Permite que te explique en qué consistía esa empresa.
En las paredes de una capilla de un palacio de los Médicis en Florencia, había un inmenso fresco de un pintor llamado Gozzoli, que representaba el Cortejo de los Reyes Magos, quienes acudían a visitar al Niño Jesús para ofrecerle valiosos presentes.
Era una pintura maravillosa, pródiga en detalles y muy actual, pues los Reyes Magos iban ataviados al estilo de acaudalados florentinos y seguidos de un gigantesco séquito compuesto por ciudadanos y clérigos vestidos como ellos, de tal forma que el cuadro constituía un tributo al Niño Jesús y a la época en que había sido pintado.
La pintura cubría los muros de esta capilla y los muros del espacio donde se hallaba el altar. La capilla era muy pequeña.
Esta pintura me atraía poderosamente por diversos motivos. No me había enamorado de Gozzoli tan profundamente como de Botticelli, pero lo admiraba mucho, y los detalles de esa obra me parecían absolutamente fantásticos.
No sólo se trataba de un cortejo tan gigantesco que parecía infinito, sino que el paisaje pintado al fondo era un auténtico prodigio, lleno de poblaciones y montañas, cazadores y animales que corrían por el monte, castillos exquisitamente ejecutados y árboles de formas delicadas.
Pues bien, tras elegir una de las estancias más grandes de mi palacio, me dispuse a reproducir esa obra sobre la superficie de un muro. Lo cual significaba desplazarme a menudo entre Florencia y Venecia, para memorizar partes de la pintura y luego plasmarla empleando mis dotes sobrenaturales.
Debo decir que en gran parte conseguí mi propósito.
Así pues, «robé» el Cortejo de los Reyes Magos, esa fabulosa interpretación de un cortejo tan importante para los cristianos, y en especial para los florentinos, plasmándolo en mi casa con los mismos colores vivos de la obra original.
No había nada de original en él. Pero yo había superado la prueba que me había impuesto, y como no permitía que nadie entrara en esa estancia, no tenía la sensación de haber robado a Gozzoli su obra. Es más, si algún mortal hubiera logrado entrar en esta habitación, que mantenía cerrada con llave, le habría dicho que el original de esta pintura había sido realizado por Gozzoli, y cuando llegó el momento de mostrársela a mis aprendices, por las lecciones que contenía, no dudé en decírselo.
Pero permite que retome el tema de esta obra de arte que había robado. ¿Por qué me llamaba tan poderosamente la atención? ¿Qué fibra sensible había tocado en mi alma? Lo ignoro. Sólo sé que tenía que ver con los Reyes Magos y los regalos que le llevaban al Niño Jesús, y que yo tenía la impresión de estar ofreciéndoles regalos a los jóvenes que vivían en mi casa. Pero no estoy seguro de que ése fuera el motivo por el que elegí esta pintura para llevar a cabo mi primer ensayo importante con el pincel. No podría asegurarlo.
Quizá me atraía el hecho de que los detalles de la obra fueran a cual más fascinante. Podías enamorarte de los caballos del cortejo o de los rostros de los hombres jóvenes. Pero, de momento, dejaré el tema, pues me siento tan perplejo en estos momentos en que te relato mi historia como me sentí entonces.
En cuanto quedó confirmado mi éxito con la copia, abrí un espacioso estudio de pintura en el palacio y me dediqué a pintar cuadros de gran tamaño a última hora de la noche, cuando los chicos dormían. No necesitaba su ayuda y no quería que vieran la velocidad y la determinación con que pintaba.
Mi primera pintura ambiciosa era tan dramática como extraña. Pinté una escena en la que aparecían todos mis aprendices disfrazados, escuchando a un viejo filósofo romano vestido tan sólo con una larga túnica, una capa y unas sandalias, y como fondo las ruinas de Roma. En el cuadro abundaban los colores vivos y reconozco que había plasmado a mis pupilos muy bien. Pero no sabía si era bueno. Y no sabía si horrorizaría a quien lo contemplara.
Dejé abierta la puerta del estudio confiando en que los profesores entraran en él llevados por la curiosidad.
Pero eran demasiado tímidos para atreverse a entrar.
Entonces decidí pintar otro cuadro, inspirándome esta vez en el tema de la Crucifixión (una prueba de fuego para cualquier artista), que plasmé con exquisito esmero utilizando de nuevo como fondo las ruinas de Roma. ¿Era un sacrilegio? No sabría decirlo. De nuevo, estaba seguro de haber empleado los colores acertados. En esta ocasión, estaba también seguro de las proporciones y de la expresión afable del rostro de Jesucristo. Pero ¿había acertado en la composición o había pintado un disparate?
