20

Ignoro cuánto tiempo pasé junto a los que debían ser custodiados. Una semana, tal vez más.

Acudí al santuario, confesé mi asombro por haber pronunciado las palabras «los que deben ser custodiados» ante un joven mortal. Confesé de nuevo que lo deseaba, que quería compartir con él mi soledad, que quería compartir con él todo cuanto pudiera enseñarle y ofrecerle.

¡Qué indecible dolor! ¡Todo cuanto pudiera enseñarle y ofrecerle!

¿Qué les importaba eso a mis Padres Inmortales? Nada. Mientras cortaba las mechas para las lámparas y llenaba éstas de aceite, mientras dejaba que se encendiera la luz en torno a aquellas figuras egipcias eternamente silenciosas, me impuse la misma penitencia que me imponía siempre.

Encendí dos veces con un soplo del don del fuego el largo candelero que contenía cien velas y dos veces dejé que éstas se consumieran.

Pero mientras rezaba, mientras soñaba, llegué a una conclusión. Deseaba a ese compañero mortal precisamente porque me había introducido en el mundo mortal. De no haberme detenido nunca en el taller de Botticelli, no me habría acometido esa feroz soledad. Estaba relacionada con mi amor al arte, en especial a la pintura, y mi deseo de relacionarme íntimamente con los mortales que se alimentaban de las maravillosas creaciones de esa época.

También confesé que casi había terminado de instruir a Amadeo.

Al despertarme, escuché con mi poderoso don de la mente los movimientos y los pensamientos de Amadeo, que se hallaba tan sólo a unos pocos cientos de kilómetros. Obedecía mis órdenes al pie de la letra, por las noches estudiaba en lugar de ir a casa de Bianca. Permanecía en su dormitorio, pues ya no le unían lazos de camaradería con los otros chicos.

¿Qué podía ofrecerle a ese chico para inducirlo a abandonarme?

¿Qué podía ofrecerle para convertirlo en el compañero ideal que deseaba con toda mi alma?

Ambas preguntas me atormentaban.

Por fin se me ocurrió un plan, una última prueba que Amadeo debía pasar, y en caso de que fracasara, lo dejaría, provisto de una fortuna irresistible y una inmejorable posición, en el mundo de los mortales. Aún no sabía cómo hacerlo, pero supuse que no me resultaría muy difícil.

Me proponía revelarle la forma en que me alimentaba.

Por supuesto, lo de la prueba era mentira, pues una vez que Amadeo hubiera visto cómo me alimentaba, cómo asesinaba a mis víctimas, ¿cómo podría pasar indemne a una mortalidad provechosa, por esmerada que fuera su educación, por grande que fuera su cultura y su riqueza?

Tan pronto como me hice esa pregunta, me acordé de mi exquisita Bianca, que seguía empuñando el timón de su barco pese a las copas de vino envenenadas que había entregado con sus propias manos.

Estos pensamientos, malévolos y taimados, constituían la sustancia de mis oraciones. ¿Pedía permiso a Akasha y a Enkil para convertir a ese niño en un bebedor de sangre? ¿Les pedía permiso para revelar a Amadeo los secretos de ese antiguo e inmutable santuario?

Si lo hice, no obtuve respuesta.

Akasha me ofreció tan sólo su plácida serenidad, y Enkil, su majestad. El único sonido que se percibía era el de mis movimientos al incorporarme, al depositar mis besos a los pies de Akasha, al salir, cerrar a mi espalda la inmensa puerta y correr el cerrojo.

Aquella noche soplaba viento y las montañas estaban cubiertas de nieve. Una nieve amarga, blanca y pura.

Me alegré de hallarme de regreso en Venecia al cabo de unos minutos, aunque en mi amada ciudad también hacía frío.

No bien hube entrado en mi dormitorio, Amadeo se arrojó en mis brazos.

Le cubrí la cabeza de besos y luego los cálidos labios, aspirando su aliento. Después me mordí ligeramente y vertí la sangre en su boca.

