Me enamoré de él de forma tan instantánea como absurda. El chico tenía como mucho quince años cuando lo saqué del burdel aquella noche y lo llevé a vivir al palacio con mis pupilos.
Mientras lo sostenía entre mis brazos en la góndola, comprendí que el chico había estado condenado a una muerte segura, de cuyas garras yo lo había arrancado en el último momento.
Aunque la firmeza de mis brazos lo reconfortaba, los latidos de su corazón apenas bastaban para borrar las imágenes que me transmitía mientras yacía apoyado contra mi pecho.
Al llegar al palacio, rechacé la ayuda que me ofreció Vincenzo. Lo envié a preparar algo de comer para el chico y transporté a Amadeo a mi dormitorio.
Deposité sobre mi lecho a aquel chiquillo macilento y andrajoso, entre los gruesos cortinajes y almohadones, y cuando Vincenzo trajo un plato de sopa, yo mismo le obligué a tomarla.
Vino, sopa, un brebaje compuesto de miel y limón, ¿qué más podíamos darle? Despacio, me advirtió Vincenzo, no fuera a empacharse después del período de ayuno y sufriera un trastorno estomacal.
Al cabo de un rato, le pedí a Vincenzo que se retirara y cerré la puerta de mi habitación con el cerrojo.
¿Fue aquél un momento fatídico? ¿El momento en que descubrí los entresijos de mi alma, en que comprendí que ese niño heredaría mi Poder, mi inmortalidad, que se convertiría en un discípulo de todo cuanto yo sabía?
Al contemplar al niño que yacía en mi lecho, olvidé el lenguaje de la culpabilidad y las recriminaciones. Yo era Marius, el testigo de los siglos, Marius, el elegido de los que debían ser custodiados.
Llevé a Amadeo al baño, lo lavé yo mismo y lo cubrí de besos. Deslumbrado y aturdido por la bondad que le demostraba y las palabras que le susurraba a sus tiernos oídos, el chico me ofreció sin reticencias una intimidad que había negado a todos los que lo habían atormentado. Le hice sentir rápidamente los placeres que él jamás se había permitido experimentar. Se mostraba turbado y silencioso, pero había dejado de rezar para que el Señor lo librara del mal.
Sin embargo, incluso a salvo en mi alcoba, en los brazos del que consideraba su salvador, no conseguía desplazar sus antiguos recuerdos de los recovecos de la mente al santuario de la razón.
Es posible que mis abrazos decididamente carnales reforzaran en su mente el muro que separaba el pasado del presente.
En cuanto a mí, jamás había experimentado una intimidad tan pura con un mortal, salvo con aquellos a quienes me proponía matar. Me producía escalofríos sostener a ese chiquillo en mis brazos, oprimir mis labios contra sus mejillas, su mentón, su frente y sus tiernos ojos cerrados.
Sí, la sed de sangre hizo presa en mí, pero sabía cómo controlarla. El olor de su carne juvenil me saturaba el olfato.
Comprendí que podía hacer lo que quisiera con él. No había fuerza ni en el cielo ni el infierno capaz de impedírmelo. No era preciso que Satanás me asegurara que conseguiría adueñarme de él y educarlo en la sangre vampírica.
Después de secarlo delicadamente con unas toallas, volví a depositarlo sobre el lecho.
Me senté ante mi escritorio, desde el que no tenía más que volverme un poco para observar a Amadeo, y de pronto se me ocurrió una idea tan potente como mi deseo de seducir a Botticelli, tan terrible como mi pasión por la hermosa Bianca.
¡Educaría a ese huérfano para convertirlo en vampiro! ¡Formaría a ese niño abandonado y perdido específicamente para recibir la sangre vampírica!
¿Cuánto duraría su instrucción: una noche, una semana, un mes, un año? Eso sólo dependía de mí.
Fuera como fuese, lo convertiría en vampiro.
Pensé entonces en Eudoxia y en que se había referido a que existía una edad perfecta para recibir la sangre vampírica. Me acordé de Zenobia, de su agilidad mental y sus ojos perspicaces. Evoqué mis antiguas reflexiones sobre la promesa que ofrecía una criatura virgen, con la que uno podía hacer lo que fuera sin pagar un precio por ello.
¡Y ese niño, ese esclavo al que yo había rescatado, había sido pintor! Conocía la magia de la mezcla de yema de huevo y pigmentos, sí, conocía la magia del color extendido sobre una tabla. Acabaría recordando la época en que no le importaba otra cosa que no fuera pintar.
Es cierto que eso había ocurrido en la lejana Rusia, donde quienes trabajaban en los monasterios se limitaban a pintar al estilo de los bizantinos, un estilo que yo había rechazado tiempo atrás, al dar la espalda al Imperio griego para establecer mi casa en las conflictivas tierras de Occidente.
Pero lo que importaba era el resultado. Occidente se había visto envuelto en numerosas guerras, sí, y los bárbaros parecían haberlo conquistado todo, pero Roma se había alzado de sus cenizas gracias a los grandes pensadores y pintores del siglo XV. Yo mismo lo había visto en las obras de Botticelli, Bellini, Filippo Lippi y centenares de artistas.
Hornero, Lucrecio, Virgilio, Ovidio y Plutarco eran de nuevo objeto de estudio. Los intelectuales interesados en el «humanismo» cantaban canciones de la «antigüedad».
En suma, Occidente había vuelto a alzarse con nuevas y fabulosas ciudades, mientras que Constantinopla, la antigua y dorada Constantinopla, había caído en manos de los turcos, que la habían convertido en Estambul.
Pero más allá de Estambul estaba Rusia, donde ese chico había sido capturado. Rusia, que había asumido su cristianismo de Constantinopla, de tal forma que ese chico sólo conocía los iconos de estilo severo y sombrío y de una belleza rígida, un arte tan alejado de lo que yo pintaba como la noche del día.
En Venecia existían ambos estilos: el estilo bizantino y el nuevo estilo de la época.
¿Cómo había ocurrido? A través del comercio. Venecia había sido un puerto marítimo desde sus comienzos. Su nutrida flota navegaba entre Oriente y Occidente cuando Roma era un montón de ruinas. Y muchas iglesias de Venecia conservaban el antiguo estilo bizantino que seguía impreso en la atormentada mente de ese chico.
Reconozco que esas iglesias bizantinas nunca me habían interesado, ni siquiera San Marcos, la capilla del Dux. Ahora, en cambio, sí me interesaban, porque me ayudaban a comprender de nuevo y más perfectamente el arte que ese chico había amado.
Lo observé mientras dormía.
Muy bien. Comprendía algo de su naturaleza; comprendía su sufrimiento. Pero ¿quién era ese chico en realidad? Me formulé la misma pregunta que Bianca y yo nos habíamos hecho mutuamente, pero no hallé la respuesta.
Tenía que averiguarla antes de seguir adelante con mi plan destinado a prepararlo para recibir la sangre vampírica.
¿Me llevaría una noche o cien noches? En cualquier caso, no sería un espacio de tiempo interminable.
Amadeo estaba destinado a mí.