¿Cómo iba a saberlo? Poseía importantes conocimientos y un gran poder, pero no sabía si había creado algo blasfemo y monstruoso.
Regresé al tema de los Reyes Magos. Conocía los elementos tradicionales que debía contener: los tres reyes, el establo, María, José y el Niño Jesús. Esta vez los pinté con total libertad, confiriendo a María la belleza de Zenobia y deleitándome con el espléndido colorido, como en las ocasiones anteriores.
Mi gigantesco estudio no tardó en llenarse de cuadros. Algunos colgaban de los muros; otros estaban simplemente apoyados en la pared.
Una noche, durante la cena a la que había invitado a los refinados tutores de los chicos, uno de ellos, el profesor de griego, comentó que había visto las pinturas que tenía en mi estudio a través de la puerta abierta.
—Os ruego que me digáis qué os han parecido —dije.
—¡Asombrosas! —contestó el profesor con franqueza—. ¡Jamás había contemplado nada parecido! Me ha chocado que todas las figuras del cuadro de los Reyes Magos… —El hombre se detuvo, cohibido.
—Por favor, continuad —dije—. Deseo conocer vuestra opinión.
—Me ha chocado que todas las figuras miren de frente al espectador, incluso María, José y los tres reyes. Nunca había visto ese tema representado así.
—¿Y es incorrecto? —pregunté.
—No lo creo —se apresuró a responder—. Pero ¿quién puede afirmarlo? Vos pintáis para vos mismo, ¿no es así?
—En efecto —contesté—, pero me interesa vuestra opinión. A veces me siento frágil como el cristal.
Ambos nos reímos. Sólo los chicos mayores se mostraron interesados en esta conversación, y observé que el mayor de todos, Piero, quería decir algo. Él también había visto la pintura. Había entrado en el estudio.
Dime lo que piensas, Piero —dije, guiñando un ojo y sonriendo—. Vamos, ¿qué opinas del cuadro?
—Los colores son maravillosos, amo. ¿Cuándo podré trabajar con vos? Soy más hábil con el pincel de lo que imagináis.
—Sí, lo recuerdo, Piero —repuse, refiriéndome al taller del que procedía el muchacho—. No tardaré en llamarte.
De hecho, lo llamé esa misma noche.
Dado que tenía serias dudas sobre el tema, decidí seguir el ejemplo de Botticelli a ese respecto.
Elegí como tema la Piedad, y plasmé a mi Cristo dotándolo de toda la ternura y vulnerabilidad posibles, rodeado de multitud de personas que le lloraban. Como yo era pagano, no sabía qué personajes debían figurar en la escena. De modo que creé un inmenso y vanado grupo de mortales, todos vestidos al estilo florentino, que lloraban la muerte de Jesús, y unos ángeles en el cielo atormentados por la angustia y muy parecidos a los ángeles del pintor Giotto, cuya obra había visto en una ciudad italiana cuyo nombre no recordaba.
Mis aprendices se mostraron asombrados al contemplar la obra, al igual que los profesores, a quienes invité a entrar en mi gigantesco estudio para un análisis inicial. Los rostros que había pintado merecieron de nuevo un comentario elogioso, al igual que los elementos más chocantes del cuadro, entre ellos el exagerado cúmulo de color y oro y los pequeños toques que había añadido, como algunos insectos.
Comprendí algo importante: era libre, podía pintar lo que quisiera. Nadie iba a enterarse y a criticar mi obra. Pero entonces se me ocurrió que tal vez no fuera cierto.
Era muy importante para mí quedarme a vivir en el centro de Venecia. No quería perder contacto con el mundo cálido y amable.
Durante las semanas sucesivas me dediqué a visitar de nuevo todas las iglesias en busca de inspiración para mis pinturas. Examiné un gran número de cuadros grotescos que me asombraron casi tanto como los míos.
Un pintor llamado Carpaccio había creado una obra titulada Meditación sobre la Pasión, en la que mostraba el cadáver de Cristo entronizado, sobre un fondo constituido por un paisaje fantástico, flanqueado por dos santos de tez blanca que observaban al espectador como si Jesucristo no estuviera presente.
Entre la obra de un pintor llamado Crivelli, hallé un retrato sumamente grotesco del Salvador muerto, flanqueado por dos ángeles que parecían monstruos. Ese mismo artista había pintado una Madona casi tan bella y natural como las diosas y las ninfas de Botticelli.
