Durante los meses sucesivos me convertí en un visitante asiduo de Florencia, a la que acudía para contemplar las obras de Botticelli que había en numerosos palacios e iglesias.
Quienes lo ensalzaban no habían mentido. Era el pintor más respetado de Florencia, y quienes lo criticaban eran aquellos a los que Botticelli desdeñaba, pues a fin de cuentas era un hombre mortal.
En la iglesia de San Paolino vi un retablo que me enloqueció. El tema del cuadro era muy corriente, según comprobé. Se llamaba La Piedad, y la escena representaba a unos personajes llorando junto al cadáver de Jesucristo, al que acababan de bajar de la cruz.
Constituía un milagro de la sensualidad de Botticelli, concretamente en la delicada representación de Jesucristo, que tenía el cuerpo perfecto de un dios griego, y el total abandono de la mujer que oprimía su rostro contra el suyo, pues, aunque Jesucristo yacía con la cabeza inclinada hacia atrás, ella aparecía arrodillada y, por lo tanto, sus ojos estaban junto a la boca de Jesús.
¡Ah, contemplar esos dos rostros juntos hasta casi confundirse, la delicadeza de ambos y la figura que los rodeaba constituía un goce casi insoportable!
¿Cuánto tiempo iba a permitir que durara ese suplicio? ¿Cuánto tiempo iba a soportar ese salvaje entusiasmo, esa loca celebración, antes de retirarme a mi solitaria y fría cámara subterránea? Yo sabía cómo castigarme. ¿Acaso tenía que desplazarme a la ciudad de Florencia Para hacerlo?
Tenía motivos para desaparecer de allí.
Había otros dos bebedores de sangre merodeando por esa ciudad que quizá quisieran quitarme de en medio, pero hasta el momento me habían dejado tranquilo. Eran muy jóvenes y nada inteligentes, pero no quería que se toparan conmigo y difundieran aún más «la leyenda de Marius».
Por otra parte, estaba el monstruo con el que me había topado en Roma, el malévolo Santino, que era capaz de desplazarse hasta allí para atosigarme con sus miserables adoradores de Satanás, que me infundían el más absoluto desprecio.
Pero, en realidad, todo eso no importaba.
Nada me impedía pasar un tiempo en Florencia. Allí no había adoradores de Satanás, de lo que me felicitaba. Podía pasar allí, atormentado, tanto tiempo como quisiera.
Estaba loco por ese mortal, Botticelli, ese pintor, ese genio; sólo pensaba en él.
A todo esto, la brillante inspiración de Botticelli produjo otra inmensa obra de arte pagana, que yo contemplé en el palacio al que la envió una vez acabada, un palacio en el que me colé a primera hora de la mañana para admirar la pintura mientras los dueños del mismo dormían.
De nuevo, Botticelli había utilizado la mitología romana, o quizá la mitología griega que residía detrás de ésta, para crear un jardín (sí, un jardín) presidido por una primavera eterna, en el que las sublimes figuras míticas se desplazaban a través del cuadro con gestos armoniosos y expresiones soñadoras, plasmadas en unas posturas infinitamente exquisitas. En un lado del frondoso jardín bailaban las tres Gracias, unas figuras juveniles y extraordinariamente bellas, cubiertas con túnicas transparentes y vaporosas, mientras que en el otro se veía a la diosa Flora, magníficamente ataviada y arrojando flores que llevaba en la falda de su vestido. De nuevo, la diosa Venus aparecía en el centro, vestida como una rica florentina, con la mano alzada en un gesto de saludo y la cabeza ligeramente ladeada.
Mercurio, situado en el extremo izquierdo del cuadro, y otras figuras míticas completaban la escena. El cuadro me cautivó hasta el extremo de hacerme permanecer horas ante él, examinando cada uno de sus detalles, sonriendo, llorando, enjugándome las lágrimas, cubriéndome de vez en cuando los ojos para destaparlos de nuevo y admirar los colores vivos, los delicados gestos y las posturas de esas criaturas. Todo el cuadro evocaba el antiguo esplendor de Roma, y sin embargo resultaba tan novedoso y distinto que pensé que el goce que me producía me haría enloquecer.
Todos los jardines que yo había pintado o imaginado quedaban eclipsados por esa pintura. ¿Cómo podían rivalizar, ni siquiera en sueños, con una obra así?
