Durante las semanas siguientes, llevé al santuario de los Alpes nuevos y numerosos tesoros. Adquirí lámparas doradas e incensarios. Adquirí hermosas alfombras en los mercados de Venecia y sedas doradas de China. Encargué a las modistas de Florencia nuevas ropas para mis Padres Inmortales y los vestí con esmero, quitándoles los harapos que debía haber quemado hacía tiempo.
Mientras los arreglaba, les hablé en tono consolador de los prodigios que había visto en el mundo que no cesaba de cambiar.
Deposité ante ellos espléndidos libros impresos, al tiempo que les explicaba el ingenioso invento de la imprenta. Colgué sobre la puerta del santuario un nuevo tapiz flamenco, también adquirido en Florencia, que les describí con todo detalle para que lo contemplaran, si lo deseaban, a través de sus ojos aparentemente ciegos.
Luego fui a Florencia, recogí los pigmentos, aceites y demás materiales que mi sirviente me había conseguido, los trasladé al santuario de la montaña y me puse a pintar los muros en un nuevo estilo.
No traté de imitar a Botticelli, pero retomé el viejo motivo del jardín que me había cautivado siglos atrás y plasmé a mi Venus, mis Gracias y mi Flora, dotando mi obra de los detalles de la vida cotidiana que sólo un bebedor de sangre es capaz de observar.
A diferencia de Botticelli, que había pintado la oscura hierba sembrada de diversas flores, yo mostré los diminutos insectos que inevitablemente se ocultan en ella, la más espectacular y hermosa de las criaturas, la mariposa, y polillas multicolores. Mi estilo se fundaba en un detalle apabullante en todos los aspectos, y muy pronto la Madre y el Padre estuvieron rodeados de un bosque mágico y embriagador, de una escena a la que la pintura al temple de huevo confería un fulgor que yo Jamás había obtenido anteriormente.
Al examinarla, pensando en el jardín de Botticelli, pensando incluso en el jardín con el que había soñado en Roma, el jardín que yo había pintado, me sentí levemente mareado, pero enseguida me esforcé en recobrar la compostura, pues no sabía dónde me encontraba.
Los Padres Regios parecían más sólidos y remotos que nunca. Todo rastro del Fuego Fatídico había desaparecido de ellos y su tez mostraba una blancura inmaculada.
Hacía tanto que no se habían movido que me pregunté si no habría soñado las cosas que habían ocurrido, si no habría imaginado el sacrificio de Eudoxia; en cualquier caso, estaba decidido a pasar largas temporadas fuera del santuario.
Mi último presente a los Padres Divinos (después de terminar de pintar el fresco y adornarlos con sus nuevas joyas) consistía en un centenar de velas de cera de abeja, dispuestas en un candelero alargado, que encendí simultáneamente con el poder de mi mente.
Como era de prever, no observé cambio alguno en los ojos del Rey y de la Reina. Con todo, me produjo un gran placer ofrecerles este regalo, y pasé mis últimas horas junto a ellos dejando que las velas se consumieran mientras les hablaba en un tono suave de los prodigios que había visto en Florencia y Venecia, unas ciudades que me subyugaban. Les juré que cada vez que fuera a verlos encendería un centenar de velas, como una pequeña muestra de mi amor imperecedero.
¿Qué me impulsó a hacer eso? No tengo la más remota idea. Pero a partir de entonces tenía siempre una abundante reserva de velas en el santuario; las guardaba detrás de las dos figuras, y después de la ofrenda, rellenaba el candelero de bronce y retiraba la cera derretida.
Después regresaba a Florencia y a Venecia, y a la rica ciudad amurallada de Siena, para admirar toda suerte de pinturas.
Recorría los palacios y las iglesias de Italia ebrio de tantas obras de arte como contemplaba.
Tal como he explicado, había empezado a desarrollarse en todas partes una marcada fusión entre los temas cristianos y el antiguo estilo pagano. Y aunque seguía pensando que Botticelli era el maestro indiscutible, me admiraba la plasticidad y el ingenio de muchas de las obras que veía.