Me levantaba noche tras noche ansioso no de sangre, puesto que me alimentaba cuando sentía deseos de hacerlo, sino de ponerme a pintar en mi taller, y al poco tiempo mi gigantesca casa había quedado invadida de pinturas, todas ellas realizadas sobre grandes tablas apoyadas en las paredes de cualquier manera.
Por fin, como había perdido la cuenta de los cuadros que había pintado y pasaba a otros temas en lugar de perfeccionar los antiguos, cedí a los deseos de Vincenzo y dejé que los mandara enmarcar.
A todo esto, nuestro palacio, aunque había adquirido fama en Venecia de «lugar extraño», permanecía cerrado al mundo.
Sin duda, los tutores que había contratado no paraban de hablar sobre los días y las noches que pasaban en compañía de Marius el romano, y estoy seguro de que todos nuestros sirvientes se dedicaban a chismorrear, pero no traté de poner fin a esas habladurías.
Sin embargo, no franqueaba la entrada a los auténticos ciudadanos de Venecia. No los sentaba a mi mesa de banquetes, como había hecho en noches pasadas. No les abría las puertas de mi casa.
Con todo, ansiaba hacerlo. Deseaba recibir bajo mi techo a la alta sociedad veneciana.
En lugar de enviar invitaciones, acepté las que recibía.
Con frecuencia, por las tardes, cuando no me apetecía cenar con mis pupilos, y antes de ponerme a pintar como un poseso, iba a palacios en los que se celebraba un festín. Decía en voz baja mi nombre cuando me lo preguntaban, aunque por lo general me recibían sin más problemas, y comprobaba que los invitados estaban más que encantados de acogerme entre ellos y habían oído hablar de mis pinturas y de mi célebre academia, en la que mis aprendices apenas daban golpe.
Como es natural, procuraba permanecer en la sombra, me expresaba con palabras corteses pero vagas, leía la mente de los presentes con la suficiente precisión para demostrar mi ingenio como conversador y acababa casi perdiendo el juicio debido a la euforia que me producía ser recibido en un ambiente tan cordial, que a fin de cuentas era el ambiente en el que se desenvolvía todas las noches la mayoría de los nobles venecianos.
No podría decir cuántos meses discurrieron así. Dos de mis pupilos fueron a estudiar a Padua. Yo salí a recorrer la ciudad y encontré a otros cuatro. La salud de Vincenzo no mostraba síntomas de debilitarse. De vez en cuando, contrataba a otros profesores de más prestigio. Seguía pintando como un loco. Y así pasaba el tiempo.
Pasaron un par de años sin novedad, hasta que un día me hablaron de una mujer joven, muy guapa y brillante, que mantenía las puertas de su casa abiertas a poetas, dramaturgos y filósofos inteligentes que amenizaran sus veladas.
Por supuesto, no se trataba de un problema de dinero, sino de que había que ser interesante para ser recibido en casa de esa mujer; los poemas tenían que ser líricos y sugestivos, la conversación, ingeniosa, y uno podía tocar la espineta o el laúd sólo si sabía hacerlo.
Me sentí vivamente intrigado acerca de la identidad de esa mujer y por los informes sobre su extraordinaria dulzura.
Un día, al pasar frente a su casa, me puse a escuchar y, al oír su voz abriéndose paso entre las voces de quienes la rodeaban, comprendí que era una chiquilla llena de angustia y de secretos, que ella ocultaba con gran habilidad tras un talante encantador y un bello rostro.
No sabía lo bella que era hasta que subí los escalones, entré en la casa descaradamente y la vi con mis propios ojos.
Cuando penetré en la habitación, ella estaba sentada de espaldas a mí y se volvió como si mi llegada hubiera producido un ruido. La vi de perfil y luego de cara cuando se levantó para saludarme. Durante unos momentos, me quedé sin habla debido al profundo impacto que su cuerpo y su rostro me causaron.
El hecho de que Botticelli no hubiera pintado su retrato era mera casualidad, pues guardaba un parecido tan extraordinario con todas sus mujeres que me quedé anonadado. Contemplé su rostro ovalado, sus ojos ovalados, su espesa cabellera rubia y ondulada, adornada con sartas de perlitas trenzadas en el pelo, su hermosa figura y sus brazos y pechos exquisitamente formados.
—Sí, me parezco a las mujeres de los cuadros de Botticelli —dijo sonriendo, como si yo hubiera expresado mis pensamientos en voz alta.
