La noche siguiente fui a Florencia. Como es natural, me alegró comprobar que se había recuperado de los daños causados por la peste. Era una ciudad de gran prosperidad, dotada de mayor ingenio y energía que Roma.
No tardé en constatar lo que sospechaba: que la ciudad, puesto que se había desarrollado en torno al comercio, no había sufrido el descalabro de una época clásica, sino que se había hecho más fuerte a lo largo de los siglos al tiempo que la familia que la gobernaba, los Médicis, conservaban el poder por medio de una gran banca internacional.
Observé por doquier elementos del lugar, como sus monumentos arquitectónicos, sus pinturas interiores y sus brillantes eruditos, que me atraían poderosamente, pero nada podía impedirme descubrir la identidad de Botticelli y contemplar con mis propios ojos no sólo sus obras, sino al hombre.
No obstante, decidí atormentarme un poco. Alquilé unas habitaciones en un palacio situado junto a la plaza principal de la ciudad, contraté a un sirviente tan torpe como ingenuo para que se ocupara de mis costosas ropas, todas rojas, color que prefería y sigo prefiriendo a cualquier otro, me dirigí de inmediato a una librería y llamé con insistencia a la puerta hasta que el librero me abrió, tomó mi oro y me entregó los libros publicados recientemente sobre poesía, arte, filosofía y otros temas «que todo el mundo leía».
Luego me retiré a mis aposentos, me senté a leer a la luz de una lámpara y devoré cuanto pude sobre el pensamiento de mi siglo. Por último, me tendí en el suelo con la vista fija en el techo, abrumado por la vitalidad del retorno a las obras clásicas, el apasionado entusiasmo por los antiguos poetas griegos y romanos y la fe en la sensualidad que demostraba poseer la época presente.
Permite que haga un inciso para señalar que alguno de esos libros estaban impresos, gracias al prodigioso invento de la imprenta, y los examiné asombrado, aunque, al igual que muchos de mis coetáneos prefería la belleza de los antiguos códices manuscritos. No deja de ser una ironía que, incluso después de haberse generalizado la utilización de la imprenta, la gente siguiera ufanándose de conservar libros manuscritos, pero me estoy alejando del tema que nos ocupa.
Hablaba del retorno a los antiguos poetas griegos y romanos, del entusiasmo de la época hacia los tiempos en que yo nací.
La Iglesia romana se había hecho extraordinariamente poderosa, tal como he apuntado.
Pero esta época era de fusión, a la vez que de una increíble expansión; una fusión que yo había observado en la pintura de Botticelli, llena de encanto y belleza natural, pese a haber sido creada para el interior de la capilla del Papa en Roma.
Hacia medianoche, salí de mis aposentos para comprobar que las tabernas hacían caso omiso del toque de queda y que los rufianes seguían pululando por la ciudad.
Me dirigí, aturdido, hacia una inmensa taberna repleta de jóvenes y alegres borrachines, donde un chico de mejillas sonrosadas tocaba el laúd. Me senté en un rincón, tratando de controlar mi desbordante entusiasmo, mis locas pasiones, pero tenía que ir en busca de Botticelli. Era preciso. Tenía que contemplar otras obras suyas.
¿Qué me lo impedía? ¿Qué temía? ¿Qué pensamientos pasaban por mi mente? Los dioses sabían bien que era una criatura con un control férreo. ¿Acaso no lo había demostrado mil veces?
¿No le había vuelto la espalda a Zenobia para mantener el secreto divino? ¿No sufría sistemática y justificadamente por haber abandonado a mi incomparable Pandora, a quien seguramente no volvería a ver?
Por fin, no pudiendo soportar más mis confusos pensamientos, me acerqué a un anciano que no cantaba junto con el coro de jóvenes.
—He venido en busca de un gran pintor —le dije.
El hombre se encogió de hombros y bebió un trago de vino.
—Yo era un gran pintor —repuso—, pero ya no lo soy. Lo único que hago es beber.
Me reí y pedí a la tabernera que le sirviera otra copa de vino. El anciano me dio las gracias con un gesto de la cabeza.
—El hombre que busco se llama Botticelli, según me han informado.
El anciano acogió mis palabras con una carcajada.
—Buscáis al pintor más grande de Florencia —comentó—. No os costará dar con él. Siempre anda muy atareado, por más que suele tener el taller lleno de haraganes. Es posible que esté pintando en estos momentos.
