Fui a Roma. Estaba obligado a hacerlo.
Lo que vi allí me hirió profundamente, pero al mismo tiempo me dejó asombrado. Se había convertido en una ciudad inmensa y activa, llena de comerciantes y artesanos que trabajaban con ahínco en la construcción de imponentes palacios para el Papa y sus cardenales y otros hombres acaudalados.
El antiguo Foro y el Coliseo seguían en pie. Había numerosas ruinas reconocibles de la Roma imperial, entre ellas el Arco de Constantino, pero eran saqueadas constantemente con la finalidad de utilizar sus piedras antiguas para erigir nuevos edificios. No obstante, muchos expertos se dedicaban a estudiar esas ruinas y exigían que se conservaran intactas.
Todo el empeño de la época consistía en preservar los restos de los tiempos pretéritos en los que yo había nacido, en aprender de ellos e imitar su arte y su poesía. El vigor de aquel movimiento superó incluso mis esperanzas.
¿Cómo expresarlo con mayor claridad? Esta época próspera, consagrada al comercio y a la banca, en la que miles de personas lucían ropas de grueso y suntuoso terciopelo, se había enamorado de la belleza de las antiguas Roma y Grecia.
Durante los largos y tediosos siglos que permanecí acostado en mi cámara subterránea, jamás imaginé que fuera a producirse semejante inversión de la tendencia. Me sentía tan entusiasmado por esos hechos que no hacía otra cosa que caminar por las calles embarradas, abordando a mortales con la máxima cortesía para preguntarles qué ocurría a su alrededor y qué opinaban sobre los tiempos que les había tocado vivir.
Por supuesto, conocía la nueva lengua, el italiano, que derivaba del latín; enseguida me acostumbré a oírla y a expresarme en ella. No era una lengua desagradable. Por el contrario, era muy hermosa, aunque no tardé en darme cuenta de que los eruditos estaban versados en latín y en griego.
Gracias a la multitud de respuestas que obtuve a mis preguntas, averigüé también que Florencia y Venecia eran consideradas mucho más avanzadas que Roma en su renacimiento espiritual, pero si el Papa se salía con la suya la situación no tardaría en cambiar.
El Papa ya no era tan sólo un gobernante cristiano, sino que estaba empeñado en que Roma fuera una capital auténticamente cultural y artística. No sólo deseaba completar las obras de la nueva basílica de San Pedro, sino que había iniciado unos trabajos en la Capilla Sixtina, una gigantesca empresa dentro de sus muros palaciegos.
El Pontífice había mandado llamar a varios artistas de Florencia para que pintaran unos frescos, y la gente estaba impaciente por contemplarlos y juzgar sus méritos.
Yo pasaba tanto tiempo como podía en las calles y las tabernas escuchando los rumores sobre ese asunto, y me dirigí al palacio papal decidido a contemplar con mis propios ojos la Capilla Sixtina. Aquélla fue una noche memorable para mí. Durante los largos y tenebrosos siglos transcurridos desde que había abandonado a mi amada Zenobia y a Avicus, había dejado que varios mortales y varias obras de arte conquistaran mi corazón, pero nada de cuanto había experimentado era comparable a lo que sentí cuando entré en la Capilla Sixtina.
No me refiero a Miguel Ángel, conocido en todo el mundo por su trabajo en ella, puesto que Miguel Ángel era un niño en esa época. Aún faltaba mucho para que realizara su obra en la Capilla Sixtina.
No, no fue la obra de Miguel Ángel lo que contemplé en esa noche memorable. Olvídate de Miguel Ángel.
Lo que me impresionó fue la obra de otro.
No me fue difícil entrar sin que los guardias repararan en mí, tras lo cual penetré en el inmenso rectángulo de esa augusta capilla, que no estaría abierta al público en general sino destinada a la celebración de importantes ceremonias cuando finalizaran las obras.