Me quedé de nuevo sin poder articular palabra. Yo era el que sabía adivinar los pensamientos de los demás, y sin embargo esa chiquilla, esa mujer que no tenía más de diecinueve o veinte años, había adivinado los míos. Pero ¿sabía cuánto amaba yo a Botticelli? No, era imposible que lo supiera.
La joven siguió hablando alegremente, tomándome la mano entre las suyas.
—Todo el mundo lo dice —afirmó—, lo cual me honra. Puede decirse que me peino de esta forma por Botticelli. Nací en Florencia, pero no merece la pena comentar esto aquí en Venecia, ¿no os parece? Sois Marius el romano, ¿verdad? Esperaba vuestra visita.
—Os agradezco que me hayáis recibido —dije—. Disculpadme por haberme presentado con las manos vacías. —Seguía anonadado por su belleza, por el sonido de su voz—. ¿Qué puedo ofreceros? —pregunté—. No tengo poemas que recitar ni historias ingeniosas que contar sobre el estado de las cosas. Mañana ordenaré a mis sirvientes que os traigan el mejor vino que tengo en mi casa, aunque es un regalo insignificante para una dama como vos.
—¿Vino? —repitió la joven—. No quiero que me regaléis vino, Marius, sino que pintéis mi retrato. Me encantaría que pintarais las perlas que llevo ensartadas en el pelo.
Sus palabras suscitaron un coro de sofocadas risas. Miré a los otros con curiosidad. Pese a mi excelente visión, el tenue resplandor de las velas me impedía ver con nitidez. Qué ambiente tan maravilloso, con esos ingenuos poetas y estudiosos de las obras clásicas, esa mujer increíblemente hermosa, esa estancia que contenía los exquisitos muebles de rigor, y el tiempo que transcurría lentamente como si los momentos poseyeran un significado en lugar de ser una condena de penitencia y dolor.
Me sentí en mi elemento. De pronto caí en la cuenta de que otra cosa me había llamado la atención.
Esa joven se sentía también en su elemento.
Había algo sórdido y perverso tras sus recientes golpes de fortuna, por más que ella no revelaba la desesperación que sin duda sentía.
Traté de adivinar su pensamiento, pero en el último momento decidí no hacerlo. No quería sino saborear ese momento.
Quería ver a esa mujer tal como ella deseaba que la viera: joven, infinitamente amable pero bien protegida, una grata compañía para esa alegre velada, la misteriosa dueña y señora de su casa.
Vi otro espacioso salón contiguo a ése, y más allá, una alcoba divinamente decorada con un lecho adornado con cisnes dorados y seda de hilo de oro.
¿A qué venía esa exhibición, si no era para mostrar a todo el mundo que dormía sola en ese lecho? Nadie debía atreverse jamás a cruzar el umbral, pero todos podían contemplar la alcoba donde la doncella se retiraba sin compañía.
—¿Por qué me miráis fijamente? —me preguntó la joven—. ¿Por qué miráis a vuestro alrededor como si os encontrarais en un lugar extraño, cuando no lo es?
Toda Venecia me parece bellísima —respondí en un tono quedo y confidencial para que no me oyeran todos los presentes.
Es cierto —dijo ella sonriendo de forma exquisita—. A mí también me encanta. Nunca regresaré a Florencia. ¿Pintaréis mi retrato? Es posible —contesté—. Pero no conozco vuestro nombre. No hablaréis en serio —replicó la joven sin dejar de sonreír. Entonces me percaté de lo inteligente que era—. ¿Pretendéis hacerme creer que os habéis presentado aquí sin saber cómo me llamo?
—Os aseguro que no lo sé —respondí, pues no le había preguntado su nombre y lo único que sabía sobre ella lo había averiguado a través de vagas imágenes, impresiones y retazos de conversación que había oído gracias a mis dotes vampíricas, aunque me desconcertaba no poder adivinar sus pensamientos.
—Bianca —dijo—. Encontraréis mi casa siempre abierta. Y si pintáis mi retrato, estaré en deuda con vos.
En aquel momento llegaron otros invitados, a los que supuse que la joven querría saludar. Me retiré discretamente y me instalé, por así decirlo, en un lugar en la sombra, alejado de las velas, desde el que la observé, apreciando sus movimientos infaliblemente airosos y el tono cultivado y cadencioso de su voz.
