22

Los siguientes meses transcurrieron en una libertad y una dicha que jamás pude haber imaginado.

Amadeo se convirtió en mi compañero y mi pupilo. Yo le obligaba con amabilidad a aprender todo lo que creía que debía saber. Esto incluía clases de derecho y de gobierno, de historia y de filosofía, aparte de las lecciones que yo le impartía sobre todo lo relativo a los bebedores de sangre, a las que se entregaba con una alegre diligencia que superó mis previsiones más optimistas.

Supuse que, como era joven, preferiría alimentarse de seres inocentes, pero cuando le expliqué que, si lo hacía, los remordimientos destruirían su alma, Amadeo me escuchó con atención y tomó nota de mis consejos acerca de cómo alimentarse de malvados sin dejar que ello ensombreciera su alma.

Se mostró también un alumno deseoso de asimilar las lecciones sobre cómo comportarse en compañía de mortales, y al poco tiempo se sintió lo suficientemente fuerte como para mantener algunas conversaciones con chicos mortales. Era un experto a la hora de engañarlos, igual que yo, y aunque ellos presentían que se había operado un cambio en Amadeo, no sabían qué era ni podían adivinarlo, y no se atrevieron a poner en peligro la paz de nuestro maravilloso hogar planteando sus dudas.

Ni siquiera Riccardo, el mayor de mis aprendices, sospechaba nada, salvo que su maestro era un mago muy poderoso y que su magia había salvado la vida de Amadeo.

Pero nos faltaba enfrentarnos a nuestra querida Bianca, a quien no habíamos visto desde la noche de la terrible enfermedad de Amadeo. Yo sabía que ésa sería su prueba más ardua.

¿Qué pensaría Bianca de la rápida recuperación de Amadeo de su terrible pelea con lord Harlech, y qué pensaría cuando viera a Amadeo con su luminosa tez y su reluciente cabello? ¿Qué pensaría él cuando la mirara a los ojos?

No era ningún secreto para mí que Amadeo la adoraba, que la había amado como la había amado yo. Era preciso que fuéramos a verla; habíamos demorado demasiado tiempo esa visita.

Una tarde, de repente, decidimos visitarla después de habernos alimentado lo suficiente para sentirnos reconfortados y ofrecer un aspecto cálido.

En cuanto entramos en el salón de Bianca, observé cierta tensión en Amadeo por no poder explicarle lo que le había ocurrido. En aquel momento comprendí lo que le costaba guardar ese secreto a pesar de su fuerza, pues todavía era muy joven, incluso débil.

El talante de Amadeo me preocupaba mucho más que la reacción de Bianca, que parecía encantada de comprobar que el chico se había recuperado de su grave percance.

Al verlos juntos, pensé que parecían hermanos. Pensé también en la promesa que había obligado a hacer a Amadeo la noche en que lo había creado, y deseé poder llevármelo aparte para recordársela. Pero nos encontrábamos en el salón de Bianca junto con otros visitantes, rodeados de la acostumbrada cháchara y música.

—Venid a mi alcoba —nos indicó Bianca a Amadeo y a mí. Su hermoso rostro ovalado se mostraba risueño—. Cuánto me alegro de veros. ¿Por qué habéis tardado tanto en venir? Como es lógico, todo el mundo en Venecia sabía que Amadeo se había recuperado y que lord Harlech había regresado a Inglaterra. Deberíais haberme enviado por lo menos una nota.

Me deshice en disculpas. Lo achaqué a mi falta de memoria. Ciertamente, debía haberle escrito una nota, pero me había cegado mi amor por Amadeo. No había pensado en otra cosa.

—Perdóname, Marius —declaró Bianca—. Te lo perdono todo. Pero qué aspecto tan espléndido tiene Amadeo, parece como si jamás hubiera estado enfermo.

Acepté encantado su abrazo, pero observé que Amadeo sufría cuando ella lo besaba, cuando lo tomaba de la mano. No soportaba el abismo que los separaba, pero no tenía más remedio que soportarlo, de modo que no me moví de su lado.

—¿Cómo te van las cosas, mi hermosa enfermera? —le pregunté a Bianca—. Te agradezco que mantuvieras a Amadeo con un hilo de vida hasta que yo llegara. ¿Cómo estáis tú y tus parientes? ¿Felices y contentos?

Bianca soltó una suave y breve carcajada.