—¿Dónde está su taller? —pregunté.
—Vive en la Via Nuova, una calle justo antes de la Via Paolino.
—Pero decidme… —Dudé unos instantes antes de proseguir—. ¿Qué clase de hombre es Botticelli? ¿Qué opináis de él?
El hombre volvió a encogerse de hombros.
—Ni bueno ni malo, pero tiene un gran sentido del humor. No es un tipo que deje una impronta en uno salvo a través de sus pinturas. Vos mismo lo comprobaréis cuando lo conozcáis. Pero no podréis contratarlo. Tiene muchos encargos.
Di las gracias al anciano, dejé unas monedas para que se tomara otras copas de vino y salí de la taberna.
Tras hacer algunas indagaciones, llegué a la Via Nuova. Un guardia nocturno me indicó el camino de la casa de Botticelli y señaló una vivienda bastante grande, aunque no era un palacio, en la que el pintor vivía con su hermano y la familia de éste.
Me detuve delante de la sencilla casa como si se tratara de un templo. Deduje que el taller estaba situado junto a la gran puerta que daba a la calle y estaba siempre abierta de día, y observé que todas las habitaciones de la planta baja y del piso superior estaban a oscuras.
¿Cómo podía penetrar en el taller? ¿Cómo podía contemplar el trabajo que realizaba en esos momentos? Sólo podía acercarme a ese lugar de noche. Maldije la noche como jamás lo había hecho.
Tendría que echar mano de unas monedas de oro. De unas monedas de oro y del don de la seducción, aunque no tenía ni remota idea de cómo lograría confundir al propio Botticelli.
De pronto, sin poder reprimirme, llamé a la puerta de la casa.
Naturalmente, nadie respondió, y llamé de nuevo.
Por fin se encendió una luz en la ventana superior y oí unos pasos en el interior de la casa.
Al cabo de unos momentos, una voz preguntó quién era y qué quería.
¿Qué podía responder a esa pregunta? ¿Cómo podía mentir a alguien a quien reverenciaba? Pero tenía que entrar a toda costa.
—Marius el romano —contesté, inventándome ese nombre sobre la marcha—. Traigo una bolsa de oro para Botticelli. He visto sus pinturas en Roma y lo admiro mucho. Deseo entregarle la bolsa personalmente.
Se produjo una pausa. Oí voces detrás de la puerta. Dos hombres comentaban quién podía ser yo y por qué había dicho esa mentira.
Uno de los hombres era partidario de no abrir, pero el otro dijo que sentía curiosidad, descorrió el cerrojo y abrió la puerta. El otro sostuvo la lámpara en alto detrás de éste, por lo que sólo vi un rostro en sombras.
—Soy Sandro —dijo el hombre con sencillez—. Soy Botticelli. ¿Por qué me traéis una bolsa de oro?
Durante unos momentos me quedé estupefacto. Pero, pese a mi estupefacción, tuve la presencia de ánimo de mostrarle el oro. Le entregué la bolsa y lo observé mientras la abría en silencio y sostenía los florines en la mano.
—¿Qué queréis? —preguntó. El tono de su voz era tan sencillo como su talante. Era un hombre bastante alto. Tenía el pelo castaño claro y salpicado de canas, aunque no era viejo, unos ojos grandes de mirada compasiva, y la boca y la nariz bien formadas. Me miró sin enojo ni suspicacia, dispuesto a devolverme el oro. Calculo que no había cumplido los cuarenta años.
Traté de hablar, pero tartamudeé. Por primera vez en mi vida, que yo recuerde, me puse a tartamudear. Por fin logré expresarme con claridad.
—Permitidme entrar esta noche en vuestro taller —dije—. Permitidme contemplar vuestras pinturas. Es lo único que deseo.
—Podéis verlas de día —contestó encogiéndose de hombros—. Mi taller está siempre abierto. O en algunas iglesias. Mi obra se halla en todo Florencia. No tenéis que pagarme para contemplarla.
¡Qué voz tan sublime y honesta! Denotaba paciencia y ternura.
Lo miré con la misma atención con que había mirado sus pinturas. Pero él aguardaba una respuesta.