Me volví y me puse a escribir en mi diario. Jamás se me había ocurrido un plan semejante: instruir a un novicio para recibir la sangre vampírica. Describí los acontecimientos que se habían producido esa noche para no perderlos cuando me fallara la memoria. Dibujé unos bocetos del rostro de Amadeo mientras dormía.
¿Cómo puedo describirlo? Su belleza no dependía de su expresión facial. Estaba impresa en su rostro. Estaba imbricada en su osamenta delicada, su boca serena, sus rizos castaños rojizos.
Escribí en mi diario con auténtica pasión:
Este chico proviene de un mundo tan distinto del nuestro que no comprende lo que le ha ocurrido. Pero yo conozco las tierras nevadas de Rusia, conozco la tediosa vida de los monasterios rusos y griegos, y estoy convencido de que fue en uno de esos monasterios donde pintaba los iconos de los que ahora no puede hablar.
En cuanto a nuestra lengua, sólo conoce de ella palabras crueles. Es posible que, cuando mis pupilos lo acojan entre ellos, logre recordar el pasado. Entonces deseará tomar de nuevo los pinceles y demostrará su talento.
Dejé la pluma. No podía plasmar todos mis pensamientos en el diario, ni mucho menos. A veces escribía mis grandes secretos en griego, en lugar de hacerlo en latín, pero ni siquiera en griego podía expresar todo cuanto pensaba.
Miré al chico. Tomé el candelabro, me acerqué al lecho y lo contemplé mientras dormía, profundamente, respirando de forma acompasada, como si se sintiera a salvo.
Abrió los ojos lentamente y me miró. No sentía temor alguno. Por el contrario, parecía como si siguiera soñando.
Yo me entregué al don de la mente.
Cuéntame, hijo mío, háblame con el corazón.
Vi a los jinetes de las estepas atacar al chico y a un grupo de familiares suyos. Vi cómo dejaba caer, en su nerviosismo, un paquete que sostenía en las manos. Al abrirse el envoltorio, vi que se trataba de un icono. El chico gritó aterrorizado; pero los pérfidos bárbaros sólo deseaban apoderarse del muchacho. Eran los mismos e inevitables bárbaros que habían atacado sin descanso las viejas fronteras septentrionales y orientales del Imperio romano. ¿Es que no había forma de exterminar a esos salvajes?
Esos malvados habían llevado al chico a un mercado oriental, quizás Estambul, y desde allí a Venecia, donde el dueño de un burdel lo había comprado por una elevada suma debido a la belleza de su cara y de su cuerpo.
¿Qué cruel misterio había propiciado aquella atrocidad? De haber caído en manos de otro, quizás el chico no se habría recuperado jamás del trauma.
Pero en esos momentos observé en su expresión muda una confianza absoluta.
—Maestro —dijo suavemente en ruso.
Noté que se me erizaba el vello de todo el cuerpo. Sentí deseos de volver a acariciarlo con mis fríos dedos, pero no me atreví. Me arrodillé junto al lecho y lo besé afectuosamente en la mejilla.
—Amadeo —dije, para que supiera que se llamaba así.
Luego, utilizando la lengua rusa que él conocía, aunque no lo supiera, le expliqué que ahora me pertenecía, que yo era su maestro, tal como él mismo había dicho. Le dije que lo tenía todo decidido, que no volvería a tener motivos para preocuparse ni sentir temor.
Casi había amanecido. Tenía que marcharme.
Vincenzo llamó a la puerta. Mis aprendices mayores aguardaban fuera. Habían oído comentar que había llevado a casa a un chico nuevo.
Les abrí para que entraran en mi dormitorio. Les dije que debían cuidar de Amadeo, enseñarle todas nuestras maravillas cotidianas. Debían dejar que descansara un rato, pero luego podían llevarlo a la ciudad. Supuse que era lo más indicado.
—Cuida de él, Riccardo —le dije al mayor de mis aprendices.
¡Qué mentira!, pensé. Era una mentira entregarlo a la luz del día, encomendarlo al cuidado de cualquier otro que no fuera yo.
Pero el sol que despuntaba no me permitía seguir en el palacio. «Qué podía hacer?
Me refugié en mi ataúd. Me tendí en la oscuridad para soñar con él. Había hallado el medio de escapar del amor que sentía por Botticelli. Había hallado el medio de escapar de mi obsesión con Bianca y su seductora culpabilidad. Había hallado a un ser marcado por la muerte y la crueldad. El rescate que pagaría por él sería la sangre vampírica. Sí, lo tenía todo decidido.
Pero ¿quién era? ¿Qué era? Yo conocía los recuerdos, las imágenes, los horrores, las plegarias, pero no la voz. Algo me atormentaba de un modo salvaje, pese a mi pretendida certeza. ¿Acaso amaba demasiado a ese chico para hacer lo que me había propuesto?
La noche siguiente me aguardaba una espléndida sorpresa.
A la hora de la cena, mi Amadeo apareció vestido con un hermoso traje de terciopelo azul, tan espléndidamente ataviado como los otros chicos.
Se habían apresurado a encargarle un guardarropa para complacerme. Lo cierto era que me sentía tan complacido que no salía de mi asombro.
Cuando Amadeo se arrodilló para besar mi anillo, lo miré atónito. Lo ayudé a levantarse con ambas manos y lo abracé, besándolo rápidamente en ambas mejillas.
Observé que se sentía todavía débil debido a la traumática experiencia que había vivido, pero los otros chicos, además de Vincenzo, se habían desvivido para lograr que se recuperara lo antes posible.
Cuando nos sentamos a cenar, Riccardo contó que Amadeo era incapaz de pintar nada; es más, los pinceles y los botes de pintura lo aterrorizaban. Y que no conocía ninguna lengua, pero había comenzado a comprender la nuestra con asombrosa rapidez.
El hermoso chico de cabello castaño rojizo que se llamaba Amadeo me miró con calma mientras Riccardo hablaba y dijo de nuevo «maestro» en la melodiosa lengua rusa, aunque los otros chicos no lo oyeron.
Estás destinado a mí. Ésa fue mi respuesta, ésas fueron las suaves palabras dichas en ruso que le transmití mediante el don de la mente. Trata de recordar. ¿Quién eras antes de llegar aquí, antes de que te lastimaran? Regresa al pasado. Regresa a la época del icono, o ala época de la faz de Cristo si es preciso.
En su rostro se pintó una expresión de temor. Riccardo, sin sospechar el motivo, se apresuró a tomarle la mano y a enumerar los sencillos objetos que había en la mesa para que aprendiera sus nombres. Amadeo le sonrió como si acabara de despertar de una pesadilla y repitió las palabras.
Qué voz tan clara y hermosa tenía. Qué pronunciación tan correcta. Qué expresión tan inteligente traslucían sus ojos pardos.
—Enseñadle todo cuanto precisa aprender —les dije a Riccardo y a los profesores sentados a la mesa—. Quiero que estudie baile, esgrima y, sobre todo, pintura. Mostradle todos los cuadros que hay en casa y todas las esculturas. Llevadlo a todas partes. Deseo que aprenda todo lo referente a Venecia.
Luego me retiré solo a mi estudio de pintura.
Mezclé rápidamente la pintura al temple y pinté un pequeño retrato de Amadeo tal como lo había visto a la hora de cenar, con su elegante chaqueta de terciopelo azul y el pelo lustroso y recién peinado.