Las voces en las tabernas y las bodegas me indicaban que fuera a contemplar también las pinturas que había en el norte.
Eso me chocó, pues siempre había considerado el norte una región de gentes menos civilizadas, pero sentía tal ansia de contemplar nuevos estilos que seguí el consejo.
Hallé en todo el norte de Europa una intensa y compleja civilización que sin duda había subestimado, en particular en Francia. Existía un gran número de ciudades y cortes regias que apoyaban la pintura. Había mucho que estudiar allí.
Pero el arte que vi no me subyugó.
Respetaba las obras dejan van Eyck, Rogier van der Weyden, Hugo van der Goes, Jerónimo Bosch y muchos otros maestros anónimos cuyas obras contemplé, pero no me encandilaron como lo hacían las obras de los maestros italianos. El mundo septentrional no era tan lírico y dulce. Seguía ostentando la impronta grotesca de la obra de arte puramente religiosa.
Así pues, al poco tiempo regresé a las ciudades italianas, donde me vi ampliamente recompensado por mis constantes peregrinajes en busca de nuevos tesoros.
No tardé en averiguar que Botticelli había estudiado con el gran maestro Filippo Lippi, y que el hijo de éste, Filippino Lippi, trabajaba en la actualidad con Botticelli. Otros pintores que me encantaban eran Gozzoli, Signorelli, Piero della Francesca y muchos otros cuyos nombres no quiero citar.
Pero durante mi estudio de la pintura, mis pequeños peregrinajes, mis largas noches de reverente contemplación de uno u otro fresco, de uno u otro retablo, no me permití siquiera soñar con seducir a Botticelli y jamás me acerqué a ningún lugar donde se encontrara él.
Sabía que había prosperado, que seguía pintando, y eso me bastaba.
Pero en mi interior había comenzado a fraguarse una idea tan irresistible como mi anterior sueño de seducir a Botticelli.
¿Y si me incorporaba de nuevo al mundo para vivir en él como pintor? Por supuesto, no como un artista que pintaba para ganarse el sustento y que aceptaba encargos, eso habría sido una sandez, sino como un caballero excéntrico que pintaba por puro placer, e invitaba a mortales a su casa para que gozaran de su comida y su vino.
¿Acaso no había hecho un torpe experimento en las noches pretéritas, antes del primer saqueo de Roma?
Sí, había pintado las paredes de mi casa plasmando en ellas apresuradas y toscas imágenes, había dejado que mis amables invitados se rieran de mí.
Sí, habían pasado mil años desde esa fecha, más, en realidad, y ya no podía pasar por un ser humano. Estaba demasiado pálido y había adquirido una fuerza peligrosa. Pero ¿acaso no era más astuto, más sabio, más experto en el manejo del don de la mente y menos reacio a cubrir mi piel con los ungüentos necesarios para disimular su resplandor sobrenatural?
¡Ansiaba hacerlo!
Por supuesto, no me instalaría en Florencia. No quería estar cerca de Botticelli. Atraería su atención, y si él ponía el pie en mi casa, me produciría un dolor indecible. Estaba enamorado de ese hombre, no podía negarlo. Pero tenía otra maravillosa opción.
La magnífica y rutilante ciudad de Venecia me atraía con sus palacios de una majestuosidad indescriptible, sus ventanas abiertas a las brisas constantes del Adriático y sus canales oscuros y serpenteantes. Allí podría llevar a cabo un nuevo y espectacular comienzo, adquiriendo la casa más espléndida que estuviera disponible y contratando a numerosos aprendices para que me prepararan las pinturas. Al cabo de un tiempo, después de haber pintado algunas tablas y telas para perfeccionarme en mi oficio, estaría preparado para plasmar los resultados de mis esfuerzos en las paredes de mi casa.
En cuanto a mi identidad, sería Marius el romano, un hombre misterioso con una fortuna incalculable. Para decirlo sin rodeos, sobornaría a quienes fuera preciso para obtener el derecho de permanecer en Venecia, repartiría dinero a manos llenas entre quienes llegaran a conocerme, aunque sólo fuera de modo superficial, y proporcionaría a mis aprendices la mejor educación posible.
