21

En Venecia, durante las horas de luz diurna, dormía en un hermoso sarcófago de granito situado en una cámara oculta, sobre el nivel del agua, en un palacio desierto que me pertenecía.

La habitación, una maravillosa y pequeña celda, estaba revestida de oro e iluminada con antorchas, y una escalera conducía a una puerta que sólo yo podía abrir.

Al salir del palacio había que bajar unos escalones hasta llegar al canal, es decir, suponiendo que uno fuera a pie, lo cual no era mi caso.

Hacía unos meses, había encargado otro sarcófago de igual belleza y peso, para que dos bebedores de sangre pudieran yacer juntos en esa cámara, y de ese lugar de descanso fue de donde la noche siguiente me levanté.

Me percaté en el acto del alboroto que reinaba en mi casa. Oí los lejanos sollozos de los niños y las desesperadas plegarias de Bianca. Todo indicaba que bajo mi techo se había producido una terrible carnicería.

Como es lógico, supuse que tenía que ver con los florentinos que había asesinado. Mientras me dirigí apresuradamente a mi palacio, me maldije por no haber puesto más cuidado en esa espectacular matanza.

Pero no tenía nada que ver con eso.

No fue necesario que nadie me dijera, mientras bajaba rápidamente por la escalera desde el tejado, que un lord inglés, borracho y violento, había irrumpido en mi casa en busca de Amadeo, por quien sentía una pasión prohibida que el mismo Amadeo había alimentado coqueteando con él algunas noches en que yo me hallaba ausente.

Y con la misma certeza y horror comprendí que ese inglés, lord Harlech, había asesinado salvajemente a unos niños de no más de siete años antes de enzarzarse en un duelo con el propio Amadeo.

Como es natural, Amadeo sabía manejar tanto la espada como el puñal y había utilizado ambas armas para pelear contra ese malvado. Había conseguido acabar con lord Harlech, pero no antes de que éste le hubiera herido en la cara y los brazos con una espada envenenada.

Al entrar en el dormitorio, hallé a Amadeo aquejado de una fiebre muy alta. Unos sacerdotes lo rodeaban, mientras Bianca le refrescaba la cara con un paño frío.

En la habitación había numerosas velas encendidas. Amadeo yacía vestido con la misma ropa que llevaba la noche anterior. Tenía una manga desgarrada a la altura de la herida que le había infligido lord Harlech.

Riccardo no cesaba de llorar. Los profesores también lloraban. Los sacerdotes le habían administrado a Amadeo la extremaunción. Era imposible salvarle la vida.

Bianca se volvió en cuanto me oyó llegar. Su hermoso vestido estaba manchado de sangre. Se acercó a mí, pálida, y me aferró por las mangas de la chaqueta.

—Se ha debatido entre la vida y la muerte durante cuatro horas —me informó—. Ha hablado de unas visiones. Dice que ha atravesado un mar gigantesco y contemplado una prodigiosa ciudad celestial, y también que ha comprobado que todo es fruto del amor. ¡Todo! ¿Tú lo entiendes?

—Desde luego —respondí.

—Dice que ha visto una ciudad de cristal —continuó Bianca—, creada con amor, al igual que todas las cosas vivas. Dice que ha visto a unos sacerdotes de su tierra, que le han dicho que aún no le ha llegado la hora de ir a esa ciudad y le han obligado a regresar. Esos sacerdotes tienen razón, ¿verdad? —me preguntó Bianca con gesto implorante—. Aún no le ha llegado la hora de morir.

No contesté.

Bianca volvió a sentarse a la cabecera de Amadeo. Yo me situé detrás de ella y la observé mientras le refrescaba de nuevo la frente.

—Respira, Amadeo —dijo Bianca en tono sereno y firme—, hazlo por mí, por tu maestro. Respira, Amadeo, hazlo por mí.

Vi que el chico se esforzaba en obedecer.

Tenía los ojos cerrados y de pronto los abrió, pero no veía nada. Su piel presentaba el color del marfil. Tenía el pelo apartado de la cara, dejando al descubierto el feroz corte producido por la espada de lord Harlech.

—Dejadme a solas con él —dije a todos los presentes.

Nadie protestó. Les oí cerrar la puerta al salir.

