sin temor—. Un jovencito de gran belleza, que era humano la primera vez que lo vi y que ahora está bailando con una mujer joven que quizá se transforme también dentro de poco en vampiro.

Al oír esto, el corazón empezó a palpitarme con violencia. Sentí sus latidos en la garganta y en los oídos.

Pero el extraño no pretendía juzgarme. Por el contrario, se abstuvo de emitir juicio alguno, y durante unos momentos me limité a escrutar su joven mente para asegurarme de que no me equivocaba.

—Discúlpame —dijo, meneando la cabeza—. Nunca he tenido un trato estrecho con un ser como tú. Confío en tener tiempo de escribir en un pergamino lo que he visto aquí esta noche, aunque te juro por mi honor y el honor de la orden que, si permites que salga de aquí con vida, no escribiré nada hasta que llegue a Inglaterra y mis palabras no te perjudicarán.

Desterré de mis oídos la música dulce y seductora para concentrarme en su mente. Al escudriñarla, no encontré en ella nada salvo lo que acababa de decirme, y detrás de esas palabras, una orden de estudiosos tal como había descrito, un extraordinario grupo de hombres y mujeres cuyo afán era saber en lugar de destruir.

Vi a una docena de seres increíbles que se dedicaban a ofrecer cobijo a quienes eran capaces de leer el pensamiento de la gente, a los que adivinaban el futuro con asombrosa precisión a través de las cartas y a otros que se exponían a morir en la hoguera acusados de brujería. Y detrás de eso, unas bibliotecas en las que habían sido restituidos los libros antiguos de magia.

Me parecía imposible que en esa era cristiana pudiera existir esa fuerza secular.

Tomé la moneda de oro que tenía grabada la palabra «Talamasca» y me la guardé en un bolsillo. Luego tomé al extraño de la mano.

Observé que estaba aterrorizado.

—¿Crees que me propongo matarte? —pregunté suavemente.

—No, no creo que lo hagas —contestó—. Pero llevo estudiándote tanto tiempo y con tanto cariño que no lo sé con seguridad.

—¿Con cariño? —pregunté—. ¿Cuánto tiempo hace que tu orden conoce la existencia de nuestra especie? —pregunté, sosteniendo su mano con firmeza.

De improviso, en su frente alta y despejada aparecieron unas expresivas arrugas.

—Desde siempre, ya te he dicho que es una orden muy antigua.

Pensé unos momentos en su respuesta, sin soltarle la mano. Escruté de nuevo su mente y comprobé que no mentía. Miré a los bailarines que se deslizaban por el salón decorosamente y dejé que la música volviera a inundarme, como si este episodio extraño y turbador no se hubiera producido nunca.

Entonces le solté la mano lentamente.

—Vete —dije—, márchate de Venecia. Te concedo un día y una noche para que la abandones. No te quiero aquí conmigo.

—Lo comprendo —respondió con gratitud.

—Me has observado durante demasiado tiempo —dije en tono de reproche. Pero el reproche iba dirigido contra mí—. Sé que has escrito unas cartas a tu casa matriz describiéndome. Lo sé porque yo lo hubiera hecho en tu lugar.

—Sí, te he estado estudiando —repitió—. Pero lo he hecho sólo para quienes desean conocer más detalles sobre el mundo y todas sus criaturas. Nosotros no perseguimos a nadie. Mantenemos nuestros secretos a buen recaudo de quienes no dudarían en utilizarlos para hacer daño.

—Escribe lo que quieras —dije—, pero vete y no permitas que los miembros de tu orden vuelvan a poner los pies en esta ciudad.

Cuando el joven mortal se disponía a levantarse de la mesa, le pregunté su nombre. Como suele ocurrirme, no había podido apartarlo de mi mente.

—Raymond Gallant —respondió suavemente—. Si alguna vez deseas ponerte en contacto conmigo…

—Jamás —mascullé bruscamente.

Él asintió, pero se resistía a marcharse con ese mal sabor de boca y dijo:

—Escríbeme al castillo cuyo nombre aparece grabado en el reverso de la moneda.

Le observé abandonar el salón de baile. No era un hombre que llamara la atención; uno se lo imaginaba trabajando con discreto tesón en una biblioteca donde todo estaba manchado de tinta. Pero tenía una cara maravillosamente atrayente. Me quedé sentado a la mesa, cavilando, charlando de vez en cuando con los otros cuando no tenía más remedio, asombrado de que ese mortal hubiera conseguido aproximarse tanto a mi persona.