—¿Estás dispuesto a ser lo que yo soy, Amadeo? —pregunté—. ¿A transformarte para siempre? ¿A vivir un secreto durante toda la eternidad?

—Sí, maestro —respondió con febril abandono. Apoyó ambas manos en mis mejillas—. Dámela, maestro. ¿Crees acaso que no le he dado mil vueltas? Sé que puedes adivinar nuestros pensamientos. Lo deseo, maestro, dime qué debo hacer. Soy tuyo, maestro.

—Ve en busca de la capa más gruesa para protegerte del frío invernal —dije—. Y luego sube a la azotea.

Al cabo de unos instantes, se reunió conmigo. Miré hacia el mar. Soplaba un viento áspero. Me pregunté si le lastimaba y me afané en adivinar su pensamiento y medir su pasión.

Al clavar la vista en sus ojos castaños, comprendí que había dejado el mundo mortal tras de sí con más facilidad que ningún otro mortal que podía haber elegido de mi jardín, pues los recuerdos seguían atormentándolo, aunque estaba dispuesto a creerme ciegamente.

Lo abracé y, cubriéndole la cara, lo llevé a un mísero barrio de Venecia donde los ladrones y los vagabundos dormían donde podían. Los canales apestaban a basura y peces muertos.

Al cabo de unos minutos, encontré a una víctima mortal y, ante el asombro de Amadeo, atrapé al desdichado con una rapidez sobrenatural antes de que consiguiera apuñalarme y lo acerqué a mis labios.

Dejé que Amadeo viera mis afilados colmillos al clavarlos en el cuello del rufián; luego cerré los ojos y me convertí en Marius, el bebedor de sangre, Marius, el asesino de malvados, mientras la sangre penetraba en mis venas sin importarme que Amadeo fuera testigo, que estuviera presente.

Cuando terminé, dejé caer silenciosamente el cuerpo en las fétidas aguas del canal.

Me volví, sintiendo la sangre en mi rostro, en mi pecho, y luego penetrar lentamente en mis manos. La vista se me nubló y me di cuenta de que sonreía, no de una forma cruel, sino con una sonrisa cómplice, distinta de cuanto el chico había contemplado jamás.

Cuando lo miré, en su rostro sólo advertí una expresión de asombro.

—¿No te inspira lástima ese hombre, Amadeo? —pregunté—. ¿No sientes curiosidad por la suerte de su alma? Ha muerto sin recibir la extremaunción. Ha muerto sólo por mí.

—No, maestro —respondió, esbozando una sonrisa que parecía una llama que hubiera brotado de la mía—. Lo que he visto es maravilloso, maestro. ¿Qué me importan su cuerpo o su alma?

Estaba tan furioso que no pude replicar. ¡El chico no había extraído ninguna lección de lo que había presenciado! Era demasiado joven, la noche demasiado oscura, el hombre demasiado ruin y todo lo que yo había previsto había quedado en nada.

Lo envolví de nuevo en mi capa, tapándole la cara para que no viera nada mientras me desplazaba por el aire en silencio, deslizándome sobre los tejados hasta irrumpir hábil y sigilosamente por una ventana, cuyos postigos estaban cerrados para impedir que penetrara el aire nocturno.

Atravesamos las habitaciones posteriores de la casa hasta que nos detuvimos en la suntuosa alcoba de Bianca, que estaba en penumbra. La vi volverse y observarnos a través de los salones, tras lo cual se levantó y se dirigió hacia nosotros.

—¿Qué hacemos aquí, maestro? —preguntó Amadeo, mirando, cohibido, el salón principal.

—Quiero que vuelvas a contemplarlo para comprenderlo —respondí, enojado—. Quiero que me veas hacérselo a una persona a quien aseguramos amar.

—Pero ¿cómo, maestro? —preguntó Amadeo—. ¿A qué te refieres? ¿Qué te propones?

—Me dedico a perseguir al malvado, hijo mío —contesté—. Comprobarás que en este lugar hay tanta maldad como en ese infeliz al que he arrojado a las aguas del canal sin haberse confesado y sin que nadie haya llorado su muerte.