Me sentía débil debido a la intensidad de mis infames pensamientos. Lo cierto era que mi voluntad comenzaba a flaquear.
¿Cómo podía arrebatarle a ese chico la copa que apenas había degustado? Era una criatura muerta a quien yo había devuelto la vida. Yo mismo me había robado ese proyecto de vampiro gracias a los espléndidos planes que había forjado para él.
A partir de ese momento, y a lo largo de varios meses, Amadeo vivió de día. Sí, debía gozar de cada oportunidad que le ofreciera la luz del día para convertirse en lo que él quisiera.
Pero en su fuero interno, sin que ninguno de los otros lo percibiera de forma material, Amadeo consideraba, a instancias mías, que me pertenecía secretamente y por completo.
Para mí representaba una tremenda contradicción.
Renuncié a mi propósito de convertirlo en vampiro. No podía condenarlo a la sangre oscura, por más penosa que fuera mi soledad y más penosa que hubiera sido la tragedia que el chico había vivido. Tenía que darle la oportunidad de formarse entre los aprendices y los profesores que había en mi casa, y si demostraba poseer la talla de un príncipe, tal como yo esperaba a juzgar por su evidente inteligencia, le ofrecería la oportunidad de estudiar en la universidad de Padua o la de Bolonia, a las que enviaba a mis pupilos uno tras otro a medida que se cumplía la multitud de planes que había trazado para mi numerosa familia.
Pero al anochecer, cuando las lecciones habían terminado, cuando los chicos pequeños se habían acostado y los mayores habían concluido sus tareas en mi estudio, no podía por menos de llevarme a Amadeo a mi dormitorio-estudio y cubrirlo de besos carnales, unos besos dulces e incruentos, unos besos de necesidad, mientras él se entregaba a mí sin reservas.
Mi belleza le fascinaba. ¿Peco de vanidoso al afirmarlo? Estoy seguro de ello. No tuve necesidad de utilizar el don de la mente para cautivarlo. El chico me adoraba. Y aunque mis pinturas lo aterrorizaban, había algo en su alma profunda que le inducía a reverenciar mi aparente talento, la destreza de mi composición, mis colores vibrantes, mi airosa velocidad.
Como es natural, Amadeo nunca hablaba de esto con los otros. Y ellos, los chicos, que por fuerza sabían que pasábamos horas juntos en mi alcoba, no se atrevían a pensar en lo que hacíamos cuando estábamos solos. Por lo que respecta a Vincenzo, jamás se le habría ocurrido hacer alusión alguna a esa extraña relación.
A todo esto, Amadeo no había recuperado la memoria. No podía pintar, no podía tocar siquiera los pinceles. Parecía como si los colores, crudos, le abrasaran los ojos.
Pero era tan avispado como cualquiera de mis pupilos. Aprendió griego y latín en poco tiempo, en el baile era un prodigio de gracia y le encantaba manejar el estoque. Asimilaba con facilidad las lecciones que le impartían los profesores más dotados. No tardó en aprender a escribir en latín con una caligrafía clara y precisa.
Por las noches me leía versos en voz alta. Me cantaba, acompañándose suavemente con el laúd.
Yo escuchaba su voz grave y cadenciosa sentado a mi mesa, apoyado sobre un codo.
Iba siempre bien peinado, vestido con ropas elegantes e impecables, y llevaba los dedos, igual que yo, cubiertos de anillos.
¿Acaso no sabía todo el mundo que yo mantenía a ese chico? ¿Que era mi paniaguado, mi amante, mi tesoro secreto? Incluso en la antigua Roma, donde abundaba el vicio, la situación habría provocado habladurías, risas disimuladas, comentarios despectivos.
En Venecia nadie se mofaba de Marius el romano. Pero Amadeo albergaba ciertas sospechas, no respecto a las caricias, que empezaban a antojársele demasiado castas, sino al hombre que parecía de mármol, que jamás cenaba sentado a su propia mesa, que jamás probaba una gota de vino, que jamás aparecía bajo su propio techo a la luz del día.
Junto con esas sospechas, observé en Amadeo una creciente confusión a medida que empezaba a recobrar la memoria y se esforzaba en negar sus recuerdos. A veces se despertaba cuando yacíamos adormilados y me atosigaba con sus besos cuando yo prefería soñar.
Una tarde, durante los primeros y espléndidos meses invernales, cuando entré a saludar a mis impacientes pupilos, Riccardo me contó que había llevado a Amadeo a visitar a la bella y amable Bianca Solderini, que ésta los había recibido con cordialidad y se había mostrado muy complacida con los poemas que había recitado Amadeo y el ingenio de éste al improvisar unos versos en homenaje a la belleza de la dama.
Miré a los ojos de mi Amadeo. Estaba cautivado por el encanto de Bianca, cosa que comprendí muy bien. Pero mientras los chicos conversaban sobre la agradable reunión y el fascinante caballero inglés que visitaba a Bianca con asiduidad, me invadió un extraño estado de ánimo.
Bianca me había enviado una breve nota:
Te echo de menos, Marius. Ven a verme y trae a tus chicos. Amadeo es tan listo como Riccardo. Tengo los retratos que me hiciste colgados por toda la casa. Todos se sienten intrigados por el hombre que los pintó, pero yo no digo nada, porque lo cierto es que no sé nada de ti. Se despide con cariño,
BIANCA
Cuando alcé los ojos de la nota, vi que Amadeo me observaba con sus ojos silenciosos.
—¿La conoces, maestro? —me preguntó muy serio. Su pregunta sorprendió a Riccardo.
—Sabes que sí, Amadeo. Bianca te dijo que había ido a visitarla, y viste mis retratos en sus salones.
Intuí un repentino y violento arrebato de celos, pero la expresión de su rostro no mudó. No vayas a verla. Eso fue lo que me dijo su alma. Deduje que deseaba que Riccardo nos dejara solos para poder acostarnos en el oscuro lecho, rodeado por gruesas cortinas de terciopelo.
En ocasiones, Amadeo se mostraba obstinado, obsesionado con nuestro amor. Ese rasgo me atraía poderosamente y espoleaba mi devoción por él.
—Pero deseo que recuerdes —le dije de pronto en ruso, su lengua materna.
Mis palabras le chocaron, pero no las comprendió.
—Amadeo —dije en dialecto veneciano—, piensa en la época anterior a tu llegada aquí. Trata de recordar. ¿Cómo era el mundo en el que vivías?
El chico se sonrojó. Se sentía compungido. Parecía como si yo le hubiera golpeado.
Riccardo apoyó una mano en su hombro para consolarlo. —Es demasiado duro para él, maestro —dijo. Amadeo parecía bloqueado. Me levanté de la silla, me acerqué a él y le rodeé los hombros con el brazo, besándolo en la coronilla.
—Olvida lo que te he dicho. Iremos a visitar a Bianca. Ésta es la hora de la noche que más le gusta.
A Riccardo le extrañó que le permitiera salir a esa hora. En cuanto a Amadeo, se sentía todavía aturdido.
Hallamos a Bianca rodeada por un enjambre de invitados que no cesaban de parlotear. Entre ellos había unos florentinos y el inglés del que me habían hablado los chicos.