Ten presente que en aquel entonces las ciudades de Florencia y Venecia no formaban parte del mismo país. Es más, cada una constituía en sí misma un país. De modo que en Venecia me hallaba separado por completo de Botticelli y sometido a unas leyes muy importantes que sus ciudadanos debían cumplir.
Por lo que respecta a mi apariencia, decidí ser extremadamente cauto. Imagina la impresión que le habría causado a un corazón mortal si me hubiera mostrado en toda mi frialdad, la de un bebedor de sangre de aproximadamente mil quinientos años, con la piel blanca como el mármol y los ojos azules y centelleantes. De modo que la cuestión de los ungüentos no era baladí.
Después de alquilar una vivienda en la ciudad, adquirí en las perfumerías unos bálsamos tintados de primerísima calidad. A continuación los apliqué en mi piel con gran cuidado, examinando los resultados en los mejores espejos que existían. Al cabo de unos días, prepare una mezcla de bálsamos casi perfecta no sólo para oscurecer mi fría tez, sino para resaltar sus pequeñas arrugas e imperfecciones.
No sabía que siguiera poseyendo esas arrugas que formaban parte de mi expresión facial, y me alegré al comprobarlo, pues la imagen que presentaba en el espejo me complació. En cuanto al perfume, era agradable, y decidí que, tan pronto como me instalara en mi propia casa, encargaría a los boticarios que me prepararan esos bálsamos para tenerlos siempre a mano.
Me llevó algunos meses completar mi plan.
Ello se debía en gran parte a que me había enamorado de un palacio, una mansión de gran belleza, con la fachada revestida de espléndidas losas de mármol, unos arcos de estilo morisco y unas habitaciones más grandes y lujosas que cuantas había visto en todas mis noches, e incluso días, en épocas pasadas. Los altos techos me asombraron. En Roma no habíamos visto nada semejante, al menos en una vivienda particular. Y sobre el inmenso tejado, habían construido una magnífica azotea con flores y plantas desde la que se divisaba el mar.
No bien se hubo secado la tinta sobre el pergamino, salí en busca de los mejores muebles que pudiera adquirir: lechos artesonados, escritorios, sillas, mesas y diversos adornos, como cortinas de hilo de oro para las ventanas. Asigné la intendencia de mi casa a un hábil y simpático anciano llamado Vincenzo, un individuo con una salud de hierro que le había comprado, casi como si se tratara de un esclavo, a una familia que lo tenía vergonzosamente relegado al olvido después de que hubiera educado a sus hijos.
Vi en Vincenzo al tipo de administrador que necesitaba para gobernar a los aprendices que me proponía adquirir, jóvenes que aportarían los conocimientos que habían asimilado a las tareas que yo les encomendaría. Asimismo, me complacía el hecho de que Vincenzo fuera un anciano, pues me ahorraba el deprimente espectáculo de observar cómo mermaba su juventud. Más aún, podría ufanarme, un tanto estúpidamente, de proporcionarle una espléndida vejez.
¿Cómo hallé a ese individuo? Pues leyendo las mentes de las personas que me rodeaban hasta encontrar lo que andaba buscando.
Era más poderoso que nunca. Daba con el paradero del malvado sin esfuerzo alguno. Percibía los pensamientos secretos de quienes trataban de engañarme o de quienes se enamoraban de mí a simple vista. Estos últimos eran los más peligrosos.
¿Que por qué eran peligrosos? Porque en esos momentos era más susceptible que nunca al amor, y cuando advertía que alguien me miraba con ojos de enamorado, echaba el freno.
Cuando caminaba por la arcada de San Marco y notaba que alguien me observaba con admiración, reaccionaba de una forma harto extraña. Daba media vuelta lentamente y retrocedía, alejándome a regañadientes, como un ave de un clima septentrional que se deleita sintiendo el calor del sol en sus alas.
Envié a Vincenzo, provisto de una generosa cantidad de oro, a comprarse ropas elegantes. Estaba decidido a convertirlo en un caballero, en la medida que lo permitían las leyes suntuarias.