Me incliné y, tras morderme la lengua como había hecho en tantas ocasiones, dejé que la sangre cayera sobre el profundo corte que tenía en el rostro. Me maravilló la rapidez con que cicatrizó la herida.

Amadeo volvió a abrir los ojos.

—Es Marius —dijo suavemente al verme. Jamás, durante el tiempo que llevábamos juntos, me había llamado por mi nombre—. Ha venido Marius —dijo—. ¿Por qué no me lo dijeron los sacerdotes? Sólo me dijeron que aún no había llegado mi hora.

Alcé su mano derecha, donde la hoja de lord Harlech le había causado otra herida. La besé, impregnándola de sangre curativa, y vi cómo se producía de nuevo el milagro.

Amadeo se estremeció. Durante unos momentos, hizo una mueca de dolor; luego se sumió en un sueño profundo. El veneno le devoraba las entrañas. Observé unos síntomas crueles e inconfundibles.

Se moría, independientemente de lo que le hubieran dicho sus visiones, y ningún dulce beso de sangre podía salvarlo.

—¿Creíste lo que dijeron? —le pregunté—. ¿Que no había llegado tu hora?

Amadeo abrió los ojos lentamente, como si ese mero gesto le produjera dolor.

—Me hicieron regresar junto a ti, maestro —respondió—. Quisiera recordar todo lo que me dijeron, pero me advirtieron que lo olvidaría. ¿Por qué me trajeron aquí, maestro? —Pese al dolor que sentía, se esforzó en seguir hablando.

—¿Por qué me raptaron de una tierra lejana y me trajeron a tu casa? Recuerdo que avanzaba a caballo a través de unos pastizales. Recuerdo a mi padre. Yo cabalgaba sosteniendo en mis brazos un icono que había pintado. Mi padre era un magnífico jinete y un gran guerrero. Los tártaros se abalanzaron sobre nosotros y me raptaron. El icono cayó entre la alta hierba. Ahora comprendo lo que ocurrió, maestro. Creo que, cuando me raptaron, asesinaron a mi padre.

—En tus sueños, ¿lo viste, hijo mío? —pregunté.

—No, maestro. Pero no lo recuerdo.

De pronto, Amadeo rompió a toser. Al cabo de unos momentos, la tos cesó y comenzó a respirar profundamente, como si sólo tuviera fuerzas para seguir respirando.

Sé que pinté esos iconos y que nos enviaron a esos pastizales para que depositáramos el icono en un árbol. Era un rito sagrado. Los pastizales eran muy peligrosos, maestro, pero mi padre cazaba siempre allí. Nada le atemorizaba. Yo era tan buen jinete como él. Ahora sé toda mi historia, maestro, pero no sé explicarte…

De repente dejó de hablar y todo su cuerpo sufrió una nueva convulsión.

—Me muero, maestro —musitó—, aunque me dijeron que no había llegado mi hora.

Comprendí que su vida estaba acabando. ¿Había amado a alguien más de lo que lo amaba a él? ¿Había revelado a alguien mi alma más profundamente que a él? Si daba libre curso a mis lágrimas, él las vería. Si me echaba a temblar, él lo notaría.

Hacía mucho tiempo, un ser me había raptado, igual que a él. ¿No fue ése el motivo que me indujo a elegirlo, el hecho de que unos ladrones lo hubieran arrancado de su plácida vida igual que habían hecho conmigo? Así pues, pensé concederle el gran don de la eternidad. ¿Acaso no era digno de ello? Sí, era joven, pero ¿qué daño le haría ser eternamente bello con el aspecto de un joven?

Amadeo no era Botticelli. No era un joven de inmenso talento y fama.

Era un chico que se moría y al que pocos recordarían, salvo yo. —¿Cómo se les ocurrió decir que no había llegado mi hora? —murmuró.

—¡Te enviarán de nuevo junto a mí! —exclamé. No podía soportarlo—. Amadeo, ¿creíste a los sacerdotes que viste en sueños? ¿Creíste en esa ciudad de cristal? Dímelo.

Amadeo sonrió. Su sonrisa nunca era inocente, por hermosa que fuera.