A lo largo de los años he contemplado a miles de mortales que no significaban nada para mí, pero en esos momentos, al contemplar a aquella criatura, sentí que mi corazón rebosaba de felicidad, como cuando entré en el taller de Botticelli, cuando vi sus pinturas y le vi a él, a Botticelli, al hombre. Sí, al hombre.
Aquella noche permanecí en su casa sólo un rato.
Pero regresé al cabo de una semana con un retrato de la joven. Lo había pintado sobre una pequeña tabla y lo había hecho enmarcar con oro y gemas.
Observé su estupefacción cuando lo recibió. No había imaginado que sería tan exacto. Pero entonces temí que hubiera advertido en él algo que le disgustaba.
Cuando me miró, sentí su gratitud y su afecto, junto a algo más intenso que había hecho presa de ella, una emoción que ocultaba cuando trataba con otros.
—¿Quién sois… en realidad? —me preguntó en un murmullo suave y vacilante.
—¿Y vos? ¿Quién sois en realidad? —contesté sonriendo.
Bianca me miró muy seria. Luego sonrió también, pero no respondió, ocultando en su interior todos sus secretos, las cosas sórdidas, unas cosas relacionadas con sangre y oro.
Durante unos momentos temí perder mi poderoso autocontrol. Estuve a punto de abrazarla, tanto si me lo permitía como si no, de arrastrarla por la fuerza de sus salones cálidos y seguros a los dominios fríos y fatales de mi alma.
La vi con toda claridad transformada por la sangre vampírica, como si el Satanás cristiano me enviara de nuevo visiones. La vi como si fuera mía, como si su juventud se hubiera consumido en el altar del sacrificio a la inmortalidad, como si el único calor y las únicas riquezas que poseía se las hubiera concedido yo.
Me marché de su casa. No podía quedarme allí. Durante noches, no, durante meses, me abstuve de regresar. Recibí una carta suya. Me asombró recibirla, y la leí una y otra vez antes de guardarla en un bolsillo de mi chaqueta, junto a mi corazón.
Mi querido Marius:
¿Por qué me has dejado tan sólo con una espléndida pintura cuando deseo gozar también de tu compañía? Aquí buscamos siempre algo que nos entretenga, y la gente habla muy bien de ti. Confío en que vuelvas a verme. Tu pintura ocupa un lugar de honor en la pared de mi salón, para disfrutar contemplándola junto con todos los que acuden a mi casa.
¿Cómo era posible que deseara convertir a una mortal en mi compañera? Al cabo de tantos siglos, ¿qué había hecho yo para propiciar semejante deseo?
En el caso de Botticelli, supuse que tenía que ver con su extraordinario talento y que yo, con mi aguda visión y mi corazón hambriento, había deseado mezclar la sangre vampírica con su inexplicable don.
Pero esa chiquilla, Bianca, no era un prodigio, por más maravillosa que me pareciera. Desde luego, se ajustaba a mis gustos en materia femenina, como si fuera obra mía —la hija de Pandora—, como si la hubiera creado Botticelli. Me gustaba incluso la expresión soñadora de su rostro, y sin duda poseía una insólita combinación de fuego y recato.
Pero a lo largo de mi larga y miserable existencia había visto a muchos humanos de gran belleza, ricos y pobres, jóvenes y viejos, y no había sentido ese deseo punzante e irrefrenable de seducirlos, de llevarlos conmigo al santuario, de derramar sobre ellos la sabiduría que yo poseía.
¿Qué podía hacer para aplacar ese dolor? ¿Cómo podía librarme de él? ¿Durante cuánto tiempo me atormentaría allí, en Venecia, la ciudad que había elegido para buscar solaz junto a mortales y devolver al mundo, en un pago secreto de gratitud, a mis benditos e instruidos pupilos?
Cuando me desperté, traté de borrar de mi mente unos sutiles sueños sobre Bianca, unos sueños en los que ella y yo aparecíamos sentados en mi alcoba, charlando: yo le hablaba sobre los largos y solitarios senderos que había recorrido, y ella me contaba cómo había logrado sacar de un dolor común y repugnante su inconmensurable fuerza.
Pero ni siquiera logré olvidar esos sueños cuando asistí al banquete con mis pupilos. Me invadían como si me hubiera quedado dormido por efecto del vino y de las copiosas viandas. Los chicos competían para atraer mi atención. Temían haberle fallado a su amo.
Cuando me dirigí a mis habitaciones para pintar, me sentí no menos confundido. Pinté un retrato de grandes proporciones de Bianca como la Virgen María, sosteniendo a un rollizo Niño Jesús. Dejé los pinceles. No estaba satisfecho. No podía sentirme satisfecho.