Bianca se detuvo ante nosotros y preguntó con la máxima delicadeza qué hacíamos en sus aposentos privados. Sus claros ojos escudriñaron los míos.

Me apresuré a acusarla.

—Cuéntaselo, hermosa mía —dije bajando la voz para que los asistentes no me oyeran—. Confiésale los crímenes que se ocultan detrás de tu encanto. Confiésale a cuántos invitados has liquidado bajo tu techo con una copa de vino envenenada.

Bianca me respondió con una calma pasmosa.

—No hagas que me enfade, Marius. Te presentas aquí de forma impropia y me acusas sin motivo. Márchate y vuelve cuando hayas recobrado la compostura y te muestres tan gentil como en tus anteriores visitas.

Amadeo no cesaba de temblar.

—Vámonos, maestro, te lo ruego por el amor que ambos sentimos por Bianca.

—Ah, pero yo deseo otra cosa de ella, aparte del amor que me inspira —contesté—. Deseo su sangre.

—No, maestro —murmuró Amadeo—. Te lo suplico, maestro.

—Es una sangre malévola —dije—, lo cual hace que me parezca más deliciosa. Me gusta beber sangre de asesinos. Díselo, Bianca, cuéntale lo de tus pócimas mezcladas con vino, lo de las vidas que has exterminado por orden de quienes te han convertido en el instrumento de sus nefandos planes.

—Vete ahora mismo —repitió Bianca, mirándome sin el menor temor. Sus ojos centelleaban—. Es increíble que precisamente tú, Marius el romano, te atrevas a juzgarme. Tú, con tus poderes mágicos, rodeado de tus chicos… No diré más, sólo te pido que salgas inmediatamente de mi casa.

Avancé hacia ella para abrazarla. No sabía cuándo me detendría, sólo sabía que deseaba mostrarle a Amadeo el horror de aquella acción, que era preciso que lo contemplara, que contemplara el sufrimiento, el dolor.

—Maestro —murmuró Amadeo, tratando de interponerse entre los dos—, dejaré de atosigarte con mis peticiones, pero no le hagas daño. ¿Me has entendido? No volveré a pedirte nada. Suéltala.

Sujeté a Bianca entre mis brazos mientras la contemplaba, aspirando el dulce perfume de su juventud, su cabello, su sangre.

—Si la matas, moriré con ella, maestro —dijo Amadeo.

Sus palabras bastaron para convencerme.

Me aparté de ella. Sentía una extraña confusión. La música que sonaba en los salones había degenerado en un ruido espantoso. Me senté sobre su lecho. Estaba sediento de sangre. «Podría matarlos a todos», pensé, mirando a los invitados reunidos en el salón. Luego creo que dije:

—Los dos somos unos asesinos, Bianca, tú y yo.

Vi que Amadeo lloraba. Estaba de espaldas a los invitados y tenía la cara cubierta de lágrimas.

Y ella, la fragante belleza con su pelo dorado y trenzado, vino a sentarse descaradamente junto a mí y me tomó la mano, sí, me tomó la mano.

—Los dos somos unos asesinos, mi señor —dijo—, sí, no me importa confesarlo, tal como me has pedido que haga. Pero ten en cuenta que recibo órdenes de quienes no vacilarían en enviarme al infierno por el mismo procedimiento. Son ellos los que preparan las pociones para echarlas al fatídico vino. Son ellos quienes designan a los que deben beberlo. No conozco los motivos. Sólo sé que, si no obedezco, moriré.

Dime quiénes son, mi exquisito tesoro —dije—. Estoy ansioso de beber su sangre. ¡No imaginas hasta qué punto lo deseo!

Son parientes míos —contestó Bianca—. Sangre de mi sangre, mi propia familia. Han sido mis guardianes aquí.

Bianca rompió a llorar y se abrazó a mí, como si mi fuerza fuera la única verdad a la que pudiera aferrarse, lo cual no me chocó.