Sentado ante mi flamante escritorio, en el espacioso dormitorio con suelo de mármol y ventanas abiertas a la brisa del canal, redactaba listas de los lujos adicionales que deseaba adquirir.
Deseaba un suntuoso baño de estilo romano para instalarlo en el dormitorio y poder gozar de un baño de agua tibia cuando me apeteciera. Deseaba unas estanterías para mis libros y una silla más cómoda para mi escritorio. Por descontado, necesitaba una librería. ¿Qué valor tenía para mí una casa que no poseyera una librería? Deseaba adquirir prendas de vestir elegantes, los sombreros y los zapatos de cuero que estaban de moda.
Dibujé unos bocetos para orientar a los que les encargué confeccionar para mí esos objetos.
Fue una época maravillosa. Yo formaba de nuevo parte de la vida y mi corazón latía a un ritmo humano.
Tomaba una góndola en el embarcadero y recorría los canales de Venecia durante horas, admirando las espectaculares fachadas que los flanqueaban. Aguzaba el oído para escuchar las voces. A veces me reclinaba en el asiento, apoyado sobre un codo, y contemplaba las estrellas.
Acudí a los talleres de varios orfebres y pintores para elegir a mi primera partida de aprendices, aprovechando todas las oportunidades para seleccionar a los más brillantes de entre los que, por diversos motivos, se hallaban abandonados, habían recibido un trato injusto o indigno. Éstos me demostraban una profunda lealtad y me ofrecían sus inexplorados conocimientos, a cambio de lo cual los enviaba a su nuevo hogar con las manos llenas de monedas de oro.
Como es lógico, disponía también de ayudantes experimentados, porque eran necesarios, pero estaba convencido de que conseguiría sacar partido de los desdichados que había acogido bajo mi techo sin tener que emplear la fuerza.
Deseaba que mis chicos fueran educados para asistir posteriormente a la universidad, lo cual no era habitual entre los aprendices de un pintor, y contraté a unos tutores para que acudieran a mi casa de día y les impartieran clase.
Los chicos aprenderían latín, griego, filosofía, estudiarían a los renacidos y valorados «clásicos», algo de matemáticas y lo que precisaran para abrirse camino en la vida. Como es natural, si destacaban en el arte pictórico, se abstendrían de asistir a la universidad para seguir el camino de un pintor.
Por fin logré organizar en mi casa una sana y bulliciosa actividad. Había cocineros en la cocina y músicos que enseñaban a mis pupilos a cantar y a tocar el laúd. Había profesores de baile y torneos de esgrima sobre los suelos de mármol de los grandes salones.
Pero no abrí las puertas de mi casa al populacho, como había hecho tiempo atrás en Roma.
No me atreví a hacerlo en Venecia, pues no sabía si mi estratagema daría resultado ni qué interrogantes podría suscitar mi loca dedicación a la pintura.
No, estaba convencido de que sólo necesitaba a mis jóvenes colaboradores masculinos, tanto para hacerme compañía como para ayudarme, pues tenían ante sí la ingente tarea de preparar las paredes para mis frescos y aplicar los barnices pertinentes a las tablas y los lienzos.
El caso es que durante unas semanas apenas tuvieron nada que hacer, ya que durante ese tiempo me dediqué a recorrer los talleres locales y a estudiar a los pintores venecianos como poco antes había estudiado a los pintores florentinos.
Tras este atento estudio, no me cupo ninguna duda de que sería capaz de remedar en cierta medida a un pintor mortal, pero no confiaba en superarlo. Por otra parte, temía lo que pudiera lograr. Así pues, decidí mantener mi casa cerrada a todos salvo a los muchachos y a sus tutores, tal como tenía previsto.
Me retiré a mi dormitorio para comenzar un diario de mis pensamientos, el primero que escribía desde las noches en la antigua Roma.
Describí las numerosas comodidades de que gozaba, obligándome a exponer mis pensamientos con mayor claridad a la hora de ponerlos por escrito que cuando acudían a mi mente.