¡Qué exquisito placer morir allí de dicha, después de haber vivido tanto tiempo triste y solo! ¡Qué exquisito placer asistir a ese triunfo de la forma y el color, después de haber estudiado con amargo sacrificio tantas formas que no alcanzaba a comprender!
Ya no sentía desesperación. Sólo felicidad, una felicidad continua y desbordante.
¿Es eso posible?
Abandoné a regañadientes la pintura del jardín primaveral. Dejé atrás a regañadientes su hierba oscura sembrada de flores, sus naranjos cargados de fruta. Fui a regañadientes en busca de otras obras de Botticelli.
Pude haber deambulado durante noches por Florencia, embriagado por lo que había contemplado en esa pintura. Pero había muchas más obras de arte que contemplar.
Durante el tiempo en que me dediqué a visitar iglesias para admirar otras obras del maestro, a penetrar sigilosamente en palacios para contemplar una pintura enmarcada del maestro que representaba al dios Marte profundamente dormido sobre la hierba, junto a una paciente y vigilante Venus, cubriéndome la boca con las manos para no proferir una sonora exclamación de asombro, no regresé al taller del genio en ningún momento. Contuve mis deseos de hacerlo.
«No puedes entrometerte en su vida —me dije—. No puedes presentarte con más monedas de oro y distraerlo de su trabajo. Ese hombre tiene un destino mortal. Toda la ciudad ha oído hablar de él. Roma ha oído hablar de él. Sus pinturas perdurarán eternamente. No es alguien a quien debas salvar del arroyo. En Florencia está en boca de todos, al igual que en el palacio del Papa en Roma. Déjalo en paz».
De modo que no regresé a su taller, aunque me moría de ganas de volver a verlo, de hablar con él, de decirle que su maravillosa pintura de las tres Gracias y las otras diosas en el jardín primaveral era la obra más gloriosa que había realizado nunca.
Habría dado cualquier cosa con tal de que me hubiera permitido sentarme por las tardes en su taller para observarle trabajar. Pero no habría sido oportuno.
Regresé a la iglesia de San Paolino y me detuve largo rato ante La Piedad.
Era infinitamente más solemne que sus pinturas «paganas». Pocas veces había pintado Botticelli un cuadro tan severo. El cuadro presentaba cierto aire lóbrego, concretamente en las vestiduras de colores oscuros de algunas figuras y los espacios sombríos de la tumba abierta.
Pero incluso esa severidad destilaba ternura, encanto. Y los dos rostros, el de María y el de Jesucristo, pegados uno a otro, me subyugaban hasta el punto de no poder apartar la vista de ellos.
¡Ah, Botticelli! ¿Cómo describir su talento? Todas sus figuras, aunque perfectas, eran un tanto alargadas, incluidos los semblantes, que ofrecían una expresión abstraída y ligeramente apesadumbrada, si bien es difícil precisarlo. Todas parecían ensimismadas en un sueño colectivo.
En cuanto a las pinturas que utilizaba (él y muchos más pintores en Florencia), tenían una calidad muy superior a las que utilizábamos en la antigua Roma y consistían en una simple mezcla de yema de huevo y pigmentos triturados para conseguir unos colores, unos barnices y un acabado reluciente que conferían al cuadro un brillo y duración incomparables. En suma, las obras poseían un lustre que se me antojaba prodigioso.
Me sentía tan fascinado por ese tipo de pintura que encargué a mi sirviente mortal que adquiriera todos los pigmentos que pudiera conseguir, junto con unos huevos, y me enviara por las noches a un viejo aprendiz para que mezclara los colores con la densidad precisa, a fin de pintar algunas obras en la vivienda que había alquilado.
Era un experimento curioso, pero me puse a trabajar con ahínco y al poco tiempo había logrado cubrir cada centímetro de la madera preparada y las telas que habían adquirido mi aprendiz y mi sirviente.
Como es lógico, éstos quedaron asombrados por mi velocidad, lo cual me hizo recapacitar. Tenía que mostrarme ingenioso, no fantástico. ¿Acaso no había aprendido esa lección cuando pintaba las paredes de la sala de banquetes al tiempo que mis convidados me aplaudían y animaban?