—¡Ah, mis parientes! Algunos sufrieron un trágico fin. Tengo entendido que el Gran Consejo de Venecia opina que fueron asesinados por aquellos a quienes obligaban a devolver los préstamos con intereses de usura. Mis parientes no debieron venir a Venecia con esas viles intenciones. Pero yo, como todo el mundo sabe, soy inocente. Me lo han comunicado los propios miembros del Gran Consejo. Y aunque no lo creas, gracias a este asunto soy más rica.

Lo comprendí enseguida. Después del asesinato de sus infames parientes, los que les debían dinero habían hecho a Bianca costosos regalos. Era aún más rica que antes.

—Soy una mujer más feliz —dijo suavemente, mirándome—. Me siento totalmente distinta, pues gozo de una libertad que antes era inconcebible.

No cesaba de mirarnos a Amadeo y a mí con sensualidad. Sentí el deseo que emanaba de ella. Mientras nos observaba, intuí que deseaba alcanzar con ambos una nueva familiaridad. De pronto se me acercó y, abrazándome, me besó.

Yo me apresuré a apartarla, pero eso no hizo sino impulsarla a abrazar a Amadeo, a quien besó en las mejillas y en la boca.

Luego nos indicó que nos acercáramos al lecho.

—Toda Venecia se pregunta sobre mi mago y su aprendiz —dijo Bianca afectuosamente—. Pero ellos acuden a mí, sólo a mí.

Le di a entender con la mirada que sabía que estaba enamorada de mí y que, a menos que me lo impidiera con firmeza, estaba dispuesto a traspasar los límites del decoro, tras lo cual pasé frente a ella y me senté en el lecho. Jamás me había tomado tales libertades con ella, pero conocía sus pensamientos. Amadeo y yo la deslumbrábamos. Nos idolatraba.

Qué hermosa estaba con su luminoso traje de seda y sus joyas.

Bianca se sentó a mi lado, muy cerca de mí, sin mostrar temor alguno por lo que vio en mis ojos.

Amadeo, que observaba asombrado, se apresuró a sentarse a la derecha de Bianca. Aunque se había alimentado en abundancia, noté su sed de sangre, por más que se esforzaba en reprimirla.

—Deja que te bese, mi exquisito tesoro —dije.

Y la besé, contando con la tenue luz y mis dulces palabras para aturdiría. Ella, por supuesto, vio lo que deseaba ver, no algo horrible que era incapaz de comprender, sino a un hombre misterioso que le había prestado un servicio impagable, convirtiéndola, de paso, en una mujer riquísima y libre.

—Mientras yo esté aquí, siempre estarás a salvo, Bianca —le aseguré. La besé tres veces más—. Ayúdame a abrir de nuevo mi casa, Bianca, ofreciendo una comida y diversiones aún más espléndidas. Ayúdame a preparar la fiesta más imponente que jamás haya visto Venecia, con maravillosas representaciones teatrales y música. Ayúdame a llenar mis salones de gente.

—Sí, Marius, te ayudaré —respondió con voz soñolienta, apoyando la cabeza sobre mí—. Lo haré encantada.

La miré a los ojos y luego la besé. Aunque no me atreví a darle ni una gota de mi sangre, le transmití mi gélido aliento y traspasé su mente con mi deseo.

Entretanto, introduje la mano derecha debajo de sus faldas y palpé sus dulces partes íntimas, acariciándola entre las piernas con los dedos, lo que intensificó de inmediato y ostensiblemente su deseo.

Amadeo se mostraba confundido.

—Bésala —murmuré—. Bésala de nuevo.

Amadeo me obedeció, cubriéndola con sus apasionados besos.

Mientras mis dedos la acariciaban con insistencia y los besos de Amadeo se hacían más fervientes, el rostro de Bianca se tiñó de rojo debido a la pasión que la sacudía y se apoyó suavemente en el brazo de Amadeo.

Yo me retiré, besándola en la frente como si fuera una casta doncella.

—Descansa —dije—, y recuerda que estás a salvo de tus malvados parientes. Estaré eternamente en deuda contigo por haber mantenido a Amadeo con vida hasta que yo llegara.

—¿Crees que fue obra mía, Marius —preguntó Bianca—, o de sus extraños sueños? —Luego se volvió hacia Amadeo y añadió—: No cesabas de hablar de unos lugares maravillosos, de unos seres que te ordenaron regresar con nosotros.