Al verme, Bianca sonrió. Me llevó aparte y me condujo a su alcoba, donde el abigarrado lecho decorado con exquisitos cisnes aparecía expuesto en el centro de la estancia.
—Por fin has venido —dijo—. Cuánto me alegro de verte. No imaginas lo que te he echado de menos. —Qué cálidas eran sus palabras—. Eres el único pintor que existe en mi mundo, Marius. —Deseaba que la besara, pero no me atreví a hacerlo. Me incliné para rozar su mejilla con mis labios y la sostuve con firmeza para impedir que me abrazara.
¡Qué radiante dulzura! Mientras la miraba a los ojos, sus hermosos ojos ovalados, me sentí transportado a las pinturas de Botticelli. Sostenía en las manos, por motivos que no acierto a explicarme, los mechones oscuros y perfumados de Zenobia, que imaginaba haber recogido del suelo de una casa situada en el otro extremo del mundo.
—Bianca, amor mío —dije—. Estoy dispuesto a abrir mi casa si accedes a hacer de anfitriona. —Al oír esas palabras que acababa de pronunciar, me quedé estupefacto. No sabía lo que iba a decir, pero proseguí como sumido en un ensueño—: No tengo ni esposa ni hija. Ven, abriremos mi casa al mundo.
La expresión de triunfo que mostraba su rostro fue una confirmación. Sí, abriría mi casa.
—Se lo diré a todos —se apresuró a contestar Bianca—. Sí, será un honor hacer de anfitriona para ti, lo haré encantada, pero supongo que estarás presente…
—¿Podemos abrir las puertas por la noche? —le pregunté—. Tengo costumbre de venir por las noches. La luz de las velas me sienta mejor que la luz del día. Fija tú la noche, Bianca, y ordenaré a mis sirvientes que lo tengan todo preparado. La casa está llena de pinturas. Que quede claro que no ofrezco nada a nadie. Pinto porque me gusta. Agasajaré a mis invitados ofreciéndoles la comida y las bebidas que tú me indiques.
Qué contenta parecía. Vi a Amadeo observándola desde un rincón, amándola y feliz de vernos juntos, aunque le dolía.
Riccardo conversaba con unos hombres mayores que él que le halagaban y admiraban su hermoso rostro.
—Tú me aconsejarás qué flores debo colocar en la mesa —le dije a Bianca—. Y qué vino debo servir. Mis sirvientes acatarán tus órdenes. Haré cuanto me digas.
—Qué maravilla —respondió—. Acudirá toda Venecia, te lo prometo, y comprobarás que son gente muy divertida. Todos se sienten intrigados por ti. No dejan de murmurar. No imaginas lo bien que lo pasaremos.
Ocurrió tal como ella había dicho.
Al cabo de un mes, abrí mi palacio a toda la ciudad. Pero qué diferente era de aquellas noches de borracheras en la antigua Roma, cuando la gente se tumbaba en mis divanes y vomitaba en mi jardín mientras yo pintaba como un enloquecido.
Cuando llegué, observé que mis invitados venecianos habían acudido elegantemente ataviados. Como es natural, me asediaron a preguntas. Yo dejé que se me empañaran los ojos. Las voces mortales que oía a mi alrededor me parecían besos. «Estás entre ellos —me dije—. Pareces uno de ellos. Parece como si estuvieras realmente vivo».
¿Qué importaban sus mezquinas críticas sobre mis pinturas? Me afanaría en perfeccionar mi trabajo, sí, con ahínco, pero lo que contaba era la vitalidad, la energía.
Entre mis mejores obras destacaba mi hermosa y rubia Bianca, que de momento se había liberado de quienes la obligaban a cometer sus fechorías, aceptada por todos como la anfitriona de mi casa.
Amadeo observaba con ojos silenciosos y rencorosos. Los recuerdos que bullían en su interior lo atormentaban como un cáncer, pero era incapaz de analizarlos y comprenderlos.
Una tarde, al cabo de poco menos de un mes, lo encontré indispuesto en la magnífica iglesia de la cercana isla de Torcello, a la que al parecer había ido solo. Lo recogí del suelo frío y húmedo y lo llevé a casa.
Desde luego, comprendí el motivo. En esa iglesia, Amadeo había visto unos iconos del mismo estilo que los que él había pintado tiempo atrás. Había visto unos mosaicos que tenían varios siglos de antigüedad, semejantes a los que había visto de niño en las iglesias rusas. No lo había recordado. Se había tropezado con una realidad, con esas rígidas y severas pinturas bizantinas, y el calor del lugar le había producido una fiebre que percibí en sus labios y observé en sus ojos.
Al amanecer, su estado no había mejorado, y enloquecido de preocupación, lo dejé al cuidado de Vincenzo hasta que se hizo otra vez de noche y pude regresar apresuradamente a su lado.
Era su mente la que atizaba la fiebre. Lo tomé en brazos como si fuera un niño y lo llevé a la iglesia veneciana para que contemplara las prodigiosas pinturas de figuras robustas y naturales que habían sido realizadas hacía pocos años.
Pero comprendí que era inútil. Nada era capaz de abrir su mente, de modificarla. Lo llevé de vuelta a casa y volví a depositarlo sobre los almohadones del lecho.
Traté de comprender mejor la situación.
Había vivido un mundo punitivo, presidido por una austera devoción. La pintura no le producía placer alguno. Toda su vida en la lejana Rusia había sido tan rigurosa que era incapaz de entregarse a los placeres que se le ofrecían ahora continuamente.
Atormentado por los recuerdos, que no alcanzaba a comprender, se deslizaba lentamente hacia la muerte.
Pero yo no estaba dispuesto a consentirlo. Me paseé inquieto por la habitación, implorando a quienes le atendían que lo salvaran. Caminé incesantemente de un lado a otro, mascullando para mis adentros, furioso. No lo consentiría. No dejaría que muriera.
Eché a los otros del dormitorio sin miramientos.
Luego me incliné sobre él y, tras morderme la lengua, me llené la boca de sangre y vertí un pequeño chorro de la misma en su boca.
Amadeo se movió, se lamió los labios y comenzó a respirar con más facilidad. Sus mejillas recuperaron el color. Le toqué la frente. La fiebre había bajado. Abrió los ojos, me miró y dijo, como solía hacer, «Maestro», tras lo cual se sumió en un plácido sueño, sin pesadillas.
Con eso bastaba. Me alejé de su cabecera y me puse a escribir en mi diario. La pluma arañaba el papel mientras trazaba apresuradamente las palabras: «Es irresistible, pero ¿qué puedo hacer? En cierta ocasión me apropié de él y declaré que me pertenecía, y ahora alivio su dolor con la sangre que quisiera darle. Pero, al aliviar su dolor, confío en curarlo no en provecho mío, sino del mundo entero».
Cerré el libro, disgustado conmigo mismo por haberle dado mi sangre. Pero lo había curado. Lo sabía. Y si volvía a caer enfermo, volvería a dársela.
El tiempo transcurría demasiado deprisa.
Las cosas se sucedían con excesiva rapidez. Mis anteriores criterios se habían visto alterados, y la belleza de Amadeo aumentaba de noche en noche.