Los despedí después de entregarles una generosa cantidad de monedas de oro, ordenándoles que regresaran con más material. En cuanto a lo que había pintado, se trataba de una pobre imitación de Botticelli, pues, pese a mi sangre inmortal, era incapaz de captar lo que él había captado. No conseguía, ni de lejos, plasmar unos rostros como los que él plasmaba. Mis pinturas contenían un elemento áspero y desagradable. No podía contemplar mi propia obra. La detestaba. Había algo insulso y acusador en los rostros que había creado. Había algo siniestro en las expresiones que me observaban desde las paredes.
Salí a la oscuridad de la noche, inquieto, y oí a otros bebedores de sangre, dos jóvenes, lógicamente temerosos de mí pero pendientes de lo que hacía, aunque no me explico el motivo. Envié un mensaje silencioso a toda la basura inmortal que se atreviera a turbarme: «No os acerquéis a mí porque estoy furioso y no tolero que nadie me interrumpa en estos momentos».
Entré sigilosamente en la iglesia de San Paolino y me arrodillé para contemplar La Piedad. Me pasé la lengua sobre los afilados colmillos. Al admirar aquellas figuras cuya belleza me llenaba por completo, sentí un ansia feroz de beber sangre. Sentí deseos de cobrarme una víctima en cada iglesia en la que entraba.
Entonces se me ocurrió una idea perversa, tan puramente perversa como puramente religiosa era la pintura. Se me ocurrió de improviso, como si existiera realmente un Satanás en el mundo y ese Satanás se hubiera aproximado a mí reptando por el suelo de piedra para introducir esa idea en mi mente.
—Tú lo amas, Marius —dijo ese Satán—. Pues bien, atráelo hacia ti. Dale a Botticelli tu sangre vampírica.
Me estremecí silenciosamente en la iglesia. Caí sentado al suelo y apoyé la espalda en el muro de piedra. Sentí de nuevo aquella sed perentoria. Por más que me horrorizaba pensar en ello, me vi abrazando a Botticelli, hundiéndole los colmillos en el cuello. Era la sangre de Botticelli. Pensé en ello. Y mi sangre, la sangre que le había dado.
«Piensa en el tiempo que llevas aguardando, Marius —dijo la nefanda voz de Satanás—. Durante todos estos siglos, no has dado tu sangre a nadie. ¡Ahora puedes dársela a Botticelli! ¡Puedes tomar a Botticelli!».
Él seguiría pintando; poseería la sangre vampírica y sus cuadros no tendrían parangón. Ese hombre modesto de unos cuarenta años que me estaba agradecido por haberle dado un mero talego de monedas de oro, ese hombre modesto que había pintado el exquisito Jesucristo que yo contemplaba y cuya cabeza echada hacia atrás era sostenida por las manos de María, que tocaba los ojos con su boca, viviría eternamente con su talento.
Pero yo no estaba dispuesto a hacer eso. No, jamás. No podía. Me negaba rotundamente.
Sin embargo, me levanté lentamente, salí de la iglesia y eché a andar a través de la calle oscura y angosta hacia la casa de Botticelli.
Percibí los violentos latidos de mi corazón. Curiosamente, mi mente estaba vacía y mi cuerpo ligero, como el de un depredador, y rebosante de maldad, una maldad que yo reconocía sin ambages y acepta. Me invadía una tremenda excitación. «Abraza a Botticelli. Estréchalo para siempre en tus brazos».
Y aunque oí a aquellos bebedores de sangre, a los dos jóvenes que me seguían, no les presté atención. Les infundía demasiado temor para que se me acercaran. Seguí adelante, pensando en lo que iba a hacer. La casa de Sandro quedaba a pocas manzanas. Al llegar, vi luces en el interior, y llevaba una bolsa con monedas de oro.
Mareado, delirante, sediento, llamé a la puerta como había hecho la primera vez.
No, esto no lo harás jamás, pensé. No arrancarás del mundo a un ser tan vital. No te entrometerás en el destino de alguien que ha proporcionado a otros tantas obras que amar y gozar.
Me abrió el hermano de Sandro, pero esta vez se mostró cortés y me invitó a pasar al taller, donde Botticelli se hallaba trabajando solo. En cuanto entré en la espaciosa habitación, se volvió para saludarme. Detrás de él había una inmensa tabla que presentaba un aspecto radicalmente distinto de las demás obras. La examiné pausadamente, suponiendo que eso era lo que el artista deseaba que hiciera. No creo que hubiera sido capaz de ocultarle mi desaprobación ni mi temor.