Partí de Venecia hacia la campiña. Busqué a un malvado y bebí su sangre hasta quedar saciado. Luego regresé a mis habitaciones, me tendí en la cama y soñé de nuevo con Bianca.
Por fin, antes del alba, escribí en mi diario unas amonestaciones dirigidas a mí mismo:
Este deseo de transformar a una mortal en mi compañera es tan injustificable aquí como lo era en Florencia. Has sobrevivido durante tu larga vida sin dar jamás ese nefasto paso, aunque sabes hacerlo (el sacerdote druida te enseñó cómo), y si no lo das, seguirás perviviendo. No puedes seducir a esa chiquilla, por más que lo imagines. Imagina que es una estatua. Imagina que el mal que late en ti es una fuerza capaz de destruir esa estatua. Contémplala hecha añicos. Comprende que eso es lo que conseguirías.
Regresé a su casa.
Al verla, sentí un impacto tremendo, como si no la hubiera visto con anterioridad. Me sentí cautivado por su voz seductora, su rostro radiante y sus inteligentes ojos. Estar junto a ella constituía una agonía, a la par que un inmenso consuelo.
Seguí visitándola en su casa durante meses, fingiendo escuchar los poemas que recitaban otros, viéndome a veces obligado a intervenir en las amables discusiones acerca de las teorías sobre la estética o la filosofía, deseando simplemente permanecer junto a ella, observar cada detalle por nimio que fuera de su belleza, cerrar de vez en cuando los ojos mientras escuchaba su voz melodiosa.
A sus célebres reuniones acudía un gran número de visitantes. Nadie se atrevía a cuestionar la supremacía de Bianca en sus propios dominios. Pero, mientras observaba, mientras me permitía soñar a la luz de las velas, empecé a percatarme de algo más sutil y espantoso de cuanto había presenciado en mi vida.
Algunos hombres que visitaban sus salones estaban marcados para que se cumpliera en ellos un propósito específico y siniestro. Algunos hombres, bien conocidos por la divina y seductora anfitriona, recibían en su copa de vino un veneno que les seguía cuando abandonaban la alegre reunión y que no tardaba en producirles la muerte.
Al principio, cuando mis sentidos sobrenaturales percibieron el olor de ese veneno sutil pero potente, pensé que era fruto de mi imaginación. Pero luego, utilizando el don de la mente, penetré en el corazón de esa hechicera y observé cómo atraía a los hombres a los que debía envenenar, quienes no sospechaban estar condenados a muerte.
Ésa era la sórdida mentira que había percibido en ella el día que la había conocido. Un conciudadano suyo, un banquero florentino, la tenía aterrorizada. Era él quien la había llevado allí, quien le había proporcionado ese nido de espléndidas habitaciones y una música que no cesaba de sonar. Era él quien le exigía que echara el veneno en la copa indicada, para eliminar a la persona que deseaba quitar de en medio. Qué calma traslucían sus ojos azules cuando observaba a los que bebían la fatídica poción que ella había preparado. Con qué calma observaba mientras le leían poemas. Con qué calma me sonreía cuando sus ojos se posaban en el hombre alto y rubio que la observaba desde un rincón. ¡Y qué profunda era su desesperación!
Armado con este descubrimiento, no, frenético por haberlo averiguado, salí y me puse a deambular a través de la noche, pues ahora tenía pruebas de su apabullante culpabilidad. ¿No bastaba eso para seducirla sin contemplaciones, para forzarla a aceptar la sangre vampírica y luego decir: «No, tesoro, no te he arrebatado la vida, sino que te ofrezco una eternidad conmigo»?
Salí de la ciudad y anduve durante horas por caminos rurales, en ocasiones golpeándome la frente con las palmas de las manos.
La deseo, la deseo, la deseo. Pero no me decidía a hacerlo. Por fin regresé a casa para pintar su retrato. Y noche tras noche, pinté de nuevo su retrato. La pinté como la Virgen de la Anunciación y como la Virgen con el Niño. La pinté como la Virgen en la Piedad. La pinté como Venus, como Flora, la pinté sobre tablas pequeñas que luego le llevé. La pinté hasta que ya no pude soportarlo. Me desplomé en el suelo del estudio y cuando los aprendices vinieron a verme, ya de madrugada, creyeron que estaba enfermo y gritaron aterrorizados.