¿Acaso me había vuelto descuidado? ¿Estaba tan enamorado de Amadeo y de Bianca que no prestaba atención a simples detalles que deberían ponerme sobre aviso? ¿Me habían separado las espléndidas pinturas de Botticelli de mi inmortalidad?

No lo sabía, pero lo cierto era que lo que había hecho Raymond Gallant tenía una explicación relativamente sencilla.

Me hallaba en una habitación llena de mortales y él era uno de ellos, y quizá conocía el medio de controlar su mente con el fin de ocultar sus pensamientos. Por lo demás, ni su talante ni su rostro indicaban amenaza alguna.

No obstante, todo era muy sencillo, y cuando regresé a mi dormitorio me sentí lo bastante calmado para escribir vanas páginas sobre el episodio en mi diario, mientras Amadeo dormía como un ángel tendido en el lecho de tafetán rojo.

¿Debía temer a ese joven que sabía dónde habitaba? No me lo parecía. No presentía ningún peligro. Creía lo que me había dicho.

De pronto, un par de horas antes de que amaneciera, se me ocurrió un pensamiento trágico.

¡Tenía que volver a ver a Raymond Gallant! ¡Tenía que hablar con él! Me había comportado como un estúpido.

Salí del palacio en plena noche, dejando a Amadeo acostado.

Busqué al estudioso inglés por toda Venecia, registrando un palacio tras otro con el poder de mi mente.

Por fin llegué a una modesta vivienda situada muy lejos de los palacios del Gran Canal. Bajé la escalera tras deslizarme por el tejado y llamé a su puerta.

—Ábreme, Raymond Gallant —dije—. Soy Marius, no voy a lastimarte.

No hubo respuesta. Pero yo sabía que le había dado un susto de muerte.

—Podría tirar la puerta abajo, Raymond Gallant, pero no tengo ningún derecho a hacerlo. Responde, te lo ruego. Ábreme la puerta.

Por fin descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Al entrar, vi que era una pequeña habitación, cuyos muros estaban insólitamente húmedos. Había un modesto escritorio, un baúl, un montón de ropa y, apoyado en la pared, un pequeño cuadro que yo había pintado hacía varios meses y que confieso que había desechado.

La habitación estaba atestada de velas, por lo que el joven estudioso pudo verme con claridad.

Se apartó de mí como un chiquillo asustado.

—Quiero que me digas una cosa, Raymond Gallant —le espeté de inmediato, tanto para satisfacer mi curiosidad como para tranquilizarlo.

—Haré lo que pueda para complacerte, Marius —respondió con voz trémula—. ¿Qué quieres saber de mí?

—No es difícil de imaginar —contesté. Eché un vistazo a mi alrededor. No había una sola silla en la que sentarse. ¡Qué le íbamos a hacer!—. Me dijiste que siempre habéis sabido que existíamos.

—Así es —repuso. Temblaba violentamente—. Yo… me disponía a abandonar Venecia —se apresuró a explicarme—, tal como me ordenaste.

—Ya lo veo, y te lo agradezco. Pero permite que te formule la pregunta —dije pausadamente—. Durante tus años de estudio —proseguí—, ¿oíste hablar alguna vez de una bebedora de sangre, una vampiro, una mujer con una cabellera larga y castaña, alta, bien formada, una mujer que se convirtió en vampiro en la plenitud de su madurez en lugar de en la flor de su juventud…, una mujer de mirada perspicaz que por las noches deambula sola por las calles.

Impresionado por esa descripción, el joven desvió los ojos unos instantes mientras trataba de asimilar mis palabras.

—Pandora —dijo, mirándome de nuevo.

Hice una mueca de dolor. No pude evitarlo. No me podía hacer el digno con él. Sentí como si me hubiera asestado un puñetazo en el pecho.

Sentí una emoción tan intensa que me alejé unos pasos, volviéndome de espaldas a él para que no advirtiera la expresión de mi rostro.

¡Conocía su nombre!

Por fin me volví.

—¿Qué sabes de ella? —pregunté, escudriñando su mente mientras hablaba para comprobar si decía la verdad.

—En la antigua Antioquía —respondió— existían unas palabras, talladas en piedra, que decían: «Pandora y Marius, bebedores de sangre, vivían antaño juntos y felices en esta casa».

No pude responderle. Pero aquello se refería al pasado, al amargo y triste pasado, cuando yo la había abandonado. Y ella, herida, debía de haber escrito esas palabras en la piedra.

El hecho de que él y los otros estudiosos hubieran hallado ese vestigio hizo que me sintiera humilde y respetuoso de lo que representaba esa orden.