Los profesores llevaron a los chicos a Florencia para que contemplaran las pinturas que había allí. Todos regresaron inspirados y deseosos de estudiar con más ahínco que antes.
Sí, habían visto las obras de Botticelli, que les habían parecido espléndidas. ¿Seguía pintando el maestro? Desde luego, pero su obra se decantaba ahora por los temas religiosos. Eso se debía a los sermones de Savonarola, un severo monje que criticaba a los florentinos por su afición a las vanidades. Savonarola ejercía un gran influjo en la gente de Florencia. Botticelli creía en él y se le consideraba uno de sus seguidores.
Esa noticia me entristeció profundamente. Es más, me enfureció. Pero sabía que pintara lo que pintase Botticelli, sería magnífico. Por otra parte, los progresos de Amadeo me consolaban, mejor dicho, hacían que me sintiera tan gratamente confundido como antes.
Amadeo se había convertido en el discípulo más brillante de mi academia. Contraté a otros profesores para que le enseñaran filosofía y derecho. Se desarrollaba con tal rapidez que tenía que renovar su vestuario continuamente, era un conversador inteligente y ameno, y muy querido por los chicos más jóvenes.
Visitábamos a Bianca todas las noches. Me había acostumbrado a la compañía de refinados extraños, a la eterna afluencia de visitantes del norte de Europa, que iban a Italia para descubrir sus antiguos y misteriosos encantos.
Muy de vez en cuando, observaba a Bianca entregar la copa envenenada a uno de sus desdichados invitados. De vez en cuando, sentía el latido de su tenebroso corazón y la sombra de su desesperada culpa en lo más profundo de sus ojos. ¡Con qué celo observaba a su infortunada víctima! ¡Con qué encanto se despedía de él con una última y sutil sonrisa!
En cuanto a Amadeo, nuestras sesiones amorosas en mi dormitorio se hicieron más íntimas. Más de una vez, cuando nos abrazábamos, yo le daba un beso de sangre, observando cómo se estremecía su cuerpo y el poder de mi sangre en sus ojos entornados.
¿Por qué me dejaba llevar por esa locura? ¿Estaba Amadeo destinado a servir al mundo o a mí?
Yo me mentía descaradamente al respecto. Me decía que nada impedía al chico demostrar sus dotes y ganarse la libertad para abandonarme, indemne y rico, a fin de alcanzar otros logros fuera de mi casa.
Sin embargo, le había proporcionado tal cantidad de sangre secreta que me asediaba a preguntas. ¿Qué clase de ser era yo? ¿Por qué no aparecía nunca de día? ¿Por qué no comía ni bebía nada?
Estrechaba entre sus cálidos brazos el misterio. Sepultaba la cara en el cuello del monstruo.
Yo lo enviaba a los mejores burdeles para que conociera los placeres que ofrecían las mujeres y también los muchachos. Él me odiaba por ello, pero gozaba y regresaba a mí ansioso de que le proporcionara el beso de sangre.
Cuando me ponía a pintar como un loco en mi estudio, exclusivamente en su presencia, un paisaje o héroes antiguos, Amadeo se mofaba de mí. Se acostaba a mi lado cuando caía exhausto en la cama para dormir durante las pocas horas que quedaban antes del amanecer.
Abríamos el palacio con frecuencia. Bianca, siempre brillante y segura de sí, presentaba una belleza madura, conservaba sus delicados rasgos y su encanto, y su lozanía juvenil había dado paso a la prestancia de una mujer.
A menudo la contemplaba preguntándome qué habría ocurrido de no haberme encaprichado de Amadeo. ¿Qué me había llevado a tomar esa decisión? ¿Acaso no habría podido cortejarla y seducirla? Entonces, mientras daba vueltas a esos pensamientos, se me ocurría, estúpidamente, que aún estaba a tiempo de hacerlo, de apartar a Amadeo de mi lado y relegarlo a la mortalidad, con fortuna y prestigio, junto con el resto de mis pupilos.
No, Bianca estaba a salvo de mí.
Era a Amadeo a quien yo deseaba, a quien formaba e instruía. Era a Amadeo a quien había convertido en mi preciado discípulo de sangre vampírica.
Las noches transcurrían deprisa, como en un sueño.
Varios chicos fueron a estudiar a la universidad. Uno de los profesores murió. Vincenzo empezó a cojear, pero contraté a un ayudante para que le hiciera los recados. Bianca cambió de lugar alguno de los grandes cuadros. El aire era tibio y dejábamos las ventanas abiertas. Organizamos un banquete en la azotea. Los chicos cantaron.
Nunca, durante ese tiempo, dejé de untarme con el bálsamo para oscurecer mi tez y darle un aspecto humano, haciéndolo penetrar en la piel mediante un masaje administrado con ambas manos. Nunca deje de vestirme y adornarme con hermosas joyas y lucir anillos para distraer la atención de la gente de mi persona. Nunca me acerqué demasiado a un grupo de velas o a una antorcha situada a la entrada de un edificio o en un embarcadero.
Acudí al santuario de los que debían ser custodiados y permanecí un rato meditando. Le planteé el caso a Akasha.
Yo deseaba a ese chico, que ahora tenía dos años más que cuando lo encontré, pero al mismo tiempo deseaba ofrecerle todo lo demás. Ese dilema me partía el alma y le partía a él el corazón.
Jamás había pretendido crear a un bebedor de sangre para que fuera mi compañero, educar a un joven mortal con ese fin y adiestrarlo para que eligiera lo que él deseara.
Pero ahora lo deseaba hasta el punto de pensar en ello todos y cada uno de los instantes en que estaba despierto. Al mirar a mis gélidos Padres, no hallé consuelo alguno. No oí ninguna respuesta a mi súplica.
Me tumbé para dormir en el santuario y tuve unos sueños siniestros y agitados.
Vi el jardín que había plasmado en los muros. Caminaba como de costumbre a través de él, contemplando la fruta en las ramas de los árboles. De pronto, Amadeo se acercó a mí y profirió una carcajada espeluznante y cruel.
—¿Un sacrificio? —preguntó—. ¿Para Bianca? ¿Cómo es posible?
Me desperté sobresaltado, frotándome los antebrazos y sacudiendo la cabeza para librarme de esa pesadilla.
—No sé la respuesta —murmuré, como si Amadeo estuviera a mi lado, como si su espíritu se hubiera desplazado al lugar donde yo me hallaba—. Sólo sé que ella era una mujer joven cuando la conocí —contesté—, educada y obligada a matar; una asesina, sí, un asesina, una mujer-niña culpable de unos crímenes horrendos. Y tú eras un niño desvalido. Yo podía moldearte y modificarte, y eso es lo que he hecho. Es cierto, pensé que eras pintor —proseguí—, que tenías dotes para la pintura, y sé que todavía los posees, lo cual también me atrajo. Pero, en última instancia, no sé qué me llamó la atención de ti, sólo sé que ocurrió.
Me acosté para seguir durmiendo, tendido de lado en una postura de abandono, contemplando los ojos refulgentes de Akasha y los rasgos duros de Enkil.
Retrocedí unos siglos y pensé en Eudoxia. Recordé su terrible muerte. Recordé su cuerpo envuelto en llamas y postrado en el suelo del santuario, en el mismo lugar donde me encontraba ahora.