Pero no era capaz de lastimarla. No era capaz de darle mi sangre vampírica. No podía atraerla hacia mí. De pronto, la vi adornada con una cualidad añadida tan seductora como grotesca.
Era tan malvada como yo, y cuando la observaba desde un rincón de su salón, tenía la sensación de observar a un ser muy parecido a mí. Bianca despachaba a sus víctimas para seguir con vida. Yo bebía sangre humana para seguir con vida.
Así, esa dulce muchacha, con sus costosos vestidos, su largo pelo rubio y sus suaves mejillas, adquirió ante mis ojos una siniestra majestuosidad, lo cual no hizo sino aumentar la fascinación que sentía por ella.
Una noche, mi dolor era tan agudo, mi necesidad de separarme de esa joven tan perentoria, que me monté solo en mi góndola y ordené al gondolero que navegara por los canales más estrechos de la ciudad y no me condujera de regreso al palacio hasta que yo se lo indicara.
¿Qué buscaba? El hedor de la muerte y las ratas en las aguas negras. El ocasional y gratificante resplandor de la luna.
Me tumbé en la embarcación y apoyé la cabeza en la almohada. Escuché las voces de la ciudad para no oír la mía.
De pronto, cuando llegamos de nuevo a los canales más amplios, cuando llegamos a cierto barrio de Venecia, oí una voz muy distinta de las otras, pues hablaba desde una mente desesperada y trastornada.
De repente vi una imagen detrás de la angustia de esa voz, la imagen de un rostro pintado. Incluso vi cómo la pintura era aplicada a delicadas pinceladas. Reconocí ese rostro. ¡Era el rostro de Cristo!
¿Qué significaba? Escuché en solemne silencio. No me interesaba ninguna otra voz. Borré de mi mente una ciudad llena de susurros.
Oí unos lamentos angustiosos. Era la voz de un niño detrás de unos muros gruesos, lamentándose de las recientes crueldades que le habían infligido. No recordaba su lengua materna, ni siquiera su nombre.
Sin embargo, el niño rezaba en esa lengua olvidada, suplicando que lo libraran de quienes lo habían arrojado a las tinieblas, de quienes lo habían atormentado y vituperado, en una lengua que desconocía.
Contemplé de nuevo la imagen de Cristo pintado mirando al frente. Un Cristo pintado al antiguo estilo griego. ¡Qué bien conocía yo aquel estilo de pintura, aquel semblante! ¿No lo había visto mil veces en Bizancio y en todos los lugares de Oriente y Occidente hasta los que se había extendido su poder?
¿Qué significaba esa combinación de voz e imágenes? ¿Qué significaba el hecho de que ese niño pensara una y otra vez en un icono y no supiera que estaba rezando?
De nuevo oí la súplica de ese niño que creía estar en silencio. Yo conocía la lengua en la que rezaba. No tuve que esforzarme para descifrarla, para poner las palabras en orden, pues sabía una gran cantidad de lenguas. Sí, conocía esa lengua y esa oración. «Dios mío, líbrame del mal. Dios mío, haz que muera». Un niño frágil, hambriento, que estaba solo. Me incorporé en la góndola y escuché. Traté de rescatar las imágenes que permanecían sepultadas en los pensamientos silenciosos del niño. Ese ser joven y herido había sido pintor. Había pintado el rostro de Cristo. Había mezclado yema de huevo y pigmentos al igual que hacía yo. Había pintado el rostro de Cristo repetidas veces.
¿De dónde provenía esa voz? Tenía que descubrirlo. Agucé el oído para averiguarlo.
Ese niño estaba encerrado en un lugar próximo a donde me hallaba. En un lugar próximo a mí, pronunciaba la plegaria con su último aliento.
Había pintado sus preciosos iconos en la remota y nevada Rusia. Poseía una gran destreza para pintar iconos, pero ya no lo recordaba. Ése era el misterio. ¡Ése era el gran enigma! Tenía el corazón destrozado y ni siquiera podía ver las imágenes que yo veía. Ordené al gondolero que se detuviera.
Escuché hasta descubrir el origen de aquel sonido. Indiqué al gondolero que retrocediera unos portales hasta que di con el lugar exacto. Las antorchas encendidas ante la entrada emitían un resplandor intenso. Oí música en el interior.
La voz del niño era persistente; sin embargo, comprendí con toda claridad que el niño no conocía las oraciones que pronunciaba, ni su historia, ni su lengua.