Las amenazas que yo había proferido hacía unos instantes habían hecho que se sintiera más unida a mí. Amadeo se aproximó a nosotros, conminándome a matar a los que la tenían sometida a su poder, a los que la hacían sufrir, aunque fueran parientes suyos.

La sostuve entre mis brazos y ella agachó la cabeza. En su mente, que a menudo conseguía desconcertarme, leí los nombres tan claramente como si estuvieran escritos en un pergamino.

Conocía a esos hombres, eran unos florentinos que iban con frecuencia a visitarla. Esa noche celebraban una fiesta en una casa vecina. Eran prestamistas —algunos los habrían denominado banqueros— y asesinaban a hombres a quienes habían pedido prestado dinero y no querían devolvérselo.

—Te libraré de ellos, hermosa mía —le aseguré a Bianca rozándola con los labios.

Ella se volvió hacia mí y me cubrió de pequeños y violentos besos. —¿Y qué te deberé a cambio? —preguntó mientras me besaba, mientras me acariciaba el pelo.

—Sólo te pido que no digas nada de lo que has visto esta noche. Bianca me miró con sus ojos ovalados y serenos, cerrando la mente, como si se negara de nuevo a revelarme sus pensamientos.

—Te lo prometo, mi señor —musitó—. Mi alma deberá soportar una carga aún más pesada.

—No, yo te libraré de esa carga —respondí mientras nos levantábamos para marcharnos.

Qué tristes me parecieron sus repentinas lágrimas. La besé saboreando sus lágrimas, deseando que fueran de sangre y al mismo tiempo renunciando a la sangre que circulaba por sus venas.

—No llores por quienes te han utilizado —murmuré—. Regresa junto a tus invitados y disfruta de la alegría y la música. Deja ese siniestro encargo de mi cuenta.

Encontramos a los florentinos borrachos en la sala de banquetes; no repararon en nosotros cuando entramos sin ceremonias ni explicaciones y nos sentamos a la mesa repleta de viandas. Una ruidosa banda de músicos amenizaba la velada. El suelo, cubierto de vino, estaba resbaladizo.

Amadeo observaba el espectáculo con curiosidad, excitado, tomando buena nota del modo lento y metódico en que yo seducía a cada uno de ellos, bebiendo su sangre con avidez, dejando que sus cuerpos se inclinaran hacia delante sobre la mesa cargada de vituallas. Los músicos huyeron despavoridos.

Al cabo de una hora había liquidado a todos aquellos parientes de Bianca. Amadeo sólo me suplicó entre lágrimas que le perdonara la vida al último, el que había charlado conmigo más rato, ajeno a cuanto ocurriría a su alrededor. Pero ¿por qué iba a apiadarme de ése cuando su corazón era tan culpable como los demás?

Nos quedamos sentados en el comedor, solos, rodeados de cadáveres, comida fría en platos y bandejas de plata y de oro, vino derramándose de las copas volcadas, y por primera vez vi terror en los ojos de Amadeo mientras sollozaba.

Observé mis manos. Había bebido tanta sangre que parecían humanas y comprendí que, si me miraba en un espejo, vería un rostro humano arrebolado.

Sentí en mi interior un calor tan delicioso como insoportable; ansiaba estrechar a Amadeo entre mis brazos, tomarlo en esos instantes, pero él seguía sentado frente a mí, llorando a lágrima viva.

—Han desaparecido todos esos hombres que atormentaban a Bianca —dije—. Vamos. Abandonemos esta macabra escena. Daré un paseo contigo junto al mar antes de que amanezca.

Amadeo me siguió dócilmente, como un niño. No cesaba de llorar y por su rostro rodaban gruesos lagrimones.

—Sécate las lágrimas —dije con firmeza—. Vamos a salir a la plaza. Está a punto de amanecer.

Al bajar los escalones de piedra, Amadeo me tomó de la mano. Yo le rodeé los hombros con el brazo para protegerlo del áspero viento.

—Esos hombres eran malvados, ¿no es así, maestro? —me preguntó—. Estabas seguro. Lo sabías con certeza.