La sed de sangre había despertado en mí, pero la reprimí y continué concentrado en la pintura, sin pensar en nada, ni en Sandro ni en su muerte y renacimiento por mediación mía, absolutamente en nada salvo en aquella pintura, al tiempo que me afanaba en pasar por un mortal ante sus ojos.
Era un retrato sombrío y espeluznante de la Trinidad, con Jesús crucificado, una figura de cuerpo entero de Dios Padre a su espalda y una paloma que representaba al Espíritu Santo justo encima de la cabeza de Jesucristo. A un lado aparecía san Juan Bautista, apartando la túnica escarlata de Dios Padre, y al otro, la penitente Magdalena, cubierta únicamente por su larga cabellera mientras miraba acongojada al Señor crucificado.
¡Cuánto talento desperdiciado! Era una obra terrible. Botticelli la había realizado de forma magistral, sin duda, pero me pareció una obra despiadada.
Entonces comprendí que en La Piedad había un equilibrio perfecto de luces y sombras. En este cuadro no advertí ese equilibrio. Antes bien, me chocó comprobar que Botticelli fuera capaz de pintar una obra tan sombría. Era dura, áspera. De haberla visto en otro lugar, no habría imaginado que fuera suya.
Me pareció un detalle harto elocuente acerca de mi persona haber pensado siquiera por un segundo en dar a Botticelli la sangre vampírica. ¿Existía realmente el dios cristiano? ¿Era capaz de impedírmelo.
¿Era capaz de juzgarme? ¿Era ése el motivo de que en aquellos momentos yo estuviera contemplando esa pintura mientras Botticelli permanecía de pie junto a la misma mirándome a los ojos?
Botticelli esperaba que yo hiciera algún comentario sobre la pintura. Aguardaba resignado que le hiriera con mi comentario. Yo sentía un profundo amor por el talento de Botticelli que nada tenía que ver con Dios, el diablo, mi maldad y mi poder. Ese amor hacia el talento de Botticelli respetaba a Botticelli, y en esos momentos eso era lo único que contaba.
Alcé la cabeza y examiné de nuevo la pintura. —¿Dónde está la inocencia, Sandro? —le pregunté, empleando un tono tan amable como pude.
Traté de nuevo de ahuyentar la sed que me acometía. «Fíjate en lo viejo que es. Si no te decides, Sandro Botticelli morirá».
—¿Dónde está la ternura en este cuadro? —inquirí—. ¿Dónde está la sublime dulzura que hace que nos olvidemos de todo? Veo tan sólo un atisbo en el rostro de Dios Padre, pero el resto… es oscuridad, Sandro. Esa oscuridad es un elemento impropio de tu obra. No comprendo por qué la utilizas, cuando puedes hacer cosas más interesantes.
La sed de sangre me atormentaba, pero era preciso controlarla, de modo que me esforcé en reprimirla. Lo amaba demasiado para hacerlo. No podía. Si lo hacía, no podría soportar las consecuencias.
Sandro asintió con la cabeza para mostrar su acuerdo con mis comentarios. Se sentía acongojado. Era un hombre atormentado, que por un lado deseaba seguir pintando diosas y por otro cuadros religiosos. —No quiero hacer nada pecaminoso, Marius —dijo—. No quiero hacer algo malo o pintar un cuadro que incite a otra persona, por el simple hecho de contemplarlo, a pecar.
—Es imposible que eso ocurra, Sandro —respondí—. A mi modo de ver, tus diosas son tan espléndidas como tus dioses. Los frescos de Jesucristo que he visto en Roma rebosan de luz y belleza. ¿Por qué adentrarte en lo tenebroso, como has hecho en este caso?
Saqué la bolsa de monedas de oro y la deposité en la mesa, dispuesto a marcharme. No sabría nunca lo cerca que había rondado la maldad de él. Ni en sueños podía imaginar lo que yo era y lo que me había sentido tentado de hacer.
Sandro se acercó a mí, tomó la bolsa y trató de devolvérmela.
No, quédatela —dije—. Te la mereces. Haces lo que crees que debes hacer.
—Debo hacer lo que es justo, Marius —dijo con sencillez—. Ven, quiero mostrarte algo. —Me condujo a otra parte del taller, alejada de la zona en la que guardaba sus cuadros de grandes dimensiones.
Nos detuvimos junto a una mesa sobre la que había varias hojas de pergamino cubiertas de pequeños dibujos.