—Tengo mis motivos —dije, recobrando la compostura—. Tengo mis pasiones. Deseo contemplar vuestra obra ahora, si me lo permitís. Os ofrezco unas monedas de oro a cambio.
Botticelli sonrió e incluso profirió una breve carcajada.
—Aparecéis como si fueseis un Rey Mago —dijo—. Unas monedas de oro nunca vienen mal. Pasad.
Ésta era la segunda vez en mi larga existencia que me habían comparado con uno de los Reyes Magos de las Sagradas Escrituras, lo cual me complació.
Entré en la casa, que era más bien modesta. Botticelli tomó la lámpara de manos del otro hombre y lo seguí a través de una puerta lateral hasta su taller, donde depositó la lámpara sobre una mesa repleta de pinturas, pinceles y trapos.
Yo no podía apartar la vista de él. Ese hombre vulgar y corriente era quien había realizado las grandes pinturas en la Capilla Sixtina.
La luz se intensificó e iluminó toda la estancia. Sandro —ése era su nombre de pila— señaló a su izquierda, y cuando me volví hacia la derecha, creí volverme loco.
Un lienzo gigantesco cubría el muro, y a pesar de que había supuesto que contemplaría una pintura de carácter religioso, aunque sensual, poseía un rasgo distinto, inédito, que me dejó de nuevo estupefacto.
Era una pintura grandiosa, como he apuntado, compuesta de diversas figuras, pero, a diferencia de las pinturas romanas, cuyo tema me había confundido, el de esta obra lo conocía bien.
Allí no aparecían santos, ángeles, Cristos o profetas, no.
Tenía ante mis ojos una soberbia pintura de la diosa Venus, desnuda en todo su esplendor, con los pies apoyados en una concha, la dorada cabellera agitada por una leve brisa y los ojos de expresión soñadora mirando al frente. La acompañaban sus fieles servidores, el dios Céfiro, que con su soplo emite una brisa que la conduce a tierra firme, y una ninfa tan bella como la diosa que extiende la mano en señal de bienvenida desde tierra.
Respiré hondo y me cubrí la cara con las manos. Luego, cuando retiré las manos de mis ojos, comprobé que la pintura seguía allí.
Sandro Botticelli exhaló un leve suspiro de impaciencia. ¿Qué podía decirle yo sobre su extraordinaria obra? ¿Cómo podía expresarle la adulación que sentía?
—Si vais a decirme que os parece escandalosa y perversa —dijo Botticelli en tono grave y resignado—, no os molestéis, porque lo he oído mil veces. Si lo deseáis, os devolveré vuestro oro. Lo he oído mil veces.
Me volví y me postré de rodillas, tras lo cual le tomé las manos y se las besé procurando mantener los labios cerrados. Luego me levanté despacio, como un anciano, apoyándome en una rodilla y después en la otra, y seguí examinando durante largo rato la pintura.
Contemplé la figura perfecta de Venus, cuyas partes íntimas quedaban ocultas por su abundante cabellera. Contemplé a la ninfa con la mano tendida y sus voluminosos ropajes. Contemplé al dios Céfiro y a la diosa que lo acompañaba, y todos los minúsculos detalles de la pintura quedaron grabados en mi mente.
¿Cómo es posible? —pregunté—. ¿Cómo es posible que, después de un período interminable de Cristos y Vírgenes, hayáis decidido por fin pintar un cuadro como éste?
Botticelli, aquel hombre paciente y discreto, profirió otra breve carcajada.
—Es cosa de mi patrono —dijo—. Yo no domino el latín. Me leen poesías. He pintado lo que me pidieron que pintara. —Se detuvo. Parecía preocupado—. ¿Os parece un cuadro pecaminoso?
—En absoluto —contesté—. ¿Deseáis saber mi opinión? Creo que es un milagro. Me choca que me preguntéis eso. —Miré de nuevo la pintura—. Es una diosa —dije—. ¿Cómo no va a ser una obra sagrada? Antiguamente, millones de personas la adoraban con veneración. Antiguamente, la gente se consagraba a ella con devoción.
—Es cierto —respondió Botticelli con voz queda—, pero es una diosa pagana y no todos piensan que es la patrona del matrimonio, como se dice. Algunos aseguran que es una pintura pecaminosa, que no debo realizarla. —Dejó escapar un suspiro de resignación. Quería añadir algo, pero intuí que no hallaba las palabras justas para expresarlo.