Entre los numerosos frescos que adornaban los muros, me llamo poderosamente la atención uno en el que aparecían unas figuras espléndidamente pintadas, relacionadas con el mismo anciano de aire digno, cuya cabeza emitía una luz dorada, representado en tres grupos distintos de figuras que respondían a sus órdenes.
Nada me había preparado para contemplar el naturalismo con que habían sido pintadas las múltiples figuras, las expresiones vividas pero dignas de sus rostros y la elegancia y el detalle de las prendas drapeadas que las vestían.
Había una gran turbulencia entre esos tres grupos de personas exquisitamente plasmados, al tiempo que la figura de cabello canoso con la luz dorada irradiando de su cabeza les ordenaba que hicieran algo, las reprendía o las corregía con expresión severa y sosegada.
Todo existía en una armonía que jamás pude haber imaginado, y aunque la exquisitez de las figuras garantizaba que era una obra maestra, detrás de las mismas aparecía la extraordinaria recreación de un paisaje selvático y un mundo indiferente.
Dos grandes buques de la época actual estaban amarrados en un lejano puerto, más allá de los barcos se alzaban unas elevadas montañas bajo un espléndido cielo azul, y a la derecha aparecía el arco de Constantino, que aún seguía en pie en Roma, con todo detalle, como si nunca hubiera sido destruido, y las columnas de otro edificio romano, otrora magnífico y ahora reducido a un fragmento que se alzaba orgulloso, aunque detrás del mismo aparecía un castillo tenebroso.
¡Qué complejidad, qué inexplicables combinaciones, qué tema tan extraño! Y sin embargo, los rostros humanos eran soberbios, las manos estaban exquisitamente plasmadas.
Creí enloquecer al contemplar aquellos rostros, aquellas manos.
Deseaba disponer de varias noches para memorizar esa pintura. Deseaba detenerme a escuchar en los portales a los eruditos para que me explicaran qué significaba aquello, pues yo era incapaz de descifrarlo. Necesitaba adquirir los conocimientos pertinentes para interpretar esa obra. Pero, ante todo, su extraordinaria belleza me conmovió hasta lo más profundo de mi alma.
De improviso, todos mis años lóbregos se desvanecieron como si hubieran encendido en la capilla un millar de velas.
—¡Ah, Pandora, ojalá pudieras contemplar esto! —murmuré en voz alta—. ¡Ojalá pudieras admirarlo!
Había otras pinturas en la inacabada Capilla Sixtina. Las contemplé superficialmente y me detuve ante otras dos ejecutadas por el mismo maestro, tan mágicas como la primera.
Contenían también multitud de personas, todas ellas dotadas de rostros divinos. Su vestimenta estaba plasmada con una profundidad es cultural. Y aunque en más de un lugar de aquel exquisito fresco reconocí a Jesucristo acompañado por ángeles alados, fui tan incapaz de interpretar esas pinturas como la primera.
En última instancia, no importaba lo que significaran. Me llenaban por completo. En una aparecían dos doncellas plasmadas con una profunda sensibilidad, y a la vez con una gran sensualidad que me asombró.
El arte antiguo de las iglesias y los monasterios jamás habría permitido eso. Es más, había eliminado por completo la carnalidad.
Pero allí, en esa capilla del Papa, aparecían esas damiselas, una de espaldas y la otra de frente, con una expresión soñadora en sus ojos. —Te he encontrado, Pandora —murmuré—. Te he encontrado en tu juventud y en tu eterna belleza. Estás aquí, plasmada en el muro.
Me volví de espaldas a los frescos y empecé a pasearme por la capilla. Luego regresé hacia ellos y me puse a examinarlos con las manos alzadas, procurando no tocarlos, moviendo simplemente las manos sobre ellos, como si tuviera que mirarlos no sólo a través de mis ojos sino también de las manos.
Tenía que averiguar qué pintor los había realizado. Tenía que contemplar su obra. Me había enamorado de él. ¿Sería un anciano? ¿Estaría vivo o muerto? Tenía que averiguarlo.