—No llores por mí, maestro —respondió. Se esforzó en levantar un poco la cabeza de la almohada, con los ojos muy abiertos—. Cuando el icono cayó de mis manos, mi suerte quedó sellada, maestro.

—No, Amadeo, no lo creo —dije.

Pero el tiempo apremiaba.

—¡Ve con ellos, hijo mío, llámalos! —dije—. Pídeles que te lleven con ellos.

—No, maestro. Quizá sean unas imágenes insustanciales —respondió—. Unos sueños fruto de mi mente febril. Quizá sean fantasmas envueltos en retazos de recuerdos. Pero sé quién eres tú, maestro. Quiero que me concedas la sangre. La he saboreado. Deseo quedarme contigo, maestro. Si me rechazas, deja que muera junto a Bianca. Envíame de nuevo a mi enfermera mortal, maestro, porque me conforta mejor que tú con tu frialdad. Deseo morir a solas con ella.

Amadeo se desplomó exhausto sobre la almohada.

Desesperado, me corté la lengua, me llené la boca de sangre y se la di, pero el veneno obraba con rapidez.

Amadeo sonrió al penetrar la cálida sangre en su boca y un velo de lágrimas empañó sus ojos.

—Mi hermoso Marius —dijo corno si fuera infinitamente mayor de lo que yo sería jamás—. Mi hermoso Marius, que me dio mi hermosa Venecia. Mi hermoso Marius, dame ahora la sangre.

No quedaba tiempo. Rompí a llorar desconsoladamente.

—¿Deseas realmente recibir la sangre, Amadeo? —pregunté—. Dímelo, dime que estás dispuesto a renunciar para siempre a la luz del sol, que a partir de ahora te alimentarás de la sangre del malvado, igual que yo.

—Te lo juro —respondió.

—¿Estás dispuesto a vivir eternamente, sin experimentar cambio alguno —pregunté—, alimentándote de mortales que ya no podrán ser tus hermanos y hermanas?

—Sí, sin experimentar cambio alguno —contestó Amadeo—, entre ellos, aunque ya no sean mis hermanos y hermanas.

Le di de nuevo el beso de sangre. Luego lo levanté y lo transporté en brazos al baño.

Le quité las gruesas y sucias ropas de terciopelo, lo sumergí en agua tibia y, con la sangre que tenía en la boca, cicatricé todas las heridas que le había producido lord Harlech. Le afeité para siempre la barba que tenía.

Estaba preparado para la magia, como quien ha sido preparado para el sacrificio. Su corazón latía despacio y los ojos se le cerraban.

Lo vestí con una sencilla camisa larga de seda y lo saqué en brazos de la habitación.

Los demás esperaban ansiosos. No recuerdo qué mentiras les conté. En aquellos momentos estaba enloquecido. Encomendé a Bianca la solemne tarea de consolar y dar las gracias a los demás, indicándole que la vida de Amadeo estaba a salvo en mis manos.

—Ahora, déjanos, hermosa mía —le dije. La besé mientras sostenía a Amadeo en brazos—. Confía en mí y no dejaré que te ocurra nada malo.

Vi que me creía. Todo temor había desaparecido en ella. Al cabo de unos momentos, Amadeo y yo nos quedamos solos. Entonces lo llevé al salón más grande del palacio, sobre cuyos muros había copiado el magnífico cuadro de Gozzoli titulado El cortejo de los Reyes Magos, que se halla en Florencia, como prueba de mi memoria y habilidad.

Sumergí a Amadeo en esta escena de intenso color y variación, depositándolo de pie sobre el frío mármol y proporcionándole, a través del beso de sangre, el chorro más abundante de sangre que le había dado hasta entonces.

Utilizando el don de la mente, encendí los candelabros que había a ambos lados de la habitación.

El mural quedó inundado de luz.

—Ya puedes sostenerte en pie, mi bendito pupilo —le dije—. Mi sangre corre por tus venas para anular los efectos del veneno. Hemos comenzado.

Amadeo se echó a temblar, temeroso de soltarse. La cabeza le pesaba; su suave y frondosa mata de pelo me rozaba las manos.