Pensé en Pandora. ¿Dónde estaba mi Pandora? Por fin me quedé dormido.
Cuando regresé al palacio, deslizándome por el tejado como solía hacer, me encontré con una situación que dejaba mucho que desear. Todos estaban sentados a la mesa con las caras largas y Vincenzo me explicó, nervioso, que había ido a visitarme «un extraño individuo» que seguía en la antesala, pues se había negado a entrar.
Los chicos, que habían estado dando los últimos toques a mis murales en la antesala, se habían marchado al llegar ese «extraño individuo». Sólo se había quedado Amadeo, para terminar un trabajo que no le entusiasmaba, observando a ese «extraño individuo» de una forma que había alarmado a Vincenzo.
Por si eso no bastara, Bianca también había ido a visitarme, para entregarme un regalo de Florencia, un pequeño cuadro pintado por Botticelli. Había mantenido una «tensa» conversación con ese «extraño individuo» y le había advertido a Vincenzo que no le quitara el ojo de encima. Bianca se había marchado. El «extraño individuo» seguía allí.
Entré inmediatamente en la antesala, pero había intuido la presencia de ese ser antes de verlo con mis propios ojos.
Era Mael.
No tardé ni un segundo en reconocerlo. No había cambiado, como tampoco había cambiado yo, y no se esforzaba en seguir la moda de la época, como tampoco lo había hecho en el pasado.
De hecho, presentaba un aspecto lamentable, vestido con un raído jubón de cuero, unas medias llenas de agujeros y unas botas sujetas con cordeles.
Tenía el pelo sucio y alborotado, pero su cara mostraba una expresión insólitamente afable. Al verme, se me acercó enseguida y me abrazó.
—De modo que es cierto que estás aquí —dijo en voz baja, como si tuviéramos que hablar en murmullos en mi casa. Se expresaba en latín antiguo—. Me lo dijeron, pero no lo creí. Me alegro mucho de verte. Celebro comprobar que…
—Sí, ya sé lo que vas a decir —le interrumpí—. Sigo siendo testigo del paso de los años, un testigo superviviente de nuestra especie.
—Lo has expresado infinitamente mejor que yo —respondió—. Pero, repito, me alegro mucho de verte, de oír tu voz.
Observé que estaba cubierto de polvo. Mael miró a su alrededor, examinó el vistoso techo, en el que aparecía pintado un círculo de querubines que estaba adornado con pan de oro, contempló el mural sin acabar. Me pregunté si sabía que era obra mía.
—Mael, el que no cesa de asombrarse —dije, conduciéndolo suavemente a un lugar alejado de la luz de las velas—. Pareces un vagabundo —añadí, riendo.
—¿Puedes volver a prestarme unas prendas? —preguntó—. Ya me conoces, siempre ando hecho un desastre. Observo que vives espléndidamente, como de costumbre. ¿Nada te resulta un misterio, Marius.
—Todo es un misterio, Mael —contesté—. Pero siempre me he vestido con ropa elegante. Si el mundo llega a su fin, me hallará perfectamente vestido para la ocasión, ya ocurra de día o en plena noche.
Lo tomé del brazo y lo conduje a través de las numerosas y vastas estancias hasta mi alcoba. Lógicamente, Mael se mostró impresionado por las pinturas que colgaban en todas las salas y me siguió dócilmente.
—Deseo que permanezcas aquí, lejos de mis compañeros mortales —dije—. Tu presencia los confundiría.
—Veo que te has organizado muy bien —comentó Mael—. Lo tenías más fácil en Roma, ¿no es así? Pero menudo palacio te has agenciado. Muchos reyes te envidiarían, Marius.
—Supongo que sí —dije por decir algo.
Me dirigí a los roperos, que eran en realidad varias habitaciones pequeñas, y cogí unas prendas de vestir y unos zapatos de cuero. Mael parecía incapaz de vestirse solo, pero me negué a hacerlo yo. Una vez que hube colocado todos los objetos por orden sobre el lecho de terciopelo, como si fueran para un niño o un idiota, Mael empezó a examinar algunos como si no supiera para qué servían.
—¿Quién te dijo que me encontraba aquí, Mael? —pregunté.
Mael me miró unos momentos con frialdad. Su vieja nariz aguileña resultaba tan desagradable como siempre; sus ojos hundidos estaban algo más brillantes que de costumbre, y su boca, mejor perfilada de lo que yo recordaba. Puede que el paso del tiempo hubiera suavizado el rictus de sus labios, aunque no estoy seguro de que eso sea posible. En todo caso, para un varón inmortal tenía un aspecto interesante.
—Me has dicho que te informaron de que me encontraba aquí —insistí—. ¿Quién te lo dijo?
—Un estúpido bebedor de sangre —respondió estremeciéndose—. Un fanático adorador de Satanás. Se llamaba Santino. ¿Es que no hay manera de acabar con ellos? Fue en Roma. Me pidió que me uniera a él, ¿te imaginas?
—¿Por qué no lo desuniste? —pregunté, disgustado. Qué deprimente era aquello, qué alejado de los chicos cuando se sentaban a cenar, de los profesores que comentaban las lecciones del día, de la luz y la música a las que ansiaba regresar—. Antaño, cuando te los encontrabas, los destruías sin miramientos. ¿Por qué no lo hiciste en este caso?
Mael se encogió de hombros.
—¿Qué me importa lo que ocurra en Roma? No me quedé ni una noche allí.
—¿Cómo descubrió ese individuo que me hallaba en Venecia?
—pregunté, meneando la cabeza con disgusto—. Jamás he oído el menor rumor de uno de los nuestros aquí.
—Yo estoy aquí y no me habías oído —replicó Mael—. No eres infalible, Marius. Tienes muchas diversiones que te distraen. Quizá no escuchas con la debida atención.
—Tienes razón, pero me pregunto cómo lo averiguó.
—A tu casa acuden muchos mortales que hablan de ti. Es posible que esos mortales viajen a Roma. ¿No dicen que todos los caminos conducen a Roma? —Mael se estaba mofando de mí, desde luego. Pero lo hacía de forma amable, casi afectuosa—. El bebedor de sangre romano desea descubrir tu secreto, Marius. Me suplicó que le revelara el misterio de los que debían ser custodiados.
—Pero tú no lo hiciste, ¿verdad, Mael? —pregunté. Empezaba a odiarlo de nuevo, tan intensamente como antes.
—No, no se lo revelé —respondió con calma—, pero me reí de él y no lo negué. Quizá debí hacerlo, pero, cuanto más viejo te haces, más te cuesta mentir.
—Lo comprendo muy bien —dije.
—¿De veras? ¿Con esos bellísimos chicos mortales que te rodean? Pues yo creo que mientes cada vez que abres la boca, Marius. En cuanto a tus pinturas, ¿cómo te atreves a exhibir tus obras entre mortales que sólo disponen de una breve vida con la que desafiarte? Eso, a mi modo de ver, constituye de por sí una mentira intolerable.
Suspiré.
Mael se desabrochó violentamente el jubón y se lo quitó.