—No hagáis caso de esas críticas —dije—. Posee una pureza como pocas veces he visto en una pintura. El rostro de Venus, tal como lo habéis plasmado, le da el aspecto de una criatura renacida pero sublime, una mujer divina. No penséis en el pecado cuando trabajéis en esta pintura. Es un cuadro vital, elocuente. No os dejéis atormentar por la idea del pecado.
El pintor guardó silencio, pero yo sabía que estaba dándole vueltas al asunto. Me volví y traté de descifrar su mente. Era caótica, estaba llena de dudas y de sentimientos de culpabilidad.
Era un pintor que se hallaba casi por completo a merced de quienes lo contrataban, pero se había convertido en un artista supremo en virtud de las singularidades que todos admiraban en su obra. Su talento era especialmente patente en ese cuadro de Venus y él lo sabía, aunque era incapaz de expresarlo con palabras. Por más que se devanó los sesos para describirme su forma de pintar y su originalidad, no lo consiguió. Y yo no quise agobiarlo. Habría sido una descortesía.
—No sé expresarme como vos —dijo Botticelli con naturalidad—. ¿De veras creéis que esta pintura no es pecaminosa?
—Ya os lo he dicho, no tiene nada de pecaminosa. Quien os diga tal cosa, miente —insistí—. Observad el rostro inocente de la diosa y no penséis en otra cosa.
El hombre parecía angustiado e intuí lo frágil que era, a pesar de su inmenso talento y de la inmensa energía que invertía en su trabajo. Los que lo criticaban podían conseguir sofocar su inspiración. Pero él pintaba todos los días esforzándose en perfeccionar su técnica.
—No les creáis —dije de nuevo, haciendo que me mirara.
—Acercaos —dijo—, habéis pagado generosamente para contemplar mi trabajo. Observad este tondo de la Virgen María y unos ángeles. ¿Os gusta?
Botticelli aproximó la lámpara a la pared de enfrente y la sostuvo para que yo contemplara la pintura circular que colgaba de ella.
Su belleza me impresionó hasta el punto de dejarme de nuevo atónito. Pero era evidente que la Virgen poseía una belleza tan pura como la diosa Venus, y que los ángeles resultaban tan sensuales y seductores como sólo pueden serlo los chicos y las chicas jóvenes.
—Ya lo sé —dijo Botticelli—. No es necesario que me lo digáis. Mi Venus se parece a la Virgen y la Virgen se parece a Venus, según dicen. Pero mis patronos me pagan para que pinte estos cuadros.
—Haced caso de vuestros patronos —dije. Deseaba abrazarlo. Deseaba zarandearlo ligeramente para que no olvidara nunca mis palabras—. Haced lo que ellos os digan. Ambas pinturas son magníficas. Son mejores que cuanto he visto hasta la fecha.
Botticelli no podía adivinar a qué me refería con esas palabras y yo no podía revelárselo. Lo miré y por primera vez observé cierta aprensión en él. Se había fijado en mi piel y quizás en mis manos.
Había llegado el momento de marcharme antes de que aumentaran sus sospechas. Quería que me recordara con simpatía en lugar de con temor.
Saqué otra bolsa que llevaba encima, llena de florines de oro. Botticelli hizo ademán de rechazarla. En realidad, se negó rotundamente a aceptar el oro que le ofrecía. Deposité la bolsa en la mesa.
Durante unos momentos, nos miramos en silencio.
—Adiós, Sandro —dije.
—No os olvidaré. Me habéis dicho que os llamáis Marius, ¿no es así?
Abrí la puerta y salí a la calle. Anduve a paso rápido a lo largo de dos manzanas y luego me detuve, respirando trabajosamente. Me parecía un sueño haber estado con él, haber contemplado esas pinturas, que éstas hubieran sido creadas por un ser humano.
No regresé a mis habitaciones en el palacio.
Cuando llegué a la cámara subterránea de los que debían ser custodiados, me sumí en una nueva especie de agotamiento, enloquecido por lo que había visto. No conseguía borrar de mi mente la imagen de aquel hombre. No dejaba de verlo, con su pelo de suave brillo y sus ojos sinceros. En cuanto a las pinturas, no cesaban de atormentarme, y comprendí que mi tormento, mi obsesión, mi total entrega al amor de Botticelli no había hecho sino comenzar.