—Amadeo —dije, besándolo de nuevo al tiempo que vertía con mis labios un chorro de sangre en su boca—, ¿cómo te llamabas cuando vivías en tu antigua y lejana tierra? —Volví a llenarme la boca de sangre y se la di—. Trata de recordar el pasado, hijo mío, e intégralo en el futuro.

Amadeo me miró con los ojos como platos.

Me aparté de él. Le dejé de pie, me quité la capa de terciopelo roja y la arrojé al suelo.

—Acércate —dije, abriendo los brazos.

Amadeo avanzó unos pasos, vacilante, tan saciado de mi sangre que la luz debía de aturdirle, pero observando con curiosidad la multitud de figuras pintadas en el muro. Luego me miró.

¡Qué expresión tan perspicaz, tan inteligente! ¡Qué triunfal parecía de pronto, silencioso, paciente! Un ser condenado a la eternidad.

—Ven, Amadeo, acércate y bebe mi sangre —dije con los ojos llenos de lágrimas—. Eres el vencedor. Toma lo que te ofrezco.

Se arrojó al instante en mis brazos y lo estreché con ternura, susurrándole al oído.

—No temas ni por un momento, hijo mío. Morirás para vivir para siempre, mientras yo bebo tu sangre para devolvértela. No dejaré que sucumbas al veneno.

Le clavé los colmillos en el cuello. Tan pronto como su sangre penetró en mi boca, noté el sabor del veneno que contenía; sentí cómo mi cuerpo destruía el veneno e ingería su sangre sin el menor esfuerzo, como habría podido ingerir la sangre de una docena de jóvenes como el. Acudieron a mi mente visiones de su infancia, del viejo monasterio ruso en el que había pintado sus maravillosos iconos, de las frías habitaciones en las que había vivido.

Vi monjes medio emparedados vivos que sólo comían el sustento mínimo necesario. Percibí el olor de la tierra, de la podredumbre. ¡Qué espantoso era ese pasaje a la salvación! Y Amadeo había formado parte de ello, había estado medio enamorado de las celdas sacrificiales y sus famélicos ocupantes. Pero poseía un don: sabía pintar.

Durante unos instantes, no vi nada salvo sus pinturas, una imagen cayendo sobre otra, los semblantes embelesados de Cristo y de la Virgen, los halos tachonados de valiosas gemas. ¡Qué riquezas contenía aquel sombrío y deprimente monasterio! Entonces oí la profunda y estentórea carcajada de su padre, que quería que el chico abandonara el monasterio para ir a cabalgar con él a los pastizales, frecuentados por los tártaros.

El príncipe Miguel, su gobernante, quería enviar al padre de Amadeo a los pastizales. Era una misión peligrosa. Los monjes se oponían a que el padre de Amadeo expusiera al chico a ese riesgo. Los monjes envolvieron el icono y se lo entregaron a Amadeo, que abandonó la oscuridad y la fría tierra del monasterio para salir a la luz exterior.

Me detuve, retirándome durante unos momentos de la sangre y las visiones. Yo lo conocía. Conocía la implacable y amarga oscuridad que reinaba en su interior. Conocía la vida de hambre y dura disciplina que le había sido vaticinada.

Me hice un corte en el cuello y acerqué su cabeza a la herida.

—Bebe —dije, atrayéndolo hacia mí—. Aprieta la boca contra la herida. Bebe.

Amadeo me obedeció por fin y comenzó a succionar la sangre con todas sus fuerzas. La había saboreado las suficientes veces como para ansiar probarla de nuevo. Bebía sin freno, con avidez. Cerré los ojos y sentí una exquisita dulzura que no había experimentado desde hacía mucho, desde la noche en que le había dado mi sangre a mi bendita Zenobia para proporcionarle fuerzas renovadas.

—Eres mío, Amadeo —musité, envuelto en esa dulce sensación—. Eres mío para siempre —dije—. Jamás he amado a nadie como te amo a ti.

Le aparté la cabeza de mi herida y hundí de nuevo los colmillos en su cuello al tiempo que él profería un grito. Esta vez, la sangre que penetraba en mí era la mía propia mezclada con la suya. El veneno había desaparecido.

Vi de nuevo los iconos. Vi los sombríos pasillos del monasterio, y luego la nieve que caía, y a Amadeo y a su padre montados a caballo.