—¿Por qué acepto tu hospitalidad? —preguntó—. No lo sé. Quizá piense que, después de haber gozado de tantos placeres mortales, tienes la obligación de ayudar a otro bebedor de sangre que vaga perdido en el tiempo de país en país, como de costumbre, unas veces maravillándome, otras llenándome simplemente los ojos de polvo.
—Di lo que quieras —dije—. Te ofrezco ropas y alojamiento. Pero dime enseguida qué ha sido de Avicus y de Zenobia. ¿Viajan contigo? ¿Sabes dónde están?
—No tengo ni la más remota idea —contestó—, como sin duda habrás intuido antes de preguntármelo. Hace tanto que no los veo que no alcanzo a calcular los años ni las centurias. Avicus la convenció y se marcharon juntos. Me abandonaron en Constantinopla. No puedo decir que me sorprendiera. Antes de separarnos, las cosas se habían enfriado entre nosotros. Avicus estaba enamorado de ella, y ella lo amaba más que a mí. Eso fue todo.
—Lo lamento.
—¿Por qué? —preguntó Mael—. Tú nos abandonaste a los tres. Y lo peor fue que la dejaste a nuestro cuidado. Avicus y yo estuvimos mucho tiempo juntos, hasta que nos obligaste a hacernos cargo de Zenobia.
—¡Por todos los diablos! ¡Deja de echarme la culpa de todo! —mascullé—. ¿Es que no cesarás nunca de lanzar acusaciones? ¿Acaso soy el responsable de todas las desgracias que te han ocurrido, Mael? ¿Qué debo hacer para que me absuelvas y dejes de criticarme? Fuiste tú, Mael —murmuré—, quien me arrebataste mi vida mortal y me arrastraste, encadenado e impotente, a tu maldito bosque druida.
Por más que trataba de no alzar la voz, no conseguía contener mi ira.
Mael me miró atónito.
—De modo que me desprecias, Marius —dijo sonriendo—. Te creía demasiado inteligente para caer en un sentimiento tan mezquino. Sí, yo te hice prisionero, te arrebaté tus secretos y desde entonces vengo pagándolo con una maldición tras otra.
Retrocedí. No quería entrar en esa disputa. Esperé hasta que mi ira se disipó y recobré la calma. Al cuerno con la verdad.
Curiosamente, mi reacción hizo que sacara a relucir su vena más amable. Mientras se quitaba los harapos y los apartaba de un puntapié, me habló de Avicus y Zenobia.
—Se colaban en el palacio del emperador para perseguir a sus víctimas en las sombras —dijo—. Zenobia se vestía rara vez como un chico, tal como le enseñaste a hacer. Era muy aficionada a los vestidos suntuosos. Lucía siempre unos trajes espectaculares. En cuanto a su cabello…, me enloquecía más que a ella.
—No sé si eso es posible —dije en tono quedo. Vi en su mente una visión de Zenobia y la confundí con la visión que tenía yo en la mía.
—Avicus siguió siendo el eterno estudiante —dijo Mael con cierto desprecio—. Logró dominar el griego. Leía cuanto caía en sus manos. Tú fuiste siempre su fuente de inspiración. Te imitaba en todo. Compraba libros sin saber de qué trataban. Leía sin cesar.
—Quizá supiera perfectamente de qué trataban —dije—. ¡Quién sabe!
Yo lo sé —contestó Mael—. Os conozco a los dos. Avicus se comportaba como un idiota, acumulaba libros y más libros de poesía e historia sin ton ni son. No buscaba nada en concreto. Devoraba palabras y frases por cómo le sonaban.
¿Y dónde y cómo has pasado tus horas, Mael? —pregunté en un tono más frío de lo que me había propuesto.
—Cazando por las oscuras colinas, más allá de la ciudad —respondió—. Cazaba entre los soldados en busca del feroz malvado, como bien sabes. Yo era un vagabundo y ellos iban vestidos como si formaran parte de la corte imperial.
—¿Crearon a algún otro bebedor de sangre? —inquirí.
—¡No! —contestó Mael con un respingo—. ¿A quién se le iba a ocurrir semejante cosa?
No respondí.
—¿Y tú, creaste a otro? —pregunté.
—No —respondió Mael, frunciendo el ceño—. ¿Dónde iba a encontrar a alguien lo suficientemente fuerte? —preguntó. Parecía confundido—. ¿Cómo iba a adivinar si un humano poseía la resistencia necesaria para recibir la sangre vampírica?
—De modo que errabas por el mundo solo.
—Ya encontraré a otro bebedor de sangre para que sea mi compañero —dijo—. ¿No encontré a ese condenado de Santino en Roma? Quizá seduzca a uno de los adoradores de Satanás. No creo que les guste a todos vivir encerrados en las catacumbas, ataviados con túnicas negras y cantando himnos latinos.
Asentí con la cabeza. Observé que estaba listo para darse un baño y no quise entretenerlo más.
—La casa, como ves, es enorme —dije en tono jovial—. En el primer piso, a la derecha, hay una habitación cerrada con llave. Carece de ventanas. Si quieres, puedes dormir allí durante el día.
Mael emitió una carcajada despectiva.
—Me basta con la ropa, amigo mío, y unas horas de descanso.
—No tengo inconveniente en que te quedes. Puedes alojarte aquí, siempre que los otros no te vean. Puedes utilizar esa bañera. Vendré a buscarte cuando los chicos estén dormidos.
La siguiente vez que vi a Mael fue en un momento de lo más inoportuno.
Salió del dormitorio y entró en el gran salón donde me encontraba cediendo a las pretensiones de Riccardo y Amadeo, aunque advirtiéndoles severamente que sólo podían ir a casa de Bianca a pasar la velada.
Amadeo lo vio. De nuevo, durante unos momentos fatídicos, lo vio. Y sé que algo en su interior le hizo reconocer a Mael como lo que era. Pero, al igual que le sucedía con muchas otras cosas que permanecían encerradas en su mente, Amadeo no era consciente de ello, y ambos chicos se despidieron de mí con unos apresurados besos para ir a cantarle sus canciones a Bianca y a dejarse cubrir de halagos por todos los asistentes a la reunión.
Estaba enojado con Mael por haber abandonado el dormitorio, pero no dije nada.
—De modo que no has convertido a ése en un bebedor de sangre —dijo, sonriendo, al tiempo que señalaba la puerta por la que acababan de salir los chicos.
Furioso, guardé silencio. Lo miré como solía hacer en esas situaciones, incapaz de articular palabra.
Mael siguió sonriendo de forma siniestra y luego dijo:
—Marius, el de muchos nombres y muchas casas en muchas vidas. Así que has elegido a un hermoso niño.
Me encogí de hombros tratando de no darle importancia. ¿Cómo había conseguido leer en mi mente el deseo que sentía por Amadeo?
—Te has vuelto descuidado —dijo suavemente—. Escúchame, Marius, no quiero ofenderte. Tienes demasiados tratos con mortales, y ese niño es muy joven.
—No digas ni una palabra más —protesté, esforzándome en contener mi ira.
—Discúlpame —dijo Mael—. Sólo pretendía expresar mi opinión.
—Ya lo sé, pero no quiero oír ni una palabra más.