Salí de la capilla sin saber cómo averiguar qué artista había realizado esas obras maestras, pues no podía despertar al Papa para preguntárselo. En una calle sombría, en la cima de una cuesta, me topé con un malvado, un borracho que caminaba a zancadas dispuesto a clavarme un puñal, y me bebí su sangre con una voracidad que no había experimentado en muchos años.
Pobre y desdichada víctima. Me pregunto si al succionar su sangre le transmití un atisbo de esas pinturas.
Recuerdo bien aquel momento, pues me hallaba en lo alto de una angosta escalera que descendía por la cuesta hasta la plaza que se extendía a mis pies y, mientras la sangre me reconfortaba, pensé tan sólo en esas pinturas y sentí deseos de regresar a la capilla de inmediato.
Algo me interrumpió en aquel momento. Oí con claridad a un bebedor de sangre junto a mí, el paso vacilante de un vampiro joven. ¿De unos cien años? Calculé que no tendría más. Ese ser quería que yo supiera que se encontraba allí.
Me volví y vi a un individuo alto, musculoso y con el cabello oscuro, vestido con hábito de monje. Tenía el rostro blanco y no hacia nada por disimularlo. En torno al cuello lucía un reluciente crucifijo de oro boca abajo.
—¡Marius! —murmuró.
—Maldito seas —contesté. ¡Por todos los cielos! ¿Cómo sabía mi nombre?—. Seas quien seas, márchate y déjame en paz. Aléjate de mí, te lo advierto: no permanezcas en mi presencia si deseas vivir.
—¡Marius! —repitió él, avanzando hacia mí—. No te temo. He acudido a ti porque te necesitamos. Ya sabes quiénes somos.
—¡Adoradores de Satanás! —le espeté—. He visto el absurdo adorno que llevas alrededor del cuello. Si Cristo existe, ¿crees acaso que va a fijarse en ti? De modo que seguís organizando vuestros estúpidos cónclaves y propagando vuestras mentiras, ¿no es así?
—¿Estúpidos? —replicó con calma—. Jamás hemos sido estúpidos. Al servir a Satanás, cumplimos la labor de Dios. Sin Satanás, no existiría Cristo.
—Aléjate de mí —contesté con un gesto ambiguo—. No quiero saber nada de vosotros.
En mi corazón se ocultaba el secreto de los que debían ser custodiados. Pensé en las pinturas de la Capilla Sixtina. Aquellas hermosas figuras, aquellos colores…
—¿Es que no lo entiendes? —dijo el vampiro—. Si un ser tan viejo y poderoso como tú aceptara convertirse en nuestro líder, seríamos una legión en las catacumbas de esta ciudad. Pero, por desgracia, sólo somos unos pocos.
Sus ojos grandes y negros reflejaban un inevitable fanatismo. Su espeso cabello negro relucía bajo la tenue luz. Pese a ir cubierto de polvo y suciedad, era un ser atractivo. Sus ropas exhalaban el olor de las catacumbas. Todo él exhalaba el olor de la muerte, como si se hubiera tendido junto a unos restos mortales. Pero era apuesto, de complexión atlética y bien proporcionado, como Avicus. Se parecía mucho a él.
—¿Queréis ser una legión? —le pregunté—. ¡Qué disparate! Yo estaba vivo cuando nadie hablaba ni de Satanás ni de Jesucristo. Sois unos meros bebedores de sangre que os inventáis historias. ¿Cómo se te ha ocurrido que yo accedería a ser vuestro líder?
Él se acercó y observé su rostro con más claridad. Rebosaba exuberancia y sinceridad. Permanecía erguido con aire orgulloso.
Ven a vernos a las catacumbas —dijo—, ven y participarás en nuestro ritual. Ven mañana por la noche a cantar con nosotros antes de que vayamos en busca de unas presas. —Se expresaba apasionadamente y aguardó en silencio mi respuesta. No era estúpido, ni mucho menos, y no parecía cruel como los otros seguidores de Satanás a quienes yo había visto hacía unos siglos.
Meneé la cabeza para manifestar mi negativa, pero él insistió.