Amadeo sostenía el icono y un sacerdote corría junto a él, advirtiéndole que debía depositar el icono en un árbol, que los tártaros lo hallarían y lo considerarían un milagro. Amadeo, que no era sino un chiquillo inocente pese a ser un consumado jinete, había sido designado por el príncipe Miguel para que cumpliera esa misión con su padre, mientras la nieve seguía cayendo con fuerza y el viento agitaba su cabello.

Ésa fue tu fatalidad. Renuncia a esa misión. Tú mismo has visto las consecuencias. Contempla el fabuloso mural, Amadeo. Contempla las ropas que te he dado. Contempla la gloria y la virtud que residen en una belleza tan vanada y magnífica como la que ves en este lugar.

Lo solté. Amadeo contempló el mural. Apreté de nuevo sus labios contra mi cuello. —Bebe —dije.

Pero no fue necesario que se lo ordenara. Amadeo me abrazó con fuerza. Conocía la sangre, al igual que yo lo conocía a él.

¿Cuántas veces lo hicimos, cuántas veces nos transmitimos la sangre de uno a otro? No lo sé. Sólo sé que, puesto que no lo había hecho tan a fondo desde aquella noche en el bosque druídico, no quise dejar nada al azar y lo convertí en el pupilo más poderoso que jamás he tenido. Mientras Amadeo bebía mi sangre, le transmití mis lecciones, mis secretos. Le hablé de los dones que recibiría una noche. Le hablé del amor que había sentido hacía tiempo por Pandora. Le hablé de Zenobia, de Avicus, de Mael. Se lo conté todo salvo el último secreto. Ése me abstuve de revelárselo.

Doy gracias a los dioses por no habérselo revelado, por haberlo mantenido oculto en mi corazón.

Concluimos mucho antes de que amaneciera. Su piel estaba prodigiosamente pálida, sus oscuros ojos, extraordinariamente brillantes. Acaricié su pelo castaño. Amadeo me sonrió de nuevo con un aire de complicidad, de sereno triunfo.

—Ya está hecho, maestro —dijo, como si hablara con un niño. Nos encaminamos al dormitorio, donde Amadeo se vistió con su elegante atuendo de terciopelo, y salimos a cazar.

Le enseñé a buscar víctimas, a utilizar el don de la mente para cerciorarse de que eran personas malvadas, y permanecí junto a él durante las escasas horas que habían transcurrido desde su muerte mortal. Como es natural, su mente permanecía cerrada a mí, por más que yo no acababa de aceptarlo. Había sucedido con Pandora, desde luego, pero yo había confiado en que no ocurriría con Amadeo y se lo dije, no sin cierta reticencia.

Ahora tenía que interpretar su expresión, sus gestos, sus profundos y misteriosos ojos castaños, un tanto crueles.

Jamás me había parecido tan bello.

Después, lo conduje a mi sepultura, por así decirlo, a la cámara dorada donde nos aguardaban los dos sarcófagos de piedra, y le indiqué que debía dormir allí durante el día.

Esa perspectiva no le atemorizó. Nada era capaz de atemorizarle.

—¿Qué será ahora de tus sueños, Amadeo? —le pregunté mientras lo abrazaba—. ¿Qué será de tus sacerdotes y de la lejana ciudad de cristal?

—He alcanzado el paraíso, maestro —respondió—. ¿Qué ha significado para mí Venecia, con toda su belleza, sino un preludio de la sangre vampírica?

Tal como había hecho mil veces, le di el beso de sangre. Él lo recibió y luego retrocedió sonriendo.

—Qué distinto me ha parecido ahora —comentó.

—¿Dulce o amargo? —pregunté.

—Dulce, muy dulce, pues has colmado los deseos de mi corazón. No me arrastras cruelmente por medio de un hilo sangriento.

Lo abracé con fuerza.

—Amadeo, amor mío —musité. Tenía la sensación de que los largos siglos que había soportado no habían sido sino un preludio de ese momento. Evoqué viejas imágenes, retazos y fragmentos de sueños. Nada era sustancial salvo Amadeo. Y Amadeo estaba allí.

Después de que ambos nos acostáramos en nuestros correspondientes sarcófagos, cerré los ojos sólo con un temor: que esa dicha no perdurara.