—Todos ellos —respondí—. Pero, a veces, los hombres y las mujeres son a la vez buenos y malos —continué—. ¿Quién soy yo para elegir a quienes elijo para saciar mi apetito voraz? Sin embargo, lo hago. ¿Crees que Bianca es a la vez buena y mala?

—Si yo bebo sangre de malvados, ¿me convertiré en un ser como tú, maestro? —preguntó Amadeo.

Nos detuvimos delante de la puerta cerrada de San Marcos. El viento soplaba con fuerza desde el mar. Lo abrigué bien con mi capa y el apoyó la cabeza sobre mi pecho.

No, hijo mío —contesté—, para eso se requiere una magia infinitamente más potente.

—¿Te refieres a que tienes que proporcionarme tu sangre, maestro? —preguntó Amadeo, alzando la cabeza para mirarme. Sus lágrimas transparentes relucían bajo el aire gélido, y tenía el pelo alborotado.

No respondí.

—Maestro —dijo, mientras lo estrechaba contra mí—, hace mucho tiempo, según recuerdo vagamente, en un lugar lejano, donde vivía antes de vivir contigo, yo era lo que llamaban un bufón de Dios. No lo recuerdo con claridad y nunca conseguiré recordarlo bien, como ambos sabemos.

»Pero un bufón de Dios era un hombre que se consagraba a Dios por completo sin importarle las consecuencias que ello pudiera acarrearle: que se mofaran de él, los largos ayunos, las constantes burlas y pasar frío. Eso sí lo recuerdo, pues en aquel entonces yo era también un bufón de Dios.

—Pero pintabas cuadros, Amadeo, unos iconos maravillosos…

—Atiende, maestro —me interrumpió con firmeza, obligándome a guardar silencio—, al margen de lo que hiciera, yo era un bufón de Dios, como ahora lo soy de ti. —Se detuvo, apretándose contra mí para protegerse del viento que arreciaba. La bruma se deslizaba sobre las piedras. Se oían ruidos procedentes de las embarcaciones.

Abrí la boca para decir algo, pero él me lo impidió. Qué terco, qué seductor era ese chico que me pertenecía por completo.

—Hazlo cuando quieras, maestro —prosiguió—. Prometo guardar el secreto. Prometo ser paciente. Hazlo de la forma y en el momento que creas oportuno.

Sus palabras me hicieron reflexionar.

—Vete a casa, Amadeo —respondí—. Está amaneciendo y debo dejarte.

Amadeo asintió mientras meditaba en lo que yo le había dicho, como si por primera vez comprendiera su importancia, aunque no me explico cómo no había pensado antes en ello.

—Vete a casa y ponte a estudiar con los otros, habla con ellos y organiza los juegos de los pequeños. Si eres capaz de hacer eso, de pasar de la sala de banquetes cubierta de sangre a las risas de unos niños, cuando llegue esta noche, lo haré. Te transformaré en un ser como yo.

Le observé alejarse a través de la bruma. Se dirigió hacia el canal, donde se hallaba la góndola que lo conduciría a nuestra casa.

—Un bufón de Dios —murmuré en voz alta para que lo oyera mi mente—, sí, un bufón de Dios. En un lúgubre monasterio, pintaste esas imágenes sagradas, convencido de que tu vida no tenía significado alguno a menos que fuera una vida de sacrificio y dolor. Y ahora, en mi magia, ves también una pureza abrasadora y estás dispuesto a renunciar a las riquezas de la vida en Venecia para alcanzarla, a renunciar a todo cuanto puede conseguir un ser humano.

Pero ¿era cierto? ¿Sabía Amadeo lo suficiente para tomar esa decisión? ¿Sería capaz de renunciar para siempre al sol?

Yo no sabía la respuesta. Pero lo que importaba entonces no era su decisión. Yo ya había tomado la mía.

Por lo que se refiere a mi radiante Bianca, su mente me resultaba impenetrable, como si esa astuta hechicera supiera cómo impedirme leer sus pensamientos. En cuanto a su devoción, su amor, su amistad, eso era algo muy distinto.