—Pero ¿qué sabes de ella ahora? —insistí—. ¿Cuándo averiguaste su existencia? Cuéntamelo todo.

—Algunos afirman haberla visto en el norte de Europa —respondió. Su voz ya no temblaba, pero todavía se mostraba intimidado—. En cierta ocasión vino a vernos un joven vampiro, un bebedor de sangre, uno de esos que no soportan la transformación…

—Sí, ya lo sé —dije—. Prosigue. Nada de lo que dices me ofende. Continúa, por favor.

—Ese joven vino a vernos con la esperanza de que poseyéramos una magia capaz de suprimir su transformación y restituirle su vida mortal y su alma inmortal…

—¿Y os habló de ella? ¿Es eso lo que vas a decirme? —Precisamente. Lo sabía todo sobre ella. Nos dijo su nombre. Afirmó que era una diosa entre los vampiros. No había sido ella quien le había transformado, sino que, al encontrarse con él, se había mostrado apenada por su suerte y le escuchó mientras le contaba sus cuitas y se desahogaba. Ese joven la describió tal como has hecho tú. Nos habló de las ruinas en Antioquía donde hallaríamos las palabras que ella había esculpido en la piedra. Ella le había hablado de ti, y así fue como averiguamos tu nombre. Marius, un ser alto con los ojos azules. Marius, cuya madre provenía de la Galia y cuyo padre era romano. El estudioso se detuvo, sin atreverse a continuar. —Continúa, te lo suplico —dije.

—Ese joven vampiro ha desaparecido, destruido por voluntad propia, sin nuestra intervención. Se expuso al sol del mediodía.

—¿Dónde conoció a Pandora? —pregunté—. ¿Dónde le relató sus cuitas? ¿Cuándo ocurrió eso?

—Yo ya estaba en este mundo —respondió el estudioso—, aunque no vi personalmente a ese bebedor de sangre. Por favor, no me agobies. Trato de explicarte cuanto sé. El joven vampiro dijo que Pandora andaba siempre errante por los países septentrionales, como te he dicho, pero disfrazada de mujer rica, con un compañero asiático, un bebedor de sangre de gran belleza y temible crueldad que la tenía sometida y la forzaba todas las noches a hacer cosas que ella no quería hacer.

—¡Esto es insoportable! —exclamé—. Continúa, ¿a qué países septentrionales te refieres? No consigo adivinar tu pensamiento antes de oír tus palabras. Dime lo que os contó ese joven. —No sé qué países ha recorrido Pandora —contestó. Mi vehemencia le irritaba.

—Ese joven amaba a Pandora. Creía que ella acabaría rechazando al asiático, pero no fue así. Desesperado por este fracaso, el joven vampiro siguió su camino, alimentándose del populacho de una pequeña población alemana, hasta que al poco tiempo tropezó con nosotros y cayó en nuestros brazos.

El estudioso se detuvo para armarse de valor y serenar su voz antes de proseguir.

—Una vez instalado en nuestra casa matriz, el joven vampiro nos hablaba constantemente de Pandora, pero insistiendo siempre en lo mismo: su dulzura y la crueldad del asiático con el que no era capaz de romper.

—¿Bajo qué nombres viajaban Pandora y su compañero? —le pedí—. Debían de utilizar nombres mortales, pues de otra forma no habrían podido vivir como mortales ricos. Dime esos nombres.

—No lo sé —contestó el estudioso. Armándose de valor, agregó—: Dame tiempo y quizá consiga obtenerlos. Aunque, sinceramente, no creo que la orden me proporcione esa información para dártela a ti.

Desvié de nuevo la mirada. Alcé la mano para cubrirme los ojos. ¿Qué gesto hace un hombre mortal en momentos como ésos? Crispé la mano derecha y sostuve mi brazo derecho firmemente con la mano izquierda. Pandora vivía. ¿No me contentaba con eso? ¡Estaba viva! Los siglos no la habían destruido. ¿No era eso suficiente?

Me volví y le miré. Seguía de pie ante mí, derrochando valor, aunque le temblaban las manos.

—¿Cómo es que no te inspiro temor? —murmuré—. ¿No temes que vaya a tu casa matriz y busque yo mismo esa información?

—Puede que no sea necesario que lo hagas —se apresuró a responder—. Quizá yo mismo pueda obtenerla, dado que estás empeñado en conseguirla, aunque ello suponga romper mis votos. No fue Pandora quien buscó refugio en nuestra casa.

—Un argumento propio de un abogado —repliqué—. ¿Qué más puedes decirme? ¿Qué más le contó Pandora a ese joven vampiro?