—Me llamo Santino —dijo—. Hace cien años que oigo hablar de ti. He soñado con el momento en que tú y yo nos encontraríamos. Satanás ha querido que nos encontráramos. Es preciso que seas nuestro líder. Sólo te ofrecería este puesto a ti. —Tenía una voz refinada, bien modulada, y hablaba italiano con un acento muy elegante—. Ven a ver a mis seguidores, que adoran a la Bestia con todo fervor. La Bestia desea que te erijas en nuestro cabecilla. Es el deseo de Dios.
Me sentí asqueado. Los despreciaba a él y a sus seguidores, pero advertí en él cierta erudición, además de inteligencia y un atisbo de discernimiento y de sentido del humor.
Deseé que Avicus y Mael hubieran estado presentes para acabar con él y con toda su tribu.
—¿Qué te hace pensar que me seduce presidir tu guarida con su centenar de calaveras? —insistí—. Esta noche he visto unas pinturas tan bellas que no puedo describírtelas. Unas obras magníficas de un colorido y un esplendor inigualables. Esta ciudad que me rodea está llena de atractivos a cual más fabuloso.
—¿Dónde has visto esas pinturas? —preguntó Santino.
—En la capilla del Papa —respondí.
—Pero ¿cómo te has atrevido a ir allí?
—No he tenido dificultades para entrar. Puedo enseñarte a utilizar tus poderes…
—Pero nosotros somos criaturas de las tinieblas —declaró él con toda naturalidad—. No debemos entrar nunca en lugares iluminados. Dios nos ha condenado a permanecer en las sombras.
—¿Qué dios? —inquirí—. Yo voy a donde me apetece. Bebo la sangre de los malvados. El mundo me pertenece. ¿Y me pides que te acompañe bajo tierra? ¿Que me meta en una catacumba llena de calaveras? ¿Me pides que gobierne a unos bebedores de sangre en nombre de un demonio? Eres demasiado listo para tu credo, amigo mío. Renuncia a él.
—No —contestó, meneando la cabeza y retrocediendo—. ¡Nuestra pureza es satánica! —dijo—. Por más que utilices tu poder y tus trucos, no conseguirás tentarme para que renuncie a ella. Estoy dispuesto a acogerte entre nosotros.
Le había tocado una fibra sensible. Lo vi en sus ojos negros. Se sentía atraído por mí, por mis palabras, pero se negaba a reconocerlo.
—Jamás seréis una legión —dije—. El mundo no lo consentirá. No sois nada. Renuncia a tus supercherías. No obligues a otros bebedores de sangre a unirse a esa absurda cruzada.
Santino se aproximó más, como si deseara situarse bajo la luz. Me miró a los ojos, sin duda tratando de adivinar mis pensamientos sin conseguirlo. Sólo sabía lo que yo mismo le revelaba con palabras.
—Somos unos superdotados —dije—. ¡Hay tanto que observar, que aprender! Deja que te lleve a la capilla del Papa para contemplar las pinturas de las que te he hablado.
Santino se acercó un paso más y observé que había mudado de expresión.
—¿Dónde están los que deben ser custodiados? —preguntó.
Fue como si me hubiera asestado un contundente golpe. ¡De modo que otro conocía el secreto, un secreto que yo había guardado celosamente durante mil años!
Tensé la mandíbula y me precipité hacia él, pero se zafó de mí con una rapidez asombrosa.
Eché a correr tras él, lo atrapé y, tras obligarlo a volverse, lo conduje a rastras hasta lo alto de la estrecha escalera de piedra que conducía al pie de la cuesta.
—No vuelvas a acercarte a mí, ¿entendido? —le espeté mientras él se debatía con desespero para soltarse—. Si quisiera, podría matarte prendiéndote fuego con la mente —dije—. ¿Por qué no lo hago? ¿Por qué no os liquido a todos? ¡No sois más que unas inmundas sabandijas! No lo hago porque detesto la violencia y la crueldad, aunque eres más malvado que el mortal al que he matado esta noche para saciar mi sed.