«Estás obsesionado con conquistar el amor de los mortales», escribí, mucho más que en las noches de antaño, pues sabes que has elegido a esos chicos para instruirlos y moldearlos, con cariño, con esperanza y con la intención de enviarlos a estudiar a Padua como si fueran tus hijos mortales.
Pero ¿y si llegan a descubrir que eres una bestia de corazón y alma, y se apartan apresuradamente cuando vas a tocarlos? ¿Qué harás entonces, matar a esos inocentes? Esto no es la Roma antigua con sus millones de personas anónimas. Donde pretendes llevar a cabo tus juegos es en la severa República de Venecia. ¿Y por qué?
¿Por el color del cielo nocturno que se extiende sobre la plaza que ves cuando te levantas, por las cúpulas de la iglesia que relucen bajo la luna? ¿Por el color de los canales que sólo tú eres capaz de observar a la luz de las estrellas? Eres un ser malvado y codicioso.
¿Bastará el arte para satisfacerte? Cazas en otros lugares, en poblaciones y aldeas circundantes, incluso en ciudades remotas, puesto que te mueves a la velocidad de un dios. Pero has traído la maldad a Venecia porque eres la encarnación del mal, y en tu suntuoso palacio se dicen mentiras, se viven mentiras, y las mentiras fallan.
Dejé la pluma y leí mis palabras, memorizándolas para siempre, como si se tratara de una voz extraña que me hablara, y cuando terminé, alcé la cabeza y vi a Vincenzo, cortés y humilde, dignísimo con sus ropas nuevas, que deseaba hablar conmigo.
—¿Qué ocurre? —pregunté con delicadeza, para que no pensara que me disgustaba que me hubiera interrumpido.
—Amo, deseo informaros… —dijo. Presentaba un aspecto muy elegante con su traje nuevo de terciopelo, como un príncipe en una corte.
—Sí, dime —repuse.
—Que los chicos se sienten muy felices. Están todos acostados y dormidos. Pero ¿sabéis lo que significa para ellos disponer de comida suficiente, de ropa adecuada, y estudiar con un propósito determinado? Podría contaros tantas historias… No hay un sólo zoquete entre ellos. Hemos tenido suerte.
—Eso es magnífico, Vincenzo —contesté sonriendo—. Vete a cenar, y bebe todo el vino que te apetezca.
Cuando se hubo marchado, me quedé sentado en silencio.
Me parecía imposible haber conseguido crear esa residencia para mí, que nada me lo hubiera impedido. Disponía de unas horas antes del amanecer, durante las cuales podía descansar en mi lecho o leer entre mis nuevos libros antes de recorrer el breve trayecto hasta el lugar de la ciudad en que había un sarcófago oculto, en una cámara revestida de oro, donde dormía de día.
Pero, en lugar de ello, me dirigí a la espaciosa estancia que había habilitado como mi estudio, donde hallé pigmentos y otros materiales, junto con varias tablas que mis jóvenes aprendices habían preparado, tal como yo les había ordenado, para pintar en ellas.
Preparé rápidamente la pintura al temple, pues no era tarea difícil, y al cabo de unos momentos dispuse de una amplia gama de colores. Luego, tras echar repetidas ojeadas a un espejo que había traído conmigo a la habitación, me puse a pintar mi autorretrato dando pinceladas rápidas y precisas, sin apenas rectificaciones, hasta haberlo completado.
Cuando terminé, retrocedí para contemplar mi obra y fijé la vista en mis propios ojos. No era el hombre que tiempo atrás había muerto en un bosque septentrional, ni el frenético bebedor de sangre que había sacado a la Madre y al Padre de Egipto. Ni tampoco el obstinado y famélico nómada que había vagado en silencio a través del tiempo a lo largo de centenares de años.
El que me miraba era un inmortal orgulloso y seguro de sí, un bebedor de sangre que exigía que el mundo le concediera por fin tregua, un ser aberrante dotado de inmenso poder, que insistía en ocupar un lugar entre los seres humanos de los que antaño había formado parte.
A medida que transcurrían los meses, comprobaba que mi plan estaba saliendo a pedir de boca. ¡Era todo un éxito!