—Nada —contestó el estudioso.

—De modo que ese joven os habló de Marius, cuyo nombre conocía por habérselo dicho Pandora… —insistí.

—Sí, y luego descubrimos que estabas aquí, en Venecia. ¡Ya te lo he contado todo!

Me aparté de nuevo. El joven mortal estaba cansado de mí y tan atemorizado que parecía a punto de perder los nervios.

—Te lo he dicho todo —repitió en tono grave.

—Ya lo sé —dije—. Veo que eres capaz de guardar un secreto pero incapaz de decir una mentira.

El estudioso no dijo nada.

Saqué la moneda de oro del bolsillo, la que él me había dado, y leí la palabra inscrita:

Talamasca.

Le di la vuelta a la moneda.

En el reverso aparecía grabado el dibujo de un castillo fortificado, y debajo de él, el nombre: Lorwich, East Anglia.

Alcé la vista.

—Te doy las gracias, Raymond Gallant.

Él asintió con la cabeza.

—Marius —dijo de pronto, como si se armara de valor para lo que iba a decir—, ¿no podrías enviarle un mensaje a Pandora a través de la distancia?

Negué con la cabeza.

—Yo la convertí en una bebedora de sangre y su mente ha permanecido cerrada para mí desde el principio. Al igual que la del hermoso joven a quien viste bailar esta noche. El creador y su criatura no pueden adivinar los pensamientos el uno del otro.

Gallant rumió mis palabras con calma, como si habláramos de asuntos humanos.

—Pero sin duda puedes enviar con tu poderosa mente el mensaje a otros, que quizá la vean y le comuniquen que andas buscándola y dónde te encuentras.

Entre nosotros se produjo un momento singular.

¿Cómo podía confesarle que me sentía incapaz de rogarle a Pandora que regresara a mi lado? ¿Cómo podía confesarme a mí mismo que tenía que tropezarme con ella, estrecharla entre mis brazos y obligarla a mirarme, que una vieja disputa me separaba de ella? No podía confesarme a mí mismo esas cosas.

Lo miré. Gallant, tras haber recobrado la serenidad, me observaba con atención, claramente fascinado por mí.

—Márchate de Venecia, por favor —dije—, tal como te he pedido que hicieras. —Abrí mi talego y deposité una generosa cantidad de florines de oro sobre su escritorio, como había hecho en dos ocasiones con Botticelli—. Acéptalo —dije—, por las molestias. Márchate y escríbeme cuando puedas.

El estudioso asintió de nuevo. Sus ojos claros mostraban una expresión franca y determinada, su rostro juvenil, una deliberada calma.

—Será una carta ordinaria —dije—, enviada a Venecia por correo ordinario, pero contendrá una información maravillosa, pues confío hallar en ella datos sobre una criatura a la que no he abrazado desde hace más de mil años.

Mis palabras le sorprendieron, aunque no me explico el motivo, pues sin duda conocía la edad de las piedras de Antioquía. Pero observé que el impacto de mis palabras le recorrió todo el cuerpo.

—¿Qué he hecho? —pregunté en voz alta, aunque no me dirigía a él—. Dentro de poco abandonaré Venecia, debido a ti y a muchas cosas. Porque no puedo cambiar y, por lo tanto, no puedo seguir haciéndome pasar por mortal. Partiré pronto a causa de la joven mujer que has visto esta noche bailando con mi joven aprendiz, pues me he jurado no transformarla. No obstante, debo reconocer que he desempeñado mi papel aquí a la perfección. Escríbelo en tus crónicas. Describe mi casa tal como la has visto, llena de pinturas y lámparas, llena de música y risas, llena de alegría y calor.

El joven mortal mudó de expresión. Parecía triste, nervioso, aunque no movió un músculo, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Qué sabio parecía, pese a sus pocos años. Qué extraordinariamente compasivo.

—¿Qué ocurre, Raymond Gallant? —pregunté—. ¿Cómo es posible que llores por mí? Explícamelo.

—Marius —respondió—, en la orden de Talamasca me dijeron que eras hermoso y hablabas con la lengua de un ángel y un demonio.

—¿Dónde está el demonio, Raymond Gallant?

—Ahí me has pillado. No he oído al demonio. Por más que me he esforzado en creer que existía, no lo he oído. Tienes razón.

—¿Has visto al demonio en mis pinturas, Raymond Gallant?

—No, no lo he visto, Marius.

—Dime qué has visto.