Santino se revolvía frenéticamente para liberarse de mí, pero, por supuesto, no tenía la menor posibilidad de conseguirlo.
¿Por qué no lo destruía? ¿Tan obsesionado estaba con aquellas maravillosas pinturas? ¿Estaba ya tan adaptado al mundo mortal que me horrorizaba caer de nuevo en esa cloaca?
No lo sé.
Lo único que sé es que lo arrojé escaleras abajo. Santino dio varias vueltas de campana, torpemente, grotescamente, hasta que al llegar abajo se incorporó.
Me miró lleno de odio.
—¡Maldito seas, Marius! —dijo, haciendo gala de un sorprendente y admirable valor—. Malditos seáis tú y el secreto de los que deben ser custodiados.
Su descaro me dejó atónito.
—¡Te lo advierto, Santino, alejaos de mí! —exclamé, mirándolo desde lo alto de la escalera—. Caminad errantes a través del tiempo. Sed testigos de todas las espléndidas y hermosas obras humanas, sed auténticos inmortales, no unos adoradores de Satanás, no siervos de un dios que os arrojará a un infierno cristiano. Pero, hagáis lo que hagáis, no os acerquéis a mí.
Santino permaneció plantado, mirándome furioso.
Entonces se me ocurrió enviarle una pequeña advertencia, suponiendo que lo lograra. En cualquier caso, decidí intentarlo.
Invoqué el don del fuego. Al sentir cómo se intensificaba, lo sofoqué un poco y se lo envié, ordenando que le chamuscara el borde de la toga negra.
El tejido que le rozaba los pies empezó a arder en el acto y Santino retrocedió espantado.
Detuve el fuego.
Santino comenzó a girar, aterrorizado, mientras se arrancaba la toga que ardía, y se quedó allí de pie, cubierto con una larga túnica blanca, contemplando la prenda chamuscada que había arrojado al suelo.
Me miró de nuevo sin mostrar el menor temor, pero furioso e impotente.
—Ahora ya sabes lo que puedo hacerte —dije—. No vuelvas a acercarte a mí.
Acto seguido, di media vuelta y me marché.
Me estremecí al pensar en él y sus seguidores. Me estremecí al pensar que tendría que volver a utilizar el don del fuego al cabo de tantos años. Me estremecí al recordar la matanza de los esclavos de Eudoxia.
Aún no era medianoche.
Ansiaba contemplar el espléndido nuevo mundo de Italia. Ansiaba conocer a los brillantes eruditos y a los artistas de la época. Ansiaba visitar los imponentes palacios de los cardenales y demás habitantes poderosos de la Ciudad Eterna, que se había alzado de nuevo de sus cenizas al cabo de tantos y penosos años.
Tras borrar de mi mente a aquel ser llamado Santino, me acerqué a uno de los nuevos palacios donde se celebraba una fiesta, un baile de máscaras con música, gente bailando y mesas repletas de comida.
No tuve problema alguno para entrar. Lucía la elegante vestimenta de terciopelo de la época y, una vez dentro, me acogieron con la misma cordialidad que a cualquier otro invitado.
No tenía máscara, sólo mi rostro blanco que en sí mismo parecía una máscara y mi acostumbrada capa roja con capucha, que me distinguía del resto de los invitados convirtiéndome al mismo tiempo en uno de tantos.
La música era embriagadora. Las paredes estaban cubiertas con magníficas pinturas, aunque ninguna tan mágica como las que había visto en la Capilla Sixtina. Los invitados eran muy numerosos e iban suntuosamente ataviados.
Enseguida entablé conversación con unos jóvenes eruditos, que conversaban acaloradamente de pintura y poesía, y les formulé mi estúpida pregunta: ¿quién había realizado los soberbios frescos de la Capilla Sixtina que acababa de contemplar?
—¿Habéis visto esas pinturas? —me preguntó uno de los asístenos—. No lo creo. A nosotros no nos han permitido contemplarlas. Describidme lo que habéis visto.