Estaba obsesionado con mi nuevo atuendo de la época, consistente en jubones y medias de terciopelo y maravillosas capas ribeteadas de pieles raras. También me obsesionaban los espejos. No dejaba de observar mi imagen reflejada en ellos. Aplicaba los bálsamos sobre mi piel con gran delicadeza.
Todos los días, al anochecer, me levantaba vestido de pies a cabeza, con la piel oportunamente cubierta con ungüentos, y me dirigía a mi palacio, donde era acogido afectuosamente por mis pupilos. Acto seguido, después de despedir a los numerosos profesores y tutores, me sentaba a presidir un suculento festín, amenizado por la música, rodeado de mis pupilos, quienes se mostraban encantados de disfrutar de una exquisita comida digna de príncipes.
Luego interrogaba en tono amable a todos mis aprendices para averiguar lo que habían aprendido aquel día. Nuestras conversaciones eran largas, complejas, y estaban repletas de maravillosas revelaciones. De sus palabras deducía con facilidad qué profesor había tenido éxito aquel día y cuál no había conseguido lo que se había propuesto.
Por lo que respecta a los muchachos, no tardé en advertir cuáles poseían un gran talento, a cuáles debía enviar a la universidad de Papua y cuáles estaban destinados a ser formados como orfebres o pintores. No tuvimos un solo fracaso.
Ten presente que se trataba de una empresa de gran trascendencia. Insisto, había elegido a todos esos chicos por medio del don de la mente y lo que les ofrecí durante aquellos meses, que se prolongaron hasta convertirse en años, fue algo que jamás habrían alcanzado de no haberme cruzado en su camino.
Me convertí en un mago para ellos, ayudándoles a conseguir unos logros que ni siquiera habían soñado.
Esa tarea me producía sin duda una inmensa satisfacción, pues disfrutaba ejerciendo de maestro de esas criaturas, al igual que tiempo atrás había deseado ser el maestro de Avicus y Zenobia, en los que no dejaba de pensar. No podía por menos de recordarlos y preguntarme qué habría sido de ellos.
¿Habrían conseguido sobrevivir? Imposible adivinarlo.
Pero sabía una cosa sobre mí mismo: había amado a Zenobia y a Avicus porque habían permitido que fuera su maestro. Y me había peleado con Pandora porque ella no me lo había permitido. Era demasiado instruida e inteligente para no ser una feroz rival en materia verbal y filosófica, y yo la había abandonado, estúpidamente, por esa causa.
Sin embargo, por más vueltas que le diera, nada podía mitigar la añoranza que sentía de Zenobia y Avicus ni impedir que me preguntara qué senderos habrían emprendido a través del mundo. La belleza de Zenobia me había impactado más profundamente que la belleza de Avicus, y no podía borrar de mi recuerdo la suavidad de su pelo.
A veces, cuando estaba solo en mi dormitorio de Venecia, sentado ante mi escritorio observando cómo la brisa agitaba las cortinas de las ventanas, ahuecándolas hacia fuera, pensaba en el pelo de Zenobia. Lo imaginaba desparramado sobre el suelo de mosaico de la casa de Constantinopla, después de que ella se lo hubiera cortado para recorrer las calles disfrazada de muchacho. Deseé retroceder mil años y recogerlo con mis manos.
En cuanto a mi propio pelo rubio, lo llevaba largo porque en aquel entonces estaba de moda, lo cual me complacía. Después de cepillarlo hasta que relucía de limpio, salía a dar un paseo por la plaza mientras el cielo seguía teñido de púrpura, consciente de que la gente me miraba preguntándose qué clase de hombre era.
Por lo que respecta a la pintura, seguía dedicándome a ella utilizando unas pocas tablas, acompañado de un puñado de aprendices en mi estudio, alejado del mundanal ruido. Pinté varios cuadros religiosos, cuyo resultado me satisfizo, en los que aparecían la Virgen María y el arcángel Gabriel, porque ese tema, la Anunciación, me atraía. Y confieso que me asombraba lo bien que imitaba el estilo de la época. Un buen día, decidí acometer una empresa que constituiría la prueba definitiva de mis dotes y conocimientos inmortales.