Los dueños de la casa me acogieron con grandes muestras de simpatía. Habían oído hablar de mí. Insistieron en que pasara. Todo cuanto había bajo su techo estaba a mi disposición. Más allá de la puerta, se insinuaba el paraíso. No tenía más que escuchar las risas y los cantos.
¿Qué deseáis, maestro? —me preguntó un hombre de voz agradable—. Podéis decírmelo. Aquí no tenemos secretos.
Agucé el oído. Qué reticente debía de parecer ese hombre alto y rubio de talante gélido, que ladeaba la cabeza y clavaba sus ojos azules y pensativos en el infinito.
Traté de ver al niño, pero no lo conseguí. El niño estaba encerrado en un lugar donde nadie pudiera verlo. ¿Qué podía hacer yo? ¿Pedir que me mostraran a todos los niños que hubiera en la casa? Era inútil, pues ese niño estaba encerrado en una cámara de castigo, aterido de frío y solo.
De pronto se me ocurrió la solución, como si me la hubieran transmitido unos ángeles. ¿O había sido el diablo? Se me ocurrió rápida y definitivamente.
—Comprar —dije—, desde luego a cambio de una bolsa de oro, y ahora mismo, un chico del que quieres desembarazarte. Un niño que ha llegado hace poco y se niega a obedecer.
De repente vi al niño en los ojos del hombre. Pero me parecía imposible tener tanta suerte, pues ese chico poseía tanta belleza como Bianca. No había contado con ello.
—Que ha llegado recientemente de Estambul —dije—. Sí, eso es, porque sin duda procede de tierras rusas.
No tuve que añadir más. Todos se apresuraron a atenderme. Alguien me entregó una copa de vino. Aspiré su delicioso aroma y la deposité sobre la mesa. Me pareció como si un torrente de pétalos de rosa hubiera caído sobre mí. Todo estaba impregnado de perfume de flores. Me acercaron una silla. No me senté.
En éstas, el hombre que me había abierto volvió a entrar en la habitación.
—Ese chico no os conviene —se apresuró a decir. Estaba muy agitado. Vi de nuevo con toda nitidez la imagen del niño tendido en un suelo de piedra.
Y oí las súplicas del niño: «Líbrame del mal». Y vi el rostro de Cristo plasmado en la reluciente pintura al temple. Vi las gemas engarzadas en el halo. Vi la mezcla de yema de huevo y pigmentos. «Líbrame del mal».
—¿No me has entendido? —pregunté—. Ya te he dicho lo que quiero. Quiero que me entregues a ese niño, el que se niega a hacer lo que tratas de obligarle a hacer.
Entonces lo comprendí todo.
El dueño del burdel creía que el niño estaba muñéndose y temía que la justicia cayera sobre él. Me miró aterrorizado.
—Llévame junto a él —dije, insistiendo con el don de la mente—. Ahora mismo. Sé que está aquí y no me marcharé sin él. Además, te pagaré. No me importa que esté enfermo o agonizando. ¿Me has oído. Me lo llevaré y no tendrás que volver a preocuparte por él.
Lo habían encerrado en una cruel y reducida cámara, y al entrar, la luz de una lámpara lo iluminó.
Entonces contemplé su belleza, esa belleza que siempre ha sido mi fatalidad, una belleza como la de Pandora, como la de Avicus, como la de Zenobia, como la de Bianca, una belleza en una nueva forma celestial.
El cielo había arrojado sobre aquel suelo de piedra a un ángel abandonado, con unos rizos de color castaño rojizo, un cuerpo perfectamente formado y un rostro pálido y misterioso.
Lo tomé en brazos y lo miré a los ojos, que tenía entreabiertos. El pelo, rojizo y alborotado, le caía sobre la cara. Tenía la tez pálida y los huesos del rostro levemente afilados a causa de su sangre eslava.
—Amadeo —dije. El nombre acudió a mis labios como si fuera cosa de los ángeles, esos ángeles a los que el niño se asemejaba en su pureza y aparente inocencia, medio muerto de hambre como estaba.
El chico me miró con los ojos muy abiertos. Vi de nuevo en su mente los iconos que había pintado, envueltos en una luz dorada y majestuosa. El niño trató desesperadamente de recordar. Los iconos. El Cristo que había pintado. Con su pelo largo y sus ojos abrasadores, parecía Cristo.
Trató de hablar, pero no recordaba su lengua. Trató de recordar el nombre de su Señor.
—No soy Cristo, hijo mío —dije, dirigiéndome a esa parte de él que estaba enterrada en su mente y que desconocía—. Pero he venido a salvarte. Abrázame, Amadeo.