Describí las pinturas con todo detalle pero con sencillez, como un escolar.
—Las figuras son extraordinariamente delicadas —dije—, tienen un rostro sensible y, aunque están plasmadas con suma naturalidad, son algo más alargadas de lo normal.
Los invitados que me rodeaban rieron de buena gana.
—Algo más alargadas de lo normal —repitió uno de los eruditos de más edad.
—¿Quién ha realizado esas pinturas? —pregunté en tono implorante—. Deseo conocer a ese hombre.
—Pues tendréis que ir a Florencia para conocerlo —contestó el anciano erudito—. Se trata de Botticelli, y ya se ha marchado a casa.
—Botticelli —murmuré. Me pareció un nombre extraño, casi ridículo. En italiano significa «barrilete», pero para mí equivalía a perfección.
—¿Estáis seguro de que ha sido Botticelli? —pregunté.
—Desde luego —respondió el anciano erudito. Los otros asintieron también con la cabeza—. Todos estamos admirados de su maestría. Por eso le mandó llamar el Papa. Permaneció aquí dos años trabajando en la Capilla Sixtina. Todo el mundo conoce a Botticelli. En estos momentos, sin duda está tan atareado en Florencia como lo estuvo aquí.
—Deseo verlo con mis propios ojos —dije. ¿Quién sois? —me preguntó uno de los eruditos.
—Nadie —murmuré—. Nadie en absoluto.
Mi salida provocó un coro de carcajadas, que se confundían deliciosamente con la música que sonaba a nuestro alrededor y el resplandor de la multitud de velas.
Me sentí embriagado por el olor de los mortales y los sueños de Botticelli.
—Debo ir en busca de Botticelli —musité. Después de despedirme de todos, salí para alejarme en la oscuridad de la noche.
Pero ¿qué haría cuando me encontrara con Botticelli? ¿Qué afán me impulsaba a ir a su encuentro? ¿Qué me proponía?
Contemplar todas sus obras, sí, de eso estaba seguro, pero ¿qué otra cosa pretendía mi alma?
Mi soledad me parecía tan inmensa como mi edad, lo cual me aterrorizó.
Regresé a la Capilla Sixtina.
Dediqué el resto de la noche a examinar de nuevo los frescos.
Antes del amanecer, apareció un guardia. Permití que ocurriera. Utilicé el don de la seducción para convencerlo amablemente de que tenía todo el derecho de estar allí.
—¿Quién es esa figura que aparece en esas pinturas? —pregunté—. Ese anciano barbudo cuya cabeza emite una luz dorada.
—Moisés —respondió el guardia—. Moisés, el profeta. Estas pinturas están relacionadas con Moisés, y las otras con Jesucristo. ¿Veis esa inscripción? —añadió, señalando con el dedo.
No la había visto, pero entonces reparé en ella: Las pruebas de Moisés, portador de la ley escrita.
—Ojalá conociera mejor esas historias —dije suspirando—. Pero esas pinturas son tan exquisitas que la historia es lo de menos.
El guardia se encogió de hombros.
—¿Llegasteis a conocer a Botticelli cuando estuvo pintando aquí? —pregunté.
El hombre volvió a encogerse de hombros.
—Pero ¿no creéis que las pinturas poseen una belleza incomparable? —pregunté.
El guardia me miró con cara de tonto.
Entonces comprendí que estaba tan solo que me había puesto a conversar con aquel pobre hombre para tratar de hacerle comprender lo que yo sentía.
—En estos tiempos abundan las pinturas admirables —dijo.
—Sí, lo sé —respondí—. Pero no son como éstas.
Le di unas monedas de oro y abandoné la capilla.
Llegué a la cámara subterránea de los que debían ser custodiados justo antes de que amaneciera.
Cuando me tumbé a dormir soñé con Botticelli, pero era la voz de Santino lo que me obsesionaba. Lamenté no haberlo matado, lo cual, bien pensado, no era una reacción habitual en mí.