—Son las ilustraciones para el Infierno de Dante —me explicó—. Sin duda lo has leído. Quiero realizar una versión ilustrada de todo el libro.
El corazón me dio un vuelco al oír eso, pero ¿qué podía decir? Miré los dibujos de aquellos cuerpos dolientes que se retorcían. ¿Cómo podía uno defender ese empeño por parte del pintor que había plasmado a Venus y a la Virgen con una habilidad tan prodigiosa?
¡El Infierno de Dante! Detestaba esa obra, pese a que no dejaba de reconocer sus méritos.
—¿Por qué quieres hacer eso, Sandro? —pregunté. Estaba temblando. No quería que viera mi rostro—. Esas pinturas rebosantes de luz del paraíso, ya sea cristiano o pagano, me parecen espléndidas. Pero estas ilustraciones de almas que padecen en el Infierno no me producen placer alguno.
Botticelli se mostraba a todas luces confundido y quizá se sentiría siempre así. Era su destino. Yo acababa de aparecer en él y había atizado un fuego que era demasiado débil para sobrevivir.
Tenía que marcharme. Tenía que abandonarlo para siempre. Lo sabía. No podía regresar a esa casa. Temía quedarme a solas con él. Tenía que marcharme de Florencia si no quería que mi voluntad se viniera abajo.
—No volveremos a vernos, Sandro —dije.
—¿Por qué? —preguntó—. Esperaba con ilusión verte de nuevo, y no por la bolsa de oro, te lo aseguro.
—Ya lo sé, pero debo irme. Creo en tus dioses y en tus diosas y siempre creeré en ellos. Tenlo presente.
Salí de la casa y me detuve al llegar a la iglesia. Sentía un deseo tan acuciante de abrazarlo, de seducirlo, de transmitirle todos los secretos oscuros de la sangre vampírica, que casi no podía respirar, distinguir la calle que había ante mí ni sentir siquiera el aire en mis pulmones.
Le deseaba. Deseaba su talento. Soñé que ambos, Sandro y yo, vivíamos juntos en un imponente palacio y él pintaba unos cuadros teñidos de la magia de la sangre vampírica.
Sería una confirmación de la sangre vampírica.
A fin de cuentas, pensé, él mismo está destruyendo su talento al dedicarse a pintar esos motivos tenebrosos. ¿Cómo se explica que haya renunciado a sus diosas para ilustrar un poema titulado el Infierno? ¿No podría conseguir yo, por medio de la sangre vampírica, que regresara a sus visiones celestiales?
Pero eso era imposible. Lo sabía incluso antes de contemplar su cruel crucifixión. Lo sabía antes de entrar en su casa.
Decidí ir en busca de una víctima, de varias víctimas. Así pues, me dediqué a cazar con crueldad y alevosía hasta que ya no pude ingerir más sangre de las pocas y desdichadas almas con que me topé en las calles de Florencia.
Por fin, aproximadamente una hora antes del amanecer, me senté a la puerta de una iglesia en una pequeña plaza. Es posible que ofreciera el aspecto de un mendigo, suponiendo que los mendigos se cubran con capas escarlata.
Los dos jóvenes vampiros a los que había oído seguirme se acercaron temerosos a mí.
Me sentía cansado e irritado.
—Alejaos de mí —dije—. De lo contrario, os destruiré.
El joven varón y la joven hembra, ambos transformados en vampiros en su juventud, estaban temblando, pero se negaron a retirarse. Por fin habló el varón, demostrando un coraje vacilante pero auténtico.
—¡No lastimes a Botticelli! —declaró—. ¡No le hagas daño! Puedes buscar a tus víctimas entre la escoria, pero no te acerques a Botticelli.
Proferí una risa melancólica. Incliné la cabeza hacia atrás y reí suavemente durante un buen rato.
—No temas, no lo haré —contesté—. Le amo tanto como tú. Ahora, dejadme en paz o no volveréis a ver más noches, os lo garantizo. ¡Largaos!
De regreso en el santuario subterráneo de las montañas, lloré por Botticelli.
Cerré los ojos y penetré en el jardín donde Flora arrojaba sus delicadas rosas sobre la alfombra de hierba y flores. Alargué la mano para tocar el cabello de una de las jóvenes Gracias.
—Pandora —murmuré—. Pandora, es nuestro jardín. Todas son ten hermosas como tú.