Lo miré. Estaba muy guapo con su nuevo atuendo, aunque algunos detalles estaban torcidos o asomaban por donde no debían. Pero no sería yo quien subsanara esos fallos. Se me ocurrió que no sólo presentaba un aspecto salvaje, sino cómico, pero sabía que los demás pensarían que era un hombre muy apuesto.
Lo odiaba, pero no del todo. De pronto, mientras estaba allí con él, casi estallé en llanto y rompí a hablar apresuradamente para reprimir esa emoción.
—¿Qué has aprendido durante este tiempo? —pregunté.
—¡Qué pregunta tan impertinente! —replicó en voz baja—. ¿Qué has aprendido tú?
Le expuse mis tesis acerca de que Occidente había vuelto a alzarse apoyándose en los antiguos clásicos que Roma había tomado de Greda. Le dije que el arte del antiguo Imperio era recreado en toda Italia y le hablé de las magníficas ciudades del norte de Europa, tan prósperas como las del sur. Luego le dije que, a mi modo de ver, el Imperio oriental había caído en manos del islam y había dejado de existir. El mundo griego había desaparecido irrevocablemente.
Hemos recuperado Occidente, ¿no lo comprendes? —pregunté.
Mael me miró como si me hubiera vuelto loco.
—¿Y qué? —contestó.
En su rostro se produjo un leve cambio.
—Testigo de la sangre vampírica —dijo, repitiendo las palabras que yo había pronunciado hacía un rato—. Observador del paso de los años.
Mael extendió los brazos como si quisiera abrazarme. Su mirada era franca y no intuí ninguna malicia en ese gesto.
—Me has dado ánimos —dijo.
—¿Para qué, si me permites preguntártelo?
—Para seguir vagando por el mundo —respondió, bajando los brazos lentamente.
Asentí con la cabeza. ¿Qué más quedaba por añadir?
—¿Necesitas algo? —pregunté—. Tengo muchas monedas venecianas y florentinas. Ya sabes que el dinero no significa nada para mí. Estaré encantado de compartir contigo cuanto tengo.
—Para mí tampoco significa nada —dijo Mael—. Obtendré lo que necesite de mi próxima víctima, y su sangre y su dinero me permitirán subsistir hasta que encuentre a otra.
—Muy bien —dije, lo que significaba que deseaba que se fuera. Pero cuando Mael se percató de ello y se volvió para marcharse, lo así del brazo—. Perdona que haya estado tan frío contigo —dije—. Tiempo atrás fuimos compañeros.
Nos abrazamos con fuerza.
Lo acompañé hasta la puerta de entrada, donde el intenso resplandor de las antorchas nos iluminaba en exceso, y lo observé desaparecer literalmente en la oscuridad.
Al cabo de unos segundos, dejé de oír sus pasos y di las gracias en silencio.
Me puse a pensar en lo mucho que odiaba a Mael, en lo mucho que le temía. Sí, tiempo atrás lo había amado, incluso cuando éramos mortales, cuando yo era su prisionero y él el sacerdote druida que me enseñó los himnos de los fieles del bosque, aunque no comprendo con qué fin.
Y le había amado durante la larga travesía a Constantinopla, y en la ciudad donde había confiado a Zenobia a su cargo y al de Avicus, deseándoles a los tres que les fuera muy bien.
Pero no le quería conmigo en esos momentos. Quería mi casa, a mis pupilos, a Amadeo, a Bianca. Quería mi Venecia. Quería mi mundo mortal.
No quería arriesgar mi hogar mortal pasando siquiera unas pocas horas con él. Quería impedir que averiguara mis secretos.
Me quedé plantado bajo la luz de las antorchas, absorto en mis pensamientos. Algo no encajaba.
Me volví y llamé a Vincenzo, que andaba por allí.
—Voy a ausentarme unas noches —le dije—. Ya sabes lo que tienes que hacer. Regresaré pronto.
—Muy bien, maestro —respondió.
Me convencí de que no había notado nada extraño en Mael. Siempre estaba dispuesto a cumplir mis órdenes.
—Ahí está Amadeo, maestro —dijo de pronto, señalando con el dedo—. Desea hablar con vos.
Me quedé asombrado. Vi a Amadeo en una góndola al otro lado del canal, observándome, aguardando. Deduje que me había visto con Mael. Pero ¿cómo era posible que yo no le hubiera oído? Mael tenía razón. Me había vuelto descuidado. Las emociones humanas me habían ablandado. Estaba hambriento de amor.
Amadeo indicó al gondolero que lo acercara a la fachada de la casa.
—¿Por qué no has ido con Riccardo? —le pregunté—. Creí que te hallaría en casa de Bianca. Exijo que me obedezcas.
Vincenzo desapareció y Amadeo subió al embarcadero y me abrazó, oprimiendo mi cuerpo duro e inflexible con todas sus fuerzas.
—¿Adonde vas? —preguntó atropelladamente en voz baja—. ¿Por qué me abandonas de nuevo?
—Debo marcharme —respondí—, pero sólo me ausentaré unas noches. Sabes que debo marcharme. Tengo unas obligaciones importantes que cumplir en otro lugar. Por otra parte, ¿no regreso siempre?
—Llévame contigo —me rogó Amadeo.
Sus palabras me chocaron. Sentí como si se hubiera accionado un resorte en mi interior.
—No puedo —contesté. Entonces pronuncié unas palabras que jamás imaginé que saldrían de mis labios—. Voy a ver a los que deben ser custodiados —dije, como si fuera incapaz de seguir guardando el secreto— para asegurarme de que están tranquilos. Llevo haciéndolo desde hace mucho tiempo.
En su rostro se dibujó una expresión de asombro.
Los que deben ser custodiados —musitó como si pronunciara una oración.
Sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo.
Me pareció como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Al parecer, la visita de Mael había hecho que Amadeo se sintiera más unido a mí, y yo había dado otro paso fatídico.
La luz de la antorcha me atormentaba.
—Entremos —dije.
Ambos penetramos en el sombrío portal. Vincenzo, que como de costumbre no andaba lejos, desapareció.
Me incliné para besar a Amadeo y el calor de su cuerpo intensificó mi deseo.
—Dame la sangre, maestro —me susurró al oído—. Dime qué eres, maestro.
—¿Qué soy? Algunas veces ni yo mismo lo sé, hijo mío. Y otras pienso que lo sé muy bien. Estudia en mi ausencia. No pierdas el tiempo. Estaré de vuelta antes de que te des cuenta. Entonces hablaremos sobre besos de sangre y secretos. Pero, entre tanto, no debes decirle a nadie que me perteneces.
—¿Acaso se lo he dicho a alguien, maestro? —replicó Amadeo. Me besó en la mejilla y apoyó su mano cálida en mi mejilla, como si supiera lo inhumano que yo era.
Presioné los labios contra los suyos y vertí en su boca un pequeño chorro de sangre. Sentí que se estremecía.
Me aparté y él cayó desvanecido en mis brazos.
Llamé a Vincenzo y le entregué a Amadeo, tras lo cual me alejé, envuelto en la oscuridad de la noche.
Dejé la espléndida ciudad de Venecia con sus resplandecientes palacios para retirarme al gélido santuario oculto en la montaña, sabiendo que la suerte de Amadeo estaba sellada.