—Eran recuerdos atrapados en una red de terror —contestó Amadeo suavemente—. Mucho antes de que renaciera en Venecia, tuve una vida dura y cruel. Fuiste tú quien me hizo regresar de ese amplio margen de conciencia que existe justo al otro lado de la muerte.

Bianca lo miró, desconcertada.

¡Cuánto sufría Amadeo por no poder revelarle en qué se había convertido!

Pero, después de aceptar la explicación de Amadeo, Bianca dejó que la ayudáramos, como si fuéramos sus doncellas, a alisarse la ropa y arreglarse el pelo.

—Debemos irnos —dije—. Dentro de unos días comenzaremos los preparativos de la fiesta. Permite que te envíe a Vincenzo.

—Sí, y esa noche —respondió Bianca— te prometo que tu casa aparecerá más espléndida incluso que el palacio del Dux.

—Princesa mía —dije, besándola.

Bianca regresó junto a sus invitados y Amadeo y yo bajamos apresuradamente la escalera.

Cuando nos montamos en la góndola, Amadeo empezó con sus zalamerías para tratar de convencerme.

—¡Marius, no soporto esta separación de ella, no poder revelárselo!

—¡No quiero oír una palabra más del asunto, Amadeo! —le advertí.

Cuando llegamos al dormitorio y cerramos la puerta, Amadeo rompió a llorar con desconsuelo.

—Me duele no haber podido contarle lo que me ha ocurrido, maestro. Siempre se lo he contado todo. No nuestros secretos íntimos ni lo de los besos de sangre, por supuesto, sino otras cosas. ¡Cuántos ratos he pasado charlando con ella! Con frecuencia iba a verla de día sin que tú lo supieras, maestro. Era mi amiga. Esto es insoportable, maestro. Bianca era mi hermana, maestro. —Sollozaba como un niño pequeño.

—Ya te lo advertí —repliqué, furioso—. ¿A qué viene que te pongas a llorar ahora como una criatura?

Exasperado, le propiné un bofetón.

Amadeo retrocedió debido al impacto, pero sus lágrimas no cesaban de fluir.

—¿No podríamos convertirla en una de nosotros, maestro? ¿No podríamos compartir nuestra sangre vampírica con ella?

Lo así bruscamente por los hombros, pero mis manos no lo atemorizaban. Se quedó tan tranquilo.

—Escúchame, Amadeo. No podemos ceder a ese deseo. He vivido más de mil años sin crear a un bebedor de sangre, y ahora tú, unos meses después de tu transformación, pretendes convertir en vampiro a la primera mortal por la que sientes un amor desmedido.

Amadeo seguía llorando desconsoladamente. Trató de liberarse, pero se lo impedí.

—¡Quiero contarle las cosas que veo con estos ojos nuevos! —murmuró. Por sus juveniles mejillas rodaban unas lágrimas de sangre—. Quiero contarle que el mundo entero me parece distinto.

—Amadeo, debes tener presente el valor de lo que posees y el precio que debes pagar por ello. Te he estado preparando durante dos años para recibir la sangre, pero ahora veo que me precipité al concedértela, sin duda inducido por la espada envenenada de lord Harlech. ¿Por qué quieres revelarle tu poder a Bianca? ¿Porque quieres que sepa lo que te ha ocurrido?

Lo solté y cayó de rodillas junto al lecho, sin dejar de sollozar. Me senté ante el escritorio.

—¿Cuánto tiempo crees que llevo vagando por la Tierra? —pregunté—. ¿Sabes cuántas veces se me ocurrió, en un insensato arrebato de ira, crear a otro bebedor de sangre? Pero no lo hice, Amadeo. Hasta que te conocí. Bianca no se convertirá en una de nosotros.

—¡Se hará vieja y morirá! —murmuró, moviendo los hombros convulsivamente debido a los violentos sollozos—. ¿Por qué tenemos que verlo? ¿Por qué tenemos que presenciarlo? ¿Y qué pensará ella de nosotros a medida que pase el tiempo?

—Basta, Amadeo. No puedes convertir a todo el mundo en lo que tú eres. No puedes crear a un bebedor de sangre tras otro sin conciencia ni imaginación. ¡Es imposible! Todos requieren una preparación, un aprendizaje, una disciplina. Todos requieren una atención esmerada.