—Un talento increíble y unos colores maravillosos —respondió sin titubear un momento, como si estuviera convencido de lo que decía—. Unas figuras prodigiosas y una gran inventiva que encandila a todo el mundo.

—¿Soy mejor que el florentino Botticelli? —pregunté.

Su rostro se ensombreció y frunció ligeramente el entrecejo.

—Permite que yo responda por ti —dije—. No soy mejor.

El estudioso asintió con la cabeza.

—Reflexiona —dije—. Soy inmortal, y Botticelli es tan sólo un hombre. Pero ¿qué prodigios ha realizado Botticelli?

No podía permanecer un instante más en ese lugar, pues me resultaba demasiado doloroso.

Extendí ambas manos y le tomé suavemente la cabeza antes de que él pudiera impedírmelo. Gallant alzó las manos y me sujetó las mías, pero no consiguió hacer que le soltara.

Me acerqué a él y murmuré:

—Deja que te haga un regalo, Raymond. Préstame atención. No te mataré. No te haré daño. Sólo deseo enseñarte mis colmillos y la sangre vampírica, y si me lo permites (observa que te pido permiso), depositaré una gota de mi sangre sobre tu lengua.

Abrí la boca para mostrarle mis colmillos. Sentí que su cuerpo se tensaba y pronunció una desesperada oración en latín.

Me corté la lengua con los dientes, como había hecho cientos de veces con Amadeo.

—¿Deseas esta sangre? —pregunté.

Gallant cerró los ojos.

—No puedo tomar esa decisión por ti. ¿Aceptas esta lección?

—¡Sí! —musitó, aunque su mente decía no.

Oprimí la boca contra la suya en un ardiente beso. Le transmití mi sangre. De pronto, sufrió una convulsión.

Cuando le solté, apenas se sostenía en pie. Pero ese hombre no era un cobarde. Agachó la cabeza durante unos instantes y luego me miró con los ojos empañados.

Se quedó abstraído durante unos momentos, que yo dejé que transcurrieran pacientemente.

—Gracias, Raymond —dije, disponiéndome a marcharme a través de la ventana—. Escribe y cuéntame todo cuanto averigües sobre Pandora. Si no puedes, lo comprenderé.

—No nos consideres nunca tus enemigos, Marius —se apresuró a contestar.

Tras estas palabras, desaparecí.

Regresé a mi estudio-dormitorio, donde Amadeo seguía durmiendo como si estuviera ebrio de vino, cuando sólo había ingerido sangre mortal. Me entretuve escribiendo un rato en mi diario. Traté de describir atinadamente la conversación que acababa de tener lugar. Traté de describir la orden de Talamasca basándome en lo que Raymond Gallant me había revelado.

Pero, al cabo de unos minutos, empecé a escribir el nombre de Pandora una y otra vez, estúpidamente: Pandora… Luego apoyé la cabeza sobre los brazos y soñé con ella y le susurré al oído en sueños.

Pandora en los países septentrionales. Pero ¿qué países? ¿Qué significaba eso?

Si me tropezaba con su compañero asiático, no vacilaría en darle su merecido; la libraría rápida y brutalmente de su influjo. ¡Pandora! ¿Cómo has dejado que te ocurriera esto? No bien hube formulado esa pregunta, me di cuenta de que me estaba peleando con ella como solíamos hacer antiguamente.

Aquella noche, cuando llegó el momento de abandonar la casa para dirigirnos a nuestro lugar de descanso, hallé a Bianca dormida en mi estudio, acostada sobre un diván tapizado de seda.

—Qué hermosa eres —le dije, besándole con ternura el pelo y oprimiendo su brazo maravillosamente torneado.

—Te adoro —murmuró, y siguió soñando. ¡Mi bella y maravillosa criatura!

Penetramos en la estancia dorada donde nos esperaban nuestros ataúdes. Ayudé a Amadeo a alzar la tapa de su ataúd antes de retirar la del mío.

Amadeo estaba cansado. El baile le había agotado. Pero me susurró algo con voz soñolienta.

—¿Qué has dicho? —le pregunté.

—Cuando llegue el momento, lo harás, le darás a Bianca la sangre vampírica.

—No —repliqué—, deja de hablar de ese tema, me pones furioso.

Amadeo profirió una breve, fría y cruel carcajada.

—Sé que lo harás. La amas demasiado para contemplar cómo se marchita poco a poco.

Insistí en que jamás lo haría.

Luego me acosté en el ataúd, sin imaginar que era la última noche de nuestra vida juntos, la última noche de mi poder supremo, la última noche de Marius el romano, ciudadano de Venecia, pintor y mago, la última noche de mi época ideal.