Por fin se enjugó las lágrimas. Se levantó y se plantó ante mí. Mostraba una impresionante calma, una dolorida y angustiosa serenidad. Entonces me formuló una pregunta solemne. —¿Por qué me elegiste a mí, maestro? —preguntó. Su pregunta me sobresaltó. Creo que él lo advirtió antes de que yo pudiera ocultarlo. Me chocó estar tan poco preparado para responder a esa pregunta.

De pronto no sentí hacia él la menor ternura, pues en aquellos momentos demostraba una gran fortaleza, parecía muy seguro de sí y de la pregunta que acababa de formularme.

—¿Acaso no me pediste que te concediera la sangre vampírica, Amadeo? —contesté con frialdad. Estaba temblando. Lo amaba profundamente, aunque no quería que lo supiera.

—Sí, señor —respondió en voz baja, sin perder la calma—. Te lo pedí, desde luego, pero después de haber probado tu poder en numerosas ocasiones, ¿no es así? —Tras hacer una pausa, prosiguió—: ¿Por qué me elegiste para darme esos besos? ¿Por qué me elegiste para el don final?

—Porque te amaba —respondí sin más.

Amadeo meneó la cabeza.

—Creo que hay algo más —dijo.

—Entonces dímelo tú —contesté.

Amadeo se acercó y me miró mientras yo permanecía sentado ante mi escritorio.

—Siento un frío intenso dentro de mí —dijo—, un frío procedente de una tierra lejana. Nada consigue eliminarlo, ni siquiera la sangre vampírica. Tú conocías ese frío. Intentaste fundirlo mil veces, transformarlo en algo brillante, pero jamás lo conseguiste. La noche que estuve a las puertas de la muerte, que estaba realmente muñéndome, aprovechaste ese frío para concederme la fuerza suficiente para recibir la sangre.

Asentí con la cabeza. Desvié la mirada, pero Amadeo apoyó una mano en mi hombro.

—Mírame, por favor —dijo—. ¿No es así? —Su rostro estaba sereno.

—Sí —respondí—, así es.

—¿Por qué apartas la cara cuando te hago estas preguntas? —insistió.

—Amadeo, ¿consideras que esta sangre es una maldición? —le pregunté a mi vez.

—No —se apresuró a contestar.

—Piénsalo antes de responder. ¿Crees que es una maldición?

—No —repitió.

—Entonces, deja de interrogarme. No me enojes ni me angusties. Deja que te enseñe lo que debo enseñarte.

Amadeo había perdido la batalla y se apartó de mí. Parecía de nuevo un niño, aunque sus diecisiete años cumplidos como mortal le daban la prestancia de un hombre joven.

Se sentó en el lecho, con las piernas recogidas bajo el cuerpo, y permaneció inmóvil en aquel nido de tafetán y resplandor rojo.

—Llévame de regreso a mi hogar, maestro —dijo—. Llévame de nuevo a Rusia, donde nací. Sé que puedes hacerlo. Tienes el poder y eres capaz de localizar el lugar del que provengo.

—¿Por qué, Amadeo?

—Debo verlo para poder olvidarlo. Debo saber con certeza si era…, cómo era.

Reflexioné largo rato sobre sus palabras antes de responder.

—Muy bien. Cuando me hayas contado todo lo que recuerdas, te llevaré allí y podrás entregarle a tu familia humana el dinero que desees.

Amadeo no respondió.

—Pero debes ocultarles nuestros secretos, como se los ocultamos a todo el mundo.

El chico asintió con la cabeza.

—Después regresaremos.

Volvió a asentir.

—Esto tendrá lugar después de la gran fiesta que Bianca comenzará a preparar dentro de poco. Esa noche, bailaremos aquí con nuestros invitados. Tú bailarás repetidas veces con Bianca. Emplearemos toda nuestra habilidad para pasar por humanos entre nuestros invitados. Cuento contigo, al igual que cuento con Bianca y con Vincenzo. La fiesta dejará impresionada a toda Venecia.

Amadeo esbozó una leve sonrisa y asintió de nuevo con la cabeza.

—Ahora ya sabes lo que quiero de ti —declaré—. Quiero que te muestres más cariñoso con los otros chicos. Quiero que vayas a ver a Bianca con más frecuencia, después de haberte alimentado, por supuesto, para que tu piel esté sonrosada, y que no le reveles nada sobre la magia que te ha salvado.

Amadeo asintió con la cabeza. —Pensé… —murmuró. —¿Qué pensaste?

—Pensé que, cuando recibiera la sangre, lo poseería todo —dijo—, pero ahora